Por Augusto Munaro
Crédito de la foto (izq.) Paradiso Ed. /
(der.) Ioana Menéndez
La poesía como lenguaje esencial de construcción.
Entrevista a Carmen Iriondo
Menos (2019), de la poeta argentina Carmen Iriondo, es un libro de gran densidad lírica. Un poemario que se estructura a través de un hábil sesgo narrativo, lo que le permite desvincularse de los lugares comunes que suele adolecer el género. En arte, el dolor se llama revelación. Puerta que abre otras puertas. Voz, río, espejo. La palabra de Iriondo humaniza nuestro saber; sabe que la vida es incertidumbre, y que el otro, existe y pervive en y por la poesía, nuestro único lenguaje común. Menos es un libro de una belleza que lastima por su sutil crudeza.
Entrevista
Augusto Munaro [AM]: ¿Qué te impulsó a escribir un libro como Menos?, cuál fue la historia de su composición, su proceso de escritura?
Carmen Iriondo [CI]: En este libro en particular no sucedió un inicio impulsivo u ordenado. Una serie de poemas —que como tan bellamente dice Guillermo Saavedra en la contratapa de este libro: “Son versos largos que a veces se disuelven en la playa ancha de la prosa”…— comienzan a cobrar vida y a orientarme hacia cierto punto en mi espacio privado. Voy así encontrando una urdimbre reconocible y sensorial con la que me entusiasmo y recuerdo bien el momento placentero en el que decido que podía existir un nuevo libro.
Este inesperado lenguaje lejos de asustarme me atrae, el borde con la narrativa me anima a volcarme a seguir escribiendo en ese desequilibrio, hasta que algún poema gana la partida y se cuela. Va naciendo una ficción poética en la que algún personaje cuenta su búsqueda y pertenencia social de juventud en verdades que lindan con lo absoluto.
Releo a Georges Perec en un primer momento y en su Yo recuerdo capto algo inherente a definir un rechazo o aceptación de la marca de la clase de pertenencia histórica. Lo tuve en cuenta en la medida en que recordé el trabajo de diferenciación muy intenso que tuve que producir en mi realidad para aterrizar en una posición subjetiva lejana al mandato tradicional de una crianza.
Aunque el concepto de vacío y el sentimiento de dolor asomaron desde los primeros poemas, el título tardó en aparecer y fue recién cuando encontré poetas afines y comencé a releerlos para que me acompañen con citas elegidas, que lo bauticé Menos.
[AM]: ¿En qué medida escribir en clave poética sobre la familia implicó repensar el diálogo generacional existente entre nietas, madres y abuelas?
[CI]: No pensé en el diálogo generacional. Al ser criada por abuelos, faltó la generación de mis padres y su ausencia los dotó de una desmedida presencia imaginaria en mi constitución psíquica con seguridad. Mi madre fue siempre una persona a cuidar, la función de madre en mi historia fue distorsionada y confusa, aún hoy.
En cuanto al diálogo, lo digo con humor, no fue decididamente una forma que se practicaba en mi casa. Eran más ordenes, deberes, conversaciones superficiales que había que rastrillar mucho para encontrar materia detrás de esas apreciaciones con algo de tensión y de timidez por el temor a hacer el ridículo. Se hablaba en francés y en inglés. Eso me gustaba. Había recomendaciones de libros, opiniones sobre alguna ópera o espectáculo clásico. Lo que generalmente no aparecía dirigido a mí era el tema de mis padres o de mí misma. Comencé a escribir poemas a los 9 años como respuesta.
[AM]: Tu trabajo meticuloso con las palabras establece un tono específico. Una temperatura lírica determinada. ¿Las palabras sirven para denotar, explicitar un lugar, para consolidar un ritmo, un fraseo?, ¿o ambas cosas a la vez?
[CI]: Mi trabajo con las palabras es meticuloso pero de inicio bastante espontáneo. Respeto como brotan de forma natural para después dejar por ejemplo un poema en reposo. Luego regreso para revisar este “manantial” permisivo.
