Fragmento de “Último Acto”, de «Voces en off» (2016), de Alejandro Céspedes

 

Por Alejandro Céspedes*

Crédito de la foto (Izq.) José Javier González /

(Der.) Ed. Amargord

 

 

Fragmento de “Último Acto”, de Voces en off (2016),

de Alejandro Céspedes

 

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(…)

 

—Déjenme que les diga… —Se escucha desde lejos— que en el corazón de cada nudo habrá otro nudo que está intentando apretarse.

Déjenme que les diga que todo es inestable.

Borbotea al hervir en lo que hay dentro y es inasible en lo que se evapora.

 

Todo silencio invita a dar respuestas pero somos

un instante de ruido en una incandescente cadena de silencios.

 

—Porque existe un silencio repetido y un silencio olvidado.

(Escribe Edmond Jabès en la pizarra)

—Y los dos agravian con el mismo exceso.    (Dice alguien)

Las palabras no dichas cogen de la mano a otras palabras.

Los silencios escritos

las persiguen en sus sillas de ruedas mientras su vida corre

hacia el centro del ruido.

El tren sigue su marcha. Se balancea el columpio. El mundo se revuelve

en el hermético armazón de la nostalgia.

 

Unas manos dan cuerda a la llave que ahora gira en sentido contrario.

 

La muñeca de plástico, impasible, baila encima

                                                                de una caja

                                                                  de música

                                                                     apagada.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Un niño y una niña, dos hombres, dos mujeres, nada importa.

Dentro de ellos parece que la esquirla por fin halla su funda.

 

 

Unos dedos recorren la arista del teclado.

El pie del niño sobre uno de los cuatro pedales de su Érard. El corazón

buscando teclas graves, el índice en la blanca, en la 43 el pie derecho

sobre los apagadores de las cuerdas que propagan la altura de una nota sostenida sobre el humo de una casa que arde.

 

Tal vez en el recuerdo…                              las notas no pulsadas

caminan sobre las cuerdas flojas de ese piano. Cuando caigan

encontrarán versiones infinitas de toda la verdad en todas partes.

 

Los dos niños se acercan uno al otro

mientras el universo malherido también busca

un lugar apartado para morir a solas.

A los ojos les mira un ser domesticado con pausada violencia.

 

 

La periferia accede,

se hace centro,

el dolor está en ellos

escondido en una simple cuestión de perspectiva.

 

 

 

En su verdad se enhebra cualquier forma posible de tristeza.

 

 

(Vuelven a llorar hasta colmar el vaso)

 

 

 

 

 

Hay voces que se niegan al silencio y siguen retumbando

en gargantas que se han encarroñado y tienen obstruidas sus cuerdas consonantes.

 

 

—Déjenme que les diga…

 

 

¡Vocesvocesvoces! voces mojadas antes de que caiga el aguacero.

Las persuasivas formas que se ocultan en su necesidad de definirse

invocan esas voces sin nombre.

En la batalla de su desventura se acribillan, mientras tú mismo,

                                                                                                      padre

                                                                                                     madre
           
                                                                                                        niño

                                                                                                        niña

                                                                                            ser narrado

retraes los músculos al paso del cuchillo

y en cada suplemento de tu carne se cultiva

la infección del estar siendo.

El ser se reconoce en su gangrena.

 

Un viento del nordeste esparce los despojos,

                                                         consonantes,

                                                                  vocales

                                                            malheridas

             en el destino de unas rectas paralelas.

 

 

 

 

 

 

 

Un vendedor de elixires llena todos sus frascos en los ríos resecos

de los hijos de Heráclito.

 

La niña, con los títeres,

hace fila para beber el fango y cuanto más ingiere más se acerca

a eso que queda cuando ya no hay nada.

 

 

 

—Déjenme que les diga…

—No. No volvamos a ese sueño. Se lo pido, señor.

—Aquí no hay ningún sueño. Todo es real. ¿Aún no lo entiendes, niña?

Aquí todos estamos disecados.

—Entonces es verdad. Es verdad cuando antes de morir me dijo: Hermana mía, pasé noches enteras mirándote dormir inclinado sobre tu brillo en el cristal.

¡He estrangulado a mi hermano porque no le gustaba dormir con la ventana abierta!

