La presente entrevista fue realizada por Efraín Kristal a la poeta Blanca Varela, y fue publicada originalmente en la revista Mester, Vol. XXIV, N°2, en 1995.
Por: Efraín Kristal
Transcripción y edición: Rosa Nemes,
Emanuelle Oliveira y Soraya Alamdari
Crédito de la foto: Caretas
Entrevista con Blanca Varela
I. Introducción
Blanca Varela (Lima, 1926) es una de las principales figuras de la literatura peruana contemporánea. Desde 1949 hasta al día de hoy ha publicado meticulosos poemas en los que su segura voz lírica explora fuertes emociones con un tono a veces irónico y a veces paródico. Su poesía refleja asimismo un diálogo con la música y el arte pictórico. A veces sus poemas están situados en urbes modernas pero ha elaborado también una geografía lírica en la que existe un lugar ubicado entre el cielo y la arena. Al oeste yace el mar. Es un mundo de moradas y jardines. Está poblado de flores, insectos, animales, ángeles y fantasmas. Predominan ciertos colores primarios. Hay luz y oscuridad. Se trata de símbolos e imágenes que su hablante lírico escudriña mientras se escudriña. Octavio Paz tiene razón cuando habla de la poesía de Varela como «una exploración de la propia conciencia» (96)[1].
Su poesía de 1949 a 1983ha sido reunida con el título de uno de sus libros de poemas más significativos: Canto villano. (México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1986).
Desde 1993 trabaja en una nueva serie de poemas en prosa con depurados símbolos con los que explora nuevos temas, entre ellos el de la mortalidad. La primera muestra de estos poemas ha sido publicada con el título de El libro de barro (Madrid: Tapir, 1993).
II. Entrevista
Efraín Kristal [EK]: ¿Cómo fueron tus experiencias con el grupo de Westphalen en las tertulias de Pancho Fierro?
Blanca Varela [BV]: Sebastián Salazar Bondy, de quien me hice amiga en la Universidad de San Marcos, me llevó a la peña Pancho Fierro. Fue una experiencia increíble. Me vi trasladada de una casa muy enquistada de algo muy limeño, muy criollo, algo limitada, sin duda, a un mundo nuevo y mayor: el mundo del Perú. Creo que el personaje más importante para mí en ese momento, aunque aún no me diera mucha cuenta de que tal cosa ocurriera, fue Arguedas. El abrió una compuerta curiosa, para mí en particular, y creo que también para otras gentes más evolucionadas y mayores que yo, personas que sabían que existía ese otro Perú que no era Lima ni el barrio en que vivías ni las familias que conocías ni los cuatro nombres que se barajaban en los periódicos, sino que era un mundo que siempre había sido considerado como algo un tanto folclórico y pintoresco, y esto por una lejanía totalmente cultural.
EK: ¿Estuvo César Moro en esas reuniones?
BV: Sí, conocí a César Moro en la peña. Era muy amigo de las Bustamante ―de Celia y de Alicia― y de Arguedas, por supuesto. Allí se encontraba ―además de Westphalen, quien era su íntimo― Ricardo Tenaud, quien había sido un amigo de juventud de César. Era un mundo de conciliación, de eso que nunca se ha podido conseguir en el Perú y que allí sí se conseguía. Había gente de muy diversas edades y de muy diversos intereses. Podíamos sentamos alrededor de una mesa para comer, o bailar, o discutir y hasta pelear un poco, pero todo con amistad y respeto. Estábamos sentados allí conversando y de pronto aparecía el pintor José Sabogal o Martín Adán. En esos tiempos también se presentaban en la peña Corpus Barga, que era un conocido escritor y político español emigrado, Eielson, Sologuren, Szyszlo, la pintora Leonor Vinatea, Camino Brent, y los doctores Valega, Gastiaburú y Pesce, que eran médicos.
EK: Me sorprende que ese grupo conviviera con tanta civilidad. En sus escritos César Moro hizo críticas acérrimas al indigenismo. ¿Nunca discutieron esas diferencias cuando sus puntos de vista sobre el indigenismo, por lo menos en la cultura, eran tan distintos?
