Por Martín Rodríguez-Gaona
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Jaime Siles: lo Poético y lo Filológico
Jaime Siles* representa una figura imprescindible en la poesía española contemporánea. Emplazado, ya desde sus inicios, en una posición especial dentro de su generación, su obra ha cumplido una función de bisagra entre los planteamientos estéticos y discursivos de varias décadas, constituyendo un proyecto en el que se resumen y resuelven desafíos cruciales de las poéticas modernas y posmodernas.
Toda la obra de Jaime Siles pueda ser entendida a la manera de una puesta en escena de cuestionamientos y postulados filosóficos. La radicalidad de esta síntesis prácticamente no tiene parangón en las letras hispánicas, pues el autor, en sucesivas entregas, consigue enhebrar la experiencia vital, el pensamiento y el lenguaje, hasta definir su identidad como la de un sujeto cuya existencia es indisociable del discurso verbal.
La obra de Siles puede, entonces, ser leída como la puesta en escena de una reflexión lingüística sobre la realidad y su representación, ejercida mediante una introspección que inevitablemente plantea cierta dinámica entre vanguardia y clasicismo. Así, su escritura está marcada por sucesivos procesos de afirmación y negación (o de movimiento y quietud) que van de la memoria a lo experiencial minimalista, del esencialismo a lo concreto, del silencio a la música y, en definitiva, de la brevedad a lo discursivo.
Mas dicho sutil enhebrado tiene un sólido trasfondo, que no es otro que la dedicación del poeta a los estudios filológicos. De este modo la confluencia entre lo vital, el pensamiento filosófico y el estudio de los textos unifica toda su obra, hasta transformarse en la savia de su proceso creativo, como sucede explícitamente en su último libro Galería de rara antigüedad (2018), donde su biografía se ilumina a partir del contacto con los clásicos. De este modo los versos irradian un trasfondo elegiaco y a la vez celebratorio, con aquella pasión común al impulso vital y a la búsqueda del conocimiento, lo cual sintetiza, sin duda, lo mejor del espíritu humano.
A continuación, una breve muestra de la reflexión de Jaime Siles sobre su propia escritura, extraída de distintas poéticas y textos críticos.
JAIME SILES POR SÍ MISMO
Toda obra es, necesariamente, supresión. Y también, negación. Y, sobre todo, historia.
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A mí, como a todos, me ha ido asesinando el tiempo.
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No es lo que el lenguaje da, sino lo que el silencio niega. Y se sucede así en la forma, único suceder de toda identidad.
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La persona poemática no es una prolongación del yo sino que el yo es una realidad producida por los poemas.
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El autor se queda siempre fuera de sus poemas y, cuando éstos se acaban, le dicen adiós y él ve cómo se alejan. Pero no sólo se alejan los poemas: también se aleja el autor; porque desaparece su persona poemática.
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Pocas cosas hay más atroces que ese silencio que es, más aún que el poema, la verdadera experiencia de todo creador, porque en él se ve la contingencia íntima de todo cuanto existe.
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Todos suspendemos la secuencia del yo para sentirnos ser. Y esa suspensión de la secuencia del yo es el tema del poema.
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Los poemas son criaturas producidas por un determinado estado del espíritu: creaciones de una percepción, epifanías de una identidad que sólo toma cuerpo en el discurso y que sólo vive en el lenguaje o, al menos, sólo nace de él.
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El verdadero protagonista de un poema no es quien lo escribe sino quien lo lee. El lector es la verdadera persona poemática, sólo que no la tiene dentro de él: se la produce el texto.
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Pasarse en la literatura es llegar más allá: alcanzar el centro de sí mismo, vivir el puro goce de la nada, mirar el mundo con la mirada atónita de Dios.
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El Tiempo del poema nos parece total porque esa es la sensación que nos produce pero, como nosotros mismos, siempre es fragmentario.
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La totalidad del yo, que el tiempo del poema nos presenta, dura sólo lo que dura el poema, porque éste es el espacio en el que su epifanía se produce y no existe fuera de él, sino sólo en él y a partir de él.
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El poema, pues, es un espejo; y el tiempo, la imagen del yo que aparece reflejada en él. Pero el espacio de uno y otro —del tiempo y del yo, y tal vez también el del poema— no es otro que el de la memoria, que es donde está su propio discurrir.
