Por Ernesto Carriøn*
Crédito de la foto (izq.) Cristóbal Valenzuela Berríos /
(der.) RIL Ed.
Fábula de las tres líneas de la vida.
Sobre “Penínsulas” de Paula Ilabaca**
No se puede hablar de la poesía de Paula Ilabaca sin pensar inmediatamente en la renovación que ésta implica dentro de la lírica (en Chile o en Latinoamérica). Cuando la oí por primera vez, en esta misma ciudad, hace 13 años, entendí que estaba frente a una poética particular, arriesgada, que parecía expandir su sentido en una provocación con el cuerpo y hacia el poema que no servía más para relatos sosegados sino para delirios, para las alucinaciones de una generación como la suya (y la mía) que nació condenada a experimentar el fracaso en la ambición material, como en la ausencia de una ambición.
la ciudad lucía me deslumbró. Oírla y leerla. Su ritmo sincopado, a modo de una respiración entrecortada que marcaba cada verso, que lo deslizaba y recogía a su gusto; en definitiva: ese modo tan particular suyo de reventar el poema como pura agua torrentosa. Algo que Paula ha sabido conservar de un libro a otro. Su voz es la de una mujer sudamericana dueña de un cuerpo quebrado, esplendoroso y libre en su fragmentación dolorosa y sensual. Cuerpo que no teme reclamar a su madre por saber algo, por entender su derramamiento, su posibilidad, su placer y los límites de la muerte a los que conlleva todo placer verdadero.
Penínsulas bien puede ser leído como el lado b de la ciudad lucía. Es un canto desde el cuerpo, pero desde otra perspectiva, la de la hija-madre; de alguien que ha dejado de gritar para empezar a acostumbrarse al dolor natural de estar en el mundo para los otros, porque hay que vivir para entregarnos a los otros que jamás podrán estar dentro de nosotros; porque hasta cuando un hijo nace desaparece, empieza a pertenecerle a la realidad. Porque ésa es la condena: amar con toda la furia a pesar de que el otro apenas atisbe el gesto de lo que hacemos.
Lo que en Penínsulas se construye, su sentido único, no es un juego, un parafraseo, ni un boleo del yo contra el silencio; lo que allí se organiza es la pura intimidad, la propia vida enredada en los recuerdos y sus hipótesis turbias. El derecho a entender lo que sucede de otro modo, el fracaso de la realidad puesta de cabeza, echada de espaldas contra el pavimento, pidiendo perdón a todos por ser un fiasco. Y para eso nacen los poemas. No para jugar con el retrato del héroe sino para mostrarnos su desintegración. No para instruirnos con su «mala educación», sino para dejar el registro de cómo vamos perdiendo sangre, año tras año. Y libro tras libro.
Allí una madre que es una hija –que es una poeta-, y que muchos años atrás amaneció con las utopías borradas y el planeta dividido en dos polos políticos donde había que escoger algún bando (si hacernos con el capital o deshacernos de la retórica socialista), y muchos escogíamos la tristeza y la rabia, genera una triangulación en su discurso donde reconstruye el amor filial hacia el padre, casi como en la aventura de una fábula contada por una niña pequeña que también es una madre otorgándole al hijo su tierno aparecimiento. Es una hija que habla de un niñito, pero que cuenta de ella misma también como un niñito, elaborando de este modo un hilo conductor con los fragmentos de un discurso fantasioso, bello en su escarceo por la memoria, moviéndose por espacios a veces insólitos, obligándonos a mirar el poema como el fabuloso modo de reconstruir un retrato familiar.
Tengo el tiempo contado ahora. Me tocan la puerta. Me tocan la frente. Un beso. Otro ¿Mamá? Sí, hace un rato que llegó ¿Papá? No. Papá está afuera pescando un zapato un río papá espera que no pase cantando papá tiembla y me pide que vuelva. Le digo que no.
En su poesía, como antes lo había hecho, los límites entre la lírica, la narrativa, la alucinación y lo literal se enroscan hasta fundirse en una especie de álbum infantil que me ha recordado por instantes a Marosa di Giorgio, su edad anaranjada, la reconstrucción de la chacra, el desplazamiento temporal, pero sobre todo por esa capacidad de reorganizar de un solo golpe vida e imaginación. Algo que Paula logra dominar con absoluta maestría.
Entonces estamos frente a un cuerpo poético que en la búsqueda de concretar ese retrato familiar (los del hijo, el padre y la niña-madre), mezclando los tiempos, y por medio de matices diferentes de un lenguaje lírico, duro y fantasioso, expande sus posibilidades de lectura.
Del segundo piso al suelo gateé un rato. Vamos al bosque, decía, lleva el par de hachas, decía. Una música salía entre los árboles. Los árboles no eran álamos, no, los álamos estaban en mi cabeza (…)
Porque éste libro puede también leerse como una fábula de amor por el que acaba de llegar y que aquí es la tercera línea, como ella lo cuenta:
Estoy pensando en irme corriendo. Arriba hay un cerro gigante arriba de mi arma mi plaza mi querida amada bandera. Voy pasando lejos. Las líneas eran tres. Voy pasando escucho los pasos de todos esos horrores. Voy pasando y me digo. Está bueno. Voy pasando y me digo. Las líneas son tres. Las líneas dirán vas a vivir. Las líneas son tres. Las líneas dicen vas a vivir.
Y así nacemos todos de pronto desde la página en blanco de alguien que decide conquistar su cuerpo, tener un nombre, apuntar con su dedo, empezar a escribir para dar forma a otros y darse forma dentro del poema, cantándose a sí misma, hallándose, mientras el pasado, el presente y el futuro le señalan esas tres líneas fluorescentes en la noche. En la oscuridad del cielo. O de una habitación.
¿Son esas tres líneas la madre, el padre y la niña? ¿O son esas tres líneas la niña-madre, el padre y el niñito? El modo en que el sentido se abre, en su historia reasumida, es precisamente aquello que potencia cada fragmento del libro. Como el reflejo que aparece con fuerza en las frases finales cuando pregunta al padre sobre qué habría pasado si ella hubiese sido un niño, en lugar de una niña. La respuesta desaparece, por supuesto. Allí, en ese gesto desinteresado de todo género, la poeta exhibe su deseo definitivo, su compromiso con la vida, venga de donde venga y con quien sea.
Con Penínsulas Paula Ilabaca continúa ampliando una propuesta poética que no deja de asombrar por su fuerza (incluso asumida aquí desde cierta ternura), y que sigue confirmando que estamos frente a una de las autoras más interesantes de la última poesía latinoamericana.
*(Ecuador, 1977). Narrador y poeta. Ha recibido el Premio César Dávila Andrade (2002), el Premio Jorge Carrera Andrade (2008 y 2013), el Premio Latinoamericano de Poesía Ciudad de Medellín del Festival Internacional de Poesía de Medellín, el Premio Casa de las Américas (2017) y el Premio Lipp (versión hispana de Le Prix Cazes de París) de Novela (2017); así como la Beca para creadores de Iberoamérica y Haití en México (2009). Ha publicado en poesía el tratado lírico titulado ø que comprende trece poemarios divididos en tres tomos. I. La muerte de Caín: El libro de la desobediencia, Carni vale, Labor del Extraviado y La bestia vencida; II. Los duelos de una cabeza sin mundo: Fundación de la niebla, Demonia Factory, Monsieur Monstruo, Los diarios sumergidos de Calibán y Viaje de Gorilas y III. 18 Scorpii: El cielo cero, Novela de dios, Verbo (bordado original) y Manual de ruido; y en narrativa Cementerio en la luna, Tríptico de una ciudad, Un hombre futuro, Ciudad Pretexto, Cursos de francés, Incendiamos las yeguas en la madrugada y El día en que me faltes.