Por José Gregorio Vásquez
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Jorge Luis Borges.
El universo secreto de la memoria
Escribir un poema es ensayar una magia menor…
Borges
Las ceremonias posibles
Borges. Jorge Francisco Isidoro Luis. Jorge Luis Borges*. Georgie para los más cercanos. Para otros, para casi todos los otros, sus lectores, solo Borges, el escritor, el poeta, el ensayista, el hombre de letras, el caminante en la oscura noche de su ceguera, el pensador desde el lenguaje de una infinita y enigmática biblioteca de la memoria. Borges, el Borges de Palermo, el hombre de la esquina rosada, la memoria de Funes, el cuchillo de Balvanera, el triste laberinto de Asterión, el Aleph simultáneo y sucesivo que habita en la palabra y que ningún hombre ha visto jamás, el enigmático regreso de Heráclito. Borges, el otro, el infinito Borges que mitigó la soledad. El Borges caminando entre la noche en medio de esa enorme biblioteca de tiempo. Borges, el hacedor… el poeta que habitó un gran número de libros donde siempre encontró reposo; el poeta de alta vigilia, quien hizo de cada momento de la vida, de cada hecho, un singular instante de poesía. En este pequeño homenaje quiero recordar a ese Borges de Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente, Cuaderno de San Martín, El hacedor, El otro, el mismo; El Borges de Elogio de la sombra, El oro de los tigres, La rosa profunda, La moneda de hierro, Historia de la noche, La cifra, para llegar a esa voz última de todos los Borges en Los Conjurados. Ese es el Borges que deseo celebrar en estas líneas. Esos son los Borges que quiero escuchar a través de Borges, el poeta universal, y en él, la poesía.
La historia de un poeta
Cuál es la historia de un poeta. Dónde está la vida de un hombre de letras, de uno que decide, como si algo puede decidir, volverse único con la palabra, encontrarse a sí mismo con el destino de las palabras, con la magia de las palabras, el aroma del lenguaje, la maravilla de las lenguas, la emoción de todos los sonidos que habitan la palabra. La historia de un hombre así es la historia de Borges. Nacido a finales del siglo XIX, y con el tiempo la figura trascendental del escritor más importante de la lengua española en el siglo XX. Borges hizo una obra que hoy sigue causando admiración y estudio. Un poeta, un ensayista, un narrador que comprendió el universo literario de otros, para poder con ello comprender los símbolos universales del sagrado oficio de la escritura.
Borges creció al lado de “un suburbio de Buenos Aires, un suburbio de calles aventuradas y de ocasos visibles”. Nació en Palermo, ese barrio de Palermo, humilde, pobre. Nació el último año del siglo XIX. Heredó como acontecimiento capital de vida la biblioteca de su padre. Allí encontró el mundo de la literatura, el mundo mágico de Dickens, Stevenson, Chesterton, Hinton, Meyrink, London, y los relatos de Edgar Allan Poe, de Víctor Hugo, Zola, Flaubert, Guy de Maupassant, Daudet, Tolstói, Wells, Wilde, Papini, Kafka, incluso el mundo de Crimen y castigo de Dostoievski, también el singular mundo Melville, de Carlyle, Lugones, James, Hawthorne, el de Las mil y una noche, El Quijote, Quevedo, Góngora, Garcilaso, Gracián, entre tantos otros orbes apagados y despiertos en los libros de la biblioteca de su padre. Luego encontraría para su grata compañía la voz de sus maestros, Rafael Cansinos Assens, Lugones, Macedonio Fernández, y en todos ellos, la voz lejana y única de la memoria, y en algunos de ellos, la voz secreta de las calles de Buenos Aires. De allí su vasta lectura y comprensión de la literatura universal.