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Ni el tiempo de la narración ni el tiempo de la lírica son tiempo en sentido estricto, sino que tanto uno como otro suponen una variación: en la poesía narrativa —es decir, en la épica— el tiempo no es tiempo cronológico, sino representativo, plástico y mítico-mental; en la lírica, en cambio, el tiempo es otro como lo es también el yo de la persona poemática.
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El tiempo del poema es ácrono ―un tiempo sin tiempo― que sólo en el poema se nos da y que el sujeto hablante percibe y, a través de la lengua del sujeto hablante, el lector también.
Ese tiempo está fuera del tiempo y también más allá de él: es un tiempo distinto que, más que contenido en y por el tiempo, parece contenernos y contenerlo a él. Ese tiempo del poema se parece no poco a aquel tiempo platónico definido como “la imagen móvil de la eternidad”. Pero esa imagen fija se mueve y se renueva cada vez que alguien llega a ella o la logra intuir; esa imagen funciona como el pasado mítico que sólo en el rito se renueva.
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Lo que se mueve en el poema no es el tiempo —ni siquiera el tiempo de la memoria que a veces se confunde con la vivencia o sensación de lo real— sino la parte móvil de la memoria: esto es, los recuerdos, convertidos en fragmentos de nuestra propia identidad.
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El lector mira el mundo sólo cuando se convierte en personaje: cuando participa de esa realidad del otro que le transmite la ficción de él. Leer consiste en saberse otro: en serse otro y en creerse no más ni menos real que él.
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La filología me ha enseñado, más que ninguna otra disciplina, lo que un texto es. Y un poema —mientras no se demuestre lo contrario— es eso: un texto, hecho de palabras.
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El dictum —Dichtung es el término para creación literaria en alemán— y la Philologia son y han sido casi una sola y misma cosa para mí. Y no sólo en, por y para su teoría sino también en, por y para su práctica: por eso he dado tanto valor a la palabra en mi obra y he tematizado en ella algunos de los problemas que el lenguaje —y no sólo el poético— plantean en sí.
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Vivimos en los signos e imitamos sus gestos: somos no una paráfrasis sino una traducción. Por eso la lectura de una página es superior a la escritura de esa página.
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He dedicado mi vida a una actividad que ignoro y que, sin embargo, me constituye y que acaso más que ninguna otra me ha enseñado y ayudado a leer y a escribir.
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La lectura de los filósofos, los sofistas, los rhétores y los gramáticos de la Antigüedad ha sido mi alimento, y creo no exagerar si digo que todo mi pensamiento —si lo tengo— depende de lo que en ellos he podido —o sabido— rastrear: no es que desconozca o ignore a los modernos, sino que en los antiguos es donde por vez primera nuestra idea de lo moderno se produce
y se da.
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Cualquiera que conozca el lirismo griego sabe la riqueza que hay en la monodia y el monólogo dramático, y cuánta riqueza —todavía explotable— hay en el lirismo coral y en el teatral, en el bucólico y en el epigramático, en el satírico y en el elegíaco, en el épico y en el cómico y también en el epistolar.
El lirismo antiguo contiene el genoma de todos los lirismos posibles y, de un modo u otro y en un tiempo u otro, los ha sabido formalizar.
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Mi poesía ha sido menos lógica que dialéctica. En la primera parte de mi vida me interesaron las cuestiones abstractas; en la segunda, sólo las concretas. Y tanto en unas como en otras siempre me equivoqué.
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Creo en los valores, pero desconfío de las reglas, incluidas aquellas que aparento seguir.
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No me cansaré de decir que lo poético es siempre filológico, y lo filológico, poético, aunque el objeto de trabajo del filólogo no sea un poema, como el del poeta tampoco es siempre una edición.
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El poeta debe aprender a fijar su propio texto, como el filólogo ha aprendido a fijar textos de otros: reconociendo —como el filólogo hace— el usus scribendi del autor, que, en este caso, no es otro que él mismo.
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La Filología implícita es la que los escritores y poetas ponen en la escritura de su propia obra en práctica: es, pues, una filología endógena, mientras la que realizan los filólogos es una filología exógena. Pero esto no quiere decir que la filología de los poetas sea mejor; es sólo distinta: en ella hay —como en la otra— variantes y conjeturas, y también, a veces, lo que los estudiosos de la pintura llaman arrepentimientos- un verso tachado es eso: un arrepentimiento, y la crítica genética les presta hoy muchísima atención.
