Por Guido Mazzoni*
Traducción por Myra Jara Toledo**
Crédito de la foto Dino Ignani
3 poemas de La pura superficie (2017),
de Guido Mazzoni
Dieciseis soldados Sirios
El psicoanalista le aconseja de no ver imágenes al despertar, de despertarse lentamente para «recuperar el significado de la propia presencia», pero el Isis, en el sueño, ha decapitado dieciseis soldados Sirios en Liveleak y los quiere ver.
Un grupo de militantes arrastra a los prisioneros por el cuello del uniforme. La definición es altísima, las luces han sido bien elegidas, los hombres del Isis quieren parecer estatuas, los Sirios quieren parecer humildes; rasados y maquillados miran fijos a la cámara mientras el director encuadra la escena desde el bajo hacia el alto usando el rallentato para crear algo que esté entre el monumento y la película de acción. Los prisioneros caminan doblados en dos como ovíparos, como patos sin proporción; un tipo vestido de negro explica en Inglés porqué serán asesinados. Miran hacia nosotros desde una región interna remota con una especie de intensidad teatral, como si ésta no fuera su vida. Luego el tipo deja de hablar, los militantes sacan cuchillos, los Sirios son tirados a tierra. Son dóciles; son ejecutados con el mismo movimiento con el que se corta la carne en el plato moviendo la cuchilla hacia adelante y hacia atrás, infantilmente; y aunque si la sangre sale a borbotones, la encuadratura permanece perfecta, el último prisionero desangrado alcanza a alzar la mirada de nuevo hacia nosotros antes de perder la conciencia. Luego hay un corte, hay un efecto de montaje después del cuál las cabezas de los Sirios reaparecen apoyadas en las espaldas y empieza la música de la clausura. Es un video horrible. Es un video muy bello. Significa tantas cosas – por ejemplo que lo han visto, que han querido verlo, que éste gesto, matar a un enemigo, es humano y les reguarda, y quien sabe cumplirlo es fuerte, más fuerte de quien lo ve mientras desayuna en una sociedad femmilizzata, exteriormente pacífica, occultamente cruel. Mientras apaga la computadora, termina de comer.
En la noche sale con un grupo de personas que por hábito llama amigos. Tienen más de cuarenta años, se conocen superficialmente como sucede entre los adultos, en medio de ellos hay un hombre veinteañero desconocido. Los cuarentones son algo, tienen algo y lo defienden (una pareja, un hijo, lugares comunes, la posibilidad misma de hablar de ello seriamente); el hombre joven no es nada y por lo tanto es libre, habla sin matices, como si buscase de cortar o de incidir, y como si nada tuviera peso. Él lo mira fijamente, lo odia íntimamente. Quisiera ser así. Lo ha sido veinticinco años atrás, después se ha vuelto más humano, menos lúcido, más indulgente, y hoy deja que el hombre joven sea el centro de la atención y hable con desprecio de un trabajo precario que lo avecina a las personas medianas, aquellas que piensan ser algo, absurdamente.
Después la cena termina y se abre aquel momento en el cual, después de los saludos, se miran las casas, los propios zapatos o las bolsas de la basura, se entiende que los otros no nos reguardan o no nos interesan. Acompaña a casa a una mujer con quien tiene una relación sin compromisos. Ella se está acercando más de cuanto han acordado; él se protege fingiendo de no entender. Comienza un diálogo donde las palabras significan otra cosa, un discurso oblicuo y lleno de rencores que cada pareja conoce y que no les describo; continúa por horas mientras la mente se llena de residuos: los uniformes de los prisioneros, el hombre joven, el gesto de cortar, una plétora de detalles, en la periferia de la conciencia, che no sabía de haber retenido. Piensa en un auto, un episodio de la propia adolescencia, en un palabra que nada tiene que ver como «exantemático» o «organoléptico»; piensa en las plantas y en los animales pequeños, en los insectos por ejemplo, en como cada uno de sus cuerpos existe en un enjambre y desaparece sin énfasis, sin creer ser algo. Es horrible. Es horrible pero no importa.
Salir
Sale de casa por una razón, la olvida,
sube a un autobús que no conoce, se vuelve a encontrar
entre las personas, las blinda con el lenguaje,
dice “estudiante”, “tatuada”, “Filipino”
para no ver el estudiante, la mujer tatuada, el Filipino,
luego es arrollado por las frases absurdas, las manos coloradas
como animales oníricos,
como pájaros tropicales, la anarquía de los otros.
