Por Augusto Munaro
Crédito de la foto (izq.) Ed. del Dock /
(der.) Hernán Rojas
La blanca luminosidad de la nada.
Sobre Mar de Chukotka (2018),
de Jorge Aulicino
Mar de Chukotka (2018), del poeta Jorge Aulicino, es uno de sus libros más ambiciosos y logrados. Altamente lirico, por momentos narrativo: conjetural. Lo hace a través de un ritmo arriesgado, pretendiendo una invocación de una gran epopeya y un poema lírico en simultáneo. Así, Aulicino vuelve a plantear estrategias que se explayan a través de criterios diferentes, explorando las infinitas relaciones de las palabras; articulando un proyecto poético cuyo centro, cuya indómita forma, se expande continuamente.
Entrevista
Augusto Munaro [AM]: El aliento narrativo de Mar de Chukotka, es sólo la fachada, creo, de una historia que atraviesa un espacio y un tiempo muy amplio. Que está, claro, en continuo cambio expansivo. Formal y temáticamente hablando, Jorge, ¿cuáles son los límites de Mar de Chukotka?
Jorge Aulicino [JA]: No creo que haya un límite temático, excepto la memoria. Porque el tema de estos poemas es la nada, tan ilimitada como la materia. Asocié los poemas por su referencia, cercana o lejana, al color blanco, al desierto, al Ártico o a la idea de nada, tan unida a su vez a la idea de vacío, a la ausencia de materia y, con esto, ausencia de vida. Hay poemas explícitos en este sentido. Otros tal vez parezcan menos relacionados con el Mar Ártico, del cual el Mar de Chukotka es una entrada.
Siempre me llamó la atención la presencia del ser humano en esas latitudes, me refiero al humano de origen europeo, al explorador. Está claro que Alaska atrajo a miles de aventureros porque allá había oro, y también pieles. Pero en el Ártico no hay nada. Su conquista es innecesaria desde el punto de vista económico. En ese borde del Polo que es Chukotka hay aún caza de morsas y ballenas. Pero no es nada, económicamente hablando. La idea de un libro sobre el blanco, y por asociación, sobre el hielo y la nada, la tuve desde que leí las páginas que Melville le dedica al color blanco en los capítulos introductorios de Moby Dick. Por una razón extraña, también el libro de Mary Shelley sobre el doctor Frankenstein y su resucitado empieza por el final, en el Ártico. El blanco es para mí el color de la moderna frontera. Frontera de la civilización y frontera del lenguaje y la significación de cualquier tipo. Frontera entre lo vivo y lo muerto, entre el tiempo y el lugar en que ya no hay tiempo ni espacio, si tal lugar existe.
Es curioso asimismo que el blanco sea la suma de todos los colores, que los anula. En fin, estas ideas debían tener carácter narrativo para que las pudiera decir como epopeya. El poema a Ahab es el centro de la cuestión, ya que todo el libro surgió, como idea, de su obsesión por la ballena blanca. Mi impresión es que Ahab era consciente de que salía a la caza de nada. De hecho, lo dice. Las palabras que pongo en su boca son paráfrasis del texto de Melville.
[AM]: ¿Con qué otro libro de tu producción podríamos vincular, o emparentarlo, y por qué?
[JA]: Espero que con ningún otro, excepto por la forma, que es, en efecto, una narración. Como en otros libros, principalmente Cierta dureza en la sintaxis, se trata de un relato fragmentado y hasta caprichosamente fragmentado, podría decirse. Sin embargo, todo relato surge de una trama secreta. Muchas veces la podemos ver sin lupa, como en ciertas telas, otras veces parece menos evidente. Hay siempre, aún en la más evidente, algo menos visible como objetivo.