—No. No te culpes. Las ventanas son pasos de frontera.

 

 

(Llora la niña por lo que no comprende. Ve a su padre. Un hombre con sombrero y una maleta antigua deambula por una estrecha calle de Salzburgo.

Unas manos que vuelven de otro tiempo agitan un juguete. Esa bola de nieve que quedó abandonada en la mesa de noche, allá, en el tercer acto. En su interior hay una casita en la que se repiten incesantemente una y otra vez y otra vez todos los actos de esta función continua. Y una hoguera. Al lado de la casa hay una hoguera donde se están quemando millares de trineos y dos pequeños caballos de madera. Al crepitar parece que se escuchan las risas de la infancia y la cuchilla guillotinar la nieve de los charcos)

El actor, aquí, se contradice.

 

Solo la muerte es sencilla.

Intenta repetir lo que ha aprendido pero salen de su boca otras palabras.

Cada golpe de dados le lleva a la casilla número 42. Irremediablemente.

No puede soportarlo.

Se envuelve en la asombrosa maquinaria de lo que se incendia.

El crepitar de sus órganos llama a todo lo que existe con su nombre

y todo le responde sin nombrarle.

 

Se diluye en la estadística del ruido el personaje.

 

Enterrado hasta los hombros en el humo, con sus propias palabras

le lapidan.

 

Eso que permanece entre lo que se conserva y se transforma

le da abrigo en la cúspide del fuego.

 

 

 

Un pensamiento póstumo respira

en la cordura de un cerebro en llamas.

 

 

 

 

 

 

 

Ahora es un páramo cubierto de ceniza

en donde la existencia se empacha de vacío.

 

 

 

 

 

Solo el silencio sobrevive a las lapidaciones.

Hasta las piedras que agotan en la inercia su arrogancia quedan mudas.

 

Hunden su nariz contra la tierra

con la esperanza de que el polvo levantado

las cubra en su caída y su memoria tenga menos consistencia que la roca

de donde a golpes fueron extraídas.

Sin embargo las huellas dactilares de quien las arrojó quedan grabadas para la eternidad como firmas del látigo que cruza sus espaldas.

 

La ignominia se imprime en el silencio cómplice de un fósil y la muerte, con su verdad abstracta, está esculpida sobre el rostro impasible

de una realidad perfecta y duplicada.

 

Siempre la misma hoguera.

Desde aquel primer humo la misma hoguera siempre es la que arde.

 

 

—Rosebud.

 
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—El títere lo niega.

—¡A quién le importa lo que el títere haga!

 

—Mamá, el muñeco llora.

—Los títeres no tienen sentimientos.

—Sí, mamá. 

—Dale a beber el agua del vendedor de pócimas.

—¡Mamá, estos frascos están llenos de barro!                                       

Un ejército, en el que han sido forzados a alistarse todos los personajes

que hayan aparecido en cualquier sueño, desfila ante la puerta de la casa.

 

Con la tierra que se desprende de sus botas construirá la niña

una ingente necrópolis al final de este acto.

 

 

 

—¡Mamá, ¿puedo hacer un muñeco con la nieve?

(Alguien que no es su madre le da unos guantes limpios a su hija)

 

—Mamá, ¿siempre soy la misma niña mientras dura la obra?

—Nunca somos los mismos en ninguna obra. Y yo no soy tu madre.

—Pero entonces… el niño…

—¿De qué niño me hablas?

 

 

 

(Millones de zapatos, camisas, abrigos, medias, faldas… transitan por las calles. Ropa sin nadie dentro gesticula sobre los adoquines de un mundo inacabado. Un pantalón sin cuerpo se arrodilla y sangra)

¡La maleta, la maleta! La maleta está llena de cuerpos.  (Dice alguien)

 

Nadie le ha preguntado qué es lo que transporta en la maleta.

—¿Padre, por qué siempre llevas contigo esa maleta?

—No, hija, no la llevo, la traigo.

—Contesta a mi pregunta. ¿Cómo empezaste tú? ¿Dónde apareces?  ¿Qué tiene que pasar para que existas? ¿Cómo llegaste a mí? ¿Bajo qué forma?

