Jorge Cuesta sobre «Muerte sin fin» (1939), de José Gorostiza

 

Esta nota fue publicada originalmente por su autor en la revista mexicana Noticias gráficas, el 18 de diciembre de 1939. La misma ha sido compartida por el poeta Reynaldo Jiménez, a quien le agradecemos su difusión.

 

 

Por: Jorge Cuesta*

Crédito de la foto: www.elsiglodetorreon.com.mx

Rescate: Reynaldo Jiménez

 

 

Jorge Cuesta sobre Muerte sin fin (1939),

de José Gorostiza

 

 

Rafael Loera y Chávez, cuyo nombre de editor está asociado con una de las épocas más interesantes de la literatura mexicana, acaba de publicar una poesía de José Gorostiza titulada Muerte sin fin. El autor la llama “poesía”, y esta denominación debemos conservar a una obra poética cuyo género es indefinible. Está compuesta de dos partes escritas en verso endecasílabo blanco, mezclado con versos de diferentes cantidades, principalmente heptasílabos. Entre una parte y otra se intercala un comentario en forma de canción en verso menor, y al final de la segunda parte se agrega un segundo comentario en versos octosílabos asonantados. Las dos partes y los dos comentarios tienen el mismo asunto; pero no se podría decir que guardan unidad de acción. Y esto es lo que el autor indica por la separación de las partes y por las formas métricas distintas de los comentarios. Menos se podría decir, por lo mismo, que en la obra hay unidad de género. Es, por lo que toca a su estructura formal, una poesía romántica. Y lo es de la manera más artísticamente deliberada.

El desconcierto a que esta poesía arroja al lector, es un deslumbramiento del alma: tan necesaria y tan inesperada le es al mismo tiempo. ¿Y qué es por excelencia la poesía, sino la satisfacción más gratuita de la necesidad menos arbitraria? Chocan materialmente en la lectura la novedad del alimento y su adecuación a nuestro gusto. De tal modo, que parece que ni el tiempo será ocasión de que el alma se serene y pierda el temor de confundir la realidad poética que José Gorostiza entrega al gozo de los sentidos con una satisfacción que soñamos. Nuestra conciencia posee todo un sistema de defensa para protegerse de la emoción de la novedad; y es un sistema tan sutil, que la fracción infinitesimal de tiempo que le lleva a una imagen luminosa herir a la retina e instalarse en la percepción, es más que suficiente para que sufra una especie de digestión imperceptible, pero profunda. Mediante esta digestión, que cuando se hace a la luz de la retórica se llama tropo, percibimos la imagen ya con la máscara de un recuerdo, de una deducción o de una especie, esto es, ya con un rostro familiar de la conciencia. La novedad, entonces, tenemos que deducirla al revés, convirtiéndola en el extremo final del acto consciente en cuyo origen apareció. Es como si toda realidad se nos diera de un modo interrogativo, como una sucesión, como un discurso, para no fulminarnos de un golpe con su presencia. Pero el poeta, que se propone la emoción del alma como un fin, utiliza, inversamente, el mismo método para desnudar a las cosas. Parte de la metáfora, y acaba en ese horror que sintió el primer hombre cuando se vio descubierto delante de la mirada del espíritu.

 

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En un famoso ensayo, el poeta norteamericano T.S. Eliot observa que una de las principales virtudes de la poesía del Dante es la claridad visual de las imágenes poéticas, claridad que se debe al uso de la alegoría. Muerte sin fin, la poesía de José Gorostiza, es una alegoría. Pero no es una imagen visual la que la alegoría desarrolla. Debemos notarlo como producto de una evolución poética que vale la pena no considerar con indiferencia. En la poesía moderna las imágenes no son de preferencia visuales; las metáforas no tienen por objeto exclusivo traducir una acción al lenguaje de la sensibilidad óptica. Más bien convendría comenzar a advertir que son las imágenes visuales las que hoy piden ser traducidas a otros lenguajes de la sensibilidad. La alegoría de Muerte sin fin, que tiene toda su sustancia expresiva en un vaso de agua (en el hecho de que un cuerpo líquido esté contenido por un recipiente), lo que se propone es nada menos que demostrar la justicia que asiste a la insatisfacción poética de los ojos. Así, pues, descubre cómo el mundo poético contenido en la figura de que se vale, todo lo que se verifica en una profunda intimidad que los ojos alcanzan a ver. Y descubre un mundo muy distante de la pintura. Se puede decir que se propone lo contrario de lo que antes se proponía el estilo alegórico. Antes la alegoría pintaba, y con ello explicaba, hacía claro su objeto. En la alegoría del vaso de agua que en Muerte sin fin se desarrolla, la pintura es la que se pinta como misteriosa e inmaterial. En estos desposorios del agua con el vaso, el objeto del amor no es la forma, sino la disolución de la forma en el consumo de la materia; el objeto del amor, o sea la sensible, ya no está en lo que los ojos aprehenden; ya no es “la llaga del ojo”, que era para san Juan de la Cruz la dicha suficiente del alma.

