Reproducimos para este homenaje el ensayo de la investigadora española Sylvia Miranda Lévano sobre la obra del poeta peruano Carlos Oquendo de Amat. Este texto fue originalmente publicado en la revista América sin nombre, N°(s) 14-15, 2009.
Por: Sylvia Miranda Lévano*
Crédito de la foto: www.cuartoblg.blogspot.com
La Donna Angelicata Andina en la poesía
de la vanguardia histórica peruana
En este artículo planteamos la hipótesis de que algunas figuras literarias femeninas de la poesía de la vanguardia histórica peruana, están vinculadas con la figura mítica de la Beatriz dantesca a través del arquetipo de la donna angelicata. A éstas las denominamos «andinas» de manera general, como señal de su trasvase al campo cultural peruano, aunque el término quiere englobar el concepto más amplio de «autóctono». Definiremos su representación en las diferentes poéticas como reflejo de la heterogeneidad socio-cultural de la sociedad peruana y como una forma de construir «una arquitectura institucional de hechos artísticos y culturales»[1] en favor de una visión integradora de la sociedad peruana.
1. Los nombres del ángel
Vicente Cervera en su libro sobre el síndrome de Beatriz sigue los rastros que, en la literatura hispanoamericana, toma esta figura mítica. En el caso de la Divina Comedia, expresa Cervera, la materia dantesca experimentó una nueva Edad de Oro en la América hispana hacia la segunda mitad del siglo XIX, siendo su primera traducción parcial la realizada por el romántico peruano Manuel Nicolás Corpancho, quien publicó en el semanario El Progreso de Lima (1850), su versión, en verso, del canto III del Infierno [2]. Esta traducción es el primer dato histórico de una presencia directa de la figura de Beatriz en el campo cultural peruano que, más tarde encontrará resonancias, transformaciones, rasgos híbridos, en algunas imágenes femeninas de la poesía de la vanguardia histórica peruana. En la génesis de estas imágenes la imbricación de la tradición autóctona (andina o costeña) y la tradición clásica europea es palpable. La primera está representada por la imagen de la aldeana y la segunda por rasgos asociados a la figura mítica de Beatriz. A la primera la caracteriza el esfuerzo de construcción de un paradigma de belleza y perfección autóctonos y a la segunda la asentada tradición y resonancia simbólica asimiladas por estos poetas peruanos a través de un largo proceso de transculturación y del auge que la materia dantesca había tenido en la generación modernista precedente.
Los primeros indicios de este singular maridaje lo encontramos, no por casualidad, en la poesía de José María Eguren; en nuestra opinión, la obra y trayectoria vital, que junto a las de César Vallejo, inauguran la poesía contemporánea peruana. Por esto mismo, no es extraño que ambos se encuentren entre los constructores iniciales de la nueva imagen propuesta. En Eguren se configura lo que Cervera ha denominado el síndrome de Beatriz:
un estado emocional que participa de la dimensión psicológica, ontológica, anímica y aun física de un sujeto o individuo, y que se caracteriza por la sensación de vacío erótico. Se trata de un fenómeno de la conciencia provocado por una grave crisis personal, en cuyo epicentro se halla el sentimiento de abandono y de pérdida, ocasionado por la persistencia de un estado profundo de fijación erótica en un sujeto donde se ha vertido todas las apetencias del amor como figura esencial del alma [3].
En el caso de Eguren, las similitudes con la experiencia de Dante y la génesis de Beatriz son estrechas. Dante parte de un hecho real, y es muy probable que Eguren también, la existencia de una amada niña que muere prematuramente. Este hecho irrevocable, que puede ser biográfico o simbólico, determina en los poetas una devoción eterna y la construcción de la figura mítico-religiosa en el centro de la obra literaria.
De esta manera Beatriz se transforma en la donna angelicata, la mujer celestial que simboliza lo angélico, lo puro, en una suerte de transfiguración erótico-poética que permite a Dante permanecer relacionado a la amada más allá de la muerte, en una segunda forma de existencia conjunta y eterna al interior de la obra. En Eguren esta trayectoria se repite. La diferencia radica en que la amada de Eguren es un ser arquetípico[4] que adquiere distintos nombres que evocan sus excelsas cualidades.
Esta imagen femenina resuena en toda la poesía de Eguren, desde Simbólicas (1911) hasta Rondinelas publicado en Poesías (1929). Es la blonda «Deliciosa mignon» a la que el poeta confiesa: «Yo tengo una añoranza de un triste cielo, / y de una muerta rosa en tu alma azul»[5], es la «Dama I», personaje angelical relacionado con el campo semántico místico-religioso que, en Eguren, se asocia con la naturaleza: «Va en su góndola encantada, / de papel a la misa /verde de la mañana […] Y parte dulce, adormida, / a la borrosa iglesia / de la luz amarilla»[6]. La imagen está también en la «Diosa ambarina» y en «La niña de la lámpara azul» que guía al poeta, cual Beatriz, a través de la noche por «un mágico y poético camino»[7], para citar sólo unos cuantos ejemplos[8].
En el motivo «Noche azul», magnífico poema en prosa, publicado en La Revista Semanal, febrero (1931), describe de manera más directa y dentro de la estética simbolista, los rasgos que configuran la imagen de la donna angelicata. Al tratarse de un texto narrativo, más largo, el poeta encuentra la posibilidad, no sólo de describir poéticamente a la amada sino de volcar recuerdos con más detalle y no menos preciosismo.
El texto se abre con la descripción del balneario, una noche suave frente al malecón, escenario amoroso que nos introduce a una estructura dialógica en la cual el poeta es el único en hablar a su «amada del pasado», presentándose ésta bajo la forma de «un haz de niebla» que sube por el acantilado hasta traspasar la baranda donde está el poeta:
¿Adónde nos llevará esta noche? Hablas tan cerca de mí y tan lejana que tus palabras no pueden morir. Quedarán en el infinito; cuando te siento a mi lado me parece estar en él; ¡qué cerca está! […] Tú disipas el terror de la noche; porque eres una luz. Cuando caminas azuleas las sombras. Al resplandor meridiano se te ve imprecisa, como el jazmín de la tiniebla y el verde azul de la mañana. Pero eres una luz que me ha alumbrado los ojos. Me guiarás por el sendero en bruma, como un ángel dormido. […] Nada sé de este amor que ha existido desde el ensueño del mundo en el corazón de Dios. […] Estás junto a mí en las sombras, pero es matutino tu perfume. Eres el clavel que Dios me ha dado para consolarme de las miradas grises[9].