Yo creo que toda la trama de La isla del tesoro ―para recurrir a un ejemplo del siglo de oro de la narrativa― tiene como finalidad contar la escena en que Jim Hawkins va flotando en un chinchorro y ve aparecer a la Hispaniola a la vuelta de un recodo, navegando al garete con todas sus blancas velas desplegadas. Es un momento lírico, contado con la mayor sobriedad. Así como Poe observó que en su poema famosísimo el cuervo se menciona una vez sola en su carácter de emblema de la muerte y la imposibilidad absoluta, así en la narrativa suele haber momentos en que el cachalote del relato simbólico emerge y vuelve a sumergirse. Tal la escena de la Hispaniola. Esa es mi modesta aspiración. Que en la narrativa rota emerjan al menos algunas veces los fragmentos de un mundo que era todo de símbolos, como diría Baudelaire.
[AM]: ¿Qué dimensión le otorgás a la metáfora en este libro?
[JA]: Como te digo, el libro es en parte narración de aventuras en el Ártico, o en territorios desconocidos o devastados, y en parte referencia a un símbolo, evocado por diversos lentes o mitos. Quise hacer una invocación de una gran epopeya y un poema lírico al mismo tiempo. Eso es lo que se pretende. En uno de sus relatos menos frecuentado Conan Doyle le hace decir a un personaje: “Ya no quedan espacios en blanco en la Tierra”. Se entiende que habla de espacios por explorar. Eso, a comienzos del siglo XX. Cien años después, la Tierra nos parece un planeta integrado, totalmente conocido, cartografiado y bautizado en todos sus rincones y repliegues. La antigua aventura y la epopeya son el tema de la narración en este libro. Espero que el carácter simbólico del desierto y del blanco haya asomado su lomo, como el cachalote, de vez en cuando. En una página sí y en tres páginas no, digamos.
[AM]: ¿Te sigue, un poco, incomodando lo autorreferencial a la hora de escribir?, ¿debemos guardar una distancia prudencial de ella?, ¿por qué?
[JA]: Porque, si aspiramos a comprender, tenemos que vernos en un conjunto. No digo en una totalidad porque la totalidad no la conocemos. La poesía no es sólo un instrumento de comprensión, de conocimiento, pero también lo es. A diferencia de los modos de conocimiento de cualquiera otra índole, la poesía ocurre cuando el observador se estremece, cuando disfruta de una sensación de vértigo al ver de pronto que su paso desde la puerta de calle a la farmacia forma parte de un movimiento cósmico. Cosa que puede suceder en cualquier momento, me ha ocurrido al pasar por un acuario, por ejemplo, o en un bar en La Habana.
Los libros de poesía, creo yo, intentan reproducir esa sensación. Quieren provocarnos esa lejanía que a la vez es la más profunda cercanía con el ser humano. Como decía Paul Valery al criticar un pensamiento de Pascal: el “silencio eterno” del Universo no existe porque entre la atención en lo remoto y la atención en lo más íntimo hay finalmente una fusión extraña e inexplicable que los filósofos, la religión y la poesía exploran desde siempre.
[AM]: ¿Qué voz encarna los poemas de este libro?
[JA]: ¿Hay una voz encarnada? Espero que sí. Y espero que esa voz sea la mía puesto que finalmente el narrador objetivo soy yo. En la práctica, solo hay una voz narradora. No sucede como en otros libros en que escucho hablar a diversos personajes. Incluso cuando en Mar de Chukotka los personajes hablan en primera persona es la voz del narrador la que toman prestada. No son personajes encapsulados, emboscados en el relato ―como los que traté de oír en La línea del coyote―, sino más bien agonistas, máscaras, en el sentido clásico. En gran parte este es un poema dramático, sí. Podría decirse.
[AM]: Me gustaría puedas referirte a la sintaxis musical, derivativa que desarrollaste en este poemario.
[JA]: La sintaxis es menos “dura” que aquel libro que se llamaba Cierta dureza en la sintaxis. Tal vez por eso resulte más musical. Quizá la forma de narración es más directa, más legible, y eso me llevó a una prosa más rítmica. Pero realmente no estoy en condiciones de verlo.
[AM]: También sobre el sesgo coloquial que, por momentos, alcanza tu Mar de Chukotka.