Pero si coincide José Gorostiza con una naturaleza de la poesía moderna, su obra nos conmueve de un modo original. ¿Por qué? Pienso que en Muerte sin fin se plantea de una manera más aguda que en cualquiera otra producción de los últimos años el drama de la sensibilidad moderna que se manifiesta en fenómenos de apariencia tan técnica como la renovación del estilo alegórico. Muerte sin fin es una poesía hondamente dramática. Pero su drama es interior, como en una poesía mística; interior y trascendental. Podríamos definir su asunto como los amores de la forma y de la materia, o como los amores del cuerpo y del espíritu, o como los amores de la parte sensible y de la parte inteligible de la conciencia. Su profundidad mística se presta a diferentes personificaciones. La verdad de la representación, sin embargo, no daña a la unidad del sentimiento. Pues el movimiento lírico de la poesía es vivo y amplio. Y no sería posible que lo fuera sin una irreprimida unidad sentimental.

El único criterio para conocer la ingenuidad, o sea el valor poético de un sentimiento, es su unidad con cualquier movimiento del alma. Es poética una alegoría, porque es una imagen permeable a otras representaciones. La imagen la recibe el poeta como una gracia “una noche impensada, al azar y en cualquier escenario irrelevante”. Pero, ¿es tan accidental como su honestidad la representaba? El poeta la ve como un accidente que viene a hacer posible la cohesión, la continuidad y, por lo tanto, el futuro del sentimiento. Y juzga que a partir de la imagen se efectúa la cristalización del amor, que diría Stendhal; que a partir de ella los cristales minúsculos del alma se entregan al trabajo y a gozo de su crecimiento. Y, en efecto, es a partir de la revelación cuando los actos interiores de la conciencia poética experimentan la sencillez de su complejidad, la exuberancia de su economía, y la unidad de su animación, como enfrente de un espejo que hiciera sentir que el pecado no sólo no deja huellas en el rostro sino que lo hace más brillante y más puro. ¡Qué sensación de libertad de poder y de irresponsabilidad delirantes! ¿Por un accidente milagroso? Acaso por virtud de un sufrimiento. Acaso esta gracia sólo “cumple una edad amarga de silencios”, y “la imagen atónita del agua” en que se resume su profundidad es “más resabio de sal o albor de cúmulo, que sola prisa de acosada espuma”. Y no acaso: necesariamente. La unidad del sentimiento es el producto de una angustiosa indagación del alma; y es el índice de su interioridad, de su familiaridad con sus tinieblas. Imaginad a un ciego que recobra su vista en medio de un espacio que durante muchos años ha recorrido con el tacto en todas las direcciones. Su primera visión, que es también “una imagen atónita”, ¿no será percibida sólo como una nueva revelación de lo que su tacto se ha representado? ¿Y no le parecerá la luz tanto más intensa cuanto más se identifique lo que revela a los ojos con las imágenes táctiles que los ojos cultivaron en la oscuridad? Esta acumulación de lo visual y de lo táctil es la gracia para él, y no el descubrimiento de lo que nunca había visto.

 

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Gorostiza, en su rol ante la ONU como representante adjunto de México de carácter permanente.
1951
Nueva York, USA.

 

La unidad del sentimiento en la poesía de José Gorostiza, es, pues, también su interioridad. Esta poesía no se da en la superficie exterior del alma. La fuerza y la pureza de su lenguaje son el cargamento que trae el navegante que pudo volver a la tierra natal a través de los mares más anchos y peligrosos. Antes de que el consumo disponga de los frutos de esta piratería feliz, el espectador los ve extendidos a favor de un orden que le es tan extraño como fascinante. Tal parece que los bienes todavía son objeto del heroico litigio en que fueron arrebatados. Tal parece que todavía está operando sobre ellos la magia clandestina de la creación. Tal parece que el autor todavía encierra la concepción dentro de la matriz interna acorazada por el disimulo, y resiste que su interlocutor esté pensando para sus adentros, cuando lo mira entregado en realidad al trance biológico de la gestación feroz y taimada: “No cabe duda: es un verdadero monstruo.”

 

 

 

 

*(Veracruz-México, 1903-Tlalpan-México, 1942). Químico, poeta, ensayista y editor mexicano. Se relacionó con algunos miembros del grupo literario «Los Contemporáneos», integrado por Xavier Villaurrutia, Jaime Torres Bodet, Gilberto Owen y Salvador Novo. En 1928 viajó a Europa, en donde mantuvo contacto con André Breton, Carlos Pellicer, etc. En 1932 fundó la revista Examen y es considerado fundador de la crítica literaria mexicana. Se suicidó en 1942. Ha publicado en poesía Canto a un dios mineral, A pesar del oscuro silencio, La calle del amor, Poeta, funde tu campana y El plan contra calles (1934) y lo póstumos Poesía de Jorge Cuesta (1942) y Crítica de la reforma del artículo tercero (1943).

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