Otro acontecimiento no menos capital le permitió descubrir los arrabales, el solo hecho de haber pasado sus primeros años a las afueras de Buenos Aires, le ayudó a decirse sus orígenes, el destino de Palermo, el cuchillo de los compadritos y la mitología que esas calles guardaban. Allí creció, allí vivió, aunque su mundo era otro, el de los libros, algo de ese otro aire también habitó su lugar secreto y luego muchas páginas de su célebre obra literaria y ensayística. Algo de ese otro Borges vivía al lado de su infancia y su adolescencia. Algo de ese otro Borges escuchaba el sonido del fuelle, el aire de una ciudad marcada por la migración, las voces secretas y olvidadas de la noche, las mitologías que rondaban en los arrabales de Buenos Aires. Así encontramos esos rincones periféricos en muchos de los textos enigmáticos con los que comenzó a construir su mundo literario. Las calles secretas de la noche, los sonidos viajando en el compás de un bandoneón que se hacían mitología en la afrenta de los compadritos. El sonido íntimo de un instrumento cuando abre y cierra la nostalgia. A ese Borges lo hemos encontrado ahí; al otro, lo hallamos en muchos de sus libros más audaces y recónditos. Dedicó su vida a decir sobre la literatura desde la experiencia personal de su mundo hecho de letras, de libros, de sonidos, de silencios, de callados silencios ante la luz.
La Poesía como oficio puro del lenguaje
Cada poeta deshilvana el tiempo, lo trastoca, los desdibuja inclusive, lo disimula, lo subvierte, para hacer que la importancia de su texto no radique solamente en esa forma diáfana que cuida y contiene la palabra, sino en esa otra que habita con la misma intensidad la esfera esencial del lenguaje que es la poesía, que es el tiempo. El tiempo nos lleva de la mano de Borges a descubrir con él y a encontrar con él las formas que impone la tradición, pero de igual manera, a encontrar en otro lado, quizás distinto, quizás el mismo, y que está en el sonido misterioso del poema, el otro mundo de sonidos que son la poesía. Así el poema se convierte en la casa que alberga la luz y la noche, el misterio y la soledad, la hondura que hace la palabra y la que enciende el silencio. En Borges vemos admitida la búsqueda esencial del poeta que quiere comprender el silencio del poema y en él el silencio del universo. El poeta nos hace partícipes de sus muchas paradojas. El mundo poético de Borges lo habita todo con sus infinitos imaginarios. El poeta busca que cada palabra traiga una marca, de otro lenguaje inclusive, de otra lengua, y con ella el enigma esencial: el infinito tiempo. Borges es el hacedor, el poeta que busca refugiarse en el sonido para despertar en el sonido al poema.
Mirar el río hecho de tiempo y agua
y recordar que el tiempo es otro río,
saber que nos perdemos como el río
y que los rostros pasan como el agua.
Sentir que la vigilia es otro sueño
que sueña no soñar y que la muerte
que teme nuestra carne es esa muerte
de cada noche, que se llama sueño.
Lo que nos queda es intentar buscar en ese sonido algún resto de memoria que nos comunique con el pasado o con lo que creemos hemos olvidado: el sueño del lenguaje, la visita del tiempo en la vigilia. En esa búsqueda queda el afán memorioso y la añorada ventura del lenguaje. La palabra busca algo esencial, busca que lo frágil, lo imperceptible, lo diáfano sea a su vez fundamental y esté por encima de la forma de la palabra. Su esencia va sutilmente como camino hacia un decir entrañable, como verdadera representación de la escritura. Las formas sinuosas de la alegoría quedan dibujadas en los ojos de las palabras. Lo simultáneo, lo sucesivo, lo que habita en la palabra se va cubriendo de misterio. El comienzo de una historia, el recuerdo de ese objeto secreto y conjurado se desdibuja y se encuentra en el lenguaje.
Quiero considerar el último libro de Borges, porque ese libro abre un camino que nos lleva a todo lo escrito anteriormente por él. Los Conjurados (1985), representa las “últimas” líneas del poeta. El poeta abrió su universo de palabras con un libro de poemas: Fervor de Buenos Aires, publicado en 1923. Allí se desprendió en el poema para decir con las formas del tiempo lo que representó el silencio inicial de la palabra. Ese primer libro es todos los libros. Borges nos recordó siempre que en ese libro estaban todos los temas esenciales de su escritura, dichos de alguna manera velada que serían los temas que profundizaría a lo largo de su oficio de escritor, hasta que nos dejara en un último libro, como cerrando la puerta de la misma casa, el enorme y significativo encuentro con los argumentos esenciales de la vida, esos temas que le acompañaron siempre y de los que nos hizo partícipes. Ese es el otro lado de la obra que guarda este libro final.
En Los Conjurados queda la dicha de descubrir que el poeta se sabe ya final ante el camino; de descubrir que el poeta se sabe con las palabras que el destino le encomienda para su postrera hora del atardecer. Un poema seguirá siendo un juego de mágicas palabras que se encuentran en el azar intempestivo del tiempo. Una magia menor que encuentra en el lenguaje la posibilidad de entrar al mundo de símbolos, de ritos, de orígenes que permanecen velados, de alguna y muchas maneras en el lenguaje. Nada sabemos de su origen nos dice el poeta, sin embargo, abrir una puerta es ya intentar comprender la cifra indefinida del lenguaje y sus variaciones en el destierro de la memoria.
CENIZA
Una pieza de hotel, igual a todas.
La hora sin metáfora, la siesta
que nos disgrega y pierde. La frescura
del agua elemental en la garganta.
La niebla tenuemente luminosa
que circunda a los ciegos, noche y día.
La dirección de quien acaso ha muerto.
La dispersión del sueño y de los sueños.
A nuestros pies un vago Rhin o Ródano.
Un malestar que ya se fue. Esas cosas
demasiado inconspicuas para el verso.
Los dones de la memoria
La casa del poeta es el olvido. Un olvido que le permite regresar de distinta forma hacia los temas esenciales de la vida y de la muerte. Toda escritura busca entender y comprender este misterio. Todo se transforma en opaca luz. Que un hombre a sus más de 80 años nos señale como camino el de la poesía, además como última forma de expresión y escritura para entrar en ese mundo conjurado de la historia, nos hace reconocer la vitalidad y la paz que ha atesorado en sus líneas secretas. Un libro final es una posibilidad de un libro inicial. Un libro además donde el sueño, la luz apagada, la noche, el misterio, la hondura del silencio, los dones de la soledad, permitan a los lectores, casi cómplices de este adiós, seguir respirando sus palabras en medio de la tierra ya calcinada, es una verdadera aventura hacia la poesía, la poesía que nos hace entender que nos hemos desprendido de todos los dones terrestres y aún no logramos pender nuestras palabras en la página del diálogo secreto del verbo y la hondura que ese verbo trae de la agonía.
Qué suerte de misterio es la noche. De dónde el poeta regresa impunemente. Aún no lo sabemos, lo que sí es que regresa para traernos de ella ese algo oculto, divino, sobrenatural, que aviva lo profundo de las palabras, lo íntimo y puro de las palabras. Lo humano, lo frágil, le da tierra a lo divino. La carne comienza a desprenderse, lo puro a disolverse en el tiempo. El alma busca al fin apresurada su lejanía. Ya oscurece y debe partir, salir de nuevo hacia la noche enlutada y llevarse lo heredado. En este momento todo se entrelaza. Se sostienen otros vínculos. Se abrazan otras palabras, las encubiertas palabras que perennemente usamos y nos usan. El pálpito de un final que ya no sabemos si es sucesivo.
El poeta, bajo la posible luz del decir, trae al libro los temas de los que todos hemos dicho algo y quizás en ese algo, nunca nada. Esos horizontes incomprendidos de la cultura: Cristo, César, la muerte, la despedida anticipada, la traición, el dolor, el compromiso abierto ante los dioses. La suma de todos estos temas y muchos otros que acompañan al poeta hasta estos años están en cada página de Los Conjurados. La herida abierta que impusieron los dioses aquel 1899 en un mes de agosto. “El alivio que tú y yo sentiremos en el instante que precede a la muerte, cuando la suerte nos desate de la triste costumbre de ser alguien y del peso del universo”.
