Por: Laura Giordani
Selección: la autora
Crédito de la foto: Alma Maggi
Esos árboles que siguen creciendo dentro,
21 poemas de Laura Giordani
Dame esa palabra que haga brotar calostro de las piedras
mientras tanto no decir nada
seguir en penumbra
hasta que alguien me llore dentro y tenga que escribir
para darle consuelo
I
A tu alfabeto le andan faltando letras
hasta que no hay manera de deletrearte.
Ver cómo se disgrega el torso,
cómo los continentes
se hunden en el vientre.
Tu vientre socavón,
desmoronamiento de la mirada.
II
Las abejas se llevan cada vez
más lejos el polen.
La cuchara se desmaya en el trayecto
hasta tu boca.
III
“Danos hoy nuestro hambre de cada día”
tu Padre Nuestro.
No las espigas ni los costales: para ti
las costillas esdrújulas, el fuego
negro que sube por los talones
y va consumiéndote sin llama.
Cráneo crecido
y cuerpo en cuarto menguante,
todo cuenca y pómulo,
todo descuento de tu carne
y suma pellejo
y sigue sin llover
sobre tus surcos.
IV
La luz desfallece
de tanto ver el hambre
como testigo maldito pasando
de la madre al hijo,
del hijo a la tierra
de la tierra al fruto exánime.
La luz famélica de cubrir la desnudez
en cal viva de tus huesos:
una casa de la que sólo quedan vigas
donde el último habitante
―con ojos desmesurados―
pregunta quién se llevó toda la mezcla.
[Hambre, Materia oscura]
Tenían como una lepra la infancia devorándoles el pecho
Clarice Lispector
Tormentas de tierra
sulquis
escuerzos
las tazas que habían venido de Europa
descascaradas
las fotos de niños ya muertos
las paspaduras
el primer vello en el pubis
fruto que se volvía extraño
la infancia un carozo de durazno
trepanado por hormigas negras
papá silbando en el patio
mientras quema sus libros
todas las memorias amarilleando
bajo el cráneo
nostalgia: esta dulce podredumbre en la espalda esta pútrida dulcedumbre de las palabras que no mueren del todo como esas hojas que antes de desaparecer agonizan juntas en parvas exudando el fervor del verano y la savia
Sus noventa y siete kilos y toda
su lujuria cayeron sobre tu pubis
de nieve aún blanda.
Si hay dios, que esta noche
caiga de rodillas y llore
todo lo creado.
[Primera vez, Materia oscura]
I
para ver algo más que caracoles vacíos
el declinar perpetuo de la savia y la sangre
la caída de todos los cabellos
y frutos
habrá que hundir las manos
en tu corazón primero
subvertir los átomos
abrir las aguas
ver con tus ojos
prados más allá de la frente
en pértigas de compasión
traspasar la espesura de lo visible
la ilusión
de lo separado
II
ser al fin sin cauce
sólo desmemoriada agua de la piedra
que la engendró en la cumbre
compasión de la arena en la que
la piedra disuelve su recuerdo de la altura
sólo contigo
fondo solo
III
girar de otra forma,
estremecer las omisiones:
esas piedras orbitando el corazón
estrellas muertas
capturadas por la tibieza en declive
de los cuerpos
resquebrajar las compuertas
dejarse anegar
ahora las cortezas mojadas
pueden arder bajo el corazón de los muertos
el fruto dejarse caer de su gravidez de azúcar
al suelo
prematuro
el árbol llorar su altura
junto al pájaro derribado
[Karuna**, Materia oscura]
**Karuna es un vocablo sánscrito que se traduce como acción compasiva o acción emprendida para disminuir el sufrimiento ajeno
En cada pecho hay un sol sepultado,
con su pulsación clandestina,
su madriguera de temblores
y una confesión de sobrevida
en los labios.
En cada pecho, una rotura,
hueco para alojar la verdad
que no soportarían los ojos:
el aleteo de un pájaro lacerado
sostiene el mundo.
[El corazón, Noche sin clausura]
Viaje adentro, al fondo, a ese barro primero
solícito para las manos, los algodones
tendidos en coincidencia con la herida.
Lo blando: refugio de las aristas
que nos duelen.
Viaje por los corredores
de la sangre, el andamiaje de calcio
que nos alza en rebeldía incesante
ante la gravedad.
Para ser polvo encendido en la frente
de algún dios, reconciliación
de puntos cardinales, fervor
que nos eleva a esa colina
desde donde podemos ver
la infancia que nos aguarda.
[Viaje adentro, Noche sin clausura]
Bajo la piel hay alforjas
para guardar las noches
lentas, ojeras ocaso
donde se ponen
fulgores y encallan los soles
hasta hacerse crónica
nocturna, pliegue
del desvelo.