La amada de Eguren simboliza lo angélico, llega como figura mediadora entre las sombras terrenales donde está el poeta y el paraíso luminoso de donde ella procede, al que Eguren llama infinito. Ella misma es luz que guiará al poeta por el sendero de bruma, siendo ángel dormido. La sublimación de la experiencia amorosa transfigura ese sentimiento humano al campo de lo celestial e intemporal instalándolo en el ensueño del mundo, siendo este uno de los rasgos más connotados: la creación de un universo ideal. La relación místico-religiosa, está siempre presente en Eguren mediante una visión panteísta de la existencia. Esta amada es la niña que vislumbrara una tarde en un parque limeño, quedando marcado para siempre por este encuentro, por eso más adelante le confiesa:
Cuando te vi en la tarde, me pareció que alguna cosa, una emoción inenarrable ocurría en las canoas y las adelfas del parque. Quizá la emoción estaba en mí pero fue una realidad, simplista pero bella. La belleza como el amor, es lo único serio de la vida; serio en la sonrisa. El amor idealizado no es únicamente cerebral, pues hay pasión de fantasía. En la síntesis creadora del sentimiento, se unen enfervecidos el corazón y la mente[10].
El tono de esta declaración parece expresar elementos biográficos reales, siempre embellecidos por la memoria y la idealización. El sentimiento compuesto de razón y de pasión, aunque irrealizable en la vida, existe vivo en la dulce fantasía que inunda el mundo y lo transforma. Por ello, la figura femenina, sujeto de amor, representa no sólo la expresión del sentimiento amoroso sino un conglomerado de tensiones y deseos que van más allá del solo amor, el redescubrimiento de una armonía nueva, que echa raíces en el paisaje y a través de él remueve el complejo cultural subyacente.
En el motivo «Visión nocturna», que fue escrito hacia la misma época que «Noche azul» Eguren anuló dos pasajes que contenían probablemente aspectos más biográficos. Esta primera versión fue publicada por César Debarbieri en 1987 y transcrita por Silva-Santisteban en su estudio[11]. En estos textos se narran versiones de ese encuentro entre el poeta y la niña, que aunque distintos y siempre consustanciados en su poética, nos dejan la impresión de un enamoramiento platónico auténtico[12]. No existen datos reales sobre si existió esa niña y sobre su prematura muerte, lo que sí podemos afirmar es que esta imagen es más que el uso del tópico finisecular, pues no sólo está en algunos poemas sino que es consustancial a toda su poesía[13].
En la figura inquietante y profunda de «La Diosa ambarina», la «sensación de vacío erótico» que determina el síndrome de Beatriz, concluye en la veneración «místico-amorosa» de la diosa en un proceso de sublimación que, como indica Cervera, está asociado a «la materia literaria, que se brinda como ejemplo para tejer tramas donde la creación textual se eleva a categoría estética de resonancias religiosas. En todo caso, la conciencia desdichada persiste y propicia un permanente estado de nostalgia de lo que fue o pudo haber sido»[14].
La Diosa ambarina
A la sombra de los estucos
llegan viejos y zancos,
en sus mamelucos
los vampiros blancos.
Por el templo de las marañas
bajan las longas pestañas;
buscan la hornacina
de la diosa ambarina;
y con signos rojos,
la miran con sus tristes ojos.
Los ensueños de noche hermosa
dan al olvido,
ante la Tarde diosa
a dormitar empiezan,
y, en su idioma desconocido
le rezan[15].
Los vampiros, espectros relacionados con la noche y la muerte, están en el poema, viejos y enfermos, lo que trasmite desde el comienzo un aura gótico-romántica. Visten pijamas blancos incidiendo en el aspecto fantasmal del símbolo. De esta forma, como si se tratara de un viejo ritual, inician la búsqueda de su diosa, entran sigilosos en el enmarañado templo, localizan el altar, la hornacina de la diosa ambarina. Ella aparece como tenue luz rodeada por la oscuridad. Su situación parece entrañar inconscientemente la imagen de la amada niña en su «tumba blanca». La asociación con la amada muerta y ya diosa, sublimada, queda expresada en esta imagen. Los ojos de los vampiros, rojos y tristes, son la traslación del dolor del poeta al contemplar la imagen del amor perdido. Ese dar al olvido los ensueños de noche hermosa, presume la imposibilidad de la relación amorosa, pues la «noche hermosa» a la que se hace referencia, no es sino el espacio de amor erótico, humano, anulado por la muerte. Es el instante de la catarsis, de esos signos rojos, de esos trazos de sangre en el alma del poeta. La llegada de la Tarde, como si de una diosa gris se tratara, determina el campo semántico de la tristeza que es la realidad. Sólo queda el místico rezo, conclusión del ritual de veneración a la imagen de la amada-diosa.
Es interesante señalar cómo Eguren expresa en todo momento una religiosidad distinta, una visión panteísta, como apreciara también Silva-Santisteban, asociada siempre a la mágica naturaleza. De esta manera el inteletto d’amore (razón de amor) que rige su poesía se une a un locus amoenus limeño, de regiones lacustres, parques, playas, balnearios, de garúas, de un color rosa y verde, o nácar, como veía el poeta a Lima; con flores como el tacón, la camelia, la madreselva, el jazmín del Cabo y con una fauna silvestre abundante en aves y pequeños insectos como la luciérnaga o la mariposa.
Queremos subrayar esto último, como un aspecto determinante. La poesía de Eguren está enraizada en un sentimiento hondo del paisaje americano, no en su majestad, como había sido cantado en toda nuestra tradición, sino en lo que tiene de extraño, de misterioso, de oculto y de elemental.
De esta manera, la donna angelicata que Eguren construye consustanciada con la naturaleza profunda del paisaje limeño, se encuentra en las antípodas de las imágenes femeninas loadas por la Lima letrada de su época como, por ejemplo, estos versos con los que el poeta Luis Alayza Paz-Soldán describe, en 1911, a su amada ideal:
Piel nevada, sangre azul, perfume, gracia,
gentileza, aristocracia… [16].
En estos versos Paz-Soldán define no sólo un patrón de belleza sino un estatus y un linaje relacionados directamente con su clase social y con una Lima como espacio de poder hispánico. Frente a este discurso, el arquetipo femenino erigido por Eguren transparenta un sentimiento limeño distinto, devuelve a la ciudad su espíritu frágil, su carácter subjetivo, negado largamente, como dijo, «por procederes atávicos, por cadenas grises»[17]. Los espacios poéticos, que revelan esa Lima subjetiva donde habitan sus amadas, determinan una función de esperanza, que subyace en su definición de Lima como «la cuidad poética de la esperanza»[18].
