Geoffrey Hill (1932-2016). In memoriam

El 30 de julio último falleció el gran poeta inglés Geoffrey Hill, de quien el crítico Harold Bloom se refirió como uno de los poetas británicos más importantes del siglo XX. Fue además de poeta, profesor de religión y de literatura inglesa, además de ser nombrado como «Maestro de  Poesía» en la Universidad de Oxford.

Con esta selección de poemas, realizada por uno de sus estudiosos más entusiastas, además de su traductor al castellano: Jordi Doce, Vallejo & Co. quiere rendirle un sentido homenaje, al autor del extraordinario poemario Himnos de Mercia, (único libro publicado hasta el día de hoy en español). Se incluye, además, al inicio de la selección de poemas una nota de Jordi Doce. Lamentablemente nos deja el poeta, pero nos deja una inmensa obra aún por descubrir.

 

 

Por: Geoffrey Hill

Selección de poemas y nota: Jordi Doce

Traducción: Jordi Doce (y quien se indique en cada poema)

Foto del autor tomada de: Izq. www.poetryfoundation.org

Der. Ed. DVD

 

 

Geoffrey Hill: La lengua cavilosa

 

Miembro de la promoción lírica que empezó a publicar en la década de 1950, Geoffrey Hill (1932-2016) ha sido considerado por críticos como Harold Bloom y Christopher Ricks como el poeta británico más importante del último medio siglo. Su poesía –recogida en Broken Hierarchies: Poems 1952-2012 (2015)– incluye títulos centrales como For the Unfallen (1959), Mercian Hymns (1971), Tenebrae (1978), Canaan (1997) o Without Title (2006). Tras estudiar en la Universidad de Oxford, trabajó más de veinte años como profesor de literatura en la Universidad de Leeds. Pasó luego a ocupar la cátedra de literatura y religión en la Universidad de Boston (Massachusetts). Fue Professor of Poetry de la Universidad de Oxford entre 2010 y 2015, y es autor de una escueta pero incisiva obra crítica.

Las dos notas que dominan esta poesía son su perfección formal y su tono elegíaco y severo. Hill se ha ganado una reputación de poeta difícil, dueño de un lenguaje grave y alusivo, que somete a una gran tensión. Estamos ante una obra marcada, en lo expresivo, por la elipsis y la ambigüedad semántica. Sus poemas se nos muestran como precipitados de palabras, bloques textuales que giran sobre un centro no declarado. Como escribió Seamus Heaney con perspicacia:

Hill se presenta ante la palabra como un mampostero ante un bloque de piedra (…). La forzada retórica de sus poemas es una especie de arquitectura verbal, un vástago grave y resuelto del Románico inglés. La maleza nativa, esa maleza que es tanto vegetal como verbal, combinada con una ornamentación primitiva que mezcla las volutas con las formas del helecho y la hiedra, entra en colisión con los contornos del tímpano y el arco de medio punto, se enfrenta a la pesada elegancia del latín imperial.

La impresión de pétrea fijeza que ofrece esta poesía no esconde la violencia a que somete sus materiales. Como explica Heaney, la obra de Hill remite a la severa armonía de los edificios románicos, marcados por la fusión de formas naturales –herbarios y bestiarios– y la geometría deliberada del hombre. Como ellos, estos poemas aúnan elementos de indudable sofisticación literaria con otros de origen primitivo: por un lado, la elipsis, el doble sentido, la complejidad de la sintaxis y la morfología en forma de inversiones, neologismos y compuestos, y la abundancia de referencias cultas, que presuponen un buen conocimiento de la tradición europea; por otro, cierto gusto por los elementos físicos de la lengua –aliteración, rimas internas, ritmo acentual–, así como una imaginación que no rehúye la dimensión grosera y doliente de la realidad física.

La mirada de Hill rechaza toda forma de embellecimiento. Mejor dicho: la tensa lucidez de estos poemas surge de su habilidad para reconocer la belleza que habita entre las ruinas, que es también la belleza de esas ruinas que exhiben el aura del esfuerzo y la dignidad humanas. Es el mirar de quien, por boca de Merlín, puede decirse: «Reclaman mi atención los innúmeros muertos, / pues ellos son la cáscara de una rica simiente». Y aunque el imán del dolor afina su percepción del mundo natural («y miré/ al águila abatirse con garras extendidas, / salpicando de plumas sangrientas la ribera / hasta dejar desnudo el tendón palpitante»), hay en esta poesía una voluntad de empatía con el hombre que sufre y vive condenado.

