Poemas por Erika Burkart
Texto por José Aníbal Campos
Selección y traducción por Markus Hediger
y José Aníbal Campos
Crédito de la foto Erika Burkart
La altura que separa de la verdad de la rosa.
Sobre Erika Burkart
Erika Burkart (1922-2010) no sólo es una de las más relevantes poetas suizas de todas las épocas (la única mujer, por cierto, que ganó el desaparecido Gran Premio Schiller), sino también una figura de culto, una especie de astro aglutinador cuya estela encontramos hoy en la obra de otros muchos poetas bastante más jóvenes.
Una «constelación que no existe aún»: con esa variación de un verso suyo podría definirse la poesía de Erika Burkart. No porque el lector avezado vaya a descubrir aquí astros nunca vistos, sino porque, precisamente, toda la obra de Burkart parece inmersa en la búsqueda de constelaciones nuevas, o más bien de una nueva carta astral que sirviese para descifrar el espacio entre su entorno más inmediato (el de su jardín y su vieja casona en Muri) y el cosmos, para tejer hebras vinculantes entre uno y otro extremo.
Esta breve selección forma parte de un proyecto mayor que, entre otras cosas, dará a conocer una amplia antología de la obra de Erika Burkart.
Cuando en el año 2012 o 2013 conocí a mi colega Markus Hediger, supe de inmediato que me encontraba no sólo ante un gran poeta, un traductor enorme y un caso muy peculiar (pero nada ilógico) en el contexto de las letras suizas: alguien cuya lengua materna es el alemán, pero elige el francés como lengua literaria. Supe entonces también que había conocido a una de las personas mejor informadas sobre una literatura suiza que está fuera del mainstream, la de los olvidados, los injustamente descatalogados, aquellos que, aun pudiendo ser abanderados de una universalidad sin fronteras nacionales, han ido quedando relegados por ese olvido inherente a nuestras sociedades de memoria tan corta como un posting de Facebook. Este plan a largo plazo incluye algunos de los nombres más importantes de la literatura suiza en lengua alemana y francesa del pasado y de la actualidad. A los lectores de Vallejo & Co. dedicaremos varias muestras de ese trabajo en colaboración.
9 poemas de Erika Burkart
Los árboles de los poetas
Amigos sin malicia,
compañeros cuando nadie
te acompaña; todos cayeron:
el álamo de Rilke, los robles de Hölderlin,
los nogales de Werther,
los sauces de Joseph Roth en el pantano.
Los árboles de humo de Celan
no pueden talarse.
Siguieron erguidos por doquier.
Hacia el cielo crecieron,
y siguen creciendo;
él los vio para que los viéramos.
Palabras
No,
las palabras no son pacientes.
Se niegan al contrabando,
saben que en la frontera
todo se descubre.
Tienen su oficina de pesos y medidas
al servicio del tiempo, sin salario,
el calibrador insobornable
verifica qué es corcho, qué sonda.
Que una palabra sea sonda
para medir los fondos
que la separan de toda palabra paciente,
del fastidio entre ser-ahí y ser.
Que una palabra sea un vuelo
para aprender la altura
que la separa de la verdad de la rosa.
Felicidad
Un dado todavía sin ojo,
latido que precede a la salida del sol.
En el claro para siempre inencontrable
la flor roja, la azul.
La felicidad es animal blanco.
No mascota.
Su recelo es respetable.
Nunca sana la herida
que él muerde en el corazón.
Ciencia
Cava en el dolor
hasta dar con la arcaica roca,
consulta el horario de los vientos,
lee las líneas de nubes,
que en nada se obstinan
(sobre la mano que escribe
se posa por detrás
la mano que borra).
Traduce
el Libro Blanco del amor,
el libro de a bordo del hombre
que viajaba hacia las fuentes.
Sumérgete en las actas
de vendedores de bosques y asesinos de sol.
Haz tuyo el vuelo
de la pompa de jabón sobre el jardín,
el oleaje de la cebada,
sombras de pozo y animal radiado.
Constelación del Niño
Él vino de lejos
y dijo haber visto
hombres hablar con árboles.
A ambos lados del río
los bosques viajaban largos días
hacia el país nevado
y por las tardes asomaba
el dios del lugar entre las nubes.
No era ajena a nadie
la voz de la otra orilla,
en todas partes se creía
que en la Constelación del Niño
una Tierra nueva comenzaba.
Que bosques de flores invadirían las fronteras,
entreveradas de raíces,
si sanara el precipicio.
–Pero esa constelación
dijo el hombre–
esa constelación aún no existe.
