Por: Diego La Hoz*
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La industrialización de la escena y la ética en debate:
¿el teatro puede ser un producto?
Es evidente que, en los últimos cinco años, nuestra capital ha sido testigo del vertiginoso crecimiento de un teatro con marca oficial. Teatro validado por los medios. Más cercano a las principales capitales teatrales. Con mayor inversión y mayor interés por un gran público. No es extraño entonces escuchar hablar de “industrias culturales” y por ende, de gestión, de marketing y de comercialización del arte escénico. Esto responde a un proceso natural -producto de las nuevas políticas de cultura- de un país con miras al desarrollo y a una economía más estable fundada en una estructura consumista. Queda claro que, este incremento de la oferta y la demanda del arte escénico, no necesariamente responde al florecimiento de un teatro con nuevas tendencias y en camino de afianzar su propia voz. Sin embargo, nos seguimos preguntando qué es cultura y en qué medida el teatro de nuestra cartelera está aportando a su desarrollo.
La cultura y la ética en debate
La palabra cultura está referida en su definición primigenia al cruce de las palabras “cultivo” y “crianza”. Por un lado, aquello que está vinculado a la tradición y por el otro a la siembra. Una prolongación de conocimientos que se entrelazan y asocian para darle continuidad a una serie de principios en aquello que llamamos civilización. Este conjunto de conocimientos que se trasladan, relacionados al sentido más puro de la educación, no tendrían razón de ser sin el desarrollo de un juicio crítico. Éste, no solo responde a la depuración de un pensamiento a favor de una adecuada adaptación al entorno, sino también a la posibilidad de entender “lo crítico” como una forma de afrontar las crisis naturales del proceso de la vida. En definitiva, la cultura agrupa tradición, educación y elementos de juicio crítico que permiten avanzar en la propia historia y hacerse parte de ella. La memoria, entonces, constituye en este sentido, una parte fundamental de nuestro ser cultural. No podemos dejar de nombrar a la ética como hermana siamesa de la cultura. Y es quizá ahí donde aparece esta suerte de agonía cultural a la que muchos intelectuales hacen referencia. No hay cultura sin ética. Dice Vargas Llosa en una entrevista realizada a partir de la publicación de su libro La civilización del espectáculo que “la cultura está en nuestros días a punto de desaparecer”. Más adelante cita un párrafo del ensayo:
La inmensa mayoría del género humano no practica, consume ni produce hoy otra forma de cultura que aquella que, antes, era considerada por los sectores cultos, de manera despectiva, mero pasatiempo popular, sin parentesco alguno con las actividades intelectuales, artísticas y literarias que constituían la cultura. Ésta ya murió, aunque sobreviva en pequeños nichos sociales, sin influencia alguna sobre [el mainstream] la corriente dominante.
El teatro constituye un fenómeno sociocultural de enorme relevancia desde su origen formal en la antigua Grecia. Más allá de contar las interminables peripecias trágicas entre hombres y dioses, de mostrar costumbres o afianzar tradiciones o de incluso hasta de reírse de ellas, el teatro siempre tuvo una función transformadora. A lo largo de su historia este sentido social transformador ha permanecido latente buscando el potencial humano y creador como un todo integrado. Digo latente –aparentemente inactivo- porque no siempre se ha hecho visible desde este aspecto medular y fundamental de su propia naturaleza. Es más, podría ensayar que en la mayoría de los casos, el teatro ha sido visto y usado como un mero divertimento sin mayor trascendencia que esa. No es extraño entonces que esta práctica se haya visto golpeada por la mala fama y el descrédito en todas sus instancias: reducidas incluso a subirse a un escenario y regodear los egos de los más populares. A mediados del siglo XIX algo empieza a cambiar de manera tangible. El teatro empieza a cuestionar sus formas clásicas y nota la urgencia de reorientar su mirada. Es Konstantín Stanislavski quien introduce formalmente los principios éticos que el teatro debía revalorar. Planteó principalmente que “el artista es un servidor público, mensajero de factores de elevación, dignidad y nobleza” (Stanislavski, 1999:294). Meyerhold, discípulo de Stanislavski, no dudó en ponerlo sobre el tapete y restablecer, dándole continuidad a su maestro, el sentido ético que había que guardar para subirse a un escenario.
