Por: Juan José Rondinas
Es casi aquí, es, digamos, es casi bueno, a
distancia, acercarse, es bueno, casi, va hacia, eso va
hacia bueno, en lo bueno, eso no es nulo, es eso
casi, va, bien si un poco todavía va, es muy regular
pero, casi, eso es la mitad bueno pero eso va en la
buena dirección, es casi, agarra, pero, va, es si,
bueno, pero, casi eso, delante, detrás, el uno contra,
dentro, sobre la buena vía de hasta casi la mitad de
distancia tiende hacia este todo también bien.
CHRISTOPHE TARKOS, “cuadrado 21212155578637234251353”
Cuando se habla de poesía de la emoción, de arte emotivo, de literatura pasional, presumo que estamos ante un prejuicio o, quizás, ante una idea abstracta y quizás ligeramente demagógica. Desde luego, la primera pregunta es ¿qué nos emociona? Escribo esto mientras escucho el disco Discipline de King Crimson y, aunque a mí me conmueve, no sé si es objetivamente, ontológicamente emotivo. ¿Hay acaso un “ser” de la emoción? ¿Posee la emoción un código genético que el artista pueda administrar eficazmente desde sus dotes expresivas? Francamente no lo creo, aunque sí opera una dinámica que puede esclarecer ese planteamiento sobre la emoción literaria. El lenguaje está constituido de palabras y de reglas que están escritas, pero que se van reescribiendo diariamente en el uso del lenguaje oral, escrito, mediático e hipermediático. Quizás el asunto clave está más bien en pensar que entre más obediente eres a las reglas vigentes en ese contrato social que es el lenguaje podemos escribir poemas más emotivos. ¿Es esto así? ¿Son Danielle Steel o André Rieu artistas emotivos? Y, si la respuesta es afirmativa ¿serían Xenakis, James Joyce o José Miguel Ullán artistas de la frialdad, de la dureza, de la indiferencia? Quizás Paulo Coelho pensaría que sí. Quizás algunos suscribirían esa opinión. Yo diría que Xenakis o Ullán más bien trabajan sobre coordenadas emotivas irregulares, imperfectas, caosmóticas, que demandan lecturas tabulares y que, solo quizás, son autores preferidos por públicos minoritarios. Leamos un fragmento de Ullán, correspondiente al libro Ardicia:
Llora, porque toda mirada entraña error.
Mas los andrajos, horca, palio y cruz no morirán por este llanto. Mejor, fulgir a solas y rezar en balde. ¿Como el topo? Así; dueño de la penumbra y de su asfixia.
Hablando por hablar. A ciegas. Ojo del corazón, quema el paisaje.
El trabajo con el lenguaje del poeta español está marcado en la tradición simbolista. De hecho, cada imagen parece abrirse a múltiples significados. Sin embargo, el arco de posibles significados se cierra cuando observamos ciertos símbolos recurrentes: mirada, fulgir, topo, ojo del corazón, paisaje. Se trata de una poética de la mirada, fragilizada ante la imposibilidad de concernir la imagen del mundo en una sola postal. Sin embargo, lo que me parece más interesante para nuestros fines es la inclusión de tres vocablos: llora, llanto, corazón. Si tuviéramos a la mano un tesauro de las palabras de acuerdo a sus implicaciones con el pathos, yo supondría que entre las cinco primeras deberían constar corazón y llanto. Evidentemente, el uso de ciertas palabras no determina la emotividad de un texto, aunque es posible que cree un ángulo de empatía. Una sintaxis más lineal (acoplada a las normas gramaticales y a la prosodia del lenguaje hablado) puede generar la misma impresión. Sin embargo, esta empatía es, por decirlo de alguna manera, de primer grado: se refiere solo al ámbito del entendimiento del texto. Otra cosa es la capacidad de ese texto de conmover. ¿Nos conmueve una lista de productos? No, pero la entendemos. En cualquier caso, y regresando a la idea central, la materialidad del texto (la semántica de sus palabras, su ensamblaje o su sonoridad) no garantiza que la emoción ocurra. Eso depende de los marcos socioculturales en que