Desde muy niña, influenciada por una facilidad muy notable en mi abuelo, fui una rimadora natural y animaba cumpleaños y fiestas familiares construyendo poemas para los agasajados. (¡Qué insoportable!). Tiempo después, empecé a considerar la posibilidad de publicar e intenté la deconstrucción paulatina de ese automatismo y la prueba vertiginosa de cierta libertad en la forma. Soy alguien que conoce de cerca la música. Toco el piano y la guitarra, canto a menudo y lo hice de manera no profesional durante toda mi vida, por lo que el tono, el “color” —como se califica la voz en el canto— y el ritmo o el tempo fueron apareciendo de manera propia y lo dejo salir para escuchar de qué se trata. Siempre puede “mejorarse”, versificar mejor desde una posición de crítica despojada de sentimiento. Tengo una costumbre con el encabalgamiento que me supera, sé que debería corregirlo muchas veces, pero no lo hago. Se transforma esto en una cuestión de “fe”. Lo dejo ser, un poco por capricho y otro poco porque confío en mi música privada.
La temperatura lírica en mi caso es veraz y por lo tanto intensa. Elijo palabras que traducen una sensación y he exagerado mi adhesión al exceso de palabras en algunos de mis primeros libros. Época en la que se hablaba y leía mucho más y la riqueza del léxico era una virtud al menos para mí. En el caso de Menos te respondería que las palabras están al servicio de todas las cosas mencionadas. Narran, cantan, se escriben y frasean a veces con desesperanza y otras con vital melancolía. (Me permito este último oxímoron).
[AM]: Algunos de los versos más logrados brillan gracias al uso de la metáfora. Doy ejemplos: “El agua que chorrea del trapo es memoria en estado puro/ Y volverá naturalmente al mar desde esta orilla sinuosa/ adonde nos encontramos los que queremos lavar penas”. Otra: “el martillazo de estar solos”, o esta: “el oleaje del abandono”… ¿cómo llegás a ellas, de qué modo depuras cada metáfora hasta la expresión definitiva?
[CI]: Si soy sincera en mí al menos las metáforas brotan sin mucho trabajo previo. Es más, muchas veces son pródromo de que algún poema está por llegar. Surgen en bruto y las depuro sí, pero en general les doy la bienvenida. Mientras escribo no suelo pensar demasiado, de manera inconsciente intuyo que ya va a haber tiempo para leer lo que escribo usualmente a mano. (Esto sucede après coup, pasado el momento sin control que produjo lo metafórico). Y que esa segunda lectura va a darme sorpresas, buenas, horribles, extrañas o nulas. Entonces me dedico a corregir, más exigente, más fría y tomando frases que recuerdo de algún colega o maestro que llegan con el rigor de ver los errores y aceptarlos. Son momentos de insatisfacción, de desilusión, de desvalimiento. No sin deseos de rendirme. Pero hasta ahora, sigo participando.
[AM]: Resulta interesante cómo en varias piezas, tus versos incluyen diálogos. Allí las voces se suceden muy sutilmente. ¿Cómo trabajás esa pulsión?, ¿cuán importante te resulta el ritmo a la hora de encarar esta operación?
[CI]: Estos diálogos internos aparecen a menudo cuando estoy “contando” algo o si deseo dar a conocer un personaje por intermedio de lo que dice, como lo dice o por qué lo dice y a quién se dirige… Voces fantasmas que no llegan a definirse, simplemente hablan y casi como en un “rap” o en un “scat” van encontrando su propio ritmo y movimiento. En el capítulo denominado “Asambleas” el poema comienza con alguien que pregunta: -¿Empezás psicología?
Es un comienzo de algo que bien podría ser una novela o cuento. Sucede que en ese momento el poema viene escuchando la voz de ese recuerdo, de esa entrada a un nuevo estado, casi universalizada y poblada de voces que interrumpen el lirismo y se expresan reales, en frío, casi en una puesta en escena que celebra el comienzo de algo.
[AM]: El influjo narrativo está presente a través de gran parte de tu poemario. ¿Qué relevancia ocupa la descripción en tu poética?, ¿por qué?
[CI]: En este libro el borde narrativo está presente desde el principio. Se habla en el primer poema de una historia de vida, sería como un cuento anunciado. En un libro de memorias que se publicó hace unos años puedo suponer que quedó trunca la escritura de una forma de salida del laberinto de ficción biográfica en el que quedé presa. No lo pensé mientras escribía Menos, es una reflexión que construyo a partir de tu certera e interesante pregunta.
Esta poesía narrativa me da la impresión de contar un cuento de forma y estructura poética. Es un poema pero narra con sincronía variable una historia que queda encerrada en el poema. La lírica implicaría a la poesía misma como lenguaje esencial de construcción. Lo calificaría como lo emotivo, su música y canto, lo que existe de sensible y profundo en la composición de un poema. No es un modo fijo, es más bien diverso.