—No tengas miedo. Ningún átomo de ti me pertenece.  Yo soy el viaje.

 

 

Los hornos crematorios recaudan sus reliquias mientras se ciega el aire

con un hedor a bosques calcinados.

 

 

Dicen que hay una fórmula para cada desastre  y que hay siete elixires,

 uno para cada catástrofe. ¿Cómo sabremos cuál es el necesario?                  

 

 

 

 

(Alguien con un martillo en una mano se enfrenta a los espejos.

Golpes.

Sobre el papel solo pueden escribirse golpes, porque el golpe y el grito son partículas mudas de idiomas inventados para unos personajes que tienen prohibido lamentarse)

 

 

 

El mismo espejo roto en anteriores actos vuelve a ser destrozado.

 

 

Seres hechos añicos se clavan nuevamente sobre el suelo.

 

 

 

En su impotencia para restituirse

una máquina reza al dios de los mecanos.

 

 

 

(El mismo sueño siempre. Desde la primera línea que está escrita, el mismo sueño: un campo de exterminio y unas manos aprietan la alambrada. La casa de muñecas que arde y arde y arde y todos los guiñoles con sus hilos quemados. Su libertad intacta en ese humo, tendidos por el suelo, víctimas de El pliegue de su inútil catástrofe:

y = x3 + ax

Los personajes, arrepentidos de sus trayectorias, tiran los dados compulsivamente. Rezan para caer en la casilla 58)

Madre, ¿cuántas vidas es necesario tener para satisfacer a los raptores? 

 

(Varias sombras conversan cruzando el escenario)

 

Schopenhauer —El verdugo acaba por comprender que es uno con su propia víctima: la conciencia de la identidad, en todas sus manifestaciones, es lo que lleva a la voluntad a suprimirse en la piedad.

La piedad no aminora el sufrimiento de la víctima, Arthur, solo el del verdugo y sus comparsas. (Responde Kant mientras juega con una piedra que ha sido utilizada en las lapidaciones)

  1. Deleuze —¿Qué es la piedad sino la tolerancia de unos estados de vida tan cercanos a cero? La piedad, para el amigo Nietzsche, era amor a la vida, pero a la vida débil, enferma, reactiva.

 

 

Una mujer sueña que recoge los restos de las casas calcinadas

para que las hembras de los desposeídos puedan parir en ellas

sus cenizas.

En un cesto de mimbre las recoge y sus esporas

construyen los cimientos de otra hoguera en cualquier sitio.

 

 

 

En la casa grande la atmósfera se vuelve irrespirable.

 

—¡Que alguien abra la puerta!  

El matemático sigue con sus fórmulas rayando la pizarra.

Se esfuerza en explicarse pero el ruido solo puede ocultarse

con más ruido.

Restos de tiza rotos y aplastados fabrican sobre el suelo una nevada

y un músico dibuja, tras las rejas de su pentagrama, cómo cruje

bajo las botas de un ejército vencido que vuelven sin sus dueños

a sus casas.

 

 

Con esa partitura colocará un mecánico las púas del cilindro

que hace vibrar las láminas del carillón de las cajas musicales.

 

 

(La niña por fin sabe que lleva un paisaje de nieve bordado en sus entrañas. Con un martillo fija unos tablones sobre las ventanas y se encierra dentro de su casita de muñecas. Su pequeño universo está lleno de clavos. Enciende con un fósforo la chimenea de leños simulados)

 

Dentro          la claridad.

Fuera            todo lo que es mirado se lamenta.

 

A qué otro destino puede aspirar el fuego sino a arder.

(Dice ella. Lleva puestos los zapatos de su madre)

 

No hay más escapatoria que el humo o la ceniza,

los exilios interior y exterior de lo quemado.

—¿Y si fuese mi padre el que llama a la puerta?

—Nunca has tenido padre. Y él no ha tenido hijos.

—Entonces… ¿por qué llama?

—¡Ábreme, niña. Abre!                        

 

 

(Los paisajes que el humo va pintando por dentro de la casa hacen que se vuelva intransitable)

 

 

 

Ella cierra los ojos.

Vuelve al desván con el que está soñando.