«Nuestra disciplina profesional no es famosa, nos abandonamos cada vez más, nos consideramos como obligados por el teatro, nos arrastramos para ir a los espectáculos o a los ensayos, nuestro enemigo número uno es la pereza. ¡Nuestros espectáculos deberían testimoniar voluntad! El teatro debería ser un estimulante de vida activa. ¿Me hablan de las dificultades de su existencia? ¡Qué frivolidad!» (Meyerhold, 1982:132)
Más adelante Grotowski, con más rigor y exigencia con olor a santidad, plantea su “Declaración de Principios” en el libro Hacia un teatro pobre. Un potente decálogo que no deja puerta abierta a la tibieza del trabajo escénico.
En general, los grandes maestros contemporáneos han buscado la correlación indivisible entre ética y estética. Han asumido un compromiso con el teatro desde la reflexión de aquello que practican y que buscan darle continuidad desde la idea de convivir con un arte que nos debería reunir para que “algo pase” en su interlocutor y viceversa. Sin embargo, aún no nos ponemos de acuerdo y siempre aparece la diferencia con un aire de desconfianza. Dice el director e investigador argentino Martín Wolf en su ensayo El actor en el debate ético. Reflexiones acerca del hábito teatral:
“La aplicación de una ética en el campo teatral […] se sigue produciendo en forma fragmentada, y no es concebida en los hechos con la magnitud y la importancia que tiene. Es necesario mantener un debate abierto sobre los principios éticos del teatro, pensándolos a partir de las condiciones de producción que caracteriza nuestro periodo, y desde nuestra particularidad cultural. Su aplicación es fundamental, si es que pretendemos un Teatro que se vuelva un servicio para la Humanidad, un camino de revelación ante las preguntas fundamentales del Hombre. Pero para lograrlo hay que recordar que en la costumbre, en el hábito, es donde reside la ética, o la falta de ésta, en el Teatro.” (Wolf, 2010:336)
En palabras de Galina Tolmacheva, discípula de Stanislavski: “¡El olvido de las verdades más sencillas y primitivas llevan a los resultados más complicados y ruinosos!”
Hacia una “revuelta”: Otras miradas sobre el actor y el espectador
Estas reflexiones sobre cultura y ética, siempre en debate, nos invitan a pensar en una “revuelta de la escena”. O sea, en una revisión del pasado para reinventar el futuro desde un presente fragmentado. Tres ejes contenidos en un solo presente: El aquí y ahora. Una suerte de revolución urgente de respuesta creativa. Se trata de buscar el rumbo, el hacia dónde y el cómo reconocer lo nuevo. Entendamos lo nuevo como la capacidad de reelaborar el material preexistente frente a las necesidades y particularidades de una comunidad. Los resultados siempre son discutibles y en gran medida alejan al espectador de una experiencia viva con el hecho escénico. Quizá pensar en resultados a corto plazo, medibles, marqueteros, nos está distanciando de aquello que postula que “el teatro es proceso” y que ese proceso requiere de un impulso creador que nos lleve a re-significar permanentemente la relación entre actor y espectador. La visión de revuelta no pretende invalidar el teatro que tenemos. Más bien, nos invita a pensar la práctica y a pensar el pensamiento de la práctica para generar otra mirada a la construcción de la escena.