Mercian Hymns, editado en 1971, fue un punto de inflexión en esta obra. No sólo es el único de sus libros adscrito al género del poema en prosa, sino el más asimilable a un impulso autobiográfico. A diferencia del idioma simbolista de los primeros libros, Himnos de Mercia despliega una música más serena y accesible, cercana en ocasiones a la evocación íntima. El estilo no es aquí menos alusivo, pero se despliega en un molde formal que favorece el sincretismo, la hibridación de registros y referencias culturales, la coexistencia de un lenguaje literario con incrustaciones vernáculas y coloquiales. Este sincretismo está en consonancia con unas páginas que vinculan la memoria personal al curso de la historia y las huellas que deja en el paisaje y en la vida de sus pobladores. Secuencia de treinta poemas en prosa, Himnos… es varios libros en uno: relato elíptico de una infancia durante los años treinta y cuarenta del siglo pasado, reconstrucción elegíaca de un mundo rural al que la posguerra inglesa dio la puntilla, alzado etimológico del idioma inglés, buceo en los mitos y leyendas de la memoria colectiva.

Para terminar, he añadido dos poemas de un libro más reciente (Sin título, 2006). El más extenso, «El muchacho saltarín», es una lectura del cuadro del pintor inglés Christopher Wood (1901-1930), Boy Jumping Stream, que cuelga en el Museo de las Artes de Sheffield y que, según Hill, le hizo pensar en el niño que era en 1940. En una entrevista a la BBC, Hill comentó que sus poemas «no suelen comenzar con imágenes, sino con grupos de palabras», por lo que «El muchacho saltarín» era «una anomalía por la que siento gran afecto». La verdad es que es el cuadro de Wood es sólo un punto de partida; el poema no tarda en postular nuevos elementos que sin duda («conozco este lugar») remiten a su biografía: los huertos temerosos, las lomas de tojo, la muchacha escondida… Y ese casco de juguete que hace pensar en algunos de los poemas «bélicos» de Himnos… Las cuatro secciones del poema se van adelgazando hasta culminar en ese grito («¡vamos!») con que su autor parece animar al niño que fue, que es aún, al niño que persiste en la escritura sin importarle los años o la experiencia acumulada.

«Clemátide silvestre en invierno» es un modelo de brevedad epigramática que exhibe el talento de Hill para recrear con detalle expresionista su fascinación por el feísmo urbano y el milagro persistente del mundo natural. El lenguaje no ha perdido un ápice de su densidad alusiva, pero ahora la imaginación ha dejado el viejo mundo mítico para levantar un escenario propio de un disco de música punk.

 

 8 poemas de Geoffrey Hill.

In memoriam

 

 

Génesis

I

Contra el aire fornido afiancé el paso

gritando los milagros del Señor.

 

Y lo primero fue obligar al mar

a sostener el peso de la tierra;

y al oír mi plegaria, las olas florecieron,

los ríos desovaron sus arenas.

 

Y en los ríos colmados y salinos

el duro y obstinado salmón se desveló

por alcanzar los montes apacibles

venciendo la corriente y el golpe de las aguas.

 

II

En el segundo día me levanté y miré

al águila abatirse con garras extendidas,

salpicando de plumas sangrientas la ribera

hasta dejar desnudo el tendón palpitante.

 

Y al tercer día proclamé: «Temed

la suave voz de la lechuza, la mueca del hurón,

el arco intencionado del halcón en el aire,

y el frío de sus ojos y el metal de sus cuerpos,

para siempre entregados a la presa».

 

III 

Y al cuarto día, renuncié

a esta feroz e impenitente arcilla,

al tiempo que erigía el Leviatán acuoso

como un inmenso mito para el hombre,

 

y al albatros, de largas alas, le hice

blanquear la ceniza de los mares

donde se cruzan Cero y Capricornio,

una inmortalidad meditabunda

como la que posee el hechizado fénix

en el árbol inmarchitable.

 

IV

El fénix arde, frío como la escarcha;

semejante a un espectro legendario,

el pájaro-fantasma escapa y se extravía,

volteado sobre un mar anodino.

 

Así, en el quinto día retorné

a la carne y la sangre y al dolor de la sangre.

 

V

Y al sexto día, mientras cabalgaba

impaciente entre las obras de Dios,

con espuelas saqué la sangre del caballo.

