Por Margarita García Alonso*
Curaduría de la muestra por Víctor Rodríguez Núñez
Crédito de la foto la autora
La florista de Abucheen y otros poemas,
por Margarita García Alonso
La florista de Abucheen
escribe durante años
un poema repleto de basura,
una leyenda
con olor nauseabundo
de chica desgarbada
que actualiza enciclopedias
y, a su pesar,
no arriba el milagro
cuando diseca
tipografías y animalejos
en bocales con alcohol.
De tiempo en tiempo
reparte verdolagas
y malentendidos.
Dios le satura
la memoria
con renacuajos y
descoloridas fotografías.
Antes de acostarse imagina
condiciones diferentes,
otra dimensión.
Casi siempre en silencio,
con gases en la tripa
sobre cuadernos sin nombre.
Dónde nunca ha metido pie
levantó un archipiélago.
Cuando el aguacero limpia
la delicadísima capa de fango
siembra mala yerba
entre las flores.
Esposé a un pájaro
aspirado con ruido
metálico por la chimenea
cosa grande, aspiro
el traca traca del teclado
veinte y cinco palabras repetidas,
conforman la revelación,
la luz se extiende
hasta el arbusto
donde el vagabundo
sobrevive a la nevada,
duerme sobre latas,
bajo el árbol arruinado,
entre trapos sucios.
La caída de una migaja
ensordece a la familia.
Si la gata estuviese
se escondería,
pero cuesta levantarse.
En el alero nidos,
las gaviotas graznan
una canción de cuna,
para mí.
Sin aliento,
la abeja pulsa el corazón
hacia la montaña, sagrada
patria, duna casa con
cinco lenguas furiosas
destruyendo el centeno.
Polvo sobre la masa de pan,
panes redondos acercan
soledades y soldados.
Es el fin de los tiempos,
comienza mi último viaje:
la inútil identidad transporta
un gavilán que huele a pescado.
La colegiala descubre
el antiguo pergamino
que marca su destino
sin embargo escribe y
en la noche lentísima
cuida la revelación.
La luna en la almohada
refleja una variante
incómoda.
A mediados de otoño,
sobrevino la ceguera.
El hongo se extendió,
brutalmente el musgo
debilitó la esperanza.
Falleció en el psiquiátrico
con un mensaje incoherente
y el misterioso vicio
de alimentarse con plumas.
La historia impacta,
fumaba cigarrillos,
uno tras otro,
se mordía las uñas
con estoicismo de barrio
pero rozó algo triste
y murió un mes después.
La vieja duerme
tras el montículo,
los jueves desplaza una casa,
la desaparece del poblado
el viernes, al mediodía,
verifica si éste o el otro
pierden el corrector,
ese órgano
entre la boca y la oreja
tatuado como un lunar
por cualquier mortal
que aspire al más allá.
La anciana imita el frufrú
mientras reza, por lo mínimo,
a una lista de santos exitosos
que esconden pájaros.
Lo que se avecina huele mal.
Ella conoce el peso exacto
de cualquier cosa
sin mirar
conjura constelaciones
que la persiguen
desde la infancia,
desde hace mucho
no habla con extraños
pero en la última casa
desapareció
el marco
de la puerta.
La guerra continúa,
ráfagas de letras,
letras contra sueros.
Tengo 25 años,
mi mente al menos 60.
Me puse piel de joven poeta
pero describo la vejez.
Me puse pie de soldado
con la sensación
de conocer la historia,
con nostalgia hacia algo
que nunca antes
he experimentado,
y lo más extraño,
solo tengo 17 y
olisqueo al tipo
que a diario humilla
como en una vida pasada
pero ni siquiera creo
en ese tipo de cosas.
No importa
cuánto escribí,
no me cansé,
tengo 60 años y escucho
canciones de los ochenta.
Retrocedo al tiempo
en que mis padres
estaban fuertes.
Miro a mi hermosa madre
mientras canta,
su cabello castaño
me pone triste
pero nunca me cansa
y escucho.
