Francisco Gálvez. La sencillez de lo plausible. Presentación la antología «Los rostros del personaje»

 

Por Joaquín Fabrellas*

Crédito de la foto (izq.) Ed. Pre Textos /

(der.) www.diariocordoba.com

 

 

Francisco Gálvez. La sencillez de lo plausible.

Presentación la antología Los rostros del personaje.

 

 

1. Introducción

La poesía de Francisco Gálvez**, (Córdoba, 1945), aparece en un difícil momento histórico: políticamente, en los estertores de un franquismo elongado que había digerido cualquier iniciativa cultural, gracias a una censura ignorante, pero muy avisada de las novedades líricas que podían interponerse entre el poder y su continuidad, cuando ya se adivinaban los signos de flaqueza política—y España ya estaba preparada para un cambio a una política de mercado—; estéticamente, surge la poesía de Gálvez entre la alargada maestría del grupo Cántico, que hegemonizaba gran parte de la lírica andaluza, y en particular, de la lírica cordobesa desde el medio siglo, una influencia muy fructífera, que poetas como Guillermo Carnero recuperaron para sí y para la estética novísima en una ajustada visión heredera—en cuanto a cierto apunte de componente culturalista y aristocrático— del grupo cordobés, siendo este grupo un remanso de lírica sosegada con una arquitectura medida que atendía a una preocupación tanto en la forma, como en el fondo, y que los novísimos, por su parte, tradujeron solo en una vía de escape ante el social realismo de la lírica española del último cuarto del siglo XX.

Por tanto, Francisco Gálvez apareció entre un acotado campo de acción, entre el manierismo de una mal entendida lírica andaluza, deudora del folclorismo orgánico que hace un franquismo simplista y que había desembocado del mejor García Lorca, Alberti, o incluso de un Juan Ramón Jiménez costumbrista y apegado al terruño, lectura que el régimen había promovido, como también de un Machado que parecía cantar solo las dudosas excelencias de una Andalucía que nunca existió entre el tópico morisco y el baluarte del cristianismo en España.

Vistas así las cosas, aún había lugar para el canto, y aparece entonces una estética que supera el social realismo, de forma análoga a como lo había hecho también la aparición del grupo Claraboya, verdadero revulsivo de la lírica española a cuyo frente se encontraba el poeta leonés Agustín Delgado, y aparece entonces Antorcha de paja, revista poética cordobesa fundada por José Luis Amaro, Rafael Álvarez Merlo y el propio Francisco Gálvez, en Córdoba, el mismo año en que aparece el primer libro de Gálvez, Los soldados [1973], revista que duraría hasta el año 1983, publicando la antología Degeneración de los setenta [1978]. Una antología de poetas heterodoxos andaluces. Fue una colección que reunía lo mejor que había aparecido en las páginas de la revista Antorcha de paja y que incluía a doce poetas andaluces, entre otros: Manuel Lombardo, Justo Navarro, Álvaro Salvador, que había ayudado a desarrollar la escuela granadina, la «Otra sentimentalidad», o de la «Experiencia», (cuya influencia ha sido patente hasta hace poco tiempo en los jóvenes poetas andaluces, los nacidos en las décadas de los 70 y los 80). Además de los poetas Juan de Loxa, Antonio Jiménez Millán, Álvarez Merlo o José Luis Amaro que también formaron parte de la antología cordobesa.

 

 

Se mueve Francisco Gálvez, tanto su obra lírica como su actividad de gestor cultural, en un amplio espectro de influencias y corrientes que visitan los principales movimientos que articulan el final de los últimos veinticinco años de poesía del siglo XX. Aparecen además sus obras en un momento en que estaba a punto de debutar la otra gran corriente poética al amparo del crítico y profesor Juan Carlos Rodríguez, con los —entonces—jóvenes poetas: Luis García Montero, Álvaro Salvador, Javier Egea, que hicieron una relectura de la generación del medio siglo, en especial, de los autores que más parecían responder a una articulación estética del fenómeno social realista de la España del medio siglo, y también del decisivo manual de Robert Langbaum, La poesía de la experiencia,[1957] donde se hablaba del fenómeno poético del dramatic monologue, o monólogo dramático, que ha sido entendido erróneamente, la mayoría de las veces, como un recurso de influencia teatral, pero que, en realidad, articula y vertebra gran parte de la poesía moderna, entiéndase por moderna, en España, al menos, desde el siglo XVI, porque ya Garcilaso lo utiliza en sus composiciones y en sus enmascaramientos líricos a la hora de esconderse tras la máscara de un personaje: (Salicio, Nemoroso), o las distintas formas que adoptara Góngora en las Soledades, planteamientos que corresponden a una voluntad que se mueve entre la institución social del adusto mundo de la corte, y la pasión amorosa, que debe expresarse en un código definido tras la Contrarreforma.