Mano bajo el agua
Como si nunca nada hubiera hecho
ni tocado siquiera
otra mano.
Extraño animal
una flor
distante como un sueño
con la apariencia de ser
algo de la otra orilla,
irrevocable.
La verdad
No te le acerques,
podría obnubilarte
con un resplandor que al instante
incinera todas
tus certidumbres.
No esperes de ella veredicto.
A ambos bandos les atiesa la bandera.
Hasta el Día del Juicio se aplazará
el litigio que te endosa.
Se compone de partículas
que se cubren de cosas tangibles,
hechos fáciles de demostrar.
Sin dejar rastro llega, como el aire;
aparece y derriba, una vez movida,
las casas en las que acaparamos
sus permutables
trasuntos.
Provisoria también
la verdad mortal.
Según una esperanza heredada,
en alianza con ella el mal
se revela como plan de salvación.
En mi propio nombre
Pero al que una vez está fuera la Tierra se le vuelve clara, y el cielo negro
Elias Canetti
De blanco. Siempre la mortaja, el traje de novia.
La mano en la mejilla,
los párpados a medio cerrar,
escucha atentamente la otra voz,
ella misma, dijo, preferiría no hablar,
muy a menudo murió, demasiado vivió,
dice que llega un momento
en que se atreve sólo
a hablar consigo misma, a callarse
por escrito, digamos, y casi siempre preguntas.
Nada le produjo alegría tan súbita,
profunda y duradera
como las vanidades de la tierra:
el empeño del arte, la belleza del ser humano,
los paisajes con sus líneas y colores,
las flores azules, las nubes rojas. La música.
Los rituales de la luz, sus juegos disponibles,
el temblor y el tiritar en la sombra
después de encorvarse y acuclillarse
bajo el sol alto,
el calor que palpita en las baldosas
cuando bramaba la tormenta de hielo –
y las infinitas migraciones
de la nieve, como las de los cisnes.
Amó el amor,
también sus dolores,
perderse en lo amado
para reencontrarse
en otra espiral
de lo que se desdobla
aquí como vida.
Si tuviera que subir
de las cenizas,
quisiera retornar a la Tierra
con los cisnes.
Azul
Aunque perdido el planeta
Tierra una esfera esotérica.
Que se haga el azul, dijo Dios, y se hizo
el enigma que lo tapa.
Negro es el universo
mas azul su leyenda.
En el azul cinerario entra Orión,
lo seguimos con la mirada y tenemos sed.
Vasijas azules.
Quisieran contener ELLO,
recoger en el cosmos y concebir,
como si, amada, la luz
pudiera encarnarse.
No arrojan sombra
los ángeles en manto azul
de la tarde;
cuando me atraviesan
siento como si estuviese viva.
La mano en la sien
roza de azul el azul,
los pensamientos tan lejos
como el último color:
en el horizonte bajo las nubes
un desgarro para ver más allá.
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(poemas en su idioma original, alemán)
9 gedichte von Erika Burkart
Die Bäume der Dichter
Freunde ohne Arg,
Begleiter, als kein andrer
mehr mitkam; sie fielen:
Rilkes Pappel, Hölderlins Eichen,
die Nußbäume Werthers,
Joseph Roths Weiden im Sumpf.
Die Rauchbäume Celans
kann man nicht fällen.
Länderweit blieben sie stehn.
In den Himmel sind sie gewachsen,
wachsen –
er sah sie, damit wir sie sehn.
Worte
Nein,
Worte sind nicht geduldig.
Weigern sich, Schmuggel zu treiben,
wissend, dass an der Grenze
alles entdeckt wird.
Es gibt auch ein Eichamt für Worte.
Unbesoldet, im Dienst der Zeit,
die ein Sonnenjahr ist des Geistes,
prüft ein unbestechlicher Meister,
was Kork sei, was Lot.
Ein Wort sei ein Lot,
zu messen der Tiefe,
die es trennt von allen geduldigen Worten,
dem Ärgernis zwischen Da-ein und Sein.
Ein Wort sei ein Flug,
die Höhe zu lernen,
die es trennt von der Wahrheit der Rose.
Seligkeit
Ein Würfel, der noch kein Aug hat,
Herzschlag, der dem Sonnenaufgang vorangeht.
In nie wieder findbarer Lichtung
die rote Blume, die blaue.
Ein weißes Tier ist die Seligkeit.
Kein Haustier.
Seine Scheu ist zu achten.
Unheilbar ist die Wunde,
die es ins Herz beißt.