[AM]: ¿Considerás a la memoria como una operación poética?, ¿por qué?
[CI]: La memoria, el recuerdo, la evocación melancólica, las marcas de historia en el cuerpo, las construcciones imaginarias a partir de relatos de familia, me hacen suponer que subyacen detrás de todo proceso de escritura, no necesariamente ligados a la poesía pero sí a un momento de expresividad que la trasciende por ejemplo en una composición musical, una coreografía, una pintura, una defensa psíquica del miedo. Desde muy temprana edad el hecho de poder garabatear poemas me permitió denunciar situaciones traumáticas de manera velada, utilizando metáforas torpes para decir lo que en aquellas épocas hubiera estado vedado para mí niñez. Conservo en la memoria, que no es lo mismo que recordar, casi todos mis poemas de los 9 a 10 años. Muy rimados y sencillos pero de un arriesgado desafío. No escritos en desesperación ni soledad, pero sí como una fuente de aplacamiento de la erupción de un volcán. Un recuerdo es lo contrario del olvido. No es la memoria como género, en la que más bien se trata de lo que ya no es, de lo que se puede compartir como relato con cierta “empatía”. Porchia decía algo parecido a “Mi nombre más que llamarme me recuerda mi nombre”. A veces andamos perdidos.
[AM]: ¿Pensás que todo recuerdo infiere una ética?
[CI]: No se me había ocurrido pensarlo así. Creo que no necesariamente en la medida en que los recuerdos son siempre encubridores de otros que prefieren no aflorar, ya sea por la incomodidad o el dolor. O lo siniestro y ominoso que recurre a la represión personal e inconsciente como protección de la subjetividad. Los recuerdos que pueden atravesar la puerta permitida de cada cual terminan posiblemente estructurándose como lenguajes o actos éticos. No lo puedo asegurar. Sí que la selectividad de los recuerdos hace este trabajo per se. Y así se construye una historia imaginaria con cicatrices de honduras diferentes, moretones de distintos colores y evidencias, con algún punto débil que no termina de cerrar y que requiere atención y cuidado de por vida. O de la producción de otro libro de poemas. Esto último va con humor.
[AM]: “Un jardín, una mesa, un cenicero”… el peronismo está presente en tu vida y en la poesía, claro. ¿Cómo se da esa simbiosis entre ambos sucesos?, ¿o se trata de un único e indivisible hecho?
[CI]: En esta historia particular, el Peronismo así con mayúscula está presente porque en esta juventud incipiente me brinda el asomo de una identidad paterna que asoma en mi poesía como la falta mayor de mi padre y el abandono temprano de mi madre.
Junto a Perón y a sus apotegmas que llenan el vacío abismal de dudas y preguntas de ese ciclo vital, aparecen también en el libro tanto el cura Carlos Mujica y también mi pariente el Che Guevara como paradigmáticos portadores de una verdad necesaria y a la vez muy diferente a los mandatos de mi origen. Este absolutismo juvenil me ayudó a salir de un destino de sometimiento e inutilidad. También es cierto que esta forma de militancia fue a transformar mi resentimiento por eventos ocultos de mi infancia en una solidaridad espontánea en barrios y otros muchos lugares en donde sentí que era necesario estar en ese momento de mi vida. Ver de cerca el desamparo verdadero, la falta de oportunidades, lo imprevisible de algunas vidas… una educación gratuita que me hacía falta. Una sensación de que había otra gente insegura, por otros motivos peores que los míos. La “justica social” que así nombraba la época a la urgencia por encontrar una manera de distribuir los ingresos de manera equitativa, construyó este “menos” que fortaleció mi forma de ser. Una jerarquía distinta a la que yo traía para colocar el “más”, en este caso ligado a lo sensible y generoso. El lleno decididamente ahoga.
[AM]: Tu mirada respecto a la idea de absoluto gravita en varias piezas. Por ejemplo “En mi casa se hace difícil”, allí lográs resucitar, valga la palabra, de un modo muy emotivo, la figura del padre Mujica… ¿Qué lugar ocupa la religión en tu vida?
[CI]: Mi abuela era muy religiosa, nacida el mismo año de JL Borges – siempre lo decía – es necesario recurrir a estas fechas para comprender que no era lo mismo que ahora. El infierno existía como tema en la educación, “te vas a ir al infierno” era lo que hoy sería “mirá que te saco el celular” que es un poquito menos dañino. Tomé la comunión en una iglesia de mi barrio a la que me enviaron a los cinco años. Como era algo precoz y pedante por pasar el tiempo entre gente mayor, aprendía como loro de memoria todas las preguntas del catecismo que hoy todavía puedo repetir y me divierten mucho como delirios. Las monjas por lo tanto me querían hasta que… se enteraron que mis padres estaban separados y yo vivía con mis abuelos. Hija del pecado, me pusieron última en la fila para tomar la comunión.