reciba dicha obra y de la singularidad emotiva del lector. Efectivamente, podemos admitir que la empatía de primer grado (entender el texto) ocurre con más facilidad en escrituras menos desacopladas, menos densas léxicamente y más mnemotécnicas: los comerciales de televisión funcionan así. Así, entre más densidad simbólica o sintáctica presenta un texto, es más probable que esa empatía de primer grado se ralentice: el entendimiento del texto sucede más lentamente. En ese sentido, hay diversos grados de adensamiento simbólico, de acumulación léxica y desacople sintáctico: eso es algo que sí podemos definir y consignar. Sin embargo, la empatía de segundo grado (la emoción) no es, bajo ningún concepto, equivalente a la empatía de primer grado (el entendimiento racional)[1]. Así, el entendimiento emocionado parece moverse entre estos dos puntos de referencia, en una línea más o menos fracturada, entre el despliegue cognitivo y aquello que se mueve a un nivel menos racional (desacoplamiento, desautomatización, quiebre). De este modo, la emoción ocurre en un cruce de vías entre lo lógico y lo ilógico. Desde luego, esas son sólo coordenadas y el poeta tiene que resolver cómo tensar su poema en ellas.
De todos modos, los hitos intermedios (donde el dualismo emoción-indiferencia se manifiesta falso o, al menos, difuso) son los que hacen interesante este asunto. Algunos hitos intermedios podrían ser: Gonzalo Rojas, Tomás Segovia, Jorge Esquinca, Juan Gelman, pero ¿es Gelman un poeta de la emoción? Alguien podría decir: “sí, después de todo habla de amor ¿no?”. Desde luego, no en todos sus poemas. Además, Gelman tiene textos de filiación, de inquietud hermética. ¿Son estos textos (los de Mundar, por ejemplo) menos emotivos que los que aparecen citados en las películas de Subiela? No lo creo. El problema que yo veo con la idea del “poema emotivo” es que se confunde una característica formal del texto con el fenómeno de su recepción (e incluso más allá, sobre un concepto impuesto al acontecer de tal recepción). Desde luego, ambas cosas estás relacionadas, pero no son lo mismo: ser entendido no es lo mismo que conmover. Puedo entender que un poeta se defina como de “línea clara” o a favor de la tradición porque son rasgos –más el primero que el segundo- que se pueden evidenciar materialmente en los textos. Sin embargo, la idea de la emoción es muy ambigua.
Para explicar esto podemos partir de un punto: la mayoría de los poetas contemporáneos pretenden crear un consenso alrededor de su obra, pero sin perder el prestigio de su insularidad, el aura de su carácter ideosincrático. Esa propuesta paradójica (legitimación y singularidad) va precedida de una voluntad de ser entendido (incluso en ese entender no entendiendo, incluso si ese entendimiento se desliza como intuición) y de singularizar su uso del lenguaje. Sin embargo, nada garantiza que un modo específico de trabajar el lenguaje emocione a todas las personas o incluso a algunas fijadas como lector ideal. Cabe anotar que incluso algunas campañas publicitarias donde intervienen antropólogos, publicistas y expertos en retórica fracasan. ¿Por qué? No quiero atribuir esto al misterio, sino a algo menos metafísico, pero quizás más complejo: a las sutilezas del movimiento, a las leyes del caos y las características sensoriales de un lector cultural, económica, social y topológicamente situado. Quizás en otro tiempo hubiese sido posible pensar que la emoción y el lenguaje estabilizado por consenso eran equivalentes, en virtud de que el lenguaje mismo era una experiencia comunitaria y la posible comunidad de lectores (o, más bien, de oyentes) era mucho, pero mucho más homogénea: la vida y las palabras no se distinguían (y de hecho esto aún es así en ámbitos donde las comunidades son pequeñas y su sistema simbólico es autocoherente y fluido).