Este cambio elemental de Eguren desde el centro de la Lima letrada a la que por ascendencia estaba ligado, lo coloca en las bases, junto con Manuel González Prada y César Vallejo, de los que perciben lo que Raymond Williams llamó un cambio en la estructura de sentimiento, y que en la sociedad peruana pasa por evidenciar lo autóctono, sea costeño o sea andino, frente al canon socio-cultural hispánico hegemónico. Porque la obra de Eguren evidencia ese cambio José Carlos Mariátegui comprende que el magisterio poético de Eguren pertenece a la generación vanguardista: «Su poesía empieza solo ahora a influir en las cosas»[19], como puede apreciarse en las obras de Adán, Oquendo, Moro y Westphalen[20].
La donna angelicata de Eguren (niñas, diosas, amadas) es un ángel limeño, misterioso o festivo, con aliento de balneario encantado y fragilidad de garúa. Estas figuras están en el sustrato de creaciones como «Aldeanita» de Oquendo, la «niña diosa» y la «Diosa ambarina» de Westphalen, poetas que declararon, de distintas formas, su adhesión a la poesía y persona de Eguren. El rescate de la naturaleza de Lima une su poética a la de La casa de cartón de Martín Adán.
2. «Rita» y el Paraíso perdido
El poema «Idilio muerto» de César Vallejo escrito entre 1918 y 1919 representa, en Los heraldos negros, la primera muestra significativa e intensa del trasvase andino de la figura de la donna angelicata en la poesía peruana. Así lo considera también Ricardo González Vigil en comentario al poema: «más importante que la identificación de ‘Rita’ resulta observar la intensidad con que encarna un tipo de amada llena de pureza, una adaptación de la ‘donna angelicata’ y de las pastoras bucólicas de Teócrito (cuyos poemas se titulan, justamente, Idilios) y Virgilio, al ambiente andino, cultural y racialmente tan idealizado en la sección ‘Nostalgias imperiales’. Una amada andina con muchos rasgos maternos, como ha señalado Paoli»[21].
Idilio muerto
Qué estará haciendo esta hora mi andina y dulce Rita
de junco y capulí;
ahora que me asfixia Bizancio, y que dormita
la sangre, como flojo cognac, dentro de mí.
Dónde estarán sus manos que en actitud contrita
planchaban en las tardes blancuras por venir;
ahora, en esta lluvia que me quita
las ganas de vivir.
Qué será de su falda de franela; de sus
afanes; de su andar;
de su sabor a cañas de Mayo del lugar.
Ha de estarse a la puerta mirando algún celaje,
y al fin dirá temblando: «Qué frío hay…Jesús!».
Y llorará en las tejas un pájaro salvaje[22].
El año de 1918 es un año significativo para Vallejo, concluye Los heraldos negros en Lima y se entera de la muerte de María Rosa Sandoval en febrero y la de su madre María de los Santos Mendoza Gurrionero en el mes de agosto. González Vigil señala la presencia de estas pérdidas en el verso 5 de «Los dados eternos» que dicen: «Tú no tienes Marías que se van»[23]. Es interesante también el comentario de Roberto Paoli que cita esos rasgos maternos al interior de la figura de Rita, que se dejan percibir en las manos en actitud contrita que planchan, en la falda de franela, en sus afanes, en su andar. Como señaló Guillermo Sucre, el tema del amor en Vallejo, cuando se relaciona con el mundo del hogar, «adquiere una distinta plenitud […] Y es que de algún modo, la mujer es para Vallejo la madre, el ser de la reconciliación cósmica»[24].
La nostalgia por la pérdida de la amada está sustanciada con la añoranza e intensidad con la que describe el paisaje andino, visualizado como el lugar del paraíso perdido. El dolor por la madre muerta subyace en la constitución del personaje de Rita, creado en contraposición al vacío que instaura esta ausencia definitiva. A la figura de Rita se transfiere ese sentido materno, en sus quehaceres, en la paz, en la lentitud y en la inocencia que despide la amada aldeana. El dolor está doblemente intensificado, en tanto constituye no sólo la pérdida de este amor puro, imagen de los primeros amores, sino la de la infancia, la realidad de la orfandad.
El contrapunto a este paisaje andino es Bizancio, figuración poética de Lima, que se experimenta como la Babel de la degradación, el espacio de la modernidad, ligado a la imagen de ese «flojo cognac» en el que turba su existencia el poeta, frente a la ternura y la tranquilidad que despide la aldea.
La añoranza por el mundo andino, como paraíso perdido de su infancia, es el sentimiento que rige el poema, esta experiencia está simbolizada en el «pájaro salvaje», imagen del mundo andino y del poeta al mismo tiempo. Se puede decir que en la creación de Rita subyace una pérdida irrevocable, real, que impulsa a erigir una figura angélica bajo los rasgos de una donna angelicata andina.
Como amante define los atributos de la amada en relación a la naturaleza, mujer «andina y dulce», binomio que se sugiere consustancial, espigada como el «junco» y de tez dorada como el «capulí». Su «sabor» es fresco, azucarado, primaveral, como las «cañas de Mayo del lugar». Es sintomática la elección del gusto, como elemento de los sentidos que resalta el poeta y que nos conduce a la esencialidad donde radica la virtud de la amada, su evidente connotación erótica lo relaciona con el beso o el placer sexual. La expresión del erotismo permanece en el campo de lo natural, alejado de cualquier artificio, como si ese ámbito, en el mundo andino, se llevara de manera más sencilla, lejos de las complejidades y formalismos de la ciudad[25].
La diosa, o el ángel, de la tradición europea ha sido sustituida, de esta manera, por la inocencia y sencillez del personaje aldeanodel que se desprende una serena dignidad, que nos llega a través de la mirada del poeta. Esas blancuras futuras que expresan sus manos en hacer cotidiano, imprimen sobre la amada un poder sobre un noble destino, sobre un puro y sencillo camino, que se contrapone con el destino que ha elegido el poeta de donde surge la tensión. La ingenuidad con que se está a la puerta mirando algún celaje y ese Dios retórico de la exhalación: «¡Qué frío hay…Jesús!», intensifican la fragilidad de la figura y su mundo, en permanente riesgo de desaparición, o ya desaparecido, por ellos llora el pájaro salvaje.