Nunca me aburro,
en los ochenta
no temía a la muerte
y el himen podía romperse
durante el fin de semana.
Frente a un restaurante idéntico
a un poeta a la moda,
mi negocio abre
y cierra cada diez minutos
en signo apocalíptico
asciendo,
desciendo escaleras,
me nombran en el megáfono,
en segundos estaré dispersa,
sin arriba, sin abajo,
sin saber quién ofrece perdón,
quién ofrece cualquier cosa.
Apunta a mi frente.
En la chaqueta ha grabado
un nombre absurdo
como si los padres
le hubiesen detestado.
Tiene algo siniestro
cuando arruga la nariz,
nada conmigo, solo
me mata porque piso
su suelo.
Soy la difunta del pueblo.
Los perros se arrastran
en la torcida costa y no está bien
partir sin haber escrito
un ensayo de historia.
Si cubren la herida
―solicita el adolescente―
si el asesino se desplaza,
un trozo de azul mediodía
bordea la sangre y
queda mejor la selfi.
Alguien canta un aria
renacentista,
huele a humano.
Debí aprender vileza
pero estoy lista,
hubiese preferido en invierno
pero caigo en primavera,
quizás escape del pico
del pájaro
que revolotea.
El controlador del Tales se tambalea
como si hubiese roto la noche
escarba el borde
plateado de la carpeta
pero tengo suerte,
el hombre que perdió a su padre
en la última hora del atardecer,
me regaló su boleto.
Tengo la butaca del muerto,
al revés del sentido
del viaje
escribo el mejor texto
de mi vida
sobre un pedazo
de papel que envuelve
queso y pan de ayer.
Coronita Save the Beach
En las paredes de mi hotel
están muertos
los símbolos que venden
en la Gran Vía.
A pesar de los cadáveres,
la habitación huele a chicle de fresa.
El hotel se llama Coronita Save the Beach.
No tiene puertas, ni cortinas de anillas.
Tengo un baño portátil en el recibidor
junto a la nevera con cien cervezas.
Las sábanas son nuevas pero
la alfombra está hecha jirones y
el espejo roto.
En un rincón hay un gnomo de jardín sucio.
La gente mira desde el otro lado de la valla.
Como en un zoo.
Encontrarás todas las preguntas
que te puedas hacer
quedándote a dormir en mi hotel.
Monederos de piel humana
Cuando los jóvenes poetas españoles
celebraron en 1927 el homenaje
a don Luis de Góngora,
Gerardo Diego confesó
que le había sido de mucha ayuda
las descalificaciones de los eruditos.
Si un escritor es despreciado
por algún famoso académico,
enseguida busca descubrir
el hueso de la poesía.
Los eruditos siempre aciertan al revés,
como los meteorólogos de campanario.
Oficio paciencia
Cuento los fósforos,
he de entretenerme
hasta que pase
la nevada,
con los que han perdido cabeza
levanto palizadas
contra la tormenta.
Escucha,
no son los elementos
que golpean la ventana
es esta furia que desata
mi isla,
es esta furia la que apaga.
Estoy contando fósforos
voy por tres cajas
dos con cabezas rojas,
una de muertos,
y no me equivoco.
*(Matanzas-Cuba, 1959). Poeta, narradora y artista visual. Reside en Francia desde 1992. Fue directora del semanario cultural Yumurí y editora para Casa de las Américas (Cuba). Periodista por la Universidad de La Habana (Cuba) y Máster en Industrias Gráficas (Francia). Funda y dirige, desde 1999, las Editions Hoy no he visto el paraíso. Ha publicado en poesía Sustos de muchacha (1988), Cuaderno del Moro (1990), Mar de la Mancha (2009), Maldicionario (2011), La costurera de Malasaña (2012), Cuaderno de la herborista (2012), El centeno que corta el aire (2013), Breviario de margaritas (2014), Cuaderno de la vieja negra (2015) y Zupia (2016); la reunión Muestrario de Sirik (2017); además, ha publicado varias novelas y libros de arte.