El actor es aquel que hace. Aquel que construye universos conscientes que de alguna forma muestren rasgos de su entorno más próximo. Lo más próximo es él mismo. Su experiencia es vital para la escena. Sin embargo, la escena no es (ni debe ser) su fin último como normalmente se cree. Es mucho más. Hace poco escuché decir a Enrique Victoria cuando un grupo de actores universitarios le pedían un consejo “El actor nunca deja de aprender”. Según definiciones del teatro contemporáneo en las que muchas veces han preferido no usar la palabra “actor” surgen otras que quizá habría que tomar en cuenta en este proceso de re-significar: creador, constructor, hacedor. Conceptos que abarcan mucho más que “el hacer”. Incluso la palabra representar fue y es en algunos grupos de teatro no admisible. Prefieren presentar. O sea, estar en el presente lo más vivo posible, integrado y consciente. Claro, la conocida frase “actor que representa” pertenece a conceptos clásicos y manoseados que podrían poner en duda su práctica dinámica, limitada a un espacio exclusivo de repeticiones agónicas. ¿Por qué no usar creador presente? ¿Hacedor aquí y ahora? ¿Cuerpo total que se descubre permanentemente? Pienso que un actor promedio se siente fragmentado. Siente que tiene un cuerpo en vez de “ser” un cuerpo. Fracturado de su voz, de su universo interior y asume un proceso en tanto sabe que hay un resultado. Resultado que en la mayoría de los casos está solo ligado a la ascensión victoriosa a un escenario lo más tradicional posible. Entonces me pregunto ¿un actor aprende más subido en un escenario o en un proceso de permanencia en sí mismo con plena consciencia del tiempo como proyecto? Y ahora ¿qué pasa con el espectador? Quizá ni siquiera se lo pregunte. Solo espera el aplauso y la sala llena. Alguna vez escuché decir a Sara Joffré: “El Perú está enfermo de aplausos”.
Siempre me interesó pensar en el espectador como protagonista del hecho teatral. Aquel con el que combatimos haciéndole creer que es solo un observador. Fuerzas que se oponen pero que se necesitan mutuamente. Algo así como si el actor fuera la carga positiva y espectador la carga negativa. Aquel con el que debemos luchar para derribar sus muros provocados por el letargo. Sin embargo, la tendencia de vanguardia es borrar la distancia entre actor y espectador. Entonces, si la idea de público es ahora más incierta y se limita a los conceptos del marketing como “público objetivo” ¿Contra quién estamos luchando? ¿Dónde se manifiesta la experiencia del arte dramático? Augusto Boal, en su mensaje por el Día Mundial del Teatro del año 2009, reflexiona:
“Una de las principales funciones de nuestro arte es hacer conscientes esos espectáculos de la vida diaria donde los actores son los propios espectadores y el escenario es la platea y la platea, escenario. Somos todos artistas: haciendo teatro, aprendemos a ver aquello que resalta a los ojos, pero que somos incapaces de ver al estar tan habituados a mirarlo. Lo que nos es familiar se convierte en invisible: hacer teatro, al contrario, ilumina el escenario de nuestra vida cotidiana”.
El espectador llega al teatro con el claro deseo de tener la experiencia de la acción. De la acción en su totalidad. Por un lado, lo primero que percibe es al actor en el escenario. Lo observa en su calidad de persona/actor. Luego aparece el personaje con características específicas que recorre la acción. Y finalmente, lo óptimo, es que olvide cualquier particularidad para sumergirse en el transcurrir de la historia contada a través de la acción conjunta que compone la escena total. Si bien, el espectador quiere divertirse y olvidarse de lo cotidiano, también busca un estímulo que dé cauce a sus emociones más íntimas. Sin embargo, estas instancias de convivencia teatral serían insuficientes si no reflexiona. Se trata de un esclarecimiento sensorial e intelectual que permite una modificación de su estado inicial. Esto no quiere decir que el teatro deba tener un fin necesariamente educativo. En este proceso de industrialización teatral se tiende a definir al espectador como un ente pasivo, de percepción pasiva. Definición que por cierto subestima su calidad participativa natural que va desde lo interior hasta su vibración exterior. Esto significa que el espectador no solo tiene una experiencia interior del hecho teatral sino que también “reacciona” corporalmente ante la acción. Vibra con ella. Responde a su natural instinto de moverse cuando algo se mueve. Por otro lado, no sólo percibe objetos, les da significado desde su capacidad de asociar aquello que se le muestra en un acto de composición intelectual.
