La autora de esta nota publicó La cautiva, alucina (Borde Perdido Ed., 2016) en donde ofrece una reescritura que altera hasta la transfiguración el texto de Esteban Echeverría.
Por Silvina Mercadal*
Crédito de la foto (izq.) www.wikipedia.org /
(der.) Ernest Charton
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Esteban Echeverría: del desierto sub-versión
El conocido retrato de Ernesto Charton sobre Esteban Echeverría —compuesto de acuerdo a la escuela romántica francesa— muestra al autor de La cautiva en una pose solemne —casi estatuaria— con la mano derecha alzada en pose devocional o docente, mientras la izquierda se apoya en el ceremonioso bastón urbano. La figura del escritor vestido con una oscura capa contrasta con el fondo vegetal de la pampa (un imaginario) de profuso verde un árbol acaricia en arco la cabeza, al pie se observan plantas espinosas —asperezas acaso derruidas certezas— y un cielo jaspeado de algodonosas nubes que fugan hacia el horizonte. El retrato es una síntesis iconográfica de las ambivalencias del romanticismo iluminista nacional y sus proyecciones subjetivistas sobre el paisaje desertificado. Charton —de origen francés— quien se instaló en nuestro país en 1870 y fue profesor de dibujo en el Colegio Nacional de Buenos Aires, realizó el retrato siguiendo las descripciones de algunos amigos del escritor.
En Performances intelectuales argentinas escribe María Moreno: “la moda intelectual no es un tema trivial, como lo demuestra El matadero de Echeverría, donde la tragedia se desencadena por un par de patillas”. Las mismas patillas luce el conspicuo retratado, el primer escritor en proponer una literatura nacional, ideólogo también de una política inspirada en el socialismo saintsimoneano, maridaje de poética y política acuñadas por el Deseo (con mayúscula barthesiana) de fundar una nación para el desierto argentino. Echeverría muere a los 45 años exiliado en Montevideo, donde publica el Dogma socialista en 1848, trayecto relampagueante de una biografía puntuada por un viaje a Europa en 1825, donde inicia su formación intelectual, el regreso a Buenos Aires luego de un lustro, la fundación del Salón Literario de la formación de jóvenes intelectuales conocida como “generación del 37”, y por último su expatriación oriental. La estadía parisina se lee en los cautivos epígrafes, prendedores rutilan Byron, Hugo, o Lamartine, citados con la ornamental cadencia del francés. A su regreso en 1830 se encuentra con el gobierno contrarrevolucionario de Juan Manuel de Rosas, modulación de sus intervenciones políticas son las lecturas que pronuncia en el Salón Literario de Marcos Sastre, donde profiere su adhesión al socialismo utópico ensamblado con el liberalismo tradicional del siglo XIX. En su primera lectura de salón expresa: “Nuestros sabios, señores, han estudiado mucho, pero yo busco en vano un sistema filosófico, parto de la razón argentina y no la encuentro; busco una literatura original, expresión brillante y animada de nuestra vida social, y no la encuentro”.
La herencia virreinal de los modelos neoclásicos es repelida con la rupturista inserción del romanticismo —de base nacional— y su concepción civil de la poesía, programa estético que cristaliza La cautiva, pero inicia con Elvira o La novia del Plata (1832). Se podría decir que Echeverría realiza un proceso de transcreación del modelo estético de la poesía romántica europea —antropofagia avant la lettre—, apropiación elaborada para una puesta en escena de las costumbres, con la elevación por las ideas, o en sus términos: una poesía que resulta “cuadro vivo de costumbres” y expresión de “nuestras ideas dominantes”. En La cautiva busca la paleta que le permita matizar “la fisonomía poética del desierto”, escena en la que coloca a los personajes unidos por “el doble vínculo del amor y el infortunio”.
En un período en el que según Ezequiel Martínez Estrada “Rosas es casi totalmente la historia y la literatura argentinas”, Echeverría alcanzó una inscripción original del presente histórico. La cautiva es un extenso poema de dividido en nueve partes y un epílogo que relata la frustrada tentativa de María por salvar a su marido Brian —capitán del ejército de la Independencia— capturado por un malón. La primera parte, titulada “El desierto” inicia con los célebres octosílabos “Era la tarde, y la hora/ en que el sol la cresta dora/ de los Andes”, y que forman una décima “destartalada” según la invectiva crítica de Leopoldo Lugones. Martín Prieto agrega que el programa romántico conspira contra el propio poema, como se puede ver “en el eufónico nombre del personaje principal, Brian, afín al romanticismo europeo, pero completamente inverosímil puesto en un criollo soldado de la Independencia”.
La incursión de la trágica pareja por el desierto, y la fuga que concluye en muerte, muestra los sentimientos proyectados en el paisaje, inicia además una temática que se inscribe en toda la literatura argentina posterior hasta fines de siglo: el conflicto con los asentamientos indígenas en la provincia de Buenos Aires. El desierto es manifestación de la naturaleza, pero a diferencia del modelo foráneo, resulta hostil a los personajes pues su inmensidad amenazante y bárbara tiene por reverso desolados sentimientos de temor y angustia. La originalidad del poema reluce en la elección de los personajes, la inserción de lenguaje cotidiano mezclado con palabras solemnes, la variedad de la versificación con predominio de recursos propios de la poesía popular.
En la primera parte la tribu errante atraviesa el desierto hacia la toldería, en un paisaje “inconmensurable, abierto y misterioso”, el vacío poblado por el “bruto” resulta también espacio de sublimes maravillas. Si la oposición civilización-barbarie diagrama las pasiones que organizan el imaginario político iluminista, y arrasa con fuerzas de destrucción a la pareja que sucumbe en el desierto, del desierto sub-versión es Ema, la cautiva de César Aira. La novela de Aira —datada en octubre de 1978— precisamente a cien años del decreto que manda la Conquista del Desierto al General Roca y el exterminio de “los salvajes”, reescribe el cuento de la cautiva en forma de una travesía por la pampa (espacio nacional habitado por el Otro). Aira atiborra el mundo de la frontera y los territorios salvajes con todos los signos de la civilización: una refinada gastronomía, interiores cargados de muebles, dependencias de los militares con objetos excéntricos (“una hilera de garzas disecadas”), la corte de los salvajes con pabellones y suntuosos jardines, y cuerpos indígenas que brillan en “torneos de elegancia”. La dicotomía civilización-barbarie expone el reverso de violencia que supone el movimiento de la civilización avanzando sobre el desierto, inverso en la disposición hedónica que se instala una vez atravesado el territorio de la ley. La mencionada disposición se traduce también en la fruición por los detalles que retiene la percepción re-poblando el desierto con especies de todo tipo: garzas-ibis, calandrias, cardenales, faisanes, gamas, tapires y hasta moluscos fluviales. Y en el límite una orientalización del mundo del indio que sobrepasa los inventos del Occidente bárbaro.
Según Félix Weinberg La cautiva “poema de la pampa, —se escribió— en una casita de Buenos Aires” en 1836 y “El matadero, relato de arrabal, en un campo de Los Talas años después”, exploraciones sobre lo desconocido en una práctica de modulación literaria, y dispositivo transferencial de pasiones. Si el desierto es el vacío poblado por la ley bárbara de la civilización, del desierto sub-versión es el acto de re-poblar lo conocido con especies diversas —incluso desconocidas— que hablan la lengua transgresiva de la poesía.