[JA]: Está más aquí que en otros libros… Puede ser, no lo medí, pero siempre está, porque al seguir la respiración del texto para versificar ―me refiero a cortar los versos― se deriva hacia la charla, inevitablemente. El leguaje coloquial tiende a ser rítmico. Y en cuanto a vocabulario, tiende a la claridad, a los términos que pueden ser mejor comprendidos porque son de uso común. Hay vocación de claridad, aunque no quieras creerlo, en este libro.
[AM]: Por cierto, si cavilamos sobre tu lenguaje, que venís arrastrando a través de más de una veintena de libros: ¿qué sitio ocupa el pensamiento como motor en tus textos?, ¿ofrecen únicamente las bases de una coherencia lógica?
[JA]: La forma de pensamiento que desencadena los poemas suele ser la de la paradoja. Si lo primero que viene a la mente es algo así como una idea parpadeante, una idea que dice y no dice cabalmente algo, y que, más bien, dice lo contrario al mismo tiempo o algo diverso al mismo tiempo, pues eso es un motor suficiente, es un impulso a escribir. En cuanto a la lógica, siempre me interesa que dé formas que lógicamente solicitan otras formas para sostenerse en ellas, o entre ellas, como en un tejido celular que nunca se hiciese completamente.
[AM]: ¿Toda pregunta acerca de la poesía deriva en una conjetura acerca del lenguaje?
[JA]: Deriva hacia la reflexión en el lenguaje, con el lenguaje, hacia los límites del lenguaje. No creo que los poetas sean custodios de la lengua. Son hacedores, tienen una práctica, que es la de poner el lenguaje en su punto de incandescencia. Toda poesía permite hacer conjeturas acerca del lenguaje, claro. Pero las conjeturas sobre el funcionamiento del lenguaje son más bien el tema de la lingüística en sentido general.
Los poetas sólo ponen en práctica el lenguaje, para dar cuenta del punto de realidad o de irrealidad que tiene la experiencia humana, lo comunicable y lo incomunicable de esa experiencia, la base o sustrato mítico. Y me refiero a toda la experiencia, la histórica, la científica, la luminosa. Una y otra vez la poesía lleva las más diversas cuestiones a lo sagrado, que es el territorio, como se sabe, de lo inexplicado. De lo que no se explica más que en su realidad, en su existencia. La poesía intenta producir el efecto de lo sagrado. Es sacra, en tanto lo logra, y por eso mismo, paradojalmente, es la realización más plena del logos.
[AM]: Mar de Chukotka es un poemario que atraviesa la política, la filosofía, ciertos mitos… En ese sentido es un libro ambicioso, que revela múltiples aspectos del mundo.
[JA]: Si, esa pretensión tal vez es pecado. Pecado de soberbia. Intenta unir bajo un mismo aspecto la multiplicad de historias que lo componen. Historias e ideas. Imágenes o anécdota, más que historias propiamente dichas. El aspecto que las involucra o intenta hacerlo es el del gran mito del hielo, la cesación del movimiento. Un fin del mundo que es, fíjate vos, el centro del Infierno en la Divina Comedia. El hielo viene después que el fuego, y el centro de la Tierra no es magma como suponemos hoy sino hielo en el libro de Dante.
[AM]: Hay también un diálogo abierto con poetas de todas las épocas: Apollinaire, tu querido Dante, bueno, Homero mismo… ¿William Carlos William continúa siendo, en cierto modo, una voz decisiva para vos? Es un autor que está muy presente en tu obra.
[JA]: Sí, continúa siendo Williams un autor que me interesa mucho. En este momento, en que estuve publicando en mi blog la traducción del Paterson por Silvia Camerotto, lo que más me interesa de Williams es la complejidad en que se metió el poeta de “no ideas sino en las cosas”. El procedimiento del Paterson es también dramático y fragmentario. Pretende narrar con distintas voces una ciudad como si fuera un hombre. Porque Paterson es el nombre de una ciudad, pero es también el apellido de un individuo. Williams se sintió compungido cuando supo que este modo de poetizar narrando y en forma de pastiche acababa de ser inaugurado por Eliot con La tierra baldía. “Ese hombre acaba de arruinar todo mi proyecto”, escribió entonces. Había empezado a narrar el Paterson, ya en los años veinte.