Sobre esto habría que señalar algo. Eduardo Milán al referirse a Mario Benedetti dice que su compatriota traduce el sensorium del hombre medio[2]. A propósito de lo dicho por Milán recuerdo que hace al menos diez años, en una librería de Quito una madre le sugería a su hija que leyera a Benedetti, tomando un ejemplar entre sus manos y mostrándoselo con cálida vehemencia. La muchacha, que no parecía la adolescente que dice no a todo lo que sus padres dicen sí, leyó un poema y le dijo a su madre: “esto no me gusta”. Ésta es una anécdota, claro, pero subraya la imposibilidad –al menos hoy por hoy-de crear un poema unánimemente emotivo. Quizás hoy seria pensar en un Benedetti de rasgos pessoanos: emo, geek, rash, yuppi, vegano. Tales identidades (que se traducen con frecuencia en experiencias lingüísticas y en sensibilidades diferenciadas) aparecen tan atomizadas y, en muchos casos, resultan tan divergentes que sólo el mercado cultural como totalidad podría ser ese poema promedio[3]. De hecho, las personas que nacimos en la periferia de Occidente después de la década en que Félix de Azúa señala como la fecha de la muerte del Gran Arte (los setenta del siglo XX) habitamos el mercado sin cuestionarlo porque está incorporado como un dispositivo maquínico en la mente: si lo cuestionamos –y hay que estar claros en esto- lo hacemos desde dentro, nunca desde fuera. El hecho de que Azúa sea europeo no cambia el hecho de que los aplastantes procesos de globalización y uniformidad planetaria parecen irremisibles (aunque quizás el autor español lo enfoca desde un escepticismo histórico que los latinoamericanos no poseemos). En todo caso, resulta claro que vivimos una espectacularización simbólica y un control biopolítico tan intensos que una sensibilidad media resulta más bien parte de un juego con el vacío del hombre contemporáneo. El autor colectivo Tiquun en Teoría del Bloom señala que el Bloom (este hombre o mujer sin contenido, característico nuestra época) ya no posee una identidad fija, si no que se enmascara en un juego de identidades finalmente ficcionales[4].
En ese sentido, algo como Dador de Lezama Lima podría parecernos materialidad bruta: lo otro, lo ajeno. Sin embargo, algo como Poemas de la oficina de Mario Benedetti también podría serlo. Desde luego, entre más alejados del lenguaje-consenso estén los juegos semánticos y las propuestas sintácticas del autor, las estrategias de acercamiento al texto deberían ser más refinadas. Pero el asunto central no es ése: incluso si la propuesta del autor exhibe mesura, contención y cautela, el poema podría no emocionar. Quizás entenderse, sin emocionar. O al revés. E incluso el lector podría simplemente no reconocerse allí: no hay anagnórisis, no hay emoción. Quisiera utilizar otra analogía. Cuando una persona visita un restaurante de comida rápida, la entrega de la misma es inmediata y se sugiere que su consumo sea expedito. Algo bien hecho que puede servirse rápido y, sin embargo, no emocionar al paladar. Lo mismo podría ocurrir con esos restaurantes de comida molecular o de slow food o de platos OLV, que pueden resultan maravillosos o completamente fallidos. Desde luego, es posible una poesía del consenso emotivo (después de todo el lenguaje-consenso puede tener alcances sobre minorías significativas), de la democracia emocional, pero sus rangos de éxito van a ser limitados. Aunque vivimos en un entorno que fabrica consensos de una forma tan liofilizada, tan acariciadora, y que apenas si nos damos cuenta que vivimos un fascismo reticular de baja intensidad, esos consensos son polimorfos y establecen quiebres y transfiguraciones de acuerdo a juegos que, aunque no son infinitos, sí resultan inconmensurables. Hoy funcionan Lady Gaga y Justin Bieber (productos diseñados con tal precisión que sólo podemos amarlos) pero mañana probablemente no. La caducidad prefijada por la Industria (incluida la del espectáculo) se ha trasladado aleatoriamente a las llamadas “artes serias” y, claro, a la poesía. Francamente, resulta difícil –y desbordado- escribir una historia de la poesía en esta época sin evidenciar una fragmentación que a su vez fragmente y disuelva en caos el propio proyecto historiográfico. Lo interesante –y divertido- es que esa misma fragmentación impide codificar la emoción de una manera estática y que, si bien hoy nos emociona King Crimson, mañana podría ser el día de Cheo Feliciano o de Mamá Vudú. O hasta, la emoción nos libre, de Subiela.