En esos años de efervescencia cultural, tras el franquismo, es donde surge la poesía de Gálvez, deslegitimando una vez más el canon castellano que se había construido principalmente a partir de los grandes núcleos urbanos: Madrid y Barcelona, y que había centrifugado todo movimiento que viniese de provincias, quizá, tal vez, este sea el motivo por el que muchos de los poetas de finales del franquismo, los cuales no habían sido incluidos en el movimiento novísimo, se quedaron fuera de la hegemonía canónica que no podía recoger o incluir obras de autores que no comulgaban con esas normas siguiendo un patrón urbano o un discurso que no interesaba a las grandes editoriales; en un segundo momento, otro rechazo, este ya andaluz, al no cumplir con el folclorismo impuesto por las autoridades locales para recuperar una supuesta identidad perdida, olvidando que Andalucía había sido históricamente, la cuna de poetas españoles y universales, ahí tenemos a Juan de Mena, Góngora, Fernández de Andrada, Rodrigo Caro, Fernando de Herrera, que no eran precisamente cantores de las excelencias andaluzas.

En otro orden de cosas, Gálvez anula con su propuesta lírica la estudiada eclosión novísima, desata las mordazas del canon, y demuestra que se podía hacer una poesía comprometida sin ser meramente social, sobre todo, en un momento en que se oían batir los tambores de guerra, en una futura inclusión de España en la OTAN, una actitud pacifista, una crítica que argumenta su primer libro, Los soldados [1973]: «Jóvenes aún / recién amanecidas sus facciones / como rosas en pétalos sus sueños»[…]; es decir, no cumple lo esperado ni por los grandes grupos editoriales de las grandes ciudades, ni lo esperando para un autor andaluz de finales del franquismo que expone la oposición a un militarismo que interrumpía la vida de los jóvenes que se alistaban a un ejército adolescente en un mundo llamado a ser desarrollado con un discurso incomprensible que se preparaba pacíficamente a una guerra continua y atroz. Es por este y otros motivos que veremos más adelante por lo que se ha considerado a Francisco Gálvez como un heterodoxo, en el sentido más ajustado de término: su oposición a las corrientes de finales de siglo XX, estableciendo otra forma de construir el racionalismo poético desde la rehumanización figurativa ante tanto exceso posmoderno de luces de ciudad y un yo difuso desajustado y cohibido en la ciudad moderna.

No: La poesía de Francisco Gálvez es un intento por clarificar las nuevas bases ontológicas del ser desde el punto de vista del yo, de hecho, apenas se enmascara en sus versos, su voz es casi siempre coincidente con su discurso, y su persona poética —podría haber elegido otra— pero no es así, es Francisco Gálvez él mismo, transita por estas líneas sin esconder su rostro en un personaje; aquí, quizá, el único personaje sea el tiempo, ese gran monstruo transformador, el causante de ese tránsito inveterado que ya Gálvez tenía muy claro desde que comenzó a escribir. El tiempo es solo tránsito, el cuerpo, accidente que se transforma todos los días y nos hace cambiar esa máscara y, en definitiva, el rostro del héroe que se contempla en el espejo, cuyo reloj le devuelve la pregunta de someterse de nuevo a su sentencia desafiando su condena, porque es eso lo que ha vertebrado la poesía de Gálvez, el paso del tiempo que domina la escena, y el silencio, la palabra, la reflexión, el «racionalismo vitalista» que ya nos apuntaba Molina Damiani en el prólogo a Una visión de lo transitorio[1998], o el «racionalismo figurativo», conceptos ambos que se pueden aplicarse también a esta antología que nos ocupa hoy, más de cuarenta años después de que apareciese su primer libro, porque la poesía de Gálvez mana de sí mismo, no de una impostura neoculturalista que suele confundir el yo y su reflejo idealizado, de ahí, su radical honestidad en su propuesta poética.