Desde hace algunos años las cosas me vienen encima sin protección.
En sueños veo dientes rotos, puntos de sutura,
ratas cortadas en dos, entre la oreja y la quijada, que discuten entre ellas.
A menudo, cuando ustedes hablan, yo no los escucho,
me interesan más las pausas entre las palabras,
percibo una desazón que sobrepasa la psicología, algo de primario.
La tatuada baja antes de volverse humana, el vidrio
multiplica los detalles, por un momento
el Filipino significa algo,
luego prueba los sonidos del teléfono, su sonido
me obtura interiormente, quisiera golpearlo.
Yo había salido para comprar una de esas lamparitas LED
de nueva generación, de esas que no queman,
unas tijeras, la fruta, una sandía.
He escrito un texto que no tiende a nada. Quiere sólo ser, como todos.
He escrito un texto que se queda en la superficie.
Cuatro superficies
Los otros en cuanto seres exteriores,
superficies o cuerpos. Quien dice yo en cambio no tiene cuerpo,
ve solamente las propias manos, las mira como prótesis,
observa a los otros mientras tienen la propia
vida interna dentro de los rostros,
descubre que tiene un rostro sólo en las fotos.
Es obsceno estar expuesto, ser una cosa – yo, este auto,
la vitrina del barbero, la bolsa
de las papitas en la vereda de via Gallia.
La segunda superficie es la percepción,
el modo en el que crea un plano de realidad simplificando.
A veces, en sueños, veo a la personas
sin la pared abdominal, con los órganos abiertos.
Es un sueño, significa mucho.
En este poema significa aquello que normalmente
resulta imperceptible, la mecánica del cuerpo, el tubo
de heces que ustedes llevan dentro por ejemplo, la sorpresa
cuando la mierda se muestra al exterior como una substancia ajena.
La tercera superficie es el lenguaje,
sus abstracciones, la idea de que pueda existir algo
como aquello que los signos pueda, existir y algo
buscan expresar en esta frase.
La cuarta es la imagen interior de los otros,
su peso inmenso, su campo.
Actúo por ustedes, escribo este poema para ser acogido,
me vuelvo libre sólo cuando ustedes mueren interiormente.
El remolque se desbanda contra nuestro auto entre Chiusi y Roma,
yo lo observo sin angustia, es una especie
de mirada pura, de cinematografía de mi muerte. Pero Daniele
Balicco permanece sereno, el automóvil pasa, por algunos minutos
no hablamos, luego regresan las anécdotas,
las biografías, cuatro personas.
El Inglés tiene una expresión que me gusta mucho,
small talk. Son los discursos de la superficie,
las palabras de contacto, aquello que Heidegger,
en Ser y Tiempo, llama la habladuría, das Gerede. En Italiano,
en nuestra lengua interior, el término que usamos más a menudo
para describir todo esto es cojudeces, cazzate.
Las opiniones sobre aquello que ignoramos, los discursos
que salen de los celulares y entran en los vagones
en medio de todo: los hijos, una infección en la uña, la Juventus,
los enemigos privados que no conocemos – los otros
hablan cojudeces. Quien dice yo es una excepción, es el único
que existe verdaderamente, es el sujeto.
Cuando Daniele Balicco retoma el control estamos vivos,
hablamos cojudeces. No me adhiero a nada, me parece
que ustedes no se adhieren a nada, son la parte que le falta
a su mundo, son un lugar inhabitado.
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(poemas en su lengua original, italiano)
3 poesie da La pura superficie (2017),
da Guido Mazzoni
Sedici soldati siriani
Lo psicoanalista gli consiglia di non guardare immagini al risveglio, di svegliarsi lentamente per «recuperare il significato della propria presenza», ma l’Isis, nel sonno, ha decapitato sedici soldati siriani e li ha messi su Liveleak, e lui ora vuole vederli.