Wissenschaft
Grabe im Schmerz,
bis du auf Urgestein stößt,
befrage den Fahrplan der Winde,
lies Wolkenzeilen,
sie beharren auf nichts
(auf die Hand, die schreibt,
legt sich von hinten
die Hand, die auswischt).
Übersetze
das Weißbuch der Liebe,
das Bordbuch des Mannes,
der quellwärts fuhr.
Vertiefe dich in die Akten
Von Waldverkäufern und Sonnenmördern.
Mach die zu eigen
den Flug der Seifenblase über den Garten,
die Dünung der Gerste,
Brunnenschatten und Strahlentier.
Sternbild des Kindes
Er kam von weit
und sagte, er sah
Männer reden mit Bäumen.
Zu beiden Seiten des Stroms
gingen die Wälder tagreisenlang
ins verschneite Land,
und es zeigte sich abends
der heimische Gott im Gewölk.
Nicht fremd war den Menschen
die Stimme vom anderen Ufer,
allerorts galt der Glaube,
dass im Sternbild des Kindes
eine neue Erde beginne.
Blumenwälder verwüchsen die Grenzen,
von Wurzeln verklammert,
heilte der Abgrund.
»Dieses Sternbild aber«,
sagte der Mann,
»dieses Sternbild gibt es noch nicht.«
Hand unter Wasser
Als hätte sie nie was getan
und keine andere
Hand berührt.
Sonderbares Tier
eine Blume
traumweit entfernt
mit dem Anschein ein Ding
der anderen Seite zu sein,
unwiderruflich.
Die Wahrheit
Tritt ihr nicht nahe,
sie könnte dich blenden
mit einem Strahl, der im Nu
durchbrennt all
deine Sicherungen.
Erwarte kein Urteil von ihr.
Beiden Lagern steift sie die Fahne.
Bis zum Jüngsten Tag wird vertagt
der Prozeß, den sie dir anhängt.
Sie setzt sich aus Teilchen zusammen,
die zugedeckt werden von fassbaren Sachen,
Tatsachen, leicht zu beweisen.
Spurlos kommt sie, wie Luft –
erscheint und legt, einmal bewegt,
die Häuser nieder, in denen
wir ihre auswechselbaren
Abbilder horten.
Vorläufig auch
die tödliche Wahrheit.
Laut einer überlieferten Hoffnung
erweist sich, im Bunde mit ihr,
das Übel als Heilsplan.
»Aber dem, der einmal draußen ist,
wird die Erde zum Hellen
und der Himmel schwarz.«
Elias Canetti
In eigener Sache
In Weiß. Immer das Toten-, das Brautkleid.
Die Hand an der Wange,
halbgeschlossen die Lider,
lauscht sie der anderen Stimme,
sie selbst, sagte sie, möchte lieber nicht reden,
zu oft gestorben, zu viel gelebt,
es komme, sagt sie, eine Zeit,
da man nur noch mit sich
zu sprechen wage, zu schweigen,
schriftlich, sozusagen, und meist in Fragen.
Nichts hat sie so jäh,
tief und andauernd erfreut
wie die Eitelkeiten der Erde:
das Trachten der Kunst, die Schönheit des Menschen,
Landschaften, ihre Linien und Farben,
blaue Blumen, rote Wolken. Musik.
Die Rituale des Lichts, seine Spiele auf Abruf,
das Frieseln und Schauern im Schatten
nach dem Buckeln und Kauern
unter steiler Sonne,
die Herzwärme von Kacheln,
wenn der Eissturm tobte –
und die unendlichen
Schwanenzüge des Schnees.
Geliebt hat sie die Liebe,
auch ihre Schmerzen,
das Verlorengehn im Geliebten,
um sich wiederzufinden
in einer andern Spirale
dessen, was sich da abspult
als Leben.
Falls sie aus der Asche
auffliegen sollte,
will sie mit den Schwänen
zur Erde zurück.
Blau
Obgleich verloren der Stern
Erde eine esoterische Kugel.
Es werde Blau, sagte Gott, und es ward
das Rätsel, das ihn verhüllt.
Schwarz ist das All,
doch blau die Sage davon.
Ins veraschte Blau tritt Orion,
wir schauen ihm nach und uns dürstet.
Blaue Gefäße.
Sie möchten es fassen,
einholen im Kosmos und schöpfen,
als ließe, geliebt,
Licht sich verkörpern.
Keinen Schatten
werfen die schutzmantelblauen
Engel des Abends;
wenn sie hindurchgehn durch mich
ist mir, ich lebe.
Die Hand an der Schläfe
wischt Blau zu Blau,
Gedanken so fern
wie die letzte Farbe:
am Horizont unter Wolken
ein Riss, hinüberzusehn.