 

 

2.1. Tránsito

En Tránsito, primer volumen de esta antología, que cerraba además la antología anterior, parece adoptar la interpretación de Nietszche: si el mundo no existe, está en suspenso, solo nos queda la enorme labor de la interpretación del mismo, como representación, y esta es la interpretación articulada por el tiempo y su sensibilidad que cambia continuamente su texto, si el mundo es aparente, solo nos guiamos por los sentidos, y los sentidos nos engañan, excepto si lo recreamos mediante el discurso poético: esa sería nuestra nueva verdad, ya no habría máscara, y es ahí donde nos coloca Gálvez con su poesía, portador de una verdad que no necesita de coartada para sobrevivir, porque es autónoma, instalada en la fase previa del paso del tiempo, instalada en el tránsito, porque el tiempo se compone en definitiva de esos instantes:

«Todo fluye, nada reposa / no existe calma en lo vital / ni en lo extinguido, / en la luz todo palpita /y sube y baja sin cesar, / busca el color, el aire, / la distancia, el sonido. / Todo transcurre, sutil / en la luz declinable. //» p. 47 en Los rostros del personaje.

Por esto, Francisco Gálvez pertenece a la generación de los 70, en esa corriente que quedó desenfocada del estudio, toda vez que las fuerzas del canon y de la ortodoxia recayeron, como suele venir siendo habitual en lo más destacado de las novedades editoriales y las fuerzas del negocio artístico. Unos estudios que olvidaron lo liminar, los márgenes, ya fuesen físicos o mentales y en donde podrían incluirse también los poetas: Aníbal Núñez, Jose-Miguel Ullán, Agustín Delgado, Diego Jesús Jiménez, Manuel Lombardo o Francisco Ferrer Lerín.

El tránsito —como hemos apuntada más arriba— tiene que ver con la lección heraclitiana, el pánta rei avisándonos del inevitable fluir de las cosas, en especial, del tiempo como constructo inmaterial regidor de nuestras vidas desde el nacimiento, ese tránsito compone el movimiento perpetuo que ocurre de manera imperceptible y produce una contradicción: su esencia inmaterial que se traduce en un acabamiento real. La inapreciable transcripción del tiempo en el espacio del rostro, el abandono de la juventud para instalarse en la madurez con la certeza de que somos el tiempo que nos queda.

«Todo fluye, nada permanece, / todo regresa y ya es distinto, / en la luz gira, por la luz transita, / y solo un reflejo nos dice / que el mundo es semejante / y las sensaciones distintas, / que el vértigo ya ocupa otro destino, / y la pasión nos habla de otro instante //» p. 41 de Los rostros del personaje.

 

Constituye Tránsito una sólida reflexión sobre el paso del tiempo, sobre la huella dejada en los hombres, la poesía viene a dar el correlato existencial sobre ese paso, su desaparición de la que solo queda una muestra sobre la piel: tránsito en el nacimiento, abandonar la oscuridad uterina para venir a habitar la luz; tránsito en la edad pasajera, diaria, incansable, y un último tránsito hacia la oscuridad inorgánica de la muerte, la poesía se erige como testaferro de ello. Porque en realidad la muerte no nos pertenece, es del mundo de la nada. […] «[L]o vivido es polvo sutil / que la noche difumina»[…] p.50.

Sin duda fue este libro un momento de inflexión en la propia lírica de Gálvez y también en la lírica andaluza, porque abría nuevos caminos poéticos que recogía la influencia de Gaston Bachelard y su poética del espacio, una nueva inteligencia sensitiva que se aplicaba a lo lírico

 

El poeta Francisco Gálvez leyendo

 

2.2. El hilo roto

Gálvez nos ofrece aquí. Dividen este libro cinco secciones: “Mensajes”, La llamada”, “El hilo roto”, “Al otro lado” y “Monólogos”. Hay varios temas que estructuran la poética de Gálvez, como hemos visto, la preocupación social, el apoyo a los desfavorecidos, la preocupación por lo humano, y en esto libro, se abre también otro tema: la incomunicación, la incapacidad para decir aquello que queremos, y como consecuencia, la soledad, fruto de nuestro uso abusivo y consumista de la tecnología que rige nuestro destino inmediato, así se erige el teléfono, y en su defecto, el contestador automático como ejemplo de esa incomunicación, de esa separación patrocinada por una sociedad que no sabe escuchar y que tiende a la separación entre los diferentes actores.

«Solo estoy para solitarios, / exiliados, inmigrantes, tercera edad / gente desposeída, errantes, y enfermos de soledad incurables […]», porque «no estoy para lo temporal», p. 94.

 

El poeta acoge en su discurso a los que transitan delante de nosotros y son invisibles, les da espacio en su discurrir, les da voz mediante el ejercicio de lo poético en un lenguaje que simplifica aún más la corriente establecida en la poesía de la primera década del siglo XXI. Y es que Gálvez parece retomar ese tono crítico que anunciaba en su debut poético, el tono de crítica que se oponía a lo militar, a la barbarie en nombre del progreso, aquí, parece darle una nueva vuelta de tuerca a la aparente felicidad que habita en el corazón de una sociedad como la española, que en la primera década de este siglo, se estaba introduciendo en los grandes cambios macroeconómicos que auguraban una mejora monetaria que devino en más desigualdad con el paso del tiempo y pobreza, dejando a aquellos que no podían formar parte de la sociedad, en un limbo de soledad y olvido, esos son los personajes a los que va dirigido este libro; estos primeros momentos en donde la desesperación se articula de manera tan clara y Gálvez trata de repararla desde la solidaridad hacia gente que habita los márgenes no deseados de ninguna sociedad.

 

 

2.3. El paseante

Francisco Gálvez nos propone un viaje en siguiente libro, El paseante, un itinerario que conecta con la tradición del homo viator medieval, ese hombre que no deja de moverse de un lugar a otro, el desterrado, el apartado de la sociedad. Salvando las distancias, en este poemario el vagar es producto de la incomodidad, que desgaja a su vez un comportamiento de denuncia, de incomprensión ante lo que ve, inadaptación que se traduce en un monólogo sentimental desde la ética. La voz poética, la persona lírica que lleva la palabra nos hace deambular con él por unos lugares que vamos desvelando, en un juego sutil de adivinanza culta por casas y lugares visitados física o mentalmente, así, el pórtico del libro lo componen cuatro piezas que tienen que ver con el paso de las cuatro estaciones que repasan el “Invierno en Gales”, el lugar del escritor Thomas de Quincey; “Primavera en Vailima”, la casa adonde se retiró Robert Louis Stevenson, el “Verano en Zabalaga”, la casa del escultor Chillida, la que después sería Chillida Leku, y donde se produjo el abrazo entre los dos escultores vascos: Chillida y Oteíza después de tantos años de separación; y el “Otoño en Amherst”, la patria de la poeta Emilly Dickinson. Este marco nos da una idea acertada del homenaje que componen los poemas de El paseante.

La obra de Gálvez nos introduce en el mundo de la contemplación de la ciudad a la manera de Walser, mediante el paseo, la observación metódica de las casas que encuentra para las cuales componen una explicación, lo visto, como lo leído, adopta carta de naturaleza, es real, y explica sus sentimientos mediante lo que ha vivido paseando. Pensando, porque es su poesía una invitación a la reflexión, a la poesía meditativa de los poetas ingleses: «Cómo será esta casa dentro de unos años / vivirá en ella la misma gente, / sentirán de la misma manera, / la visitarán los mismos amigos, / resistirán los muebles todo el tiempo». /// p. 146

 

 

La casa se reviste entonces en la obra de Gálvez de la simbología propia de lo intermedio, el lugar que reside entre nuestra vida, nuestro oficio de vivir, el lugar donde depositamos el espacio reservado al alma y el más allá, el tiempo en que seremos silencio, es también ese tránsito del que nos hablaba en su primer libro de esta antología, el tránsito, el movimiento diario que transita entre la tiniebla de esta vida y la niebla del recuerdo en nuestro paso a la inexistencia primigenia, el umbral del paso, el rite de passage que se encuentra el hombre moderno ante la inminencia consciente de su fin, sin respuesta precisa desde la poderosa tecnología de lo inmediato que no tiene respuesta para lo permanente, la poesía viene a solucionar o a cuestionarse de nuevo por los mismos interrogantes desde el origen de la humanidad:

«Al final de la casa / hay una puerta entreabierta, / donde todo está por hacer / y lo que no se ve ni se oye / tiene el sentido de lo impreciso / de realidad a medias / presentida y misteriosa. Una puerta entreabierta / para manos diversas / que se acomodan a la mirada / de quien la abra»///[…]

 

El paseo al que nos invita Gálvez tiene que ver con el trayecto sentimental que hacemos en la vida, donde se miran los espejos que reflejan la cicatriz temporal, su huella marcada, como se marcan los naipes en una partida muy larga. De ahí que utilice el símil del álbum de fotografías donde se puede hacer un repaso a todo lo momentáneo antes de convertirse en recuerdo, un álbum de fotografías que es nuestra cotidiano existir, el almacenamiento en el negativo retiniano de nuestra mirada, el sensible movimiento del ojo que capta la luz y atrapa lo indecible en un instante, esa foto que no miramos, porque no está recogida en su libro, quizá la más importante, la que nunca se sacó y no estaba preparada, momentos infinitesimales que componen la arqueología sentimental no compartida y que escapa a la influencia tecnológica de lo inefable y solo tiene el camino de lo lírico para transportarse a un presente continuo que desafía las reglas del juego temporal:

«Cuando dejo de mirar / el álbum de fotografías / regreso al presente; / Me acerco a tu cuarto / y duermes apacible / mientras las voces de la calle / me desnudan de mi sueño; // han pasado los años / y aún conservo tu presencia, / recorro tu mundo / a veces tan cercano, / otras lejano y en penumbra»[…], p. 157.

 

Es también una reflexión sobre la ciudad moderna, ninguna ciudad va a sustituir tu pérdida, ninguna belleza contiene el espacio del recuerdo que hemos construido para ellas, de ahí la contemplación del espacio urbano, su transformación en los últimos años, la bienvenida al bienestar social que ha transformado la ciudad y la ha convertido en un espacio de consumo, que ha hecho de los ciudadanos, consumidores, y de los turistas y antiguos paseantes, potenciales clientes, ciudades que no comprenden su belleza porque las han gestionados desde despachos que nada tienen que ver con la pereza del paseo, con la verdad del paso del tiempo, mientras otras partes de la ciudad transformada se diluye entre socavones y falta de luz o de limpieza, en definitiva, falta de espacio urbano, reivindicado desde lo social y el alma del pueblo, así, en “Ciudad natal”:

«Esta ciudad ya no te pertenece,/ aunque en sus calles reconozcas / tiempo y horas de tu infancia / y nunca las hayas abandonado /[…] Ya no tienes ciudad, / ni lugar a donde regresar un día.///

 

 

Ya hemos visto como Francisco Gálvez ha construido su particular weltsanchauung, la epistemología vitalista y expresiva de sus versos recorren un panorama sentenciado a desaparecer: la soledad, la comprobación de que el tiempo es una experiencia decadente que consiste en una pequeña vibración, un movimiento imperceptible, mientras el ciudadano queda desactivado en un sistema perverso de pensamiento hegemónico cuya única verdad es el consumo, nos dice cómo la tradición rebelde que se enfrentó con la dictadura está siendo apaciguada por un espejismo de un bienestar desigual en un latifundio económico sin fronteras que crea inercias violentas en nuestras sociedades y en otros países que están viendo que su razón de ser es convertirse, por medio de este neofascismo internacional, en sucursales productivas de occidente, mientras no se cumplen los sueños del idealismo social que nos prometía una sociedad justa en una democracia vigilada por la economía de mercado.

 

 

2.4. Asuntos internos

Bien, Gálvez, nos ofrece en las cinco secciones de Asuntos internos, el cuarto libro de esta antología: “Sombras que regresan”, “Diario de impresiones”, “Los lugares del tiempo”, “Barrio del Este” y “Amor y tiempo”, una visión sobre la infancia, por aquello que dijo Rilke sobre la infancia como la única patria del poeta, momento que es aprovechado para verter todo el caudal lirico y convertirlo en reflexión, un momento que el poeta requiere porque le sirve para marcar las diferencias con la actualidad, esta actualidad que tanto ha cambiado en un movimiento centrífugo que elimina al diferente, o al que no está insertado en un discurso mayoritario, pero no democrático.

La sombra es la incertidumbre simbólica en la cual encarna Gálvez la zozobra sentimental de enfrentarse de nuevo a su pasado, la cual estructura metódica la vuelta al comienzo, al instante, no quiere el espíritu recobrar toda la experiencia vital de la infancia, solo el momento en que fuimos felices, el lugar donde la mirada se detiene, la primera parte es un diario sentimental que se ancla en torno al lugar que habitamos, como vimos en el libro anterior, la posibilidad de buscarse a sí mismo en los sitios que habitamos, pero que ya no nos contienen, y solo lo hacemos en el dudoso territorio del recuerdo y del olvido, cuando las cosas no ofrecían tanta duda, principalmente porque la infancia recupera un mundo sin reflexión, de acción directa y de sentimiento, tan contrario a la edad adulta, donde todo está sopesado y decidido cuidadosamente en un balance que ejercemos sobre nosotros mismos, como si el paso del tiempo no fuese ya bastante.

«He vuelto para ver / la intensidad de la mirada / donde los nombres / solo miran y rescatan / cosas olvidadas, seguras / o el tiempo se las lleva.///» p. 206.

 

La acción del tiempo nos hace valorar aquel espacio en que precisamente no importaba y los días se alargaban indolentes sin preocupación, el niño y su mirada que prevé su madurez sin preocupaciones, esperanzado. Todo parece pertenecer desde el sesgo de la vida madura a un decorado, a un recuerdo—inventado por la mano del artista— inerme, porque habita un recuerdo perfecto, como aquel otro que nos contara Proust, o como el que Cernuda nos mostraba en su Ocnos, recuerdo que como la de la mitología nos cuenta, trenza incansable cada día el junco, metafóricamente, diría yo ahora, entre el recuerdo y su invención, todo aquello que no recordamos se convertirá en creación literaria, por eso todo se nos vuelve ahora perfecto, porque: «[…]no crujen ni llevan ruido.///» p. 207.

 

El poeta Francisco Gálvez

 

2.5. El oro fundido

Y, por último, en El oro fundido, el último volumen que cierra la antología vemos de nuevo una de las primeras intenciones en la poética de Gálvez para este poemario tan complejo como hermoso, aúna el recuerdo y la memoria que se estructurarán mediante la palabra, la palabra heredada en el tiempo, al amor de la lumbre de la casa paterna. O como nos propone en la sección cuarta de “Última visión de agosto” donde se entremezclan y confunden varios planos cronológicos que se mezclan mediante el recuerdo alternando fantasía y realidad, la presencia de los padres difuntos y el presente actual que contempla a unos hijos que ya han crecido pero que el poeta contempla juntos gracias al discurso poético, un discurso poético que tiene que ver mucho con la poesía anglosajona, como afirma Francisco Ruiz Noguera: […]Puede decirse que la tradición predominante en la dicción de Francisco Gálvez hay que buscarla  no  tanto  en  la  comúnmente  considerada  tradición  andaluza,  e  incluso  en  la tradición española más convencional, sino más bien en alguna de las líneas de la tradición anglosajona.

<<Hoy leo junto al huerto, mi madre recoge tomates y pimientos, la tarde cae despacio[…] y ya somos el viento que vuelve. Mis hijos juegan en el verde. Ayer fue un día hermoso>>.

 

El oro fundido es un complejo procedimiento que necesita de la presencia de la polimetría en los versos y en los poemas ya que se ajusta el verso a la profundidad de pensamiento, a contención y la expresión de lo pensado, y a la necesaria expresión del sentimiento poético, que requiere una atención máxima por parte del lector.

 

«Poemas raros, únicos –diría– en la tradición del español peninsular, escritos con

extraordinario dominio de la prosa poética, género huidizo de nuestras letras, pero muy

presente en la tradición anglosajona, abren pistas a la poesía española, insólitos en el

panorama actual», […], como afirmó Noni Benegas en la presentación del libro en Madrid.