Un gruppo di miliziani trascina i prigionieri per il collo della tuta. La definizione è altissima, le luci sono scelte bene, gli uomini dell’Isis vogliono sembrare statue, i siriani vogliono sembrare umili; rasati e truccati guardano fissi nella camera mentre il regista inquadra la scena dal basso verso l’alto usando il rallentato per creare qualcosa che stia fra il monumento e il film d’azione. I prigionieri camminano piegati in due come ovipari, come paperi senza proporzione; un tizio vestito di nero spiega in inglese perché verranno uccisi. Guardano verso di noi da una regione interna remota con una specie di intensità teatrale, come se questa non fosse la loro vita. Poi il tizio smette di parlare, i miliziani tirano fuori i coltelli, i siriani vengono spinti a terra. Sono docili; vengono sgozzati con lo stesso movimento con cui si affetta la carne nel piatto, muovendo la lama avanti e indietro, infantilmente; e anche se il sangue esce a spruzzo l’inquadratura resta perfetta, l’ultimo prigioniero dissanguato fa in tempo a guardarci di nuovo prima di perdere coscienza. Poi c’è uno stacco, c’è un effetto di montaggio dopo il quale le teste dei siriani ricompaiono scisse dal corpo, poggiate sulle schiene, e parte la sigla di chiusura. È un video orribile. È un video molto bello. Significa molte cose – per esempio che l’avete visto, che avete desiderato vederlo, che uccidere un nemico è un gesto umano e vi appartiene, e chi sa compierlo è forte, più forte di chi lo guarda mentre fa colazione in una società femminilizzata, esteriormente pacifica, occultamente crudele. Mette via il computer, finisce di mangiare.
La sera esce con un gruppo di persone che per abitudine chiama amici. Hanno più di quarant’anni, si conoscono superficialmente, come succede fra gli adulti; in mezzo a loro c’è un ventenne maschio ignoto. Gli ultraquarantenni sono qualcosa, hanno qualcosa e lo difendono (una coppia, un figlio, dei luoghi comuni, la possibilità stessa di parlarne seriamente); il maschio giovane non è niente e dunque è libero, parla senza sfumature, come se cercasse di incidere o tagliare, come se nulla avesse peso. Lui lo guarda fisso, lo odia intimamente. Vorrebbe essere così. Lo è stato venticinque anni fa; poi è diventato più umano, meno lucido, più indulgente, e oggi lascia che il maschio giovane si prenda il centro della scena parlando con disprezzo di un lavoro precario che lo mette vicino alle persone medie, quelle che pensano di essere qualcosa, assurdamente.
Poi la cena finisce e si apre quel momento in cui, dopo i saluti, guardando le case, le proprie scarpe o i cassonetti del vetro, si capisce che gli altri non ci riguardano o non ci interessano. Accompagna a casa una donna con cui ha un rapporto senza impegno. Lei si sta attaccando più di quanto hanno stabilito, lui si protegge fingendo di non capire. Comincia un dialogo dove le parole significano altro, un discorso obliquo e pieno di rancore che ogni coppia conosce e che non vi descrivo; va avanti per ore mentre la mente si riempie di residui: le tute dei prigionieri, il maschio giovane, il gesto di tagliare, una pletora di dettagli, alla periferia della coscienza, che non sapeva di avere trattenuto. Pensa a un’auto, a un episodio della propria adolescenza, a una parola che non c’entra niente come «esantematico» o «organolettico»; pensa alle piante e agli animali piccoli, agli insetti per esempio, a come ogni loro corpo esista in uno sciame e scompaia senza enfasi, senza credere di essere qualcosa. È orribile. È orribile ma non importa.
Uscire
Esce di casa per una ragione, la dimentica
sale su un autobus, incontra le persone, le scherma col linguaggio,
dice “studente fuorisede”, “tatuata”, “filippino”
per non vedere il fuorisede, la donna tatuata, il filippino,
poi viene travolto dalle frasi assurde, le mani colorate
come animali onirici,
come uccelli tropicali, l’anarchia degli altri.
Da qualche anno le cose mi vengono addosso senza protezioni.
In sogno vedo denti rotti, punti di sutura,
topi tagliati in due, fra l’orecchio e la mascella, che discutono fra loro.
Spesso, quando parlate, io non vi ascolto,
mi interessano di più le pause fra le parole,
ci leggo un disagio che oltrepassa la psicologia, qualcosa di primario.
La tatuata scende prima di diventare umana, il vetro
moltiplica i dettagli, per un attimo
il filippino significa qualcosa,
poi prova le suonerie, il suo rumore
mi ottunde internamente, vorrei colpirlo.