Marsupiales
cargan sus penas párvulas:
ese modo
tan humano de llorar
por dentro, de penar
por dentro hasta convertir
en piedra lunar
el llanto.
Dos criaturas de lomo púrpura
abrevan la luz
convaleciente
en nuestros ojos.
[Ojeras, Noche sin clausura]
A dónde van a morir
los pájaros, sus pulmones
calcinados de vuelo por qué
sumidero celeste o anti-nido
se fugan, desde dónde
esa caída de estrella discreta como la muerte.
Cielo y tierra se tocan
porque existen ellos
trazando esas líneas
invisibles que unen la sangre
al relámpago, la garganta
a la lluvia, las plegarias
de la madre al desastre
inminente.
Qué ciudad de hormigas
reclama su sombra, qué
viento se lleva sus huesitos
blancos, naufragados en la altura
hasta hacerlos transparentes.
En qué momento de nuestra ceguera
se desploman.
[Pájaros, Noche sin clausura]
Porque el agua se me fuga
y yo – pura sed- soy un zahorí
que remata sus varas.
Porque las palabras regresan de un viejo abuso
y ya no tienen fuerzas para escalar los labios.
Tendré que invocar una caída
en el umbral mismo del verbo
con la fe de todas las manzanas.
Saltar muy dentro, libre
al fondo de las cosas, deshabitar
la memoria, su ciudadela
adoquinada, su lacre, los arquetipos
rotos en las esquinas
ofreciéndome su cuerpo.
Dejar de buscar advientos
en el pan de ayer, las migas con que solía
despilfarrar el hambre, sacudir las cortezas
que ya no pueden recordar su savia.
No bastará con la poesía:
habrá que tener además
los huesos livianos de los pájaros.
[El salto, Noche sin clausura]
El rastro de los caracoles
subiendo por los pies
después de la lluvia
no pueden apagar
la cruz del sur
yerra celeste quemando
aún la frente
el paso austral
de la noche
el clamor de las chicharras
reverberando en el cráneo
como voces de niños
en una ciudad
abandonada
aunque los caracoles
hoy avancen sobre cristales rotos
no pueden
apagarlo.
El viaje que importa
el jamás contado
sucede en las cunetas:
lo más hermoso
atropellado
latiendo todavía
en esos márgenes que ignoramos
cegados por el vértigo
“Al juntar los objetos perdidos de una vida podía sentir
el espíritu de los difuntos pasar, fugazmente, de una boquilla
o una vieja cuchilla de afeitar a mi carne aún viva”.
John Burnside
No aceptar la limosna de la luz
Con tela de aquel vestidito azul vendar los párpados como quien cierra una casa para migrar a otra patria. Con ojos otros -de cachorro ciego todavía- encontrar la ubre por su tibieza.
A ciegas, dar vueltas hasta caer borracha de la propia sangre, hasta no ser imantada por un norte desmentido tantas veces.
Sólo el agua subterránea.
Sólo tienes manos para avanzar
Presintiendo en la corteza recién arrancada la tormenta; a tientas como la gallinita ciega-por una orilla que la violencia del agua desdibuja.
Donde los ojos sólo ofrecen ceguera, las varas de sauce como única guía: el temblor del agua en las manos.
Algo parecido al temblor
Con una brasa convocada por nuestras lágrimas resucitaste al cachorro olvidado en el patio la noche de la helada. Que tus palabras vuelvan a caer ―orina todavía tibia― desentumeciendo nuestras manos azuladas de miedo.
Dar la espalda a la luz para recobrar otra que no mienta: algo parecido a la agitación del péndulo sobre ese lugar donde el desaparecido estaba.
[No sé qué palabra sobrevive, qué palabra no se disuelve como un fantasma en la elocuencia del tacto:
tus manos sobre los vientres de las embarazadas
tus manos sobre los helechos moribundos.
Desconfiar del anverso.
Ella se dirigía siempre al revés de las cosas: hojas, piedras, párpados.
No teman su dolor, su verdad más blanda.
Dendromantes, aprendimos a pedir una hoja al álamo plateado para leer su mano.
Tu palma contra su palma
su nervadura contra tus venas
hasta que la confesión comience:
[un tiempo de savia subiendo con miedo
los alaridos de la tala
unos hombres que arrancan el monte
como la cabellera de una anciana.
Intercambiamos sangre con los eucaliptos, nos amamantamos de la perra más mansa.
[Qué te hicieron caballito, que las manos de tu amo
se hundan en tu carne abierta
hasta que llore polvo de ladrillo,
hasta que la fusta con que te azotaba
caiga con él de rodillas.