Carlos Mujica, a quién conocí en una parroquia elegante del barrio de Recoleta, me abrió un panorama y un paracaídas que me permitieron aterrizar lejos de mi casa encerrada. Dejar de cuidar tanto a mi madre adicta y de hacerme cargo del cansancio de mis abuelos. Me posibilitó la entrada de la idea de irme algún día sin que eso generara una tragedia más en la familia.
Hoy la religión no ocupa ningún lugar. Conocí demasiado de cerca la iglesia y su horrorosa hipocresía mediante una demanda de nulidad matrimonial que recibí del padre de mis hijos y al defenderme sola me introduje en ese submundo de mentiras y traiciones. De perversas actitudes encubiertas. De una injusticia muy maligna. Para ellos será el reino del infierno.
Diría que lo religioso, si quisiera investigarlo, lo haría en el terreno de la filosofía y ligada al concepto de una idea absoluta. Por ahora me remito a suponer que existe eso que yo invento. Sin nombre, es como una entidad que no tiene lugar. Es aéreo y me despierta una sonrisa saber que no existe, pero que como yo lo creé, le creo. Y a lo mejor me cuida.
[AM]: “Justa se llamaba”, además de emotivo, es un poema que opera a favor de cierta nostalgia, nunca gratuita desde luego. Y claro, incluye a otra figura histórica de relieve… ¿Cuál fue la historia de ese poema?
[CI]: La historia de ese poema es la historia que cuenta ese poema. Tal cual. Siendo parientes bastante cercanos, se hablaba mucho del Che Guevara en casa. Me dio pudor contarlo hasta que en este libro apareció esta imagen asociada a la del Padre Mujica.
En la familia se decía que había una foto que documentaba lo sucedido una tarde en el cumpleaños 100 de esta tía mía de nombre Justa y que yo chiquita estuve a upa del Che. Durante toda mi vida mi abuelo adjudicaba, con mucho sentido del humor, lo que daba en llamar mi “forma rara de pensar” a ese momento. La tendencia natural a brindar ayuda que era un rasgo marcado de mi personalidad se debía, según él a algo que me había “pegado” el Che en aquella famosa escena frente a una ventana. Mi abuelo lo llamaba Ernestito.
[AM]: ¿Cómo abordaste el proceso de corrección de un libro tan singular como éste?
[CI]: Lo corregí y le di forma dividiendo sus partes en la medida en que se mezclaban temas muy diversos, realismo y poesía algo descarnada. Cuando me pareció que estaba para leerlo lo llevé a lo de mi maestro y amigo entrañable Arturo Carrera que lo recibió con gran permisividad y me alentó a seguir escribiendo. Su actitud me contagió la ilusión de dejarlo ser al libro, darle la libertad de acudir a una historia personal pero también social de un momento determinado de la Argentina. La entrada a la Universidad pública fue un crucial aprendizaje y experiencia para mi vida. Lo dejé descansar un tiempo más y cuando lo retomé sabía que lo iba a publicar. Corregí con atención las páginas mejorables para mi criterio y descarté algunos poemas apuntando al “menos” en todo sentido. Lo que quedó de este libro es menos y su nombre es Menos.
[AM]: No me quiero olvidar de un detalle en absoluto menor. La ilustración de tapa, de Carmen Pueyrredon, es preciosa. Recuerda un poco a Botticelli… ¿Por qué la has incluido como ilustración de portada?
[CI]: Está bien que no te olvides ya que es un detalle muy importante. Carmen Pueyrredon es mi Mamá y esta acuarela data de sus 12 años de edad, pintada sobre las hojas rayadas de su cuaderno de escuela en 1935. Además de ser a mi juicio bellísima, la acuarela está poblada de fantasmitas que son una de mis debilidades. Hace unos años atrás se publicó en Mansalva otro libro de poemas que titulé Fantasmata. Soy psicoanalista y he sabido trabajar sobre la construcción subjetiva de infinitos “fantasmas” y fantasías imaginarias para poder constituir a una persona en su deseo y fortalecer su autonomía. Mi hijo Tomás tenía en su poder esta ilustración y me la hizo llegar cuando se enteró que andábamos buscándole en la editorial Paradiso una tapa a Menos. Cuando me topé con ella me saltaron algunas lágrimas y no dudé en sacarla a mi madre de una historia cerrada y asfixiante. Con su nombre verdadero, su talento y también con la imposibilidad de criar a su hija a cuestas.