 

Por la sangre vivimos, la fría, la caliente,

para asolar y redimir al mundo:

no hay mito que sin sangre se mantenga.

Por la sangre de Cristo se liberan los hombres

aunque sus cuerpos yazcan en sudarios

bajo el pellejo áspero del mar;

 

aunque la tierra envuelva en sus entrañas

los huesos incapaces de soportar la luz.

 

 

 

Merlín

 

Reclaman mi atención los innúmeros muertos,

pues ellos son la cáscara de una rica simiente.

Si ahora se congregaran para obtener sustento,

rebasarían una manta invasora de langostas.

 

Arturo, Elena, Mordred: ya todos han partido

a las entretejidas galerías de hueso.

Junto a los largos túmulos de Logres se hacen uno,

y en su ciudad se yergue a espiga coronada.

 

 

De For the Unfallen (1959)

Trad. Jordi Doce (revisada por el Taller de Traducción Literaria de La Laguna)

 

 

 

 

Ovidio en el Tercer Reich

 

Me gustan mi trabajo y mis hijos. Dios

queda lejos, difícil. Las cosas son así.

Muy cerca de los viejos bebederos de sangre,

la inocencia no es arma de este mundo.

 

Una cosa he aprendido: a no menospreciar

tanto a los condenados. Ellos, en su otra esfera,

armonizan extrañamente con el amor

divino. Yo, en la mía, me sumo al coro amante.

 

 

Canción de septiembre

nacido 19.6.32 – deportado 24.9.42

 

Indeseable quizá fueras,

pero intocable no. De ti no se olvidaron,

ni en la hora precisa te pasaron por alto.

 

Como estaba previsto, falleciste. Los hechos

se encadenaron, tercos, a tal fin.

Solo Zyklón y cuero, patentado

terror, los gritos rutinarios.

 

(He hecho

una elegía para mí es

cierto)
Septiembre está maduro en las vides. Las rosas

se desprenden del muro. La humareda

de inocentes hogueras da en mis ojos.

 

Con esto basta. Es más que suficiente.

 

 

 

Los hombres son una parodia

de los ángeles

i.m. Tommaso Campanella, sacerdote y poeta

 

Algunos días

una sombra a través del tragaluz comparte

mi calabozo. Observo a una babosa

escalar por el surco destellante

de su propia baba. Los gritos,

según salen, son míos; luego,

de Dios: de Dios mis llagas y el amor, la justicia,

la desdeñosa luz, el pan, la mugre.

 

Yacer aquí, en mi extraña

carne, mientras un ya saciado Tormento

duerme, manchado con su rápido comer,

es una dicha ajena a los trabajos

del mundo, aunque por poco tiempo.

Pero se nos conmina a incorporarnos

cuando, en silencio, yo siquiera

apaciguar mi voz.

 

 

De King Log (1968)

Trad. Jordi Doce (revisada por el Taller de Traducción Literaria de La Laguna)

 

HImnos de  Mercia (J. Hill)

 

Himnos de Mercia

 

IV

Fui investido en la madre tierra, la cripta de raíces y finales. Juego de niños. Allí moré, aguardé mi momento: donde el topo

 

empellaba la rueda atorada, su sólido de oro; donde tediosos tejones se apiñaban en los tiros de las chimeneas romanas, las mansiones largo tiempo inesperadas de nuestra tribu.

 

 

VI

Los príncipes de Mercia eran tejón y cuervo. Esclavo de su libertad, yo excavaba y atesoraba. Huertos fructificados sobre grietas. Yo bebía de los panales de arenisca helada.

 

«Un niño inadaptado en casa, solitario entre hermanos». Mas yo, que ninguno tenía, alentaba una extrañeza, me entregaba a juguetes inalcanzables.

 

Velas de resina nudosa, ramas de manzano, el muérdago pegajoso. «Mira», decían, y de nuevo, «mira». Pero yo corría despacio; el paisaje se retiraba, regresando a su fuente.

 

En el patio del colegio, en los baños, los niños mostraban orgullosos sus cicatrices de moco seco, muñecas y rodillas adornadas de impétigo.

 

VII

Gasómetros, su rojo entre los campos. Represas de molino, piscinas de marga en completo reposo. Enjambres de anguilas. Coágulos de ranas: en una ocasión, con ramas y trozos de ladrillo, golpeó una acequia llena; luego se alejó furtivamente de la quietud y el silencio.