Hasta aquí ya tenemos algunos elementos de juicio que buscan profundizar aquella cualidad participativa del espectador como punto de partida para re-definir nuestra escena y provocar nuevos procesos creativos que busquen estilizar la realidad y no imitarla. ¿Es posible que –al promover esta cualidad participativa- el espectador desarrolle más su capacidad crítica frente a la experiencia teatral que el medio le ofrece? Si así fuera, ¿esta “capacidad crítica” podría aportar a la revisión y renovación de nuestra escena nacional? ¿Existe un teatro nacional o coexisten varios como afirma Dubatti? ¿Qué tendría que cambiar para que el creador teatral pueda pensar en alternativas que lo acerquen de modo eficaz a nuevos públicos y a nuevos espacios para la representación?
La industrialización en la escena
Todo proceso de industrialización responde al predominio de las industrias a favor del desarrollo económico de un país, pasando por alto –o buscando alinear- los pequeños sistemas de producción vinculados al campo, a la textilería, a los brillantes artesanos de nuestros pueblos que han sabido defenderse con su arte. Este proceso hegemónico solo busca estandarizar y acabar con aquello que ponga en riesgo nuestra economía. Nos propone más trabajo y también explotación indiscriminada. La historia ha sido clara cuando vemos cómo han sido desplazados muchos sistemas primigenios de intercambio. El trueque por ejemplo y la enorme migración hacia donde nos dicen que podemos estar mejor. En el teatro peruano del cambio de siglo esta es la figura predominante que nos propone el desarrollo. Nuestra escena se encuentra en este proceso. La capital sigue siendo el centro de todo. Aquí debemos estar para lograr ser visibles nos dicen permanentemente estudiantes, teatristas consagrados y maestros de comprobada experiencia. Hay excepciones pero la realidad es esa. Realidad que por cierto no es nueva y que solo está siendo reforzada por estos conceptos en práctica de industrialización cultural. Lo popular se ha convertido en chabacano y parece que no hay espacio para otras voces. Al manejar, de manera sistemática este procedimiento, aparece la comercialización y por lo tanto “el producto”. Producto con marca oficial y registrada. La oportunidad de una mejora económica para el artista se convierte en una feroz competencia teniendo como herramienta el conocido serrucho. Sin embargo, el problema no es el desarrollo, ni la oportunidad de trabajo. Es la consecuencia de todo esto y de cómo estamos asumiendo este cambio. Habría que preguntarnos dónde queremos estar y qué podemos hacer para preservar los principios éticos que parecen no tener lugar más que en el debate interminable de la doble moral.
Nuestro país –desde la conquista- nunca pudo consolidar un “proyecto” como nación. Cualquier intento de democracia siempre ha sido inestable y quebrado en algún punto. Por lo tanto, la cultura siempre ha estado en el último peldaño de prioridades. Claro, ¿cómo podemos hablar de cultura cuando un tercio del Perú vive en extrema pobreza y otro tanto no puede acceder a servicios dignos de salud y educación? Sin embargo, el teatro sigue latiendo en cada rincón donde haya alguien con el deseo de contar lo que le pasa y otro con el mismo deseo de escucharlo. Siempre hay un alguien decidido a ser espectador, a ser tocado por algún susurro de esperanza.