Con manos imantadas
Hundir los dedos en la tierra negrísima de la infancia. Cuando las yemas ardan, escarbar con manos imantadas por una ternura abandonada junto a los restos: el desguace nuestro.
Botones sueltos, fotografías de familia: los esposos en un muelle con cuatro hijos y dos baúles, un viejo de ojos claros junto a su silla de enea, escarpines de lana amarilleando sin término, el ajuar con las mismas iniciales de aquel ataúd chiquito y blanco.
Un mechoncito rubio en la mano, único consuelo. Mujeres pariendo en camas de hierro, niños amamantados por cabras.
[veni, sonnu, di la muntanedda
lulupu si mangiau la picuredda
oininì
ninnavò fa
A la infancia a través de las manos, palpar el fondo de los cajones para conocer el revés nuestro, las costuras de un relato siempre en hilachas.
Ella se fue y algo se rompió dentro
[algo sordo, como llorando.
Escondimos las rodillas lastimadas por el pavimento.
Llegaron como una peste las palabras y las llevamos a la boca creyendo en su alimento.
Los contornos adquirieron relieve, los pétalos del corazón fueron cayendo -uno a uno- como en aquel juego.
Sobrevino la sintaxis, la separación, el desastre.
[La guardiana del tacto, Antes de desaparecer]
Ver con la luz de los idiotas,
esos a quienes todavía duele
la nervadura de la hoja:
crucifixión de la savia
en redes que soportan
y callan.
Una hoja puede soportar
todo el peso del verano.
En esa luz,
ver que las hojas tiemblan
de miedo ante el humo
en todos los montes.
En esa luz, ver el mundo,
su andamiada frágil de pestañas
y meridianos.
El sobretodo azul que pusiste
sobre los hombros de la muchacha aquella
volvía empapada del interrogatorio
temblando
la mojaban la picaneaban
cada noche
la dejaban junto a tu colchón
con un llanto parecido al de un cachorro
ese gesto a pesar del miedo
a pesar del miedo te sacaste el sobretodo azul
para abrigarla
no poder dejar de darle ese casi todo
en medio del sobretodo espanto
la dignidad puede resistir
azul
en apenas dos metros de tela
y en esos centímetros que tu mano
sorteó en la oscuridad hasta sus hombros
sobre todo
[El sobretodo azul, Antes de desaparecer]
Guárdalo en la vigilia de tu pecho igual que a un centinela.
Olga Orozco
Un diente de leche de cada hijo
dos plumas de gorrión
resucitado
después de la helada
tres mudas de chicharra
el delantal a cuadros de la abuela
La palabra inocente de Alejandra
la cruz del sur
pero sobre todo
aquel corazón primero
potrillo desollado
trotando sobre cenizas
todavía tibias
todavía crédulo
de llanuras intactas
para ser invencible.
[Talismán, Antes de desaparecer]
Toda demolición requiere su música, toda fila que avanza mientras el pianista toca Cantos del alba de Schumann, también las reses avanzan con la promesa de pasturas lejanas, hechizadas por la lírica; si, todo derrumbe requiere su música.
Y sus poetas.
Ahora, habla de la inclinación de la hierba, del temblor de la hoja antes de precipitarse. Ahora canta Laura, si puedes.
salgo a ver en el humo
de la casa arrasada
contigo
Antonio Méndez Rubio
Como esas trazas sobre el vapor en un cristal, huellas evanescentes, precarias, sujetas a una pronta desaparición. Un discurso desasido, allí radica precisamente su fuerza: no sólo en el alejamiento de cualquier espíritu sentencioso o efectista (esa pirotecnia del vocablo tan frecuente), sino de una elección similar a la blanca elección de Emily Dickinson: la grandeza está en las restricciones que el creador se impone, no como disciplina famélica de la palabra sino más bien como apuesta por la intemperie más absoluta.
Toda la intemperie que el lenguaje sea capaz de soportar, toda la intemperie que como lectores podamos acoger.
Justo antes de su extinción, las cosas revelan una fulguración única, ya sea la nieve cayendo en la noche o el humo remanente de una casa arrasada.
En esas líneas prontas a extinguirse, vale la pena dejarse quemar los párpados.
Nunca escribimos solos, así lo creemos para sostener esa superstición del “artista singular”. Si miramos a los costados y sobre todo abajo, vemos que a medida que nos acercamos a esa palabra oscura nos acompañan todos los insectos que aplastamos, el perro moribundo en la cuneta, las madres insomnes que aún esperan.
La infancia llorando los pájaros derribados en la siesta, nuestros desaparecidos, esos árboles que siguen creciendo dentro.
Que las manos sean sismógrafos: las agujas no escriben si no se tiembla.
Mientras, dejar el verbo tendido, esqueleto de potrillo blanqueándose al sol después de la agitación del agua y la hierba.