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No me considero un filósofo, pero no puedo decir que no haya sido, en cierto modo, un pensador: he necesitado pensar para reconocer mi texto, para estudiarlo y, a la vista de sus propiedades, intentar encontrarle la mejor solución para llevarlo donde he intuido que el texto deseaba ir. Nunca lo he dirigido: me he limitado a corregirlo, aunque casi siempre ha sido él quien me ha corregido y dirigido a mí.
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Pasión y abulia son los estados constantes de mi ánimo. Me he sentido atraído por un sinfín de cosas en las que puse tanto empeño como luego desdén.
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La vida —lo que se llama vida— me atrajo alguna que otra vez, pero no mucho: sólo lo bastante como para saber que no tiene importancia y que, cuando en verdad la tiene, no la sabemos ver.
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Conozco el amor en sus distintas intensidades y facetas, y todavía pienso que es lo único por lo que vale la pena vivir. Hubiera querido cantar al ser, pero mi experiencia más directa es la de la Nada, y mi experiencia de la historia me ha convencido de que el paso del tiempo no hace al hombre mejor- tampoco el Estado que es su imagen y que lo representa.
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Soy un nihilista gozoso y sonriente que he podido liberarme de todo menos de mí.
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La filología no ha sido para mí una profesión sino una forma de existencia que me ha ayudado a fijar el texto de la vida escrita o borrada por mí. No me arrepiento de haber tenido voluntad de saber.
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A otros les molesta lo que ignoran; a mí me maravilla que nunca sirve para nada —ni siquiera para mí mismo— lo que sé.
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La percepción me atrae más que los razonamientos, y lo que me interesa de un poema es la formulación de su verdad.
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Intensificar la fonación es la única forma en que, en el exilio, un idioma se puede preservar.
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La poesía es demasiado antigua como para que algunos crean que puede reducirse a una sola: quienes así piensan, practican un totalitarismo no muy distinto del que llevó a otros a propugnar la superioridad étnica o la pureza racial.
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Ni hay una sola poesía ni hay una sola forma de poema. Lo que hay son distintas percepciones de un fenómeno y no menos distintas realizaciones de su formulación.
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No hay yo sin tiempo, pero tampoco hay yo sin lengua.
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El yo moderno es menos lírico que trágico, y esto es algo que no siempre se ha sabido comprender.
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Un poema es un modo nuevo de mirar el mundo a partir de una mezcla de percepción, sorpresa y extrañeza: de un no entendimiento caracterizado porque las cosas dejan de ser tal cual las vemos para mostrarse tal cual son.
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El verdadero movimiento del poema no va del absoluto hacia las cosas sino de éstas hacia el absoluto en un proceso en el que se ilumina y nos iluminamos la realidad y nosotros a la vez.
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El poema es unión con el yo, con los demás y con el mundo.
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La poesía es un saber íntimo y total que, por un lado, supone un repliegue o retracción del yo sobre sí mismo y, por otro, una extrema expansión de él: una vinculación que da fijeza a la movilidad y que nos detiene y que nos ancla en un punto que está fuera del tiempo, porque, a diferencia de nosotros, existe fuera de él.
Un acto de no entendimiento que nos permite, sin embargo, conocer.
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La poesía es una identidad inasumible a la que nos acercamos desde el artificio de un discurso, que es lo único que de ella podemos asumir.
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El poema nos hace sabedores de nuestro propio ser y cómplices de nuestra propia nada, porque nos hace asistir a un doble espectáculo: el de la instantánea iluminación de la realidad y el de su casi simultáneo oscurecimiento.
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El tiempo del poema moderno es un tiempo cristiano porque sucede y se produce en y dentro del instante, pero lo trasciende y no se queda reducido a él.
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Por lo mismo que el tiempo del poema no es sólo tiempo —ni mucho menos, duración— sino extendida intensidad tensada, tampoco su lenguaje es sólo lenguaje sino palabras que no lo quieren ser.
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El decir incluye tanto lo por decir como lo dicho. Su presente es, pues, un pasado y un futuro a la vez. El yo no es sino una instancia del discurso, una realidad producida por el lenguaje.