Nota y selección de poemas: Aleyda Quevedo Rojas
Crédito de la foto: Nicolás Jara
Javier Cevallos Perugachi: esa cuestión del mestizaje en la poesía.
«Yo, que hablo yanka shimi, lengua que no sirve para nada»
La factura de los poemas de Javier Cevallos Perugachi, una de las voces más representativas y notables de los poetas ecuatorianos nacidos en la década del 70, tiene que ver no solamente con la forma y la belleza, o con la estructura y los conceptos.
La poesía de Cevallos Perugachi se construye y escribe a partir de la memoria, de la historia narrada desde múltiples voces y palabras antiguas, desde una diversidad de músicas.
Muchas veces, al escucharlo leer sus poemas en Quito, o en La Habana, donde compartimos una semana entera de recitales, he pensado que sus versos guardan un eco de piedra ancestral, de piedra de sol, de piedra de la locura, de piedra que invoca el pasado y al mismo tiempo piedra que mezcla anglicismos, maneras de hablar quiteñas, formas de habitar la ciudad. Muchas veces al verlo actuar, he sentido que sus líneas me han enfrentado a buscar cuanto de india y negra tengo; de qué siento vergüenza; cuando Javier actúa, existe siempre la profunda posibilidad de sentirse incómodo con uno mismo, porque sus textos nos sacan de esa zona de confort que todos hemos fabricado.
Propongo que debe leerse, como si recorriéramos un amplio camino empedrado o pavimentado, porque además, de la lucidez que pongamos en las pisadas, lo importante es comprender que sus poemas nos llevan a encontrarnos con el mestizaje que somos, con la complejidad de lo que implica mirar al otro, al mismo que llevamos adentro y lo negamos o hacemos como que no existe.
Sus poemas catalizadores, ponen ideas y expresiones a dar vueltas, a cuestionar y enfrentar algunas formas de racismo que viven en la sociedad ecuatoriana, en las sociedades andinas y Latinoamericanas.
El poeta, editor y ensayista Edwin Madrid, en el número 53 de la Revista de Poesía Ulrika editada en Colombia, anota sobre la poesía de Cevallos Perugachi: “Se trata de un enamorado de Quito, conoce historia y leyenda, es capaz de llevar a neófitos y eruditos para mostrarles un Quito que siempre está allí pero que muy pocos conocen. Esta misma pasión se aprecia en sus poemas, construidos con fragmentos de su lengua milenaria y la del poeta mestizo, que amalgama kichwa y castellano para sacar a flote una manera de encarar la escritura y de nombrar las cosas”.
En 2011, le pedí un Arte Poética a Javier Cevallos Perugachi, y esto fue lo que escribió: “El poema siempre será un pasado, nunca el futuro. Como un entrecruzamiento de calles, nacidas del azar o la necesidad, que va cobrando sentido mientras más se vaya alejando el viajero. Como el reflejo de la ciudad primigenia en todas las ciudades que visitarás después. Es necesario, entonces, utilizar la memoria como un instrumento de organización, como una mirilla donde se decodifican estos mensajes cifrados. El poema es cifra y cada poemario, una serie de fragmentos que se juntan y forman un todo coherente. El poema es el poema. Y nada más”.
7 poemas de Javier Cevallos Perugachi
El cafecito
G.
¿Ves aquel pajarito
parado en mi árbol de capulí?
…está muerto
yo lo maté:
lo dividí en dos partes
le arranqué las vísceras
y lo rellené con algodón
lo hice
porque siempre quise tener
un pajarito
parado en mi árbol de capulí
(De La ciudad que se devoró a sí misma)
Ofelia
En mi ausencia cifro la venganza.
Mientras me abandono a la corriente
se llora en los pasillos y arcadas.
Mi lengua, amordazada en nenúfares
y mi boca, sellada por el lodo,
van dejando un rastro en las orillas.
Soy el cuerpo que ha sido desechado,
la forma amada que se desvanece,
el nombre que no será nombrado.
Es mi llanto el que acrecienta el caudal:
se pierde más en el infortunio que en la muerte.
Decido que he amado
Asumo para mí
la locura del viajero:
conozco el puerto
mas ignoro el itinerario.
La venganza se repliega en la mano.
El caballo bravío
y el liquen espumante.
El gesto excede al limo.
Bajo el pantano, el placer del exceso,
el efluvio delirante de la putrefacción.
Me confundo con los gritos,
borro las huellas que dejé atrás,
me sumerjo en el lodazal.
Cómplice
La mirada se hace necesaria
empapando el vestido.
Estoy aquí porque así lo quise;
mi rostro, mis pechos serán bellos
en tanto las rocas no los golpeen.
Los ojos se deleitan en mi piel moribunda,
cada tarde mutilada,
cada miembro desatado,
piedra a piedra,
olvido y ausencia,
sueño del abandono.
¿Quién abandona al otro?
¿Yo, empapada de venganza,
una con el lecho del río?
¿Tú, cuya prisión es nostalgia
y tu condena, el olvido?
El cauce bebe mi abandono.
Arrastro los secretos de la hiedra,
el susurro del pedernal sonoro,
el agua que conquistará la piedra
y las marcas en el árbol absorto.
Tras de mí, la agonía aumenta,
el solitario se sabe más solo.
La venganza ha sido consumada.
Ha tomado forma
en silencio escindido
y conjetura dolorosa.
Se establece la sospecha:
el sexo se encabrita apasionado.
En los labios, la mentira,
la división y el miedo.
Habito el infierno construido,
anhelado,
el borde del gemido y la piel.
Llevo el cuerpo coronado de espinas:
delirio de acero,
deseo cercado por la indiferencia.