La figura simbólica y patética del «pájaro salvaje» al final del poema, de tintes todavía modernistas, nos impresiona hondamente porque no canta sino llora, porque su loa a Rita termina en llanto, un llanto que se enlaza con el paisaje andino y que, a su vez, tiene repercusiones en el paisaje actual del poeta, esa Lima lluviosa, que le quita las ganas de vivir. Es, como a menudo en Vallejo, un sufrimiento universal. Todo el poema está recorrido por esas dos tensiones básicas: el campo y la ciudad. Ambos expresan las contradicciones de dos mundos a los que no pertenece por entero, pero que lo desgarran y de los que tiene que dar cuenta.
En el centro de esta contradicción es donde Vallejo levanta la imagen dignificada de su amada aldeana, como una estela de imágenes imperecedera. Una belleza ignorada, que implica indirectamente las tensiones derivadas del implícito racismo de la sociedad peruana y que el poeta subvierte al sustraerla y elevarla a un código ideal, la figura de la donna angelicata. Es difícil decantar la complejidad de este proceso en que la figura simbólica aldeana queda expresada y se constituye en paradigma. Nos referimos a si el poeta es consciente plenamente del significado complejo de su construcción o, hasta qué punto, la complejidad del proceso creativo asume ya, en sí misma, esa conciencia y se expresa en esa nueva realidad sin mayor premeditación.
Lo que nos parece irrefutable es que esta figura sólo es posible en una época en que todo vuelve a cuestionarse y el problema de la identidad nacional está en el centro de ese proceso transformativo. Los indigenistas y los vanguardistas participan de ese complejo donde, en nuestros mejores representantes, «lo nuevo» y «lo autóctono» no resultaron, en un balance posterior[26], posiciones excluyentes.
Santiago López Maguiña comenta:
Los indigenistas y los vanguardistas en las primeras
décadas del siglo XX definieron sus naciones como
naciones indígenas, lo que hasta entonces había sido
negado. Pero esa reivindicación implicaba una marginación:
ellos no eran indígenas y, en consecuencia, no
podían asumir más que una función delegada con respecto
a la identidad nacional y frente a la lengua[27].
Para López Maguiña, «Idilio muerto» «tematiza una esquizofrenia básica» cuando intenta resaltar a través de una «escritura moderna unos valores naturales y arcaicos» que de no ser por esta escritura hubieran quedado ignorados, «ágrafos», en palabra de Antonio Cornejo Polar, que cita[28].
En este sentido los niveles de idealización de la figura andina de Rita quedan reforzados por un sustrato cultural occidental que es también parte de Vallejo, y que el poeta utiliza para erigir la figura de la belleza e inocencia de la aldeana. El que escribe es un poeta mestizo, no indígena, escribe en castellano y siente su mundo andino como algo intransferible. El esfuerzo creador asume una enorme complejidad, pues no sólo se transfiere la cosmovisión andina, los sentimientos, sino una lengua y una forma de expresión distinta, la forma oral frente a la forma escrita. José María Arguedas explica esa complejidad cuando expresa: «En Vallejo empieza la etapa tremenda en que el hombre del Ande siente el conflicto entre su mundo interior y el castellano como su idioma. El cambio violento que hay entre Los heraldos negros y Trilce es principalmente la expresión de ese problema»[29].
Arguedas considera, como un problema del idioma, las tensiones y complejidades que desembocan en la búsqueda de una expresión nueva, que será la gran hazaña del lenguaje que representa Trilce, una convulsión interna que se percibe ya en la temática y las tensiones que recorren «Idilio muerto».
La imagen idealizada de Rita está imbuida de las inflexiones que fundan la escritura poética de Vallejo, su prístina figura no es una imagen gozosa, su belleza está inmersa en el desamparo y en constante riesgo de desaparición. De esta forma, Rita es el rastro y el esfuerzo por dar testimonio de un mundo destinado a perecer y que el poeta universaliza a través del tópico, en una construcción híbrida y compleja, sustentada por la pérdida irreparable del paraíso perdido de la infancia.
Vallejo asume con total conciencia que la pérdida del mundo andino es una pérdida para la humanidad.
3. «Aldeanita» o la donna angelicata andina
El poema «Aldeanita» de Carlos Oquendo de Amat abre su único libro 5 metros de poemas (1927). Este texto está fechado en 1923, año doloroso en la vida del poeta ya que queda totalmente huérfano al morir su madre, Zoraida Amat Machicao, el 14 de julio de 1923[30]. Todos sus biógrafos consideran este hecho como la experiencia más triste y profunda en la vida del joven Oquendo, que con sólo dieciocho años queda sumido en la orfandad y la pobreza. Como en el caso de Vallejo, la muerte de la madre está muy cerca de la creación del paradigma femenino que nos ocupa. La muerte de Zoraida puede relacionarse con el síndrome de Beatriz, al que hemos aludido, que determina la sublimación del sentimiento amoroso y la creación de la figura de la donna angelicata, como una forma de superar el vacío y enaltecer la figura en la ficción poética.
La estructura original del libro, con hojas que se despliegan en forma de acordeón, su título, la disposición y tipografía de los versos, la advertencia introductoria y la biografía final y, por supuesto, el contenido de los propios poemas, confirman tácitamente su voluntad de poner de relieve la nueva sensibilidad de la vanguardia y la nueva estética. Por esto mismo, el hecho de colocar el poema «Aldeanita» como pórtico nos parece un acto poético premeditado, como lo es la composición de todo el libro.
Podemos decir entonces que la figura de la bella «Aldeanita de seda» aparece como una imagen tutelar, a la que el poeta rinde homenaje, y que simboliza la puerta de acceso que introduce al lector-espectador al mundo prístino y maravilloso del libro. Un libro que el poeta dedica a su madre: «Estos poemas inseguros como mi / primer hablar dedico a mi madre».
A l d e a n i t a
Aldeanita de seda
Ataré mi corazón
Como una cinta a tus trenzas
Por que en una mañanita de cartón
(a este bueno aventurero de emociones)
Le diste el vaso de agua de tu cuerpo
y los dos reales de tus ojos nuevos[31].
Como en Vallejo la mujer loada es una aldeana cuyo diminutivo cariñoso manifiesta la ternura y la delicadeza con las que el poeta trata a la joven. En Vallejo, las relaciones con el paisaje andino están descritas todavía bajo una estética simbolista. En Oquendo estas relaciones con la amada andina y el paisaje del altiplano, que es el paisaje de la infancia del poeta, están expresadas en un lenguaje vanguardista, exento de tópicos costumbristas. Quizá la única referencia característica sea esa «cinta» de las «trenzas» de la aldeana, que es la forma tradicional del peinado de la mujer del Ande, pero ni en este caso el lenguaje del poeta asume rezagos de color local sino que estos términos están allí sólo para marcar el origen andino del personaje.