Voy a contestar al comentario del tal Alf porque me molesta el tono de sabelotodo con el que refuta mi ensayo:
1) ¿Qué quieres decir con “Querido amigo no importa cuantas veces se reinvente el decir pop rock yeah que KOOL”? Si para ti la fragmentación del mundo contemporáneo se reduce al rock y al espanglish es una pena.
2) Luego dices “El disfraz de intelectual para apoyar el discurso es una herramienta abusada en estos tiempos sin dios ni ley y de pescadores a río revuelto.” En efecto, soy yo un pescador a río revuelto. Óyeme: todos en esta época somos pescadores a río revuelto: el río está revuelto, muy revuelto. Si no lo percibes así, vives en otro planeta. Por cierto, no pretendo disfrazarme de intelectual. He escritos ensayos y poemas desde haces más de diez años, así que lo mío no es una identidad de guardarropa. Incluso puedes afirmar que este ensayo no te interesa, que mi ensayo es malo, pero ese tono de descalificación es francamente risible.
3) Luego afirmas: “Lo simple es simple, y no hay necesidad de hacerlo confuso para justificar un punto de vista y vestirse de Oz.” Celebro la analogía: es ocurrente, aunque un poco pop ¿no? Además, si es así para qué comentas ¿Acaso tienes necesidad de vestirte de Oz (¿?) para desacreditar las ideas de “Oz”(si acaso me disfracé de Oz)? Ese argumento sólo se lo acepto a un monje zen, no a alguien que usa una herramienta telemática para desacreditar un punto de vista.
4)Luego dices: “Los seres humanos somos (aún) casi todo el tiempo gobernados por las emociones (a menos que nos convirtamos en Romulanos), y detrás de nuestras palabras generalmente -incluso ocultas- están esas emociones.” Por supuesto que sí ¿acaso he dicho lo contrario? Lo que sostengo es que las emociones están condicionadas culturalmente (hay por ejemplo culturas de la vergüenza y otras de la moral) y, en un mundo tan fragmentado como el actual, la experiencia simbólica y, por ello, la experiencia emotiva también lo están. Ojo: no digo que esté bien que sea así, sólo que así es.
5) Por otro lado, estoy de acuerdo contigo cuando dices “Nuestro lenguaje está basado en no solo describir el mundo y entenderlo, sino en tratar de comunicar nuestras emociones a los otros (cosa que ordinariamente pocas veces logramos y he ahí la dificultad de comunicarnos y trasmitir esas emociones). Creo que ese misterio y esa magia existen y que son limitadamente comprensibles. No hay modo de enseñar cómo transmitir una emoción, ni reglas para hacerlo.” En efecto, no hay reglas y creo que, sencillamente, el misterio o la emoción no se pueden fabricar, ni tampoco se puede establecer consensos sobre qué es la emoción. ¿Puedes tú definirla? Si puedes, más allá de tu fuero personal, ya te estás contradiciendo. Lo que yo creo es que poco podemos decir sobre eso, y que cada quien debe establecer los parámetros de su mundo emotivo.
