Fragmento de «¿Que qué me pasa, muchacho?» (2023), de Nicolás Melini

 

Por Nicolás Melini*

Crédito de la foto (izq.) ©Montaña Pulido /

(der.) Ed. Confluencias

 

 

Fragmento de ¿Que qué me pasa, muchacho? (2023),

de Nicolás Melini

 

 

Hay eventos mínimos en los que se concentra el antes y el después de todas las cosas.

 

 

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No sé por qué a veces me muestro apasionado por el cine o la literatura.

¿Podría vivir sin escribir? Sospecho que sí. Dejé el fútbol, que tan feliz me hizo.

 

 

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Con Blanca Riestra y Ricardo Menéndez Salmón en Albuquerque, Nuevo México, hace unos años, nos sorprendíamos él y yo del extrañamiento que produce la visión de Estados Unidos cuando uno llega allí. Estamos tan acostumbrados a presenciar su paisaje rural, urbano y humano a través de las distintas pantallas, que la realidad para nosotros es eso, la imagen de la pantalla; y lo otro, la imagen del sitio (la real), genera en nosotros una poderosa sensación de irrealidad. Tal vez por ello jugábamos a reconocer películas allí donde mirábamos. Salíamos del hotel, alzábamos la vista hacia el horizonte: “Lolita, de Kubrick”, asentíamos. Entrábamos en una cafetería un tanto estudiantil y nos mirábamos: “Asesinos natos”, comentábamos.

Por la noche, descendiendo en coche por las calles desiertas —a la vista en un lado unas vías de tren que se alejaban, quietos unos vagones en medio de la oscuridad—, uno de los tres (no recuerdo quién, pero lo mismo pudo ser Ricardo, Blanca, que yo), dijo: “Si ahora nos cayese encima una lluvia de ranas nos encontraríamos en Magnolia”. Tras un silencio que recordaba los pocos silencios de esa película, Blanca comprendió que había cometido algún tipo de error, se desvió sin previo aviso hacia una gasolinera, las ruedas tomaron mal el bordillo, el coche botó alto, se escuchó el rechinar de la carrocería haciendo chispas contra el suelo y el estruendo del capó que se cerraba al regresar las ruedas al pavimento. Pero ella ni siquiera frenó, continuó curvando (las ruedas chirriaron exactamente igual que en las películas, de ese modo que solo se escucha en las películas y que, comprendimos entonces, también se escuchaba y de verdad en Norteamérica) para reincorporarse a la avenida en dirección contraria. De vuelta al tránsito normal, aunque no sabíamos si en el carril adecuado, seguimos guardando aquel silencio pero con la sensación todavía más poderosa de que sí, efectivamente, ahora más, nos encontrábamos inmersos en Magnolia.

 

 

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Todo lo que les quiero decir lo encontré en un libro de Milan Kundera, hace años: La ignorancia. El autor checo comienza hablando de nostalgia, morriña, añoranza, para, mediante un pequeño truco lingüístico relacionarlas a todas ellas –el deseo no satisfecho de regresar a casa que padece el emigrante—, con “la ignorancia” que da título al libro.

Lo explica con esta simplicidad: “En español, añoranza proviene del verbo añorar, que proviene a su vez del catalán enyorar, derivado del verbo latino ignorare (ignorar, no saber de algo). A la luz de esta etimología, la nostalgia se nos revela como el dolor de la ignorancia. Estás lejos, y no sé de ti. Mi país queda lejos, y no sé qué ocurre en él”.

Y así comienza a relatarnos la historia de Irena (emigrante checa en Francia que se ve en la tesitura de regresar a su país después de un largo periodo), cuyas emociones son dispuestas por el autor en paralelo con las de Ulises en La Odisea. Una de las primeras escenas de la novela me golpeó fuertemente, tal vez porque dio justo donde más me dolía entonces: cuando llega a casa, Irena reúne a sus antiguas amigas en un bar, y pasado un buen rato tomando cervezas comprende que ninguna le ha preguntado por su vida en Francia, es como si no les interesara nada de lo que le ha sucedido desde que se marchó; para ellas, la vida de Irena parece haberse interrumpido en el momento de su partida, y solo ahora se ha reanudado. Sin embargo la interrogan todo el tiempo acerca de sus emociones hacia el lugar en el que ellas se han encontrado todo este tiempo. Solo quieren saber lo que piensa de su tierra. ¿Es una suerte de egoísmo? ¿No quieren saber de ella sino de sí mismas? Mientras que Irena no ha podido dejar de pensar en el país y la vida y las personas que quedaron atrás, mientras que Irena no ha dejado de añorar en todo el tiempo de ausencia de su país, sus amigas parecen inmunes a todo lo que a ella le ha acontecido.

Fue en este momento cuando comprendí que soy un emigrante –aunque ni siquiera me he movido del país para venir de las islas Canarias a la Península—, y le puse nombre a algunas emociones que tenía que sobrellevar estando “lejos de casa”, o cuando regresaba por espacios breves y me reencontraba con familia y amigos. Emigrante es el que sufre de ignorancia, el que enyora. Y vive vuelto hacia una vida que perdió, pendiente de lo que podría haber sido si no hubiese marchado al lugar en que se encuentra; una vida otra para enyorar e ignorar, pues nunca será, y, lo que no existe difícilmente se alcanza a conocer. El emigrante enyora e ignora no solo lo que perdió, sino la vida no escogida, el camino no elegido.

 

El escritor Nicolás Melini

 

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Hoy ha nevado en Madrid y me he acordado de mi madre. Murió este año. La nieve nos hace felices por alguna extraña razón.

Mi madre me preguntaba siempre por el tiempo que hacía. En días como hoy, ella era la única que me llamaba y, en algún momento, me preguntaba por el frío, por el calor, por la lluvia, por el viento. Muchas veces me pareció una conversación banal y reiterada.

La nevada de hoy –llevaba a mi hija al colegio y nos tirábamos bolas de nieve— me hizo echarla de menos. La única que preguntaba. Y digo bien, porque nadie más lo hace.

 

 

 

 

 

*(Isla de La Palma-España, 1969). Poeta y narrador. Autor de libros breves, tanto de cuento como de novela. Fue programador de La Noche de Los Libros de Madrid y, en la actualidad, colabora en la revista Zenda, en Cuadernos Hispanoamericanos, es director del Festival Hispanoamericano de Escritores y comisario de Benengeli, Semana Internacional de las Letras en español del Instituto Cervantes (España). Ha publicado las novelas cortas El futbolista asesino, La sangre, la luz, el violoncelo y El estupor de los atlantes; en cuento Pulsión del amigo y Talón; y en poesía Cuadros de Hopper y Adonde marchaba.

 

 

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