Lo productivo de este desencuentro fue que Williams rechazó en Eliot la erudición y lo que consideraba un abuso de lenguaje culto y citas de clásicos y reforzó su opción por el inglés coloquial y la mirada directa. Al punto de que el verso famoso “no ideas but in things” que había usado en un poema simple y directo la repite en el Paterson. Para él estaba claro que Paterson era una cosa, enorme, llena de cosas y de ideas en las cosas, pero cosa al fin.
[AM]: Además de la poesía, desde muy temprano ejerciste el periodismo, profesión que desarrollaste durante más de cuatro décadas. ¿Cómo convivían esos espacios, el de poeta y periodista?, ¿eran complementarios, o se entienden por separado?
[JA]: Siempre convivieron bien esos espacios. Mirá, de hecho, yo había aprendido los módulos del lenguaje lírico en la escuela secundaria, por mi cuenta, sin maestros. Me refiero a los años que van desde los catorce a los diez y siete. Sin otra mediación que los poetas de mi barrio, de Ciudadela, como Pancho Muñoz, como Norberto Corti, yo recibí también la influencia de algunos vanguardistas y algunos poetas porteños. Pero a los veinte, cuando empecé en el periodismo, todo eso no me sirvió de nada. Tuve que aprender a escribir en lenguaje directo, con palabras precisas, con estructuras simples: sujeto, verbo, predicado, oraciones principales y subordinadas. Tuve que aprender a poner en orden las cosas. La información y las ideas. Comunicar. Y eso lo aprendí leyendo fanáticamente a los periodistas de esa época, a Pablo Giussani, a Osiris Troiani, a Mariano Grondona, que tenía su estilo. Y tuve, en mi primer maestro, Salvador Marini, secretario de redacción de Nuestra Palabra, el periódico del Partido Comunista, las claves del oficio: “breve, preciso, contundente”, eran las palabras que para Marini definían la calidad de un texto periodístico.
Te voy a aclarar que aquella redacción del periódico del PC era una redacción profesional, y distaba mucho de ser una redacción que se limitara a glosar los documentos del Partido. Pero, la verdad, había magia en ese estilo también. En el estilo periodístico, quiero decir. Cuando descubría que un adjetivo iluminaba toda una situación o todo un personaje, yo sentía que la magia del lenguaje, la poiesis, la función de revelar, de hacer evidente, de hacer vivas y visibles las cosas, también se podía encontrar en la prosa periodística. Estaba enfrascado en narrar al estilo Hemingway, o John Reed, y en tanto escribía poemas al estilo Tuñón, Prevert, Vallejo, como si esos mundos estuvieran incomunicados. Unos años después, empecé a ver que en la estructura de un poema, sobre todo de los poemas breves, esa utilización solvente del lenguaje periodístico introducía connotaciones, repercusiones, ecos, que tenían que ver con lo poético.
El periodismo me enseñó economía. Y me enseñó a narrar en la poesía con mayor eficacia. Así que empecé a sentir que esos mundos no estaban incomunicados. Los dos empezaron a convivir cómodamente. Había una decisión, por lo demás, que se fue formando en mí, y que era la de poner coto al sentimentalismo. Supongo que esto tuvo que ver con la época.
[AM]: Decís que el periodismo te enseñó economía. ¿Menos es más en poesía? Pienso, en el sencillismo de Baldomero Fernández Moreno, en ese decir sin ornamentos. ¿Te referís a una variante de ese despojamiento, o acaso a la escritura sin aspiraciones demasiadas “abstractas”?
[JA]: A las dos cosas. A un afán de materialidad, porque ―diría Wallace Stevens― la realidad es sólo el principio, pero es el principio. Y a la economía de ornamentos. Pero no necesariamente el modelo es el sencillismo. Creo que trabajo sobre ideas abstractas, pero esas ideas deben ser iluminadas en la realidad.