Encierro al dolor,
lo doblego como a ganado nuevo,
permito
tan solo
que contemple las orillas
lejanas
inalcanzables.
Bajo la lengua guardo el rescoldo,
aquello que, alguna vez, incendió las palabras.
Cuando sea una con el silencio,
iré de regreso al hogar.
(De C)
SOBRE LA FACHADA de la torre Latinoamericana van levantándose esbeltas columnas de Carrara. El conjunto resulta armónico: el aluminio y el vidrio se funden furiosamente en vetas opalinas.
Arcos imposibles de medio punto se superponen, a más de treinta metros, mientras el guerrero águila estremece, con un grito, los pilotes que se anegan en los túneles del subterráneo.
Del otro lado se ve brotar el rostro severo de un jaguar y el conjunto empieza a policromarse: reconozco el trazo de Siqueiros, de Villalpando y el de algún artista mexica, cuyo nombre no ha querido ser descubierto.
Alrededor de la antena van cerrándose las cúpulas, la linterna y el cupulín. El interior se ornamenta con tezontle –la sangre de Tenochtitlan-. En los despachos superiores, los archivos y escritorios de caoba van siendo desplazados por enormes retablos, olorosos a copal; las paredes se cubren de altares católicos: responsos de granito y arenisca.
El sol se yergue hasta el cénit, el colibrí azul vuela alrededor de la cúpula inefable, las sombras se proyectan hacia la cima por escalinatas ceremoniales que se atenazan al rascacielo. Cierta presencia asciende en silencio, entra por una ventana, deja atrás el abismo del ascensor, se asoma a la azotea. Los colibríes se desbandan. En el remate del edificio, una cabeza se agita, se desenrosca y petrifica contra el cielo, cárdeno de incandescencias.
El señor Quetzalcóatl abandona su exilio en Aztlán.
Ciudad de México, dosmilsiete.
(De Ofelia city)
[ES RECOMENDABLE, para la lectura de este texto, utilizar una articulación fricativa retrofleja sonora ʐ, tanto en la pronunciación de la rr como de la r, siempre y cuando esta última sea la primera letra de una palabra, esté precedida por doble consonante o t, o sea la última letra de una palabra.]
***
Cay coritacho micunqui?
Hoy,
aquí,
en esta estribación de montaña,
en esta articulación de lenguaje
donde alguna vez descansaron mis antiguos:
yo,
longo y más que longo,
rosca, rocoto, ango, runa,
piedra más dura que mi terquedad
solemnemente declaro que aún no
y que siempre quizá,
que todavía no soy
y, sin embargo, permanezco siendo.
Que me fui a volver,
allacito,
al filo del tiempo.
Yo, que hablo yanka shimi,
lengua que no sirve para nada.
Kay kuritachu mikunki?
***
Un río y un desierto
¿Cuánta negritud cabe en esta porción de memoria? Allí donde la negación consiente fuerza. Bailo porque niego la muerte, bailo hasta que las piernas cedan, hasta sentir el dolor de respirar: descubro el instante que no termina jamás.
¡Yo ca comido poroto soy!
Río de narraciones, canto épico de cañaverales, ovos y algodonales. Círculo chisporroteante de abuelos, sentados absortos junto al reflejo de la luna. Ojitos brillantes que intentan hallar el término de lo contado, el eje de la espiral, el rumor que se decanta en mito. El anciano muere, los nietos envejecen solemnes, entierran al narrador y toman su sitio junto a la hoguera.
Abuela, trencita crespa, negra como la noche junto al río.
Silbido de hojas en la brisa del valle.
Nariz, botón que nace en la mitad del rostro.
Negrísima como el lino teñido con agua de tocte.
Las cabezas se levantan
al restallar del látigo,
del acial que besamos
antes de iniciar la mañana.
Una hoja de naranjo vibra entre los labios.
***
Mallki
A mi abuelo le decían Tigre
de cuando peleó en la guerra.
De mirada fiera.
Así lo recuerdo.
Bebía, él solo, el cauce de un río
que nadie ha descubierto.
Podía entender
el encriptamiento del lenguaje
de los insectos.
Sabía de la piel delicada
del anfibio,
condenado a morir
por el aire aborrecible.
Amochar
¿Cuándo dejamos de usar las palabras
que daban nombre a las cosas?
¿En qué momento olvidamos
las sombrías historias
de tiempos antiguos?
¿Cuándo suprimimos la adoración
a los dioses que creamos?
Unir los labios a la piedra amada
sacar a los santos de sus iglesias
y enterrarlos bajo el árbol sagrado
al pie de un volcán extinto.
Porque el cerro es el apu
y porque aún nos aferramos
a nuestras viejas divinidades.
Y como es tan gran borracho y ací es hechisero, ydúlatra y está uzando sus hechecerías, uarachico, rutochico, pacarico, enborrachando, habla con el demonio y dize que es su natural. (Guaman Poma escribe, domando la historia con moral de cristiano viejo)
Porque lo que conocimos como pacha
ahora tiene los límites de la creación.
Sobre los picos escarpados del recuerdo
maceramos huesos salobres
escondidos en el corazón de la quebrada:
enormes cetáceos de andesita
petrificados sobre el cielo de los Andes.
Porque el cerro es el apu.
El susurro del oxígeno
que se agolpa moribundo en los pulmones,
secos como la maleza de la puna.
Sobre el páramo yerto
vaga el último jaguar
que caminó entre nosotros,
el tigre que fue mi abuelo
y que floreció entre las heridas
de la última guerra
de la que tuvimos noticia.
Amochar
(De Llaktayuk)