Lo que resulta maravilloso de este poema es que todo él trasunta con claridad una voz que reconocemos andina. Evidentemente la nominación de la amada «Aldeanita» nos centra la figura, pero el paisaje que la enmarca emerge en nuestra imaginación no sólo de las palabras sino de lo que engarza esas palabras, una musicalidad en la que los términos castellanos cobran una resonancia antigua. Augusto
Tamayo Vargas registra esta experiencia cuando dice de este poema que comienza con voz de viejo haravicu y lo vincula al decir poético de los cholistas[32].
El lenguaje poético de Oquendo expresa su heterogeneidad, su emoción andina y vanguardista al mismo tiempo. Giorgio Agamben comentaba, refiriéndose a los aspectos musicales de la poesía trovadoresca, un hecho que sirve para aclarar este aspecto trascendental de la palabra poética: la musicalidad, en el caso de Oquendo, la voz andina que se percibe.
El elemento métrico-musical muestra ante todo al verso como lugar de una memoria y de una repetición.
[…] En otros términos, a través del elemento musical, la palabra poética conmemora el inaccesible lugar originario y expresa la indecibilidad del acontecimiento del lenguaje[33].
Oquendo no utilizó términos quechuas o aymaras, pero esto no fue un inconveniente para lograr trasmitir una voz y un sentimiento vivo muy particular, que José María Arguedas vinculaba con el idioma, y que describe como «ciertos sentimientos característicos del corazón indígena: la ternura, el cariño, el amor a la naturaleza»[34]. La musicalidad, el impacto afectivo, que logra trasmitir la palabra poética de Oquendo, toca el espacio de una memoria colectiva que está en los orígenes, cuando esto sucede el lenguaje se torna un acontecimiento.
Resulta de sumo interés observar los distintos caminos recorridos por Vallejo y por Oquendo para dejar aflorar una palabra que nos relaciona con los orígenes de nuestra cultura andina. En ambos casos, el espíritu vanguardista, la emergencia del indigenismo y los cambios estructurales de la sociedad peruana sirvieron de contexto a esta rebelión angustiosa en el lenguaje de Trilce y al hallazgo armonioso de esa voz andina, viva, en «Aldeanita».
Oquendo logra, a través de estos tres sentimientos que alude Arguedas, insertar la ancestral voz andina en la actualidad del poema, como testimonio de una realidad contemporánea, mestiza y futura, dentro del concepto universal que él tenía de la poesía. En este mismo sentido, aunque mediante esa lengua de fuego que caracterizó su escritura, César Moro resaltaba la actualidad del indio, abriendo los ojos a su «impecable belleza clásica»[35].
La descripción de la amada de Oquendo comienza bajo el calificativo de «seda»[36] que se vincula con la tersura de la piel, para luego señalar el peinado característico. Compara su cuerpo con un vaso de agua, que sugiere un manantial andino de aguas cristalinas, ya que el vaso denota la transparencia del vidrio o el cristal. Sus ojos son «reales», monedas resplandecientes que llevan las gentes sencillas de los pueblos. Esta ingenua comparación identifica inconscientemente a la amada con un símbolo de riqueza y nobleza de alma. Pero los ojos tienen otra cualidad, son «nuevos», término que expresa la nueva sensibilidad, el comienzo, la proyección de la mirada hacia el futuro. A esta delicada, despierta y sencilla aldeana el poeta le ofrece su amor y su rendida fidelidad simbolizada en el corazón que atará a su cabellera. Con estos rasgos adorna la figura de su donna angelicata andina. Una mujer andina sencilla y radiante al mismo tiempo, orgullosa de su cultura e integrada en su actualidad, como ya la captaba, por la misma época, el lente sensible de Martín Chambi.
El erotismo velado del poema se introduce a través del explicativo «Por que…» [sic] mediante el cual el poeta declara su relación con ella. El escenario es «una mañanita de cartón», muy en la vena egureniana, que determina un espacio casi infantil, de juego, en él la aldeanita le entrega su amor que está impregnado de esa candidez. La palabra «cuerpo» expresa la relación erótica, que no hace referencia necesariamente a una relación sexual, pero sí de atracción física. De manera indirecta, a través del verbo dar, «le diste», se configura la entrega física de la amada y con ello una liberalidad en la acción amorosa del personaje que es también un rasgo que nace de la nueva sensibilidad de la vanguardia y su relación con una imagen femenina activa, liberada del tabú sexual. Por su parte, el poeta se figura un joven en busca de emociones, un viajero, aspecto que está en perfecta concordancia con las primeras experiencias amorosas y la forma de expresión vanguardista, signada por la aventura y los viajes.
El lector tiene la impresión de que el poeta habla desde el recuerdo de un amor noble, de un hecho del pasado, siendo el ofrecimiento de veneración a la amada un acto simbólico posterior y, además, futuro: «Ataré». Tratándose de un texto tan pequeño resulta sorprendente la forma en que Oquendo maneja los tiempos verbales. La veneración es una promesa, un acto futuro, y la relación amorosa se encuentra en el pasado. La lógica del discurso debería ser el establecimiento del hecho amoroso y, luego, la consiguiente declaración de veneración, pero esta lógica está invertida, lo que complejiza y enriquece el discurso. La conciencia presente subyace en la definición que hace de sí mismo el amante en tercera persona: «a este bueno aventurero de emociones». El adjetivo «bueno» quita al término «aventurero» su valor negativo dejando su figura en el centro de una condición poética ideal de tintes románticos. El poeta está solo, su mundo real es la poesía. Desde esa íntima orfandad y en ese espacio poético del poema erige su donna angelicata andina, a la que rinde homenaje.
Como en Vallejo, la poesía de Oquendo representa el binomio campo/ciudad. En el campo está la amada idealizada y el poeta escribe desde la ciudad (lugar de aventuras y emociones, con los que se define a sí mismo). Pero a diferencia de Vallejo la poesía de Oquendo no expresa el conflicto entre estas dos realidades sino sus posibilidades conciliadoras en el espacio poético[37]. De esta forma, el joven enamorado que busca emociones y aventuras en la ciudad traslada esta frescura cosmopolita al espacio idealizado del campo a través de la figura de su amada aldeana que, a su vez, se presenta como una imagen dulce, libre y sencilla.
Esta complementariedad natural que encuentran campo y ciudad en el espacio poético hace que la figura emblemática de su aldeana sea una figura gozosa, llena de luz, pureza y actualidad. El poema actualiza el sentimiento andino al interior de la nueva sensibilidad e ilusión vanguardista con que se construye la figura de la amada andina. El sentido del juego infantil, la sensación aventurera, imprimen al poema la utopía de un mundo maravilloso peruano, en tanto que se identifica a través de la amada andina con la pureza de ese mundo que fue el de la infancia del poeta. El hecho que queremos destacar es que el mundo andino no es aquí el mundo del dolor, el espacio que desaparece, el paraíso perdido, sino el paraíso redescubierto a los ojos de la nueva sensibilidad. La donna angelicata de Oquendo es una figura femenina en la que se abrazan felices el campo y la ciudad, la tradición y la vanguardia.
4. Otras aldeanas
En la poesía de Emilio Adolfo Westphalen, la figura de la donna angelicata es quizá más sugestiva y directa en ciertos aspectos, pero también más compleja como para analizarla en el espacio que nos resta del presente artículo. Basta decir que no se trata de una aldeana, sino de una «niña diosa», que destruye y rehace un universo poético signado por la Abolición de la muerte o una existencia eterna de los amantes en el Paraíso[38].
Nos interesa destacar aquí, un poema de Westphalen de su segunda época. En él aparece la figura de la aldeana desde una perspectiva crítica muy distinta. La lectura de este poema fue lo que nos sugirió el tema del presente artículo. El mundo rural peruano casi no aparece como tal en la poesía de Westphalen de los años treinta, pero hay una alusión directa en un poema de su libro Ha vuelto la diosa ambarina (1988). En este poema, sin título, el mundo rural se presenta, como en Oquendo y Vallejo, relacionado con la belleza de una joven de la serranía.
UNA jovencita recién venida –tal la apariencia –directamente
de lejana serranía –sin escala en villorio aldea o pueblo grande
o pequeño –sorprendía por el cuidado extremo que tomaba en
no mostrar en su español rezago o tonalidad –aún tenues– que
trasluciera su quechua materno-.
No tenía empacho (por lo contrario) en quemar ritualmente a vista
de todos la vedija enredada en el peine luego de acariciar su
desbordante
vigorosa y luenga cabellera.
(Hermoso dibujo nos hubiera dado Rendir de su enhiesto cuerpecillo
–más que núbil aunque con teticas minúsculas– ocultado en parte por
la espesa la abundante catarata de pelo negro exuberante)[39].
La perspectiva desde la cual se presenta esta imagen dista mucho de la Rita de Vallejo o la Aldeanita de Oquendo. En ambos poetas la conciencia de estar refiriendo un espacio físico propio: la aldea, el mundo andino, que sienten como lugar de origen, alejado del mal del mundo, o como lugar utópico donde los contrarios se concilian, hace que la figura femenina se presente de manera lógica como la amada ideal. En el caso de Westphalen, el poeta no describe a su «jovencita recién venida», sino a «UNA jovencita…». Aquí, el artículo definido indica una distancia afectiva. No estamos delante de la imagen de una donna angelicata como es evidente, sino frente a un poema que declara, a través del elogio de la belleza de la joven, la privación de un mundo que tendría que ser el suyo, pero que no lo es, un mundo negado culturalmente.
La «recién venida» alude, dentro de la contextualización cultural limeña, a la expresión popular y despectiva la recién llegada. De esta manera, a través de la revalorización del sentido de la frase, el poeta se opone al prejuicio estatuido y rectifica el lugar de lo andino en el discurso. Lo mismo sucede con la apelación «UNA jovencita», que constituye parte del rescate del personaje y de la cultura a través de su dignificación en el lenguaje.
Westphalen emprende esta tarea reivindicativa desde su posición de hombre de ciudad, del limeño, del que ve venir a la joven e intenta dirigir una mirada distinta sobre ella, mediante el hálito de sencillo misterio que emana de las formas que utiliza para su descripción.
El acto ritual de quemar su cabello, proporciona a la joven un aura simbólica que la vincula con antiguos ritos de los orígenes y denota esa magia simpatética que une al hombre con cualquier parte de su cuerpo, sobre todo el pelo y las uñas, que son destruidos mediante el fuego para evitar que caigan en manos de los brujos.
A través del misterio y de los atavismos culturales, el poeta llena de contenido y de profundidad la imagen simbólica, que se concentra en un isomorfismo que opone la juvenil belleza y la antigüedad ancestral, la aparente ingenuidad adolescente y la vieja sabiduría.
El poeta aborda el tema del idioma, ese quechua materno que la joven intenta esconder como una vergüenza. Para Westphalen esa realidad conflictiva de pertenecer culturalmente a un pueblo del cual se desconoce el idioma, un idioma despreciado por las clases que ostentan el poder económico y social, es una experiencia de desarraigo fundamental de la sociedad peruana hispanohablante y urbana, con la cultura y con el paisaje del propio país. Este problema lo percibió el poeta desde su infancia ya que, como comentó él mismo, hubo en su casa personas cariñosas que hablando en quechua le dejaron sentir su afecto. A este hecho se suma su amistad con José María Arguedas:
Siempre lamentaré que en la escuela y la universidad en lugar de inglés no me enseñaran quechua –lo cual no sé si hubiera contribuido a esa ambigua «integración social» que tanto se predica pero entendiéndola más bien como una sumisión y desaparición consecuente de los remanentes de las tradiciones indígenas –al menos hubiera permitido quizás un conocimiento mayor de los factores culturales mutuos y –desde luego– la apreciación de las cualidades poéticas y otras que Arguedas reivindicaba[40].
Otra de las formas que el poeta usa para elevar la imagen de la muchacha indígena es compararla con una de esas jóvenes francesitas de los cuadros de Renoir. Otorga a su belleza un rango paralelo a la de cualquier joven bella del mundo, al verter sobre ella esa mirada erótica que sobre las jóvenes expresa el poeta repetidamente en este libro.
También Martín Adán, quien dejó su condición aristocrática en aras de su libertad humana y poética, idealiza en su prosa lírica, La casa de cartón (1928), una fuga con una cholita de casi 15 años con la que le gustaría escapar de la ciudad e internarse en el campo. El narrador ve a una cholita intentando dominar una mula, esta visión le hace representarse una fuga con aquella adolescente:
y yo quiero raptar a la cholita y fugarme con ella en una mula, a la sierra, tan próxima, que sus cimbros me arañan la piel de la nariz, haciéndome bizquear cuando la miro fijamente. Yo descendería, con la cholita en mis brazos y la mula entre mis piernas, en una sima sombría llena de cactos, con una sonámbula seguridad en la pesadilla feliz…[41].
Este texto también manifiesta, mediante la imagen de la joven, el deseo de un mundo andino que siendo tan cercano es casi inaccesible, donde una imagen bucólica, que expresa el amor con una cholita, se convertiría rápidamente en una pesadilla dentro del contexto social en el que se encuentra el poeta.
5. Conclusión
La belleza femenina, el amor y el paisaje, dentro del marco socio-cultural peruano, se convierten en un profundo lugar de subversión. Así lo advirtieron Eguren, Vallejo y Oquendo, por ello se valieron –como Westphalen de Renoir o Adán de una estructura bucólica– de la figura modélica y universal de la donna angelicata para erigir la construcción de una belleza fuera del canon establecido, una belleza autóctona, costeña o andina, elevándola al plano universal frente al discurso hispánico hegemónico.
Para este discurso detentado por la ciudad letrada la única belleza posible y loable era la de la mujer blanca, el único amor conveniente se daba entre los pares, la visión del paisaje que deseaban alabar era el épico, como el de los aplaudidos poemas de José Santos Chocano, o lugares de la decadencia urbana de Lima, casonas señoriales, patios y verjas que abundan en los poemas de José Gálvez.
Este ha sido otro terreno en el que la poesía vanguardista peruana inició, en el poema, una revaloración, en lo profundo del sentimiento, de la imagen de la mujer andina y, a través de ella, de la cultura, la lengua y del sentimiento andino como parte estructurante de una nación determinada por la diversidad. Sacar a la luz estos hechos, encontrar sus relaciones, sus peculiaridades en el interior de cada creación poética y vincularlos a un cambio general en la estructura de sentimiento que experimenta la sociedad peruana de las primeras décadas del siglo XX, sirve para colocar otro pequeño peldaño en el edificio de nuestra historia cultural.
*Licenciada en Filología hispánica por la Universidad de Salamanca, 1996. Doctora en Filología hispánica (especialidad: Literatura hispanoamericana) por la Universidad Complutense de Madrid. Mención Doctor Europeo, 2007. Su tesis doctoral se tituló «El imaginario de Lima y la ciudad moderna en los poetas vanguardista peruanos: Carlos Oquendo de Amat, César Moro y Emilio Adolfo Westphalen» y obtuvo el Premio Extraordinario de Tesis doctoral de la convocatoria 2008. Universidad Complutense de Madrid.
Ha publicado artículos en revistas especializadas sobre la vanguardia histórica peruana. Su última publicación es: «Poesía y novela: el París de Carmen Ollé», Anales de Literatura Hispanoamericana, Universidad Complutense de Madrid, vol. 37, 2008, pp. 275-285. Desarrolla una obra poética y narrativa desde 1990.
[1] Beatriz Sarlo, «Prólogo» a Raymond Williams, El campo y la ciudad, Buenos Aires, Paidós, 2001, p. 15.
[2] Vicente Cervera Salinas, El síndrome de Beatriz en la literatura hispanoamericana, Madrid, Iberoamericana/Vervuert, 2006, p. 18. En el «Liminar: la selva y las estrellas», Cervera da cuenta de los procesos de transculturación del influjo italianizante en Hispanoamérica (sobre todo de Petrarca y, en menor medida, de Dante), que fueron introduciéndose por diferentes vías: llegada de libros en el siglo XVI, a través de las obras de poetas españoles influidos por la lírica italiana o ejemplares atestiguados en bibliotecas, como la del Inca Garcilaso de la Vega, lector de Boecio y Boccaccio, sin olvidar el uso de la métrica dantesca en poetas americanos como Bernardo de Balbuena, Clarinda o la concepción retórica del amor en Sor Juana, etc. También subraya la importancia de la literatura anglosajona en la introducción de la materia dantesca y de las traducciones que se multiplicaron en el siglo XIX. Cf. pp. 11-34. Todos estos datos y modos de penetración, van construyendo un sustrato que dará sus frutos en la literatura modernista y, a nuestro juicio, son una de las fuentes que permite la construcción de estas nuevas figuras femeninas de la poesía peruana que analizamos.
[3] Cervera Salinas, op. cit., p. 35.
[4] «La amada, la niña (solo una o dos veces aparece la mujer en los poemas de Eguren), se transforma en la obra del poeta no en una personificación precisa, sino en un ser arquetípico», en Ricardo Silva-Santisteban, «El universo poético de José María Eguren», Escrito en el agua, Lima, PUCP, vol. II, pp. 142-143.
[5] José María Eguren, Obras completas, Ricardo Silva-Santisteban (ed., pról., y notas), Lima, Mosca Azul Editores, 1974, p. 14.
[6] Ibid., pp. 23-24.
[7] Ibid., p. 51.
[8] Silva-Santisteban cita otros ejemplos de la amada o la niña muerta. Véase op.cit., p. 142, siendo el poema «La muerta de marfil» del libro Sombras, la que expresa el tópico más claramente.
[9] Eguren, op. cit., p. 320-321.
[10] Ibid., p. 323.
[11] Cf. Silva-Santisteban, op. cit., pp. 18-20 y 143-144.
[12] En uno de los pasajes el escenario es la playa y una «quinta ruinosa de madera» cercana, donde el poeta termina conversando con la niña. En su descripción ella tiene diez años, tez blanca y cabellera obscura. Se trata de un amor imposible, la niña está prometida prematuramente, además el destino le deparaba «una vida bella y efímera». Al final del pasaje el poeta dice: «Han pasado los años. Sé que está en Europa, bajo una tumba blanca». En el otro pasaje el encuentro se desarrolla en una plaza donde la gente se ha reunido a ver un «castillo de fuegos», la niña tiene 12 años y el poeta 18, es blonda y festiva, el poeta logra acercarse y ella lo rechaza, dice llamarse «Noche» y pronto desaparece entre la multitud. El poeta la busca, los amigos afirman que la ha imaginado. Cf. Silva-Santisteban, ibid., pp. 18-20 y 143-144 respectivamente.
[13] Silva-Santisteban hace referencia a una conversación sobre el tema: «Cuando César Francisco Macera le preguntó si se había enamorado muchas veces, Eguren respondió sonriendo: Sí, muchas veces. Pero nunca dije de quién. He gozado y he sufrido. He dejado pasar la oportunidad de ser feliz con una mujer por escrúpulo. En estas cosas el hombre debe ser muy delicado. Su sobrina Teresa Bérnizon ha dejado entrever los posibles nombres de las amadas ¿Lili…María Laura…Eva…?», ibid., pp. 17-18.
[14] Cervera Salinas, op. cit., p. 36.
[15] Eguren, op. cit., p. 32.
[16] Luis Alayza Paz-Soldán, «Para unas manos que adoro», en La sed eterna (versos), Lima, Talleres tipográficos de «La Revista», 1911, p. 98.