Migramos de un lugar a otros muchos, aunque siempre nos quedamos intactos en el mismo lugar. El poeta busca ese algo distinto, ese “otro lugar” del tiempo presente, lo busca para poder decirse a sí mismo la naturaleza de su afán en este mundo. Los mitos olvidados que nos impiden comprender hacia dónde vamos. El poeta busca que el hombre moderno no sostenga su vida en las ideas falsificadas de los mitos caídos y de imágenes inconscientes y degradadas. La antigua armonía no se ha roto. El poeta lucha a lo largo de su vida porque todos salgan de esa ruptura, de ese quiebre impuesto, de esa desmemoria de quiénes somos y hacia dónde emprendemos nuestro destino, ahora olvidado, quizás siempre olvidado, pero nunca borrado del tiempo. El poeta tiene esa misión y nos lleva de la mano de las palabras hacia esos posibles encuentros con el misterio de las palabras. Las palabras son puentes, son siempre ese mágico río de Heráclito. Las palabras son las huellas inconclusas, olvidadas, tapadas, secretas o simplemente negadas para nuestros ojos. En ellas todos los significados y ninguno.
La vejez (tal es el nombre que los otros le dan)
puede ser el tiempo de nuestra dicha.
El animal ha muerto o casi ha muerto.
Quedan el hombre y su alma.
Vivo entre formas luminosas y vagas
que no son aún la tiniebla.
Donde es infrecuente la letra
El tomó la espada, Gram, y la colocó entre ellos desenvainada.
A partir de esta permitida entrada al último instante de una obra, quizás de una vida, vemos la posibilidad de ingresar a otros instantes de esa obra y de esa vida. Desde Fervor de Buenos Aires, Borges buscó en las palabras una correspondencia de vida con su pequeño y gran mundo hecho desde la literatura. Su obra toda es de poesía, incluso sus libros más narrativos están contagiados de la escritura poética. Borges avivó el lenguaje de nuestra literatura hispanoamericana para hacerlo universal, para llenarlo de nuevos colores, de nuevas formas, de nuevas palabras. Hizo mundo en las letras y llevó a otras lenguas nuestras más íntimas y secretas mitologías.
Buscó en sus oscuros callejones, una alegoría de puñales en el olvido, quizás con el tiempo perdidos en la ceniza de las calles y recuperados en la memoria de muchos de sus personajes. Borges bajó a las calles oscuras de Balvanera, para recoger los nombres y los mitos que desentrañaban estos hombres del cuchillo. Nadie con paso más firme transitó por estas esquinas. El coraje, la esperanza vana, la milonga de estos recuerdos. Todas estas voces vienen de otras voces, poemas, textos cautivos y apenas olvidados. Su poesía siguió recorriendo la mágica y mítica Buenos Aires. Luego recorrería el mundo infinito de otros temas que están inscritos en la dicha y en la desdicha del tiempo. Sus palabras viven llenas de esa dicha y de la pena de esa desdicha. Como todos los hombres habló de su destino, pero de él siempre dijo que no tenía nada de interesante, sin embargo, fue justamente su destino personal el que le dio un valor sinigual a su obra. Comenzó a ser leído, a ser reconocido. Se creó muchos dobles para poder entrar en la memoria de sus lectores y en su propio laberinto. Construyó así su nombre en el tiempo. Su obra no estuvo ajena a los avatares del mundo político de entonces. Pero sin lugar a dudas su obra quedó fuera de esos espectáculos del momento.
Después de los años no queda sino la mudez detrás del grito que sorprende a la palabra y un eco temblando, haciendo más duradera la magia de aquella palabra que no puede desaparecer sino en la memoria de los olvidados. Por ello el poeta guarda en la memoria algo de ese sonido para recordarlo y poder dejarlo para otros como herencia. Así, poesía de recuerdos, poema de viejos sonidos que despiertan algo mágico y trascendental en la palabra, en la palabra casi olvidada que volvemos a despertar ante el papel y la memoria cada vez que lo escuchamos.
No sé cuál es la cara que me mira
cuando miro la cara del espejo;
no sé qué anciano acecha en su reflejo
con silenciosa y ya cansada ira.
Lento en mi sombra, con la mano exploro
mis invisibles rasgos. Un destello
me alcanza. He vislumbrado tu cabello
que es de ceniza o es aún de oro.
Repito que he perdido solamente
la vana superficie de las cosas.
El consuelo es de Milton y es valiente,
Pero pienso en las letras y en las rosas.
Pienso que si pudiera ver mi cara
sabría quién soy en esta tarde rara.