6) Sin embargo, lo que no te acepto, “Alf”, es que por un lado me digas que la usamos las palabras para tratar de comunicar emociones y que luego digas que “La emoción en el arte no se mide en la gente, se aprecia en el arte en sí (¿qué significa en sí?), y como sucede con el verdadero (¿????) arte es innegable e indiscutible porque penetra en nosotros y traspasa los argumentos a través del tiempo y los cambios del lenguaje y de la sociedad”. ¡Por favor!, ese argumento es fascista (o místico). Los valores de las sociedades cambian y hay un tríada inseparable: lengua, pensamiento y cultura. Si cualquiera de las patas de ese trípode cambia, las otras cambian. Ungaretti decía en uno de sus ensayos que el italiano es una lenguaje vieja porque ha usado sus palabras de muchísimas formas. Las lenguas tienen edad. El mundo envejece. El sistema solar se apagará algún día.
7) Luego dices: “Punk o rock o pop o soft. Lo simple siempre será simple aún dentro de las leyes del K A O S”. Con esto, te ganaste un premio al monje zen de la argumentación. O la frambuesa de oro a la contradicción del mes. ¿Será lo mismo poner una cabaña al lado de un río transparente que en medio de una ciudad contaminada por la radiación? Quizás para ti sí. Yo lo veo de otro modo.
8 Luego dices: “El resto es bullshit” ¡Guau!, ¡Qué argumento, muy profundo, aplausos! Y continúas (y en esto estoy de acuerdo contigo): “Lo ordinario en la vida de los hombres es la incomunicación de emociones. Lo extraordinario es poder transmitir estas emociones”. Finalmente, en un giro inesperado, lanzas el disparate del año “Si eso es lo que busca la poesía “actual” : el reconocimiento por la pura postura, la fractura de la fractura, y la pos de la posmodernidad, que usted defiende, me temo que su punto de partida es lo ordinario. El día en que la emoción esté sobrevalorada, dejarán de existir las montañas rusas, y las máquinas escribirán los poemas.”
Este punto merece un desglose:
a)reconocimiento por la postura: yo no he hablado del reconocimiento en ningún punto del ensayo. En todo caso, creo que hay comunidades de lectores muy pequeñas pero también muy diversas. Además, si en algo no creo, es en la consagración definitiva de nada en esta época. Vivimos tiempos líquidos y toda consagración está expuesta a su propia disolución. Así que no hay que desesperarse, Señor Alf.
b) la fractura de la fractura sí, pero también los aforismos de Porchia y los haikus de Tairo e, inclusive, la poesía de Benedetti y las canciones de Arjona, pero NADA COMO ABSOLUTO. Y no es que crea en la posmodernidad si no que, o eres ¡insensible! o vives en una torre de marfil. Déjame decirte que es preferible una garita de guardia.
c) Claro que hay que partir de lo ordinario y hacerlo extraordinario. Lo otro, partir de lo literario para hacer literatura, si bien no es fácil, es como tener un padre médico y estudiar medicina. Algo menos interesante, creo. Aunque también me parece que todo tiene cabida y nuestros ecosistemas culturales y artísticos así lo requieren: diversidad.
d) Finalmente no creo que la emoción esté sobrevalorada. Creo que que está subvalorada por muchas personas (incluyéndote), que no se aprecian sus matices, su diversidad, su heterogeneidad y sus cambios. Porque la mente cambia y, si es cierto lo que Borges dijo sobre que hay poetas parmenideos y otros heracliteanos, yo me sumaría a los últimos.
[1] Rafael Alberti decía al respecto: Poeta, por ser claro, no se es mejor poeta. Por oscuro, poeta – no lo olvides-, tampoco.
[2] Milán, Eduardo. No hay, de veras, veredas. Ensayos aproximados. Madrid, Libros de la resistencia, 2012, p. 28.
[3] El mercado es, de algún modo, una mega-acción poética de arte relacional. De otro modo, no sería tan eficaz.
[4] El Bloom es “la humanidad que se corresponde a las modalidades de producción de una sociedad que se ha vuelta definitivamente asocial, con la que ninguno de sus miembros se siente ligado en modo alguno”. Tiquun. Teoría del Bloom. Madrid, Editorial Melusina, 2005, p. 61.