Tengo los años suficientes para aceptar ciertas bondades ligadas a los recursos de una familia tradicional con la que tuve muchas diferencias pero que me dejaron una buena educación, el intensivo aprendizaje de idiomas desde mis 4 años, el acceso a ramas del arte como música, ópera y ballet, aprendizaje de instrumentos musicales, deportes practicados con absoluta responsabilidad y gran trabajo. Y la posibilidad de vivir en el campo larguísimos períodos en un lugar donde estaba bien claro para mi abuelo que era un lugar de trabajo y no permitía durante el horario de tareas andar jugando por ahí o usando carros, animales o coches en cualquier forma “tilinga”. Los Domingos eran para entretenerse. La falta de mi madre finalmente, me hizo fuerte y con una clara conciencia de autonomía y cierta desconfianza con los hombres de alrededor que no parecían tomar decisiones ni decir la verdad y mostraban miedo ante cualquier vida que sonara diferente a la aprendida. Y decididamente no habían sabido cuidar a mi madre tampoco. Por todo esto mi madre se merece hoy esta portada como dedicatoria.
[AM]: Tenés en tu haber casi una veintena de poemarios publicados. ¿Señalarías líneas básicas en tu poesía?
[CI]: Podría señalar líneas personales pero no influencias directas de otros poetas. Hay en la poesía que escribo una búsqueda clara de atravesamiento de algún trauma fundamental, en mi caso tiene que ver a lo mejor con un abandono materno prematuro y la posibilidad de investigarlo desde varias perspectivas. Así se manifiestan La niña pandereta, Por el miedo te digo… En Vuelo de Fiebre se produce el estado febril como alteración de la normalidad sin necesidad de recurrir al alcohol o similar. El hecho del alcoholismo de mi madre está presente o velado o disimulado o metaforizado en muchos versos, en varios libros. En Prosas de dormida también hay otra búsqueda: la de la duermevela como estado de ensoñación previo al despertar, o previo al dormirse. Y está la tentativa de la asociación de autores, poetas, citas y recuerdos apareciendo en forma fantasmal a veces y de juego en otras. Pero juego en el sentido de “actuar” en inglés, del verbo to play que es jugar en castellano. En francés también el actor “joue”, juega un papel, no lo actúa.
Luis Chitarroni ha sido siempre excesivamente generoso con mis libros y dice textualmente en una de sus reseñas: (…) C.I ejerce la solidaridad y la sororidad con el lenguaje, sin dejarse espantar por los convencionalismos de ninguna de las generaciones ni las tribus que en general se espantan unas a otras. (…)
Lo comparto porque hay algo que considero cierto en mi caso, elijo muchas veces dejar lo que aparece, no cambiarlo por prejuicios varios que pueden ser innumerables, desde pensar en un lector “determinado” o alguna información que no tengo y no quiero que parezca que sé acerca de algo que no sé.
En cuanto a lo formal, suelo ser atrevida y cambiar la estructura espacial de los poemas en cada libro nuevo. Cuando escribo, experimento casi siempre. No tengo ideas demasiado pre concebidas. Los libros aparecen mientras, no antes. Y sí, mis fantasmas se enlazan con hebras, dice Valeria Melchiorre que descubre bellamente perlas en lo que escribimos, y las enhebra ella misma valiéndose de “briznas de hilo” que cita en mi caso y dice que mi “voz” se vale de estas texturas de fantasmas y lánguidos sonidos. En el caso de Syl & Ted es un libro sobre Plath y Hughes y la relación poética entre ellos que investiga sobre el “robo” entre personas que conviven con pasión y se dedican a lo mismo. Pero lo que me llevó tres años a leerlos obsesivamente fue la disociación de Plath, entre lo que escribía diariamente a su madre, y lo que escribía diariamente en su diario propio. ¿Un presagio de lo peor de las redes sociales? ¿Y las fotos malas dónde estaban?
[AM]: Carmen, ¿qué poeta argentino deberíamos releer?, ¿por qué?