[17] Eguren, «Notas limeñas», op. cit., p. 329.
[18] Ibid., p. 330.
[19] José Carlos Mariátegui, «Poesía y verdad. Preludio del renacimiento de José María Eguren», Amauta, 21, pp. 11 y 12.
[20] Lima y la valoración del paisaje limeño en Eguren y su relación con los vanguardistas son aspectos que han sido tratados más ampliamente en Sylvia Miranda Lévano, «El imaginario de Lima y la ciudad moderna en los poetas vanguardistas peruanos: Carlos Oquendo de Amat, César Moro y Emilio Adolfo Westphalen», Tesis doctoral, Madrid, Universidad Complutense de Madrid, 2007, pp. 209-235.
[21] César Vallejo, Poesía Completa. Los Heraldos Negros y otros poemas juveniles, T. I, nueva edición crítica, estudio preliminar, bibliografía e índice de Ricardo González Vigil, Trujillo, Industria Gráfica Libertad SAC, 2005, p. 236.
[22] Ibid., p. 235.
[23] Ibid., p. 47.
[24] Guillermo Sucre, «La nostalgia de la inocencia», en Ángel Flores (coord.), Aproximaciones a César Vallejo, T. I, New York, L. A. Publishing Company INC, 1971, p. 262.
[25] Recuérdese que por esa época Vallejo, como indica González Vigil, mantiene «intrincadas relaciones amorosas» con «Otilia Villanueva en 1918-1919, con presiones de los familiares de ella para formalizar sus amoríos y con una áspera ruptura en 1919. El tema erótico inundó muchos poemas de Trilce». En César Vallejo, op. cit., p. 48. «Idilio muerto» corresponde a los poemas que Vallejo escribió entre 1917 y 1918, por eso planteamos la posibilidad de que esta intrincada relación amorosa pudiera influir también en el poema.
[26] En las primeras décadas del siglo XX las posiciones sobre lo nuevo, la vanguardia, la técnica, lo autóctono, se discutieron abiertamente como queda evidenciado en el libro de Mirko Lauer, La polémica del vanguardismo 1916-1928, Lima, Fondo Editorial de la UNMSM, 2001. En numerosas investigaciones actuales se ha establecido que los poetas indigenistas encontraron en las nuevas técnicas vanguardistas una posibilidad de expresión que permitía la universalización de sus temas y que entendieron que la recusación del espíritu vanguardista iba acorde con sus reivindicaciones sociales. Cf. Jorge Cornejo Polar, «Notas sobre indigenismo y vanguardia en el Perú», en James Higgins (ed.), Heterogeneidad y literatura en el Perú, Lima, CELACP, 2003, pp. 199-221.
[27] Santiago López Maguiña, «El concepto del discurso heterogéneo en la obra de Antonio Cornejo Polar», en ibíd., p. 42.
[28] Cf. ibid., p. 43.
[29] José María Arguedas, «Entre el quechua y el castellano», en Ángel Flores (coord.), op. cit., p. 186.
[30] Cf. Rodolfo Milla, Oquendo, T. I, Lima, 2006, p. 402.
[31] Carlos Oquendo de Amat, 5 metros de poemas (1927), Daniel Salas Díaz (ed.), Lima, col. El manantial oculto, PUCP, 2002, p. 21.
[32] Augusto Tamayo Vargas, «Carlos Oquendo de Amat», «Dominical» de El Comercio, Lima, 8 de junio de 1986, p. 9.
[33] Giorgio Agamben, «El lenguaje y la muerte. Séptima jornada», en Fernando Cabo Aseguinolaza (comp.), Teorías sobre la lírica, Madrid, Arco/Libros, 1999, pp. 121-122.
[34] Cf. Emilio Adolfo Westphalen, «Las lenguas y la poesía», Escritos varios sobre arte y poesía, Lima, Tierra Firme, FCE, 1996, p. 160.
[35] Cf., César Moro, «A propósito de la pintura en el Perú», El Uso de la Palabra, 1, Lima, (diciembre de 1939), p. 7.
[36] Milla revela la presunta identidad de «Aldeanita» en la persona de Armida Eduardo de Amat, prima del poeta, con la que sostuvo un enamoramiento platónico cuando ella contaba 16 años y el poeta 18. Además apunta el dato de que las hermanas Eduardo de Amat y su madre elaboraban trabajos manuales en seda. Cf. Milla, op. cit., pp. 410-412.
[37] Raúl Bueno se refería a ello cuando comentó que la poesía de Oquendo «anula la discontinuidad CAMPO/CIUDAD para fundar una continuidad poética en que el campo reverdece en la ciudad y en que ésta civiliza al campo», en «Aproximación teórico-metodológica e ilustración sumaria mediante el estudio de 5 metros de poemas de Oquendo de Amat», Poesía hispanoamericana de vanguardia. Procedimientos de interpretación textual, Lima, Latinoamericana Editores, 1985, p. 132.
[38] La construcción de la niña diosa, o la bella, guarda íntimas relaciones con las figuras erigidas por Eguren que ya hemos comentado: la niña como centro de amor puro y de misterio. Más tarde, la imagen de la diosa ambarina aparecerá con este mismo nombre en los poemas escritos por Westphalen en los años 80. Aunque la niña está ya en el último poema que cierra Las ínsulas extrañas (1931), es en Abolición de la muerte (1935) donde se encuentra impregnando su poética. Como para vincular más claramente este libro con la materia dantesca y la figura de Beatriz en particular, Westphalen abre la edición príncipe de Abolición de la muerte con la dedicatoria: «IDA BEATRIZ». Diríamos, con estos datos expuestos, que los dados están echados. La imagen de Beatriz presidiendo el libro, su vinculación con la poética de Eguren, el título del libro que nos remite a la construcción de un espacio ideal, que anula la muerte y permite la existencia infinita del poeta y la amada. Estamos frente a un libro que nos introduce, a través de la estética vanguardista, a un espacio poético entendido como Paraíso.
[39] Emilio Adolfo Westphalen, Bajo zarpas de la quimera. Poemas 1930-1988, presentación de José Ángel Valente, Madrid, Alianza Editorial, 1991, p. 235.
[40] Westphalen, «Las lenguas y la poesía», en Escritos varios…, op. cit., p. 160.
[41] Martín Adán, La casa de cartón (1928), Eva Mª Valero Juan (ed.), prólogo de Luis Alberto Sánchez, colofón de José Carlos Mariátegui, Madrid, Huelga y Fierro Editores, 2006, p. 114.