La certeza es un veneno. Entrevista a Liliana Díaz Mindurry [cuento + poemas]

 

Por Enrique Solinas

Crédito de la foto la autora

 

 

La certeza es un veneno.

Entrevista a Liliana Díaz Mindurry:

“Todos mis días son literatura”

 

 

Enrique Solinas [ES]: Poesía, narrativa, ensayo,  son especies literarias en las cuales profundizaste a lo largo del tiempo. ¿Cómo es el encuentro con cada una de ellas a la hora de escribir? ¿En cuál género te sentís más cómoda? 

Liliana Díaz Mindurry* [LDM]: No tengo una preferencia. Tengo épocas de narrar, de inventar recuerdos, de recordar ficciones. En otras me detengo en la pura palabra y en el pensamiento que toca sus límites, el que se acerca a la inexpresabilidad y son las épocas de poemas. En otras me quiero explicar, hablarme y formular nuevas preguntas, es decir, épocas de ensayo.

Sí creo que la poesía está en la base de toda literatura, de tocar desde muchos lugares el excedente de sentido. Eso no significa que prefiera escribir poemas porque para mí novela, cuento y ensayo son formas de lo poético. Incluso a veces la novela me parece que violenta espacios de pura poesía, asociados a la vida cotidiana de alguien y por momentos, con una intensidad mayor que en el poema.

 

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[ES]: ¿Cómo vivís la literatura día a día?

[LDM]: Todos mis días son literatura porque tengo cualidades absurdas como Flaubert de contaminar de literatura todos mis actos, especialmente las vivencias con otros. En seguida esos otros me llenan de historias y de imágenes y las debo escribir en algún cuaderno que siempre tengo cerca. Separar la literatura de la vida me parece, en mi caso, imposible. La vida es pura literatura, lo sepa uno o no. Yo lo sé y me alegra.

 

 

[ES]: ¿Crees que existe una mística del escritor? Y si fuera así, ¿te sentís parte de ella?

[LDM]: Entiendo por mística no solamente lo religioso sino cualquier modo de contemplación o misterio, o de experiencias de extrañamiento. Un escritor, como yo lo concibo, aunque haya otros tipos de escritores, es un extrañado que vive experiencias raras con objetos, paisajes, personas.

 

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[ES]: En tu obra, todo lo material e inmaterial está destinado a la disolución y no hay certezas, sino duda constante. Los cuerpos, los recuerdos, son ideas que deconstruyen la realidad. Si no hay  verdad, si hay nada, ¿para quién escribir, para qué escribir?

[LDM]: Ninguna certeza. Para mí la certeza es un veneno. No sé si todo está destinado a la disolución porque sería una certeza. Siento las certezas como antiliterarias, dogmáticas, grotescas, incluso psicóticas. Si no hay verdades creo que la literatura es necesaria, al menos para mí, porque sólo el misterio me salva, como diría García Lorca. Escribo para mí y para el que quiera leerme. La posibilidad de la nada, no cambia la comunicación poética.

 

 

[ES]: ¿Tenés en cuenta el género a la hora de escribir?

[LDM]: Supongo que sí. No me interesa la delimitación de los géneros porque todo es un fluir y una mezcla. Pero narro, o escribo poemas o ensayos. Aunque en verdad se trate de lo mismo. El movimiento de la poesía.

 

La poeta y narradora Liliana Díaz Mindurry.
La poeta y narradora Liliana Díaz Mindurry.

 

[ES]: Has recorrido un largo camino en la literatura y has pasado por distintas etapas (invisibilidad, visibilidad). También, actualmente, vivís una parte del año en Madrid y otra en Buenos Aires. Según tu percepción, ¿cómo ves hoy el panorama literario contemporáneo?

 [LDM]: Muy comercial, muy mercadería. Bastante manipulado. Y la poesía es lo contrario: es lo gratuito por naturaleza, desde mi opinión. Hay quienes salen, felizmente,  del alzheimer general. Más escondidos, claro.

 

 

[ES]: ¿En qué estás trabajando ahora, cuáles son tus próximos proyectos?

[LDM]: No me gusta contar proyectos porque siempre son cosas que pueden cambiar. Hay temas, la psicosis, el desvío, lo anormal, la perturbación, la sospecha.

 

 

[ES]: ¿Qué es aquello que más te llena a la hora de escribir?

[LDM]: Lo raro del vacío, del no lugar, de la no vida.

 

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Así escribe Liliana Díaz Mindurry

 

Un cuento y cuatro poemas

 

 

La abandonada (cuento)

 

                                      Ahí mesmo me despedí / de mi infeliz compañera /

                                      Me voy –le dije-,andequiera/ aunque me agarre el

                                      gobierno, /pues infierno por infierno,/

                                      prefiero el de la frontera.