[AM]: ¿De qué modo?
[JA]: Muchas veces el poema, o lo que creo que puede serlo, se me aparece a partir de una abstracción. El comienzo es un concepto. Pero inmediatamente esa idea debe sugerirme un escenario, una imagen, unos personajes. Las ideas solas no me dan por resultado un poema. No me dan algo que yo pueda aceptar como poema. Entre esa abstracción y el mundo de las imágenes concretas, hay lazos que uno debe descubrir, al descubrir las imágenes que en su formulación verbal parecen relacionadas con tales ideas. A veces es al revés, el poema empieza por una fuerte imagen ―fuerte para mí― y luego se le entretejen, en la narración, en la exposición de esa imagen, ideas abstractas.
[AM]: ¿Creés que la crítica legitima a la verdadera poesía?, ¿cuál debería ser su rol en relación a la poesía?
[JA]: Creo que la buena crítica debe situar el libro en el contexto del autor y de los libros de su tiempo, porque su función no puede menos que ser didáctica. Siempre ha de ser una lectura, y una interpretación. En este sentido, legitima. Demuestra, cuando puede, que un libro funciona en su contexto, en tanto se pueda definir el contexto, que, a mi juicio, es una constelación transitoria de hechos literarios e históricos. Los cambios en el contexto significan, entonces, cambios en la lectura. Lo que permanece del contexto, permanece en el libro, si la lectura de estas sumas de factores es coherente.
A veces, en la lectura de las obras canónicas se pierde justamente lo que tienen de mítico y permanente. A simple vista, puede decirse que la Divina comedia, por ejemplo, es un libro en el que Dante lidiaba con “los Berlusconi de su tiempo”, como creo que dijo Roberto Benigni, pero esto es hacer permanente justo lo más transitorio del libro. Como si al cambiar los nombres de los personajes, el libro siguiese vigente, y, además, se hiciese claro y legible. Esto es una tontería mayúscula, si bien se observa. ¿Alguien puede creer que el cambiar los nombres de los personajes hace vigente Guerra y paz, de Tolstoi? Esto es no entender que la política de un tiempo y de una época debe ser comprendida en sus términos, no en los actuales. Eso es como si la vigencia dependiese de lo histórico, lo que es una contradicción en los términos, o, peor, como si esos grandes autores hubiesen creado disfraces funcionales, mascaradas que, al cambiárseles la ropa y el escenario, funcionaran en todo momento y lugar. Yo leería, y de hecho leo, la Comedia tratando de entender quiénes eran los güelfos y los gibelinos, el papel del Papado y de los burgueses, pero entreveo, sigo, su hilo más hermético, más sagrado.
[AM]: Una pregunta difícil. Irene Gruss murió hace unos días. Más allá de tu larga amistad con ella. ¿Por qué deberíamos leerla, Jorge?, ¿qué hay en su poesía de imperecedero?
[JA]: No sabría decirte qué hay de imperecedero en la poesía, salvo la posibilidad de volverla a leer, de reescribirla al leerla de una época a otra. Hace poco alguien escribió que Irene era de la misma estirpe que Estela Figueroa, mujeres que hacen un intimismo áspero. Uno entra en un mundo cuando la lee. Es un mundo cerrado y abierto, por aquello que decíamos de que en la más distanciada visión y en la más rabiosa intimidad se encuentra uno con el mismo universo. Irene negaba explícitamente la auto conmiseración y el ombliguismo para hablar de ella misma, puesta en personaje o creada como personaje. Su poema de la mujer que confiesa que criaba su hijo con las persianas ciegas en los tiempos duros es un clásico, para mí, de la poesía argentina, a esta altura. Pero ella decía que ese fraseo desconfiado, a veces abrupto, era una partitura, como recordó Osvaldo Aguirre en un obituario. Su música entrecortada se correspondía con la noción de la respiración física que escribió en el libro El asma. ¿Cómo no volver a leer a alguien que nos cuenta y nos canta cómo es vivir con la mitad del aire que nos hace falta?