Por Sebastián Diez Casares*
Crédito de la foto (izq.) archivo Mario Pera /
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Esa gimnasia de la voz
Es gracioso lo que dice César Vallejo de Vladimir Maiakovski. No sólo lo tilda de poeta menor sino que, a escasos días de cometido suicidio, lo proclama versificador, charlatán, chamullento, en fin. La ironía desatada y mordaz que caracteriza a la prosa vallejiana acá luce sus implementos más cortopunzantes; pero creo que no viene al caso el contenidismo en la poesía de Maiakovski, que es de lo que destila material explosivo Vallejo, sino el peso que logra su desplante.
El tema sería este: el desplante. Y siendo rigurosos, el desplante entendido como altanería, insolencia.
La poesía de Maiakovski pareciera tener presente a una audiencia per se. La exposición de la intimidad en ella es requisito y no delicadeza estética. De ninguna manera autoficción, aunque si hablara de escritura como performance estaría incurriendo en un lugar común, mejor referirse al cruce entre poesía y teatro. El dramatismo de Maiakovski intenta eludir la barrera del canto castrato, el tono del adolescente pero individual al fin y al cabo, para consagrarse en una voz única whitmaniana, nerudiana; sin embargo, no lo consigue, su fracaso se prolonga sin modo que se detenga. La frustración le es insistente en una adolescencia perpetua. El recipiente de poeta del proletariado no se quiebra del todo para bienvenida de la voz misma de la clase obrera, lo que no lo resta de magulladuras y hematomas cuales relucen, según Vallejo, en la intimidad. El interior de ese recipiente de poeta proletario, no obstante, es la fuente de la que bebe su fuerza, su agilidad.
No me parece tan descabellado estar y no estar de acuerdo a la vez con Vallejo. Lo que enrostra a Maiakovski es su inconsecuencia ante lo que proclama su compromiso, argumento habitual en la discusión política, por lo que en su contexto tenía cierta validez histórica; hoy, en cambio, lo interesante es saber por qué Maiakovski se sigue no sólo leyendo sino traduciendo. Asi como no se siguen leyendo los cantos a Stalin de Neruda, tan iguales en contenido elogioso y militante, o la poesía estrictamente política de Miguel Hernández o Roque Dalton.
El desplante, por ejemplo, en la poesía del mismo Dalton (“Los guanacos hijos de la gran puta/ Los primeros en sacar el cuchillo”, dice en “Poema de amor”) o, más cerca de nosotros, la de Enrique Lihn quien teoriza algo al respecto en aquella entrevista tan sensual que tuviera con Claudia Donoso en los ochentas, tocando allí tres puntos que podrían contrastarse con los indicios de cierta especulación en torno a la performance en el texto y de paso con el caso Maiakovski: 1.“Siempre hay un interlocutor en la literatura, de todas maneras, y puede ser un interlocutor colectivo o un interlocutor específico, único, un individuo o una individua.” 2. “Un sujeto que escribe un libro que solamente él puede leer sería un representante utópico y feliz de la literatura. Prescinde ya de la relación con el lector, de la apelación. Porque la literatura es un acto de apelación.” Y 3. “Mi prosa es decididamente farsesca, o sea, es un artificio que se muestra como tal”.
Puesto de otra manera: 1 La conciencia de un auditorio. 2 La imprecación o tono inquisidor. Y 3 La imposibilidad o farsa de la propuesta. Tres características innatas de la obra maiakovskiana. El último punto especialmente puesto en jaque por la crítica de Vallejo.
Ahora, a lo que se refiere específicamente Lihn es por una parte a su alter ego Gerard de Pompier, un personaje lingüístico. Y por otra, en el contexto de su última etapa artística, ya mediados los ochenta, a la intervención pública de sus textos y que, me parece, puede entenderse como el modo ultranza de la que bautizara mucho antes como poesía situada. De entenderlo así, su Diario de Muerte sería la crónica-happening de su deceso, o como dijo otro poeta, “la selfie de un moribundo”, donde el personaje desaparece dando lugar al desahuciado, con nombre civil y años verdaderos encima. En fin, de este estrellar la vida contra el telón existen otros ejemplos. El monólogo dramático de El cristo del Elqui de Parra, así mismo, que conforma una constelación junto al Pompier de Lihn en la poesía chilena; el primero empecinado en la proclama de una moral provinciana, tan escolástica como liberadora; y el otro en los últimos eructos de una aristocracia ya decaída y pasada de moda.
Ambos comentan estos textos en una grabación rechinante del año 79, una especie de podcast anacrónico entre Nicanor y Lihn que Daniel Rojas Pachas subió al Youtube. Allí entre bombos y autobombos los poetas deliberan sobre las redes tejidas entre escritura de poesía y actuación. Parra confiesa que le es cada vez más difícil no escribir un poema sino firmarlo. Hay un conflicto con el nombre propio, es un problema del que deriva la necesidad de máscara. Ambos creen en el personaje bufonesco como un ente que emerge en represión y que no habla sino que es hablado. Parece ser una estrategia sensata cuando se está bajo dictadura y la resistencia pareciera ser no quedarse callado.
Volviendo al poeta soviético, sólo por tirar líneas desbocadas, podríamos hablar de un energúmeno (sea el de Maiakovski, el de Parra, el de Lihn) que hace empleo del monólogo dramático o de la primera persona (la atalaya de la primera persona), con un desplante telúrico casi proclive a observarse, una voz posible de visualizar, una gimnasia de la voz. Lihn, en una de las últimas entrevistas aparecidas en el compilado de Daniel Fuenzalida, se refiere al teatro como una manera de darle cuerpo al texto, “aunque se cree un personaje lingüístico y no sicológico”. Las evidentes tensiones teatrales que tuvo su obra en los ochentas urgidas por la quimera de la promesa de ascenso y sofisticación del capitalismo a la chilena, resultaron en esa especie de antropología del recién fundado paseo Ahumada que lee asi una pista de despegue, o la aparición de la Virgen como libreto de teleserie cebollera. No solo contenidista, como se ve, sino también formal, en la que la voz y su gesticulación son tanto o más protagónicas que las circunstancias.
Maiakovski como escritor de poemas es muy irregular. Su talento brilla más en su personalidad, en su puesta en escena. Sin concentrarse en la biografía sino en lo que se escribe, las poses del autor en el texto, la sintaxis, la propedéutica de la agresividad, de cómo utiliza el lenguaje más allá de lo que quiere decir. Si bien bajo esta emulsión y a la vez sagacidad del lenguaje, oculto está también una desilusión personal. Hasta cierto punto Maiakovski deja de serlo, y da a un paso al costado innominado, sin nombre, como un NN. Su nombre propio es la máscara. Allí es donde Vallejo no lee el aspecto performativo del texto. Falsario, sí, utiliza su nombre, sacrifica su nombre propio para decir o ser hablado. Una decisión esencialmente cristiana esta la del sacrificio. Y no azarosa ya que, si reparamos en la simbología bíblica de su poesía, parece poblarla de principio a fin. En la intimidad Vladimir era más bien melancólico y muy poco dado a la colectividad. Y a pesar de su impronta y presencia (medía casi dos metros), proyectaba una inconmensurable fragilidad. Su padre murió de envenenamiento por pincharse el dedo con una aguja infectada cosiendo papel, desde entonces Vladimir no pudo siquiera ver una jeringuilla. La gente lo recuerda como el eterno vencedor, el hombre fuerte y heterosexual, pero jamás supo sobrellevar las circunstancias de su vida y haber caído preso a los 16 años, cinco meses dentro, si bien le enseñó a callar, también lo trastornó.
Viktor Shlovski, el formalista ruso y amigo del poeta, autor de una de las primeras biografías de Maiakovski, de título homónimo, publicada apenas diez años después de su muerte, señala que el origen del poeta fue tardío. Su primera experiencia artística la llevó a cabo en la pintura, y de cierta manera fue allí donde moldeó su poética posterior. Primaba el impresionismo en la Rusia bolchevique, pero el poeta adolescente ya atento al desacato, desvía su atención hacia el objeto y no al color como se estilaba en aquel entonces; sus inquietudes iban dirigidas especialmente a la fuerza y al exceso como dijo Boronali en su manifiesto de la escuela de los excesivos. Parte de este exceso se filtra en la artesanía textual, pero no como un barroquismo sui generis, o saturación, sino más bien tal y como el futurismo lo entiende: un coche de carreras es más bello que la Victoria de Samotracia; o sea que la velocidad es el nuevo dios, siendo la agilidad y la fuerza atributos ideales.
Hasta allí su incursión había sido estrictamente pictórica. Luego cae preso. Anota Shklovski en la biografía homónima. “Vladimir Vladimirovich Maiakovski recibió la vocación para la poesía en Moscú, después de la cárcel de Butirki ―hacia 1910. La vocación del poeta empieza con la angustia”. Desde entonces no se detiene hasta su muerte, a los 34 años.
Un aspecto central en la poesía de Maiakovski es su ritmo. El verso libre lo metabolizó de inmediato, e ideó una manera de observar el respiro en el texto. El formato “escalera” de sus versos (W.C. Williams procedía de manera similar) cuando ya las comas le fueron insuficientes. Los patrones de la voz se podían leer en sus versos como en un pentagrama.
Sin embargo, es su violencia o la implacabilidad de su violencia más bien lo que impresiona. Leemos en traducción de Gerardo Deniz: “¿Qué celeste Hoffman/ te inventó, maldita?” “Sino sería mejor poner/ punto con bala a mi fin.” “Una bala en el cerebro/ como si se hubiera derramado / un vaso de lágrimas sobre la herramienta”. Son parte de La flauta espinazo (o La flauta vertebral, como también traducen) uno de los tantísimos poemas largos, épicos a escala humana, en los que el nombre propio del poeta futurista se abandera con el sospechoso afán de confabular siempre en torno a su propia biografía, en un insistente y desmesurado acto de mistificación de uno mismo. En este sentido Maiakovski es aún más brutal en su propuesta que Lihn y Parra, evidentemente por la “ausencia de máscaras”, por la firma con el nombre propio, sin seudónimos.
Así mismo proyectaba su propia posteridad, lo que confirma la conciencia de sus recursos y de su puesto en el panorama literario: “Mi verso/ ciclópeo/ romperá/ la mole de los años/ como rompe/ en nuestros días/ visible/ basto/ rudo/ el acueducto de Roma/ trabajado en su momento/ por los plomeros y esclavos.”
Vallejo antepone ello ante la obra textual, pues su crítica precisamente alude a que la alharaca del poeta soviético quisiera representar algo que no es, es decir, la moral obrera y revolucionaria. Ni siquiera un fariseo, insinúa Vallejo, sino el tramoyista de ese fariseo. La farsa por partida doble. No es que no critique sus modos o la forma como tal de sus poemas, sino que se esmera tan solo con enfrentar la vida con la obra del poeta. Como se preciaría un marxista, y por el que apuesta Vallejo, concordaría el maiakovski-persona-natural y el maiakovski-poeta-soviético. César ya se había contactado con Vladimir hacía algunos años para entrever en su comportamiento al desasosegado camarada que difundía públicamente. Entablan una extraña conversación de la que el peruano concluirá en el citado artículo de 1930 del comienzo: “en vano, en vano todo, la verdadera vida interior del poeta, aherrojada a fórmulas postizas de un leninismo externo e inorgánico, seguía sufriendo silenciosamente y sintiendo todo lo contrario de lo que decían sus versos.”
Los versos no decían nada de quien los declamaba. Bien. Una distancia. Un libreto. ¿Pero no acaso obra? ¿Es tan vacua y edulcorada la poesía de Vladimir? ¿Puede la impostura considerarse obra? ¿Son justas las acusaciones del poeta Vallejo? Como si lo que recordáramos de un Maiakovski millenial fuera más su muro de Facebook que su propia obra. Su teatralidad más que su estilo.
No viene al caso poner en duda al arpón que emboca en el mismísimo esternón del poeta soviético. Tiene razón. La vida del poeta poco o nada tiene que ver con sus proclamas versificadas. Sin embargo, lo que se recuerda hasta hoy en día es el personaje. Una caricatura quizás. Basta recordar los dichos del actual ministro de cultura de Rusia, Vladímir Medinski, quien dijo que Maiakovski había sido el primer rapero ruso, y no faltó la revista especializada en apresurarse a sacar algún seudo reportaje sobre las relaciones entre la versificación maiakovskiana y el ritmo del verseo free style, cosas así.
¿Entonces de qué hablamos cuando hablamos de personaje literario? ¿De una postura en el texto? ¿De una sintaxis? ¿De una manera de posar frente a la lente del lector porvenir? ¿La prensa rosa de uno mismo? Lo único que podría aseverar es que el desplante se llevaría a cabo en el escenario, en el papel. Y en la voz, de haber registro o lectura. De utilizar estos medios para expresarse de otra manera te hace vulnerable de acuso de farsa o derechamente inconsecuencia. No fue el caso de Maiakovski, quien en su carta suicida ponía especial reparo en ello, coronaba su fin con la siguiente frase: “la barca del amor/ se estrelló contra la vida cotidiana”. O sea, el personaje ya parecía insustentable, y en el marco de su poética radical, su vida también. Lamenta no haber seguido hasta el final con su confrontación: “Camaradas del VAPP[1], no me tomen por un pusilánime, realmente no había nada que hacer […] debí haber peleado hasta el final. En la mesa hay 2.000 rublos para pagar los impuestos”.
primavera del año 19
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[1] Asociación Panrusa de Escritores Proletarios, una suerte de Sociedad de Escritores soviética.