Ero uscito per comprare una di quelle lampadine a led
di nuova generazione, di quelle che non si bruciano,
un paio di forbici, la frutta, un cocomero.
Ho scritto un testo che non tende a nulla. Vuole solo esserci, come tutti.
Ho scritto un testo che rimane in superficie.
Quattro superfici
Gli altri in quanto esseri esteriori,
superfici o corpi. Chi dice io invece non ha corpo,
vede soltanto le proprie mani, le guarda come pròtesi,
osserva gli altri mentre tengono la propria
vita interna dentro i volti,
scopre di avere un volto solo nelle foto.
È osceno essere esposto, essere una cosa – io, quest’auto,
la vetrina del barbiere, la busta
delle patatine sul marciapiede di via Gallia.
La seconda superficie è la percezione,
il modo in cui crea un piano di realtà semplificando.
A volte, in sogno, vedo le persone
senza la parete addominale, con gli organi aperti.
È un sogno, significa molto.
In questa poesia significa ciò che normalmente
resta impercepito, la meccanica del corpo, il tubo
di feci che portate dentro per esempio, la sorpresa
di quando la merda si mostra all’esterno come una sostanza aliena.
La terza superficie è il linguaggio,
le sue astrazioni, l’idea che possa esistere qualcosa
come ciò che i segni possa, esistere e qualcosa
cercano in questa frase di esprimere.
La quarta è l’immagine interna degli altri,
il loro peso immenso, il loro campo.
Agisco per voi, scrivo questa poesia per essere accolto,
divento libero solo quando morite internamente.
Il rimorchio sbanda contro la nostra auto fra Chiusi e Roma,
io lo osservo senza angoscia, è una specie
di sguardo puro, di cinematografia della mia morte. Ma Daniele
Balicco resta calmo, l’automobile passa, per qualche minuto
non parliamo, poi tornano gli aneddoti,
le biografie, quattro persone.
L’inglese ha un’espressione che mi piace molto,
small talk. Sono i discorsi di superficie,
le parole di contatto, ciò che Heidegger,
in Essere e tempo, chiama la chiacchiera, das Gerede. In italiano,
nella nostra lingua interna, il termine che usiamo più spesso
per indicare tutto questo è ‘cazzate’.
Le opinioni su ciò che ignoriamo, i discorsi
che escono dai cellulari e entrano nei vagoni
in mezzo a tutti: i figli, un’infezione all’unghia, la Juventus,
i nemici privati che non conosciamo – gli altri
parlano di cazzate. Chi dice io fa eccezione, è l’unico
che esista veramente, è il soggetto.
Quando Daniele Balicco riprende il controllo siamo vivi,
parliamo di cazzate. Non aderisco a nulla, mi sembra
che non aderiate a nulla, siete la parte che manca
nel vostro mondo, siete un luogo inabitato.
*(Florencia-Italia, 1967). Poeta. Becario de la Escuela Normal Superior de París (1994-1995), lector de la University College de Londres (1995-96), Fulbright Visiting Scholar en la Universidad de Chicago (2003-04). Ha enseñado como Profesor visitante en la Escuela Normal Superior de París (2010), en la Universidad de Chicago (2011), en la Escuela normal superior de Pisa (2016), en la Universidad de California (2016). En la actualidad, enseña en la Universidad de Siena (Italia). Está entre los fundadores y coordinadores del website Le parole e le cose. Ha publicado en poesía La scomparsa del respiro dopo la caduta (1992), I mondi (2010) e La pura superficie (2017); y los ensayos Forma e solitudine (2002), Sulla poesia moderna (2005), Teoria del romanzo (2011), I destini generali (2015).
**(Lima-Perú, 1987). Actualmente vive en Roma. Estudió Humanidades en la PUCP (Perú), la JUB (Alemania) y La Sapienza (Italia). Practicó Danza Contemporánea en Lima y Nueva York. Formó parte del staff del Festival Internacional de Poesía de Lima (2012). Poemas suyos han sido publicados en las revistas Le Parole e Le Cose (Italia), Nuovi Argomenti (Italia), La Otra (México), Ny Tid (Finlandia), Otro Lunes (España). Ha publicado en poesía La destrucción es blanca (2015).
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