 

Ceolred era su amigo y lo siguió siendo, incluso tras el día del caza perdido: un biplano, ya entonces obsoleto e irremplazable, dos pulgadas de tosca plata densa. Ceolred lo dejó caer en barrena por un hueco abierto entre los tablones del suelo del aula, suavemente, sobre excrementos de rata y monedas.

 

Después del colegio atrajo a Ceolred, que se reía de miedo, hasta las viejas canteras, y lo despellejó. Luego, tras dejar a Ceolred, viajó durante horas, solo y tranquilo, en su camión de arena privado, derrelicto, de nombre Albión.

 

XI

Monedas tan hermosas como las de Nerón, sustanciosas y graves. Offa Rex, resonante en plata, y el nombre de sus acuñadores. Golpeaban con tacto responsable. Podían alterar el rostro del rey.

 

Exactitud en el diseño para prevenir la imitación; si había error, mutilación. Metal ejemplar, maduro para el comercio. Valor propio de gentes dispersas, raspadores de salinas y de establos.

 

Cuerpos vendados en la zanja extensa; un ojo vuelto hacia arriba. No es arriesgado, aquí, presumir la ira del rey. Reinó durante cuarenta años. Las estaciones tocaron y retocaron la tierra.

 

Tierra de brezos y vegas recién formadas. Mostaza silvestre, caléndulas de los pantanos. Bosque de robles crepitantes donde el jabalí surcaba el humus negro, hozando cómplice entre hojas y lombrices.

 

XII

Sus palas se injertaron en un suelo de resistencia variable. Se abrieron paso tenazmente hacia el tesoro. Saquearon epifanías, vértebras de la quimera, la armadura de larvas de abejas salvajes. Tundieron la piel facetada del dragón.

 

Se pagó a los hombres para que calafatearan los conductos del agua. Fabricaron cerveza y orinaron con esplendor; sus letrinas empaparon el estuario a través de las ortigas. Urdimbre mohosa, se han esparcido hasta vuestras colaciones.

 

Es otoño. Ramas de castaño entrechocan sus hojas inflamadas. El jardín se ulcera reclamando atención: culturas telúricas enriquecidas con cascos, bulbos, nódulos, los sólidos hundidos de la gravedad. He desenterrado un resplandor dorado y hediondo.

 

 

De Himnos de Mercia (1971)

Trad. Jordi Doce y Julián Jiménez Heffernan

 

 

 

 

Clemátide silvestre en invierno

i.m. William Cookson

 

La vieja dicha del viajero aparece, desnuda, como una flor de espino

mientras el coche enfila la ciudad entre borrosos pormenores…

clemátide silvestre derramando la falsa simiente de las vainas,

la tierra eyaculada, el sol y su mortaja blanquecina,

helechos húmedos raídos sin piedad, prensados como raspas de pescado,

y la hierba del terraplén hachada y emplumada por la escarcha,

por todas partes desperdicios, vertidos bien visibles

en esta aparición palidecida.

 

 

El muchacho saltarín

1. 

He aquí el muchacho saltarín, el muchacho

que salta mientras hablo.

 

Está a sus anchas en el camino real,

a oídos de la casa alta, su ciego

alero, los árboles; conozco este lugar.

 

La senda, en gruesas líneas fuera del campo de visión,

se acaba en cualquier parte pero no en Lyonnesse,

aunque es de Lyonnesse de donde he de traerte,

 

por huertos tenebrosos, a través de las lomas

de tojo de la antigua tierra comunal

devuelta en todas partes al futuro de la memoria.

 

2.

Brinca porque siente una seria

alegría al brincar. Los ojos de la chica

 

tienen vedado el paso, o bien ella

está a un paso, a cubierto, y nosotros,

sin saber cómo, debemos saberlo.

 

Apuesto que idolatra su cabeza plebeya

de balín, sus aladas zapatillas de lona

de nuevo Hermes, su abollado casco de juguete

 

sujeto con elásticos. Está ganando

una guerra justa y trascendental

contra la gravedad.

 

3.

Tal vez sea un caso de levitación. Yo

podría hacerlo. Dar a su nuevo cuerpo

mi remembranza. Tales incidentes ocurren.

 

 4.

Sigue saltando, saltarín; el muchacho que fui

grita vamos.

 

 

De Without Title (2006)

Trad. Jordi Doce

 

 

 

 

 

 

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