Por Edgardo Dobry*
Selección por Aleyda Quevedo Rojas
Crédito de la foto www.adriancuassolo.blogspot.com
Esquirlas de sol.
9 poemas de Edgardo Dobry
Una evocación
Cuándo empezó el incendio
del corazón, cuándo encendió
con el oxígeno
ya respirado el rastrojo
de los segundos nuevos.
Vienen el día y la noche
Como residuos del giro,
queda una esquirla de sol,
llama votiva de lo que aún
no tiene lugar, no puede,
y sueño ya no es cifra de la muerte.
La mañana brota de una papa
de cincuenta ojos insomnes.
El mago
Podía guardar la luz
como agua en una tina
pero no viajar adentro
-como el piano de Vallejo-
para abrazarte en la memoria.
Era un mago para todo
lo que acíbar no me ahorraba
en el regusto del aire:
despertaba, por ejemplo,
en Moscú con la cartera
templada de peruanos soles.
¿Era así una pesadilla?
Como estar enamorado de tu ausencia
cuando otra cosa de ti ya no quedaba.
Aire cansando
Esculpido en la materia
espesa del pasado, invisible
y como mármol dura.
Aire cansado que no rinde,
que se corta entre los bronquios
y se cuaja en el afuera:
vaho que todo lo atraviesas,
aspa tu hilo sobre el esternón.
HOY OTRA VEZ EL SOL de nosotros
se harta, de nuestras vaguedades,
pasa la tarde lustrando el arcoíris
de nafta grabado en la cuneta.
Prueba mañana pero no te garantizo
que estas supersticiones sean
caducifolias como el almanaque.
Más bien al contrario. Mirá:
adentro del congelador las cubeteras
se evaporan, lo que no debería
dejar de aleccionarte, sólido Sol,
a vos que sos latencia activa.
Y ahora, sentado en tres baldosas
de la cocina, los talones
contra las nalgas como si fueran
parte de una misma entidad, con cuchara
sopera comiéndote un yogur
cuajado de ojos verdinegros de kiwi,
sabés, ya en la noche,
otra noche ya perdida,
que un foso de agua turbia
te divide de
todas las
cosas que pudieran suceder.
Los muertos tendrían acá
–los pobres muertos–
algo más para decir.
LA CIUDAD, DE NOCHE,
plantación abandonada.
Bronceado de mitología
vuelve de la biblioteca
y ahora sabe que se puede
caer al cielo como a un pozo.
Un poema no tiene nada que ver
–se dice pero nada que ver con–
el espíritu, un poema es una plusvalía,
aspiración que no prescribe.
En el cielo nítido como un pdf
el viaje del poeta y de la historia
se cruzaron en la zona
necrosada de la lengua,
cada uno revelado por el otro.
EL TRADUCTOR AMOROSO se levanta
a verter unos períodos.
Pongamos que hubieran sido escritos en una
lengua u otra por un señor que no conoce
ni quisiera conocer. Algunas correspondencias
las deduce o las inventa. Al final de la mañana
su mente es capitel abigarrado de hipogrifos.
Mas ganado habiéndose el cociente
de transacciones tales –hágase el pan–
sale a comparar manzanas
–yo habría preferido la de Eva a la de Newton–
y en el camino entre su casa y la verdulería
–y entre las berenjenas y demás alhajas–
se representa la boca de su amada
–ella está muy lejos y es casi tan fuerte
como una abstracción– que se compone de átomos
ausentes de las tablas porque
no tienen antecedentes ni tendrán más descendencia.
Sin pensarlo piensa en esa boca pero no es
del todo una idea, es como la traducción
de algo borrado que se recupera apenas, del átomo
no periódico que irradia invisible
y rotundo en la combustión de la manzana
que por un trastrueco incomprensible no
tiene esta vez lugar entre las muelas ni en la panza
sino en la hornalla del pecho y un poco
más tarde y más temprano también
en el
nervio del aliento.
AH LA FLOR VENCIDA, la fruta
lironda, el tráfico y la serpentina
roja de los faros
en la noche oscura del viaducto,
ese retrato a contraluz retocado
sin tocar –amasada fortuna o
saqueo de fortín–
te pide y te despide,
opaco perfil sin rasgos,
dados de marfil, figuras
de pórfido, fichas de madreperla
frágiles como grafito,
clase de geometría axial:
la ansiedad es vertical,
la pereza horizontal,
la fobia radial,
la espiral melancolía glasé.
Lección sobre los tres
estados del dinero:
líquido el billete,
sólido el oro,
gaseosa la burbuja
–que hiede y explotó.
ME GUSTARÍA QUE VINIERAS,
claro, pero si estuvieras acá
quién iba a mandarme cartas.
Prefiero que me escribas
–no lo tomes a mal.
Es lindo recibir cartas:
las apilo, sin abrir,
en este rincón del escritorio.
Puedo tocarlas hasta a ciegas,
tu letra inquieta adentro.
Te ruego: no dejes
de mandarme postales aunque no salgas
de la casa.
MÁRGENES SANGRADOS
entre el grande simpático
y el nervio vago
y esas partes tuyas,
savia invernal –sol apresado
en su infierno polar–
y jugo vernal
que te piden y te impiden,
líquidos a cualquier temperatura
–prímula abonada, despedida–
como el reflejo del vidrio
en tus muñecas finas como el pulso,
no tu pulso, el de eso sin nombre
que latía cuando no había nombres
y un sauce sutil como un pincel
meditaba una luna de cal viva,
una luna mareada en el agua como
una almeja entre la arena blanda.