Por Mateo Díaz Choza*
Crédito de la foto (izq.) www.cuartaprosa.com /
(der.) Ed. Hipocampo
Evocaciones virreinales o la Rosa según Santiváñez
Antes de ser el poeta que es, Roger Santiváñez ha sido muchos otros: el poeta de La Sagrada Familia, Hora Zero y Kloaka, el urbano y conversacional, el nostálgico de la adolescencia piurana. Es acaso en Symbol (1991) el libro donde encuentra un cierto lenguaje, inconexo y ríspido, que capta la temporada en los infiernos que tanto el autor como ese país de apagones, autogolpes y equilibrios estratégicos atravesaban a comienzos de los 90. Allí Santiváñez encuentra un decir que luego echaría raíces en la tradición peruana de esa y la siguiente década, poema neo o transbarroco callejero y muchas veces achorado que acabaría formando parte de una suerte de contracultura urbana, aún poco explorada por la crítica, en aquellos años de neoliberalismo incontestado.
En su reciente publicación, titulada Santa Rosa de Lima (2021, 2022), y subtitulada “poema sacro en 31 silvas”, Santiváñez profundiza esta propuesta tomando como figura central a la primera santa americana, transfigurada en el poema en una adolescente amada y corrompida por el yo poético. La conjunción entre erotismo y religiosidad no es nueva en su escritura y aparece con claridad por lo menos desde Cor cordium (1995), a partir de figuras femeninas que se debaten entre la divinización y la carnalidad. Pero es quizás en su nuevo libro que esta temática adquiere un rol más explícito, potenciado por todo un aparato retórico y estilístico con coloraciones manieristas evocadoras de cierta lírica y plástica de la época colonial. La sonoridad, que ya era clave en poemarios anteriores, aquí adquiere absoluta preeminencia, cobijada en la sintaxis plenamente contemporánea de unas silvas que no son tales en el sentido métrico del término (como estrofas de versos de once y siete sílabas), pero que sí producen un efecto musical semejante en los oídos de sus lectores. De ahí que el barroquismo de Santiváñez no se sienta cómodo en las formas estróficas cerradas (al modo de las sextinas de Carlos Germán Belli o los sonetos de Martín Adán), sino que reclama las formas abiertas y el verso libre.
Las 31 estancias del poema despliegan una superposición de dos mundos: una ciudad colonial imaginada e idealizada, arcádica al decir de Sebastián Salazar Bondy, y otra vivida y padecida, ubicada en Lima y concretamente entre los barrios populares del Rímac y el Cercado. Ambas realidades son posibles en el poema: “faites y pastrulos” en simultaneidad con un irreconocible y perfumado río sonoroso, mecido por el gorjeo de las aves, cuyas arenas circundan el camino divino por donde anda “Rosa por las/ Ribas del Rímac”. La misma ambivalencia atraviesa a la protagonista, que en ocasiones se confunde con la histórica Isabel Flores de Oliva (“Estampas, cruces & rosarios/ gustaba Rosa coleccionar en/ Aquel tiempo de su pubertad”) y en otras se revela como habitante del universo popular al que alude el texto (“Tu papi Gaspar Flores/ Hizo casa cerca de Pachacamilla/ Allí iba a verte diario en/ Los 90s”). En todo caso, la Rosa del poema se ubica en el polo de la inocencia, virgen siempre, dispuesta a ser adorada por la voz masculina del poeta y luego ascendida, cual Remedios la Bella, hasta los cielos a pesar de los “obscenos ejercicios” amatorios que practicaron juntos. Su voz se pierde entre los asfixiantes cuidados de confesores y oidores, mientras su figura queda encarnada, viva pero estática, en la hornacina del poema.
¿Cómo leer esta suerte de revival del mundo y la retórica virreinal? El poemario de Santiváñez bien podría evocar la serie plástica Camina el autor (2017) del artista Enrique Polanco, antiguo compañero de ruta suyo en el grupo Kloaka, quien reproduce imágenes del cronista Guamán Poma de Ayala con el fondo de las viejas casas de los barrios populares limeños. Sin embargo, mientras la de Polanco es una ciudad oscura y expresionista, donde el “autor” es el migrante que deambula por una realidad decadente, la de Santiváñez es una urbe luminosa que rinde pleitesía a la buena nueva del advenimiento de Rosa. Por supuesto, no se trata de la Santa de las hagiografías oficiales, sino de la muchacha que bebía sus orines “en plan medicamento” y que era celebrada por “cajoneros, mercachifles & tabaqueros”.
Paradójicamente, es en el plano divino, y no en el mundano, en el que Rosa troca su rol pasivo en activo: “Incluso la maldita boa del/ Titikaka lake -símil de Edén-/ Fue por Rosa dominada/ & el dios del agua fertilizante/ De la pachamama se rindió/ Al culto de los ángeles de/ Rosa amada”. La estrofa anterior permite ensayar distintas lecturas: si por un lado la Rosa criolla del poema recuerda al Santiago Mataindios de los conquistadores, el cual oprime a las deidades locales (la boa amazónica, la Pachamama andina), vistas como idolátricas desde la perspectiva cristiana (boa = serpiente del Edén); por otro lado, el Titikaka, escenario fundacional de la cosmogonía inca, se sitúa como un paraíso perdido del que Rosa es, de alguna extraña manera, también emisaria. El libro de Santiváñez, en todo caso, problematiza la posibilidad lezamiana de un barroco americano, producido desde la “Inga-terra”, dispuesto al placer de los sentidos y no al refuerzo de la moralidad cristiana. Subyace al libro asimismo el tropo tan caro a los cronistas de los siglos XV y XVI de la identificación del continente americano, el “Nuevo Mundo Américo”, con el cuerpo femenino, joven y virginal, una especie de paraíso terreno “Porque bien se supo que el/ Edén estaba en Indias”. Se trata de temas y formas poco recurridas por la poesía peruana contemporánea, si bien hay ejemplos en otras tradiciones (como el notable La sodomía en Nueva España [2010] del poeta mexicano Luis Felipe Fabre).
Por todo ello, Santa Rosa de Lima es un libro que, a pesar de ser coherente con la trayectoria de un poeta consolidado como Roger Santiváñez, es al mismo tiempo una entrega inesperada en el panorama poético local. Desde el plano formal, es uno de sus trabajos más cuidados de los últimos años y evidencia la ya conocida destreza del poeta, dotado de una oreja prodigiosa para la versificación ágil e inteligente. Es además, como todo texto, un ejercicio de reescritura, de la propia obra y sobre todo de una larga tradición que aquí se remonta hasta la época colonial —de acuerdo con el autor, para escribir el poemario estudió el estilo de libros emblemáticos del barroco de Indias—. En tiempos donde las estatuas de distintos conquistadores son derribadas, acaso sin proponérselo, Santiváñez nos confronta nuevamente con este legado, a partir de un libro que describe un mundo que es al mismo tiempo pasado y presente, real e imaginario, y una muchacha que habita en los cielos, en el barrio y en el poema.
*(Lima-Perú, 1989). Poeta y ensayista. Licenciado en Literatura por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Perú) y doctor en Estudios hispánicos por la Universidad de Brown (EE. UU.). Ha publicado en poesía Av. Palomo (2013), Libro de la enfermedad (2015), Monólogos desde Babel (2020) y Precipitaciones (2023); y la colección de ensayos El poema es una cosa que circula. 8 ensayos para discutir la producción poética en el Perú (2022). Poemas suyos han sido traducidos al inglés, italiano, francés y catalán.