                                      José Hernández

 

 

Hubo una vez o había una vez o es un eterno, miserable presente en el que marchan, marcharon o marcharán por el desierto (si es que eso es un desierto), ambos a caballo (si es que eso es un caballo), él, los ojos cortados a tijera de escritorio, colocados a golpes de maza sobre el cráneo chato, ojos donde bailan los perros pero los perros de escenografía (él, si es que él existe), ella, ojos aguados con barcos que no se amarran a ningún puerto –porque la llanura es un mar verde donde nadie llega a ninguna parte- barcos deshechos (ella, si es que ella existe), él, nublado o avanzando en humaredas, como si tuviera el cuerpo hecho de letras, versos, estrofas, o quién sabe, frases, cara de papel y tinta, ella, algo más corpórea en su neblina, pero también hecha de la sustancia deleznable de las palabras, el caballo que se hace cada vez más fantasmagórico, incluso a veces deja de existir y su relincho es apenas una brizna de silencio o un ruido de hojas ejecutado por cualquier mano más o menos aburrida, la noche, la tremenda noche del desierto, apenas un lienzo negro esbozado a lápiz, el desierto, una sábana verde y una línea interminable que termina sin embargo en un falso horizonte trazado con regla, hubo una vez, habrá una vez o hay una vez en la que el caballo se mueve en un movimiento ficticio hacia ninguna parte, donde hay recuerdos, pero pertenecen al presente, un entierro en el pajonal, y después el hambre, el hambre hecho de tristeza o la tristeza hecha de hambre, sobre todo el miedo de ella, la de ojos aguados, miedo del indio que acecha o de otra cosa muy solapada más temible que las tolderías, comen a veces carne cruda o raíces de sueño, carne cruda y raíces sin gusto ni consistencia, son guiados por estrellas, vientos y animales imaginarios, animales que son ruidos o insectos pequeños entrelazados de collares que entran en la retina de Alguien que lee en algún escritorio, y es una noche o es un día, o son días y días que son como una sola noche, qué llanura, qué noche, qué caballo, qué animales, vientos y estrellas, qué hombre, qué mujer, qué entierro, qué pajonal, qué alimentos, pero hay tristeza y hambre en alguna parte, hambre de existencia, el hombre –Martín Fierro lo llaman- le habla a la mujer –cautiva le dicen- le habla con palabras huecas como suspiros de muerto: que han alcanzado la estancia, la tierra sin salvajes, que debe irse, le habla en verso de infiernos y de fronteras, y entonces ella le contesta con otra voz, hueca también, pero diferente a  la de antes, que por favor no se vaya, que no la deje sola, por favor, por Dios, si es que hay un Dios más allá de las cadenas de escritorios, él con voz siempre hueca, pero diferente a la de antes, se enoja, le dice que no lo distraiga, que ya no puede responder en verso, que José Hernández ha dispuesto que debe encontrarse con sus hijos y que ése es el destino, José Hernández dispone, no hay otro Dios que no sea José Hernández en su teología y no es posible escapar a sus designios, ella, aterrada, le explica que entonces desaparecerá para siempre, se hundirá en la nada, no te hundirás, responde él siempre airado y con la voz diferente, prosaica, sin palabras gauchescas, será el eterno retorno, volverás cada vez que alguien te convoque, así le dice y ella: volverá el indio y mi dolor, volverá  a morir mi hijo, así ladra la mujer o aúlla o ruge con voz de cartones y silencios, volverás a pelear, a bailar en la sangre, pero él ya se ha ido como si no hubiera estado nunca, como si jamás hubo una vez no hay ni habrá ni la más ínfima vez, los ojos aguados lloran lagos, mares, océanos de tinta con la suavidad del odio, a lo lejos hay una luz de amanecer, una diminuta luz, una luz que no es luz, una luz enmascarada, disfrazada, con antifaces, ella deja de llorar y observa asombrada que todavía existe, que Martín Fierro ha partido hacia su destino encuadernado, pero ella todavía existe, soy, piensa, no me han hecho de letras, de palabras, de giros gramaticales, soy, piensa, soy, y tiene ganas de torcerse de alegría, se ha escapado de su eterno retorno con el indio y el hijo muerto, aunque el indio y el hijo están hecho de la misma sustancia apalabrada, entonces, no la rodea un campo dibujado, no mira un caballo fantasmagórico, mis ojos aguados son reales, los barcos de mis ojos se amarran a un puerto, estoy hecha de carne y sangre, no soy vació disfrazado, hay un Dios fuera de los dioses de escritorio, ladra la mujer o aúlla o ruge con voz de cartones y silencio, destinada no obstante a desaparecer cuando termine la interminable frase en ese excremento de mosca fantaseada, en esa brizna, en esa nada del punto.

 

(de Último tango en Malos Ayres)

 

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La filosofía del  camarín, cuadro de René Magritte

 

Cuando nadie los ve

cuando nadie los oye

los vestidos guardan deseos de otros como heridas abiertas, como sangre expuesta,

las ajenas miradas de la desdicha, las voces roncas, las fracturadas noches,

las alegrías futuras como perros por nacer.

 

Los zapatos reflejan el universo, ese Dios que guarda en los cajones toda la infelicidad del mundo,

las nostalgias que caen del cielorraso

y los pasos que llevan al placer en los dedos y en la punta de los labios.

 

Les queman los días pasados y los por venir,

tontos de sueños, de esperanza y de hambre,

ellos,

puestos en el lugar de lo viejo,

juegan dulcemente a las trampas.