[CI]: No suelo recomendar escritores y menos poetas. Mi subjetividad choca contra cualquier universal a la hora de leer, me permito disentir con muchas “mayorías” y descubro escritores desconocidos que comienzan a interesarme. Cada etapa se cursa con recambios, y en los momentos de crisis, de “pozo seco” como le digo siempre a Arturo Carrera cuando lo padezco, voy a lo afectivo. Tengo la suerte de haber aprendido desde niñita dos idiomas que hablo y escribo prácticamente sin dificultad y de corrido. Tengo que confesar que leo entonces muchos autores en sus lenguas originales y esto es un privilegio. No entran en esta pregunta, pero quisiera mencionar a una especie de tía que leí a los 5 o 6 años con una profesora de francés. Una escritora, poeta y cantante llamada Marceline Desbordes Valmore ya que gracias a ella esbocé mis primeros intentos de garabatos “poéticos”.
Nombro de todas maneras y con gran cariño a Liliana Ponce, hermosa poeta, siempre aprecié su belleza profunda y su gran fuerza, me conmueve desde que la leí por primera vez, cada línea que escribe. Es misteriosa, por momentos su escritura se viste de Oriente y transmite ese goce inefable de tonos sin brillo, pero de un mágico colorido encantado.
Puedo pedir que lean también a Juan L., a Viel Temperley, a Susana Thénon, a Irene Gruss, y a mis poetas amigos Arturo Carrera y Valeria Melchiorre. Puedo pedir que relean. Y decirles gracias a los que escriben bien.
[AM]: Por último, ¿con quién hablaste mejor sobre poesía?
[CI]: Cuando era niña sin dudarlo un minuto, con mi abuelo. Era una persona muy especial, un artista plástico muy interesante, que dejó su carrera por los problemas que le acarreaban sus dos hijos (mi mamá y su hermano) esto dicho por él muchas veces. Era muy exigente y leía con seriedad cualquier cosa que yo escribiera y era lapidario. Pero hoy le estoy agradecida. Me criticaba sin piedad, por faltas o excesos, por dramatismos exagerados o “listas de almacén” cuando carecían de metáforas y enunciaban cosas simples separadas por comas o encabalgamientos torpes. Yo le discutía de frente y él me leía poemas de todas las épocas y en idiomas originales. Me enseñó a leer de muy chiquita, dibujándome letras con caras y cuerpos: una buscaba a la otra y salían palabras. Una vez me preguntó ¿Qué se fizo el rey Don Juan? yo quedé en shock y él me dijo que antes la “efe” era la “hache”. Primer enigma de mi vida.
En mi época, el colegio Northlands no era como ahora. Era sí inglés en su mayoría, y el secundario se extendía hasta tercer año en castellano y era un Comercial que había que revalidar. La directora de esta escuela se llamaba Winnifred Brightman era una señora octogenaria pero lúcida como pocas veces conocí, era especialista en Shakespeare y entraba a las clases de niñas de 8 o 9 años a leer las obras de Shakespeare en inglés y a intentar que nos interesáramos sin tener que simplificar casi nada. Si alguna se destacaba por una pregunta o por tener interés en algo relacionado a un libro, el premio era un almuerzo en su casa que estaba dentro del colegio en donde ella conversaba de la vida en general y siempre preguntando qué pensábamos nosotros. Allí hablaba de poesía. Le gustaba Yeats especialmente, leía poetas franceses, Verlaine, Baudelaire, Rimbaud, los malditos. Me introdujo a Edgar Poe. Y a muchos más.
Y de mis tiempos más actuales debo reconocerle a Arturo Carrera el haber recorrido un camino de tantos poetas y tantas lecturas y tanto sentido del humor con la gloria de no tomarnos en serio todo el tiempo y tener una mirada socarrona ante la solemnidad que muchas veces responde más a la angustia por otra cosa que a la “inspiración”. Es importante el trabajo compartido, el animarse a mostrar un texto o un poema, a escuchar lo que el otro escribe. Y a opinar sin inseguridad, preguntándolo todo sin pudores falsos.
Otro amigo también admirado del que aprendo y enriquezco siempre lo que tengo en preparación es Luis Chitarroni. Luis es una enciclopedia interminable de lecturas, conocimiento y asociaciones. Sabe todo y leyó casi todo y además conoce la música, clásica y popular, sacra, rock, pop y rap. Ve tele. Y lee y escribe. Es muy generoso con su ingenio enorme e inteligencia agudísima y sensible. Y es otro que logra reír con el libre vuelo de su infinita experiencia. Por suerte es un acotador muy sonriente de cualquier brote del ego que pretenda ver la luz.