Quizá no estamos observando oportunidades de desarrollo creativo porque buscamos alinearnos al sistema de lo inmediato y la fanfarria. Quizá sentimos que fracasamos ante la búsqueda de grandes públicos. Quizá no encontramos la forma de comprometernos con nuestra comunidad o simplemente ni siquiera lo pensamos. Lo que nos toca es perder el miedo a lo diferente, al diálogo con el otro desde aquello que nos diferencia y a la vez nos reúne. Lo que nos toca es comenzar a reflexionar dónde queremos estar, cómo queremos estar y con quién queremos estar. Estar es el sentido primario del teatro. Estar en el presente y con el otro. Comprometido y siempre buscando que algo se transforme en beneficio de nuestro entorno: privado, colectivo, laboral, intelectual. Hace treinta años –y es curiosa la vigencia- el investigador peruano Ernesto Ráez anotó en una crítica realizada al espectáculo Allpa Rayku de Yuyachkani y recopilada en el libro del mismo nombre:
“[…] la extinción de los grupos de teatro de arte no implica la extinción del arte en el teatro. A ello le corresponde lograr lo que desde [hace mucho] viene reclamando el teatro en el Perú: la unificación de los esfuerzos en un gran movimiento… Docencia, reflexión y unificación son imprescindibles para el crecimiento. Finalmente, se debe funcionar aglutinados, de tal manera que la racionalización de los esfuerzos permita una fecunda dinámica autocrítica y crítica, un mejor aprovechamiento de los logros y la multiplicación de las acciones cada vez más descentralizadas y no ya convergentes en unos cuantos grupos, como actualmente lo es. El proceso del teatro en el Perú adolece de sucesivas fracturas, de desarticulación endémica”. (E.Ráez, 1981:128)
A modo de conclusión
En esta disertación no pretendo dar respuestas concluyentes. Por el contrario, busco generar preguntas que nos acerquen a una reflexión cuidadosa de nuestra práctica teatral en este periodo en particular. El cambio de siglo. Es necesario volver a mirar y no caer en las trampas de un desarrollo que pretende homogenizar una actividad creadora libertaria. Que pone marcas y fabrica etiquetas nacionales con papel extranjero. Es necesario revisar nuestro teatro independiente como movimiento precario a la luz de quienes sí lucharon por ganarse el nombre hace ochenta años en Argentina y del que nosotros nos hemos apropiado sin tener clara nuestra lucha. ¿Independiente de qué? Habría que preguntarnos. Es necesario –por no decir urgente- mirar al Perú como un potencial de diversidad cultural aislada y hambrienta de juicio crítico. Es necesaria una propuesta integral e integradora de cambio que comience a articular, desde el diálogo confrontativo, nuevos vínculos con las escuelas o facultades de teatro y sus estudiantes a los que –por lo general- se les mezquina la opinión. Nuevos vínculos con las autoridades que promueven monopolios de poder. Nuevos vínculos con nosotros mismos como creadores y con el otro –receptor partícipe- que espera sentirse parte de cada experiencia teatral. Es fundamental reconocer en el teatro las cualidades de comunión, de experimentación paciente y de búsqueda sincera de aquello que se nos revela como urgente. Este es el movimiento de respuesta que quizá nos alivie de la vorágine bombardera de los medios que validan ciertas expresiones artísticas mientras otras quedan invisibles ante los ojos quietos de sus propios gestores. Entretanto, en una calle cualquiera, hay espectadores que esperan en una fila que no avanza. Como diría Meyerhold: “Un actor con talento siempre llega a un espectador inteligente”. ¡Talento hay de sobra! ¡Consuma teatro!
Bibliografía
Vargas Llosa, Mario, 2012. Entrevista en www.periodistadigital.com
Stanislavski, Konstantín, 1999. Creación de un personaje. Buenos Aires, Diana.
Meyerhold, Vsevolod, 1982. Teoría teatral. Madrid, Fundamentos.
Dubatti, Jorge, 2010. El teatro y el actor a través de los siglos. Bahía Blanca, Ediuns.
Tolmacheva, Galina, 1953. Ética y creación del actor. Ensayo sobre la “ética” de Konstantín Stanislavski. Mendoza, UNCUYO.
Boal, Augusto, 2009. Mensaje por el Día Mundial del Teatro. ITI Unesco.
Yuyachkani, Grupo Cultural, 1985. Allpa Rayku, una experiencia de teatro popular. Lima, Grupo Cultural Yuyachkani y Escuela Campesina de la CCP.
Grotowski, Jerzy, 1971. Hacia un teatro podre. México, Siglo XXI.
Dubatti, Jorge, 2009. El teatro teatra. Bahía Blanca, Ediuns.
Selden, Samuel, 1960. La escena en acción. Buenos Aires, Ed. Universitaria de Buenos Aires.