 

Hablan a veces con voz de agua jabonosa,

hablan a veces

del perfume de las cosas estancadas, del espejo que los guarda en sus  aguas.

 

Así lastimados

son eternos. No sonríen ni dejan que nadie les sonría.

Recuerdan que es mejor olvidar y como filósofos no creen en lo que se ve,

 

                                             beben tranquilos las luces de la sombra,

y hasta entienden

                                                                                       por momentos

                                                                                                        esa música sin freno

                                                                                                                        de la muerte.

 

(de Resplandor final)

 

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Subida al techo

 

Lástima el que sube

y desde el ojo se le baja el dolor en forma de agua

o se congela.

Y  abajo del hielo duermen los antepasados,

las contradicciones adentro de la casa.

 

Lástima el que sube

y  no sabe qué quieren decir las cosas

y advierte

que le  han mentido.

 

Un mundo erróneo. Lástima

la confusión del frío y esas palabras

endurecidas

que lo miran.

 

 

Lástima el que sube a ese lugar donde lo sagrado

brilla por su ausencia.

 

Tercer cazador

Hay un tercer cazador  más adelante

más pequeño que los otros,

(igualmente encorvado y vestido de igual forma),

Es él,

el que miente por gusto, el que caza mentiras.

La mentira tiene gusto a fresas escondidas debajo de la nieve.

 

El que  se consume cada día

bajo un cielo disperso. El que olfatea otros pensamientos

como un perro. El del pensamiento que humea

calor y fuego. Un pensamiento con olor a carne cruda

inventada. El que, abrigado hasta los dientes,

cuenta estrellas en un cielo sin estrellas

como si hubiera estrellas,

cacerías. Por algo le atraen los acordes bajos.

 

Quién sabe qué hay en su cabeza,

si harapos,

si inviernos para salir de caza

empecinadamente,

para medir la dispersión del cielo.

Es ése. El que mira a las mujeres frente al fuego,

perras todas:

él se inventa. El que dibuja mundos, perros, presas, cazadores, casas, nieve, hielo, pájaros

y mujeres.

 

La representación es esa forma de negar la sustancia.

 

La poeta y narradora Liliana Díaz Mindurry. Crédito de la foto Sandra Cartasso
La poeta y narradora Liliana Díaz Mindurry.
Crédito de la foto Sandra Cartasso

 

Mirada sobre niños

 

Con la seducción de una luna

fragmentaria,

como si la condena fuera ver estanques helados

con niños que patinan,

y mirarlos desde esa brutalidad del que mide las cosas

con precisión imposible pero con un ahogo

nacido del fondo de los años,

ver esa selva oscura de Dante en las casitas de tejados blancos

y también adentro de figuras pintadas

que se deslizan en cuadros donde la nieve no disimula

el malestar futuro,

los cuartos

húmedos,

vacíos,

como si siempre la condena fuera verlos

sin saber hasta cuándo se puede soportar

el saber que ya la violencia

se organiza

en los ojos

de los niños.

 

(de Cazadores en la nieve)

 

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Posibilidades

 

Claro que hay palomas feroces y quemados vivos que se deleitan

y mujeres de quinqué que razonan genocidios

y hay mujeres que se devoran sus hijos y caballos brutales y

toros que pacen hierba feliz de los valles

y guerreros inmortales de epopeyas y ventanas que abren vacíos

y bombillas eléctricas que desean vivamente oscurecer

y mujeres que desean perderse y que sus heridas les adornen el

cuerpo como bellos tatuajes

y hasta es posible que haya techos que leviten de placer y paredes

que se derrumben como las que caen en brazos del amante y

terrazas que suban a las nubes,

y el horizonte, ya sabemos, se tuerce hacia cualquier parte,

eso nos permite hacer de cuenta que no, señores, no,

hasta es posible

mirar

hacia

otra

parte.

 

(de Guernica, inédito)

 

 

 

 

 

*(Buenos Aires-Argentina, 1953). Poeta, narradora y ensayista. Obtuvo el premio Planeta (1998) con la novela Pequeña música nocturna, aclamada por la crítica por su contenido intelectual y erótico, así como el 1er Premio Embajada de Grecia (1990), el Premio Fundación Antorchas (1991), el 1er. Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires (1991), el 1er. Premio Centro Cultural de México (1993), el Premio Diario Espectador de Bogotá (1994) y el Premio Planeta de Novela (1998), entre otros. Ha publicado en narrativa En el fin de las palabras (1992), Retrato de infelices (1993), Último tango en Malos Ayres (1998) y las novelas A cierta hora (1993), Lo extraño (1995), Lo indecible (1998) Pequeña música nocturna (1998), Summertime (2000) Hace miedo aquí (2004), El que lee mis palabras está inventándolas (2014), Perro ladrando a la luna (2015), Cita en la espesura (2016); en ensayo, La voz múltiple (2012), La maldición de la literatura (2016); y en poesía, Paraíso en tinieblas (1991), Wonderland (1993), Resplandor final (2011) y Cazadores en la nieve (2014) y Poesía completa (1990 – 2017) (2017).

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