 

En “Travel”, el poeta recuerda el viaje que ha realizado por el mismo paisaje durante años y le sirve de correlato para armar este hermoso poema sobre el paso del tiempo que le ayuda a preguntarse y a cuestionarse sobre el horizonte ontológico del hombre y sus motivos. El cambio de paisaje durante las estaciones le sirven para explicar el fenómeno del cambio en la vida del poeta.

<<Por una carretera hacia el oeste llevas treinta años cruzando la dehesa de invierno a verano […] casas abandonadas donde imaginas la vida dentro […] paisajes de paneles fotovoltaicos buscan el sol como girasoles […] tantas veces escritos en la memoria>>.

 

El poeta pone de manifiesto la contemplación traducida en la mirada y su traspaso al pensamiento poético y al discurso que traduce e poemas de tono reflexivo, la reflexión sobre el tiempo y la huella clara en el paisaje, la destrucción de nuestro tiempo y de nuestro paisaje.

En “Café y poesía”, otra sección del libro, nos ofrece la posibilidad del juego del lenguaje, la recreación por parte del discurso poético del mundo o la interpretación del mundo desde el lenguaje poético en los límites del silencio y el análisis de las personas, los objetos y el tiempo, en verdad, el único concepto ubicuo de la actualidad, porque este poemario se instala en los límites de las percepciones del ser humano que vuelve a la oralidad, a lo terrenal:

“Ahora el lenguaje del silencio es el cubo en el agua de un pozo, y una tinta invisible vuelve a nuestros ojos. La noche cae como un papel escrito.”

 

 

Otra vez las ansias por mutilar el tiempo, quitarle su dudosa gloria que unge y bendice esta civilización moderna, la poesía como resistencia, una poesía necesaria para explicar mejor la poesía andaluza, que se ha explicado como un fenómeno aparte de la poesía española, como si no fuese parte constituyente de la misma; una poesía que arroja luz a un período que surge desde el final del franquismo, y una poesía que se inserta en la modernidad y en la actualidad toda vez que la voz de Francisco Gálvez explica como pocos las preocupaciones sociales, sentimentales y ontológicas del hombre que traduce el mundo para todos, ese mundo de todos pero que construyen a imagen y semejanza de los gigantes del poder mientras el poeta resiste.

Francisco Gálvez trata en los libros recogidos en esta antología los temas que ya le preocuparon en sus primeros libros y que se reunieron en Una visión de lo transitorio, un poeta que se hace heterodoxo por la forma de oponerse al mundo lírico, por haber sabido encontrar un nuevo camino en la poesía andaluza, una lección que se dirigía, al mismo tiempo, hacia el centro canónico cultural posfranquista, que no recogió la fuerza centrífuga que minimizaba el impacto de los límites, heterodoxia que ha seguido llevando hasta sus últimas consecuencias, ofreciendo una voz peculiar en el tratamiento métrico de sus versos, como en la aplicación de los temas propuestos.

 

 

 

 

*Poeta y profesor de Literatura. Escribe estudios críticos, traducciones y reseñas para las revistas La manzana poética y Paraíso, así como artículos en Viva Jaén y en el blog www.lobelloylodifícil.wordpress.com

**(Córdoba-España, 1945). Fundador  de la revista de poesía Antorcha de Paja (1973-1983).  En la actualidad codirige la revista de literatura La Manzana Poética y la edición de libros anexos a dicha publicación. Es Premio Editorial Anthropos de Poesía 1993 y Premio de Poesía Ciudad de Córdoba Ricardo Molina 2004. Su obra poética tiene títulos como Los soldados (1973), Un hermoso invierno (1981), Iluminación de las sombras (1984), Santuario (1986), Tránsito (1994) y El navegante (1995), y que es reunida en Fragile vaso (Antología bilingüe) (Italia, 1993), y en Una visión de lo transitorio, Antología poética 1973-1997 (1998). Asimismo, poemarios más reciente son El hilo roto. Poemas del contestador automático (2001), Capital del silencio (2002), El paseante (2005) y Asuntos internos (2006).

 

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