 

 

 

 

No sabe obedecer

 

 

 

 

 

y nadie abre.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

(La chimenea de leños simulados cree en su existencia. Arde el centro y arden las orillas. El fuego en la casita de muñecas hace que la cera derretida de un ángel lampadario caiga sobre la alfombra de la casa grande. Las dos casas se queman de forma simultánea. El juguete de la bola de nieve revienta de calor en la mesilla. La casa en miniatura que había dentro está en llamas debajo de la cama de la niña. El paisaje, el trineo… su entorno se derrite. Y la cuchilla sigue guillotinando nieve delante de la casa antes de que sea solo agua que el fuego evaporará)

Esa es la misma niña que se llevó a su encierro las cuerdas del pasado.

El vaivén persistente del columpio      donde            rió su madre.

                                                                    Donde mu—rió su madre.

                                                                    Donde vuelve a arder el humo

                                                                                                       y la ceniza

                                               recupera las formas que destruyó la llama.

 

 

 

Todo esto ocurre mientras

su mirada está allí

balanceándose.

¿Todo esto ha sucedido?

Dejadla. —Les dice Alain Badiou— Quizá sepa que el presente no se deja reducir a su realidad, pero convoca la eternidad en su presencia.

(Gilles Deleuze está pensando en voz alta)

Deleuze —A cada piso le corresponde un laberinto.

Pero en el escenario todas las casas que arden lo discuten.

Dicen que no con gestos,

saben que la existencia son unos pies hechos con seres enredados

que se apilan debajo encima a izquierda y a derecha y nunca

hay entre ellos intercambio posible.

 

 

Hace tiempo que la verdad fue derrocada.

 

 

El padre de la niña lleva puestos los zapatos del padre de su padre

y por eso hace siempre el mismo itinerario.

—He aquí un hombre que se enfada con su calzado cuando la culpa la tiene el pie… (Murmura Estragón)

 

Un pantalón vacío y sin zapatos camina por las calles sin saberlo.

Sombras sin propietario se camuflan en los suburbios de la noche.

 

Ven a mí. Todos estos no son más que carcasas.

—Rosebud. Rosebud…  ¡Ah…! ¿Cuándo, cuándo. Cuánto falta?

 

 
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—No tengas miedo. Ningún átomo de mí te pertenece.  Yo soy el viaje.

 

 

Las botas continúan aplastando.

 

 

—¡Ah, voyageurs immobiles! ¿Quién os reconstruirá después de la metralla cuando solo seáis el humo de la pólvora?

 

 

Un enjambre de moscas prisioneras

en el salón de una vivienda abandonada

interpreta al tropezar con los cristales

un réquiem para un ser desafinado.

 

 

 

Palomas mensajeras que únicamente saben volver, una vez sueltas,

a su origen, vuelan hacia el pasado.

Bajo sus excrementos florecerán semillas de memoria.

 

 

 

Mientras el fuego asedia con sus ilustrativas fórmulas del caos

la nieve edifica empalizadas alrededor de sus múltiples recuerdos,

 

allí

firme

en el centro

a la intemperie

un soldado de plomo

se cala hasta los huesos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Lo borrado se acerca,

por eso el agujero es lo que ahora se ve tan cerca de los ojos.

Los personajes van entrando en el túnel por riguroso turno,

la negrura

del cañón de un revólver les invita.

 

El tramoyista los va metiendo en cajas,

 

luego…

 

 

 

 

 

solo son la materia

del penúltimo error

del último disparo.

 

 

 

 

 

La bailarina que ha muerto haciendo puntas sobre sus zapatillas

sigue erguida en su caja de música mientras se derrite entre la llamas.

Ejércitos de x están ensayando lágrimas.

 

 

 

Llueve.

 

 

 

 

 

 

El mundo se quema.

 

 

 

 

 

 

También se quema el patio de butacas.

 

 

Antes de consumirse por el fuego había cinco pétalos marchitos

encima de cada piano.

 

Los títeres, absortos, con los ojos abiertos de un cadáver,

abrazan a sus caballos de madera.

 

 

 

Continúan inertes, ya sin hilos, encerrados por dentro

en una casa de muñecas que arde.

—Todo lo que ha sucedido llevaba mucho tiempo soñando con existir.

 

 

 

Sobre andamios de humo la ficción sobrevuela

atraída por el fétido olor de la carroña.

La realidad se pudre y en las cajas de música

el óxido corroe los remaches.

 

 

                                                                                    Las láminas no vibran.

 

 

 

                                                                                    Se estrangula el sonido.

Coro El martillo se esfuerza en explicarse pero su música es incomprensible. Un compositor sordo logra enhebrar las notas entre los cinco hilos de su pentagrama. Pero las blancas se derriten y las negras son las gotas del crudo que alguien está extrayendo desde el principio de este mismo acto.

El silencio es una nota que jamás se ejecuta. A cada figura musical le corresponde su silencio y tiene exactamente la misma duración.   

 

La misma duración…

 

 

El diálogo entre el sonido y el silencio

es una decisión del tiempo únicamente.

 

La catástrofe se adueña del lenguaje.

 

El silencio se afirma en la garganta.

 

 

Otra laringe cobra en él todas sus deudas.

El lápiz         de aquel músico

                     que escribió para la bailarina de la caja su triste melodía

se fractura.

 

Con el último crujido de la obra escribe otro silencio.

Las carcasas, los cuerpos vaciados intentan resonar bajo el martillo

mientras los ojos que están dentro llaman a quien los cierra

en la otra parte.

Pero no existen fórmulas

para hacer que escuchemos las notas de esos golpes.

 

La niña hace el recuento de los muertos mientras borra

en la pizarra los ruidos del trayecto.

 

Entre los huecos de esas notas arrancadas

                                              lee el matemático.

                                                               No sabe

que tras el paso de sus ojos por el encerado

la niña  está borrando.

La niña está borrando

                                             la lluvia que los hilos de los títeres fabrican

                                             desde el primer acto.

                        Borra          la superficie de todos los espejos.

                                             La imagen de la madre superpuesta

                                             sobre su propia madre.

                                             La sombra del columpio,

                                             las caricias que dejó en el caballo disecado

                   son borradas.

                        Borra          los pentagramas y el martillo.

                   Son borradas

                                             las piezas de la caja de música que intentan

                                             rehacer su movimiento bajo el plástico

                                             de un cuerpo inanimado.

                                             Los objetos que inventaron un lenguaje

                                             para perpetuarse

                   son borrados.

                        Borra          la línea que ha unido dentro/fuera.

        Borra          el recuerdo de los espectadores.

        Borra          el diálogo de cada personaje.

                             El futuro que dejó sobre la escena sus réplicas ilustres

es borrado.

 

 

                             El matemático lee en la pizarra.

 

                                                                                                   No sabe

                             que la niña está borrando las incógnitas

                             que él escribe en su intento de salvarnos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El encerado se va quedando a oscuras.

 

 

 

 

 

 

 

 

El universo se va quedando a oscuras.

 

 

 

 

 

 

 

Un cuerpo desahuciado

 

 

 

 

 

 

 

 

cierra por dentro la puerta del abismo.

 

 

 

 

 

 

 

 

Los dedos sobre las teclas Ctrl Supr.

 

 

 

 

 

 

*(Gijón-España, 1958). Licenciado por la Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación de la Universidad de Oviedo (España). Desde 1985 a 2011 residió en Madrid. Ha sido colaborador de suplemento cultural de diario El Mundo (1998-2001); coordinador de la sección de poesía de la revista La Cultura de Madrid hasta el año 2001, y miembro fundador y del Consejo Editorial de la revista de literatura Número de Víctimas. Ha obtenido el Premio Jaén de Poesía (2009), el Premio de la Crítica de Asturias (2009), el Premio Blas de Otero (2008), el Premio Hiperión (1994), entre otros. Ha publicado en poesía La noche y sus consejos (1986), James Dean, amor que me prohíbes (1986), Las palomas mensajeras sólo saben volver (1994), Hay un ciego bailando en el andén (1998), Sobre andamios de humo 1979-2007 (2008), Los círculos concéntricos (2008), Flores en la cuneta (2009), Topología de una página en blanco (2012) y Voces en off (2016).

Nota: Toda su obra, excepto Voces en off, ha sido reeditada en formato digital y puede leerse y descargarse, de forma completa y gratuita, desde la página web del autor: www.alejandrocespedes.com

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