BV: Evidentemente había una diferencia de enfoque y de opiniones. El Perú que vivió Arguedas, su modo de padecerlo, no era el Perú que, a su manera, sufrió terriblemente Moro. En el grupo existía una gran armonía; las discusiones se planteaban en otro orden de cosas, y recuerdo que en ese «orden» Arguedas y Moro estaban al mismo lado.
EK: ¿Qué aprendiste de tu convivencia con estas figuras de la literatura peruana?
BV: No puedo decir que aprendí una cosa u otra, pero el hecho es que por la peña, después de haber conocido a esa gente, de haber sido amiga de casi todos ellos, viví de una manera diferente. Tengo un poema que se llama «Puerto Supe» y todo el mundo cree que nací o pasé mi infancia en ese lugar. Nada de eso. Supe es un puerto en donde Alicia Bustamante se había comprado una casita de pescadores en la que pasaban los veranos ella, su hermana Celia ―la mujer de Arguedas― y el propio José María. Me invitaban allí y, como yo era muy joven, ellas le pedían permiso a mi madre para que me dejara pasar esas vacaciones con otros amigos más. Fue una maravilla ese descubrimiento de la costa. ¿Qué aprendí? Aprendí a sentirme peruana, lo cual se acentuó mucho más cuando fui a París en el 49. Descubrí que tenía límites, que era una persona distinta a las demás.
EK: ¿Cómo te iniciaste en el mundo de la poesía?
BV: Creo que nací en ese mundo. Provengo de una familia de gente que escribe, sobre todo las mujeres. No sé si ubicas a José Arnaldo Márquez. Él era un escritor que pertenecía al Ateneo de Lima y que fue amigo de González Prada. Su hermana se llamaba Manuela Antonia Márquez y era la madre de mi abuela. Ella escribía y hacía teatro, y parece que al viajar José Arnaldo a Europa su hermana le dijo que quería tener un teatro. Entonces él compró la silletería y otras cosas más para montar el teatro, las puso en un barco y se las mandó. En Lima alquilaron un terreno a un señor que se llamaba Forero y allí pusieron su teatro. Tal vez no le pagaron el alquiler, eso no lo sé, pero lo supongo. Lo cierto es que Forero los echó y se quedó con todo. De allí nació el teatro Forero y luego el Teatro Municipal de Lima, con la misma silletería que José Arnaldo Márquez trajo de Europa para que su hermana menor «jugara.»
EK: ¿Qué otra mujer fue escritora en tu familia?
BV: La madre de mi madre, Delia Castro Márquez, quien escribía sobre política, además de poesía, cuentos y novelas. A lo mejor eran interesantes. Creo que los tiene, e inclusive hasta algo editado. Era una mujer muy inteligente, bastante especial, llena de un humor muy ácido y de una fantasía desbocada.
Mi madre también escribe; hace letras para canciones y cierto tipo de poesía festiva. El abuelo materno era ecuatoriano y también escritor. Se llamaba Nicolás Augusto González. Me han dicho que hay una plaza en Guayaquil que lleva su nombre. Estuardo Nuñez lo menciona como escritor de tradiciones. Parece que fue muy peruanófilo, un exilado del Ecuador. Trabajó una época en el diario El Comercio de Lima. También fue periodista, diplomático y político.
EK: ¿Se recitaba poesía en tu casa?
BV: Se recitaba, se hablaba en verso; se trataba de gente preocupada por el idioma. Era una casa en donde los niños teníamos que hablar bien y los empleados domésticos también. Por otro lado, era una casa muy bohemia, de gente que había sido alguna vez pudiente y cuya buena situación se había perdido.
EK: ¿Hubo alguien de tu familia que te alentara a escribir?
BV: Posiblemente mi madre. Desde muy pequeña hice en la escuela mis primeros juegos con palabras. Era la mejor alumna del colegio cuando se trataba de escribir, y me imagino que eso disculpaba mis deficiencias en otras disciplinas. Terminé la escuela pronto, a los quince años. A los dieciséis entré a San Marcos, en una época en la que había muy pocas mujeres. Ellas venían sobre todo de la provincia y casi todas estudiaban para ser maestras.
EK: ¿Qué estudiaste?
BV: Estudié literatura y algo que se llamaba pedagogía. En poco tiempo me di cuenta de que era lo menos dotada para la enseñanza. Terminé los cuatro años de letras. Lo que aprendí en San Marcos, sin embargo, no provino de la parte académica de mis estudios, sino más bien de las amistades que hice con los poetas jóvenes y de mis lecturas.
EK: ¿Quiénes te alentaron a que fueras poeta?
BV: Sebastián Salazar Bondy, absolutamente. También mi padre, pero no en forma directa. Mi padre era un buen lector y me pasaba libros que, por cierto, no debía leer una niña. Mi madre, que era mucho más severa que él, me decía: «Tu padre es amoral,» porque me encontraba leyendo libros que le parecían poco apropiados para mi edad.
EK: ¿Recuerdas cuáles eran algunas de esas lecturas «amorales»?
BV: A los doce años, por ejemplo, leí Nana, de Zola, y Madame Bovary, porque ya había devorado Los tres mosqueteros y todo Salgari. Desde entonces, hasta el día de hoy, tengo el vicio de leer todo lo que me cae a las manos. Si me ponen un Vanidades al lado me lo leo de cabo a rabo, y si tengo tiempo, leo cuatro periódicos distintos cada día.
EK: Te preguntaba acerca de quiénes te han podido haber alentado en tus propias actividades literarias, en parte porque tú has tenido un papel importante alentando a jóvenes escritoras peruanas.
BV: No he hecho nada especial porque creo que, antes que eso, ya estaba todo dado, que se trata de gentes que tienen talento. Cuando se me ha preguntado sobre la poesía femenina he dicho que para mí la poesía es una sola, la buena. Que la escriba una mujer o que la escriba un hombre me da igual. Pero creo que hay algunas escritoras peruanas que están escribiendo muy bien: Patricia Alba, Rocío Silva Santisteban, Giovanna Pollarolo, Carmen Ollé, Mariella Dreyfus. Hay también una mujer que me interesa mucho: Magdalena Chocano, que no vive en el Perú.
EK: Quería hacerte unas preguntas sobre tu poesía, sobre tus imágenes poéticas. Una constante en tu poesía es, más que un mero contraste, la paradoja con la luz y la oscuridad. Hay en tus poemas oximorones como «en lo más oscuro del verano» o paradojas como «hacer luz aunque cueste la noche.»
BV: Hemos hablado, me parece que en otra ocasión, de mi necesidad de encontrar alguna coherencia en lo que me rodea, en el mundo, en la existencia misma. Siempre he tenido la sensación de que pasamos de una zona tenebrosa a una especie de iluminación en determinado momento, y que, cuando creemos haber hallado un camino, de pronto encontramos que en esa luz que aparentemente nos guía hay una profunda oscuridad. Camino y vivo entre esos contrastes porque siempre estoy tratando de encontrar en dónde poner los pies.
EK: A veces la imagen de la oscuridad en la luz es una paradoja que refleja un conflicto entre el presente y la memoria, como si alguna memoria oscura irrumpiera y ocultara la luz del día como un eclipse.
BV: Es probable. La memoria es algo que me preocupa. Siempre he querido escribir un poema sobre la memoria. Se trata de encontrar una coherencia, una razón a las cosas: ¿dónde está?, ¿qué pasó? Y creo, además, que existe la memoria de la memoria, algo así como una memoria destilada. Se recuerda lo que es importante, es decir, lo que sirve para determinado momento. Siempre he dicho que soy una persona que ha recordado lo que me es útil. No sé qué quiere decir eso, pero siempre he pensado que también he desechado recuerdos que me han lastimado. No los he perdido; están ahí y me sirven como límites, como avisos para saber que por ahí no debo volver.
EK: En tu poesía hay ciertos colores importantes: el negro y el rojo son quizá los más recurrentes; luego el azul y el amarillo, y después el verde.
BV: Sí, son tal vez mis colores. No sé, pero creo que esto tiene que ver con una formación sentimental y práctica al mismo tiempo. Me casé con un pintor. Hasta conocer a Szyszlo la pintura para mí no existía, y al casarme con él, que era un joven que iba a aprender a pintar, era inevitable que me interesara, entre otras cosas, por el color. Hicimos un viaje a Florencia, una ciudad donde el color comenzó a ser sumamente importante para mí, tal vez porque en mi entorno había un gran empeño por su aprendizaje. Y como era un animalito que se interesaba por todo me interesé muchísimo en eso y lo viví a la par, tal como lo vivía ese aprendiz de pintor que era mi pareja. Después empecé a encontrar imágenes detrás de ciertos colores, les atribuí valores que se relacionaban con ciertos estados de ánimo.
EK: Me parece que en tu poesía, cuando se trata del deseo, todo se pone azul, y cuando el amor se consuma o cuando hay heridas, aparece el rojo.
BV: Pienso que eso es casi natural; hay alguna sangre por ahí, algo que se derrama. No creo haber abusado pero he vivido muy profundamente ese aprendizaje del color que no tiene que ver con la naturaleza directamente. No es que me haya preocupado el azul del cielo, sino el azul del cielo de algún pintor.
EK: Tu universo poético está poblado también de algunos insectos, ciertas flores ―la rosa―, algunas frutas que no específicas. Siempre están presentes en la poesía, como también la idea de la herida y la sangre. También hay ángeles en tu poesía. Pero, antes de que platiquemos sobre el tema en tus poemas, quería saber si te ha interesado o has reflexionado sobre el tema del ángel en la poesía de Rilke.
BV: Mucho. He leído mucho la poesía de Rilke, que era uno de los poetas favoritos de mi adolescencia y lo es hasta hoy. Pasé de Chocano a Rilke, lo que es un viaje tremendo. Leí Los cuadernos de Malte y después Las elegías de Duino. Fue una época maravillosa en la que a Lima llegaban todos los libros de Rilke desde Argentina, y creo que estaban bastante bien traducidos.
EK: Me parece que hay un contraste en Rilke ―no sé si lo he captado bien― entre el ángel, que es un ser perfecto y autónomo, y el ser humano, que es imperfecto, en parte porque necesita tener relaciones con otros seres humanos para completarse. Hay entonces en Rilke una añoranza por la perfección del ángel, es decir, un deseo de superar nuestra necesidad de completamos en otros seres humanos, de conseguir la autonomía de los ángeles, unas ansias de conquistar cierto tipo de soledad o autonomía. En Rilke hay un desprecio por la realidad humana y una necesidad de superarla en un sentido espiritual, aunque no teológico, y esa espiritualidad, creo, es la de sus ángeles.
BV: A mí me preocupaba mucho eso y me ha preocupado además como modelo, inclusive personal. A mí me encantaba sentirme casi «angélica;» era una persona a la cual no la tocaban ciertas cosas.
EK: En tu poesía la imagen del ángel es recurrente.
BV: No hay ninguna premeditación en eso. Sucede que eliges porque te inclinas a ciertas cosas; son las corrientes naturales del alma, por decirlo de alguna manera. Además, creo en los ángeles.
EK: ¿Cómo son los ángeles en los que tú crees?
BV: No los puedo ubicar en una inmediatez pero creo que uno tiene encuentros con ángeles o que algunos seres humanos tienen la posibilidad de convertirse en ángeles en un determinado momento de su vida. El ángel como alguien que desciende, te toca y se puede ir. Conservar el ser angélico es muy difícil pero creo que es importante que exista la idea de esos ángeles, aunque sea como modelos de pequeñas transfiguraciones.
EK: ¿Y en qué consistirían esas transfiguraciones?
BV: En un cierto desprendimiento de las cosas y en una aceptación de no estar ligado a los pequeños apetitos. Poder, por ejemplo, comprender que alguien no te ame y encontrar que eso está bien, que es justo.
EK: En tu poesía no sólo hay ángeles. Hay también fantasmas, que no es lo mismo.
BV: ¿Tú crees? ¿No podría ser lo mismo?
EK: Quizá podría ser lo mismo, pero hay imágenes como «fantasma cruel» y «besas a mil mujeres.» El ángel es una figura que parece trascender las emociones banales, mientras que el fantasma es una imagen del recuerdo de alguna traición, un poco como la poesía de Gabriela Mistral del periodo de Desolación.
BV: Tengo que confesarte que prácticamente no conozco la poesía de Gabriela Mistral. En la época en que comencé a interesarme por la poesía Gabriela Mistral no era mi modelo. Ahora puedo leerla y encontrar por qué es valiosa su obra. Pero en ese momento me interesaba más la poesía maldita. Al lado de Rilke me gustaba Rimbaud. Nunca he tomado drogas, pero toda la poesía de la droga me parecía muy atractiva. Había en ella una parte del mal, no del de un espíritu que viene a ocasionar daño a otros, sino del mal que se hace uno a sí mismo, como purgando, buscando algo que hay que pagar para lograr no sé qué cosas. Me interesaba, me gustaba esa actitud maldita de quien está al filo, al borde de un abismo, que impreca y dice cosas terribles. Hay tal vez una reminiscencia de eso, ligera seguramente, en mi poesía. También leía a De Quincy y a Nerval, a Verlaine y a Baudelaire.
EK: Hay poemas tuyos en los que me parece que estuvieras entablando un diálogo con Octavio Paz sobre temas como el erotismo, lo eterno y lo efímero. Ahora, no siento en tu poesía el tipo de celebración cósmica que hay en Paz cuando los signos se convierten eternos, cuando el tiempo se disuelve. Hay en tu obra una especie de apreciación del fulgor de lo efímero. En vez de celebrar una eternidad que anula el tiempo, tu eternidad es efímera. De allí versos como «dos piedras lanzadas por el deseo se encuentran en el aire.»
BV: Paz es una persona admirable y soy muy devota de su poesía. Me aparté de él forzándome, como me aparté muy temprano de Vallejo, que me fascinó pero que dejé de leer completamente. Lo he releído hace muy poco y he vuelto a sentirme realmente asombrada, porque creo que es un gran poeta. Con Octavio me sucedió algo parecido: lo que más me atraía de su poesía era esa especie de conciliación lúdica y trascendente con que relacionaba la historia, la realidad y los sueños. Jamás he tenido esa visión; creo que soy más realista. Me atrevo a mirar y parece que no necesito dioses, aunque me encantaría que existieran. A veces los evoco, llamo, toco piedras como un hechicero cualquiera. Creo que he golpeado esas puertas y nadie me ha respondido. Me conformo con la realidad, la acepto, aunque creo siempre en ese fulgor instantáneo, en eso que, de alguna manera, es para mí la eternidad.
EK: En los años sesenta ―la última mitad de los sesenta― hay novedades en tu poesía: aparecen poemas sin puntuación, alternas crónicas, experiencias de tu vida, con poesía más abstracta, menos fijada en un momento histórico o en un momento de tu vida. La ironía que siempre había estado en tus poemas se convierte en una especie de escepticismo agudo. Evocas también la música, los títulos de algunos poemas lo reflejan, ésos que mencionan el canto o el vals. Me pregunto si ése es un periodo de renovación consciente.
BV: Es más bien una experiencia de tipo vital: me sucedieron cosas importantes y dolorosas y eso me reflejó en lo que escribía. Siempre la vida privada se asoma por algún lado y casi siempre en forma anárquica. El ser humano vive un poco de abandono en abandono. En todo amor siempre hay una pérdida, pero creo que decidí endurecerme y sostener las cosas. Al parecer me fabriqué un sentido un tanto absurdo de la dignidad, porque desde niña me sentí muy heroica y luego, poco a poco, todo se convirtió en una realidad en la que no hay héroes. Hay una zona de mí que va a permanecer intocada, no importa qué suceda, eso es mío y me lo voy a llevar a la tumba. Dices que no pongo puntuación, que mezclo cosas. Es verdad, comencé a romperlo todo, a tirarlo todo porque necesitaba hacerlo. Necesité cambiar de piel, había perdido cosas, tenía que adquirir otras o sobrevivir con lo que me quedaba.
¿Podría ser eso?
EK: ¿Por qué abandonaste la puntuación?
BV: La puntuación me sobraba. En cierto momento me pareció tradicional, burguesa, equivalía a entregar una tarjeta de visita. No poner puntuación me permite por una vez siquiera usar mis silencios, respirar como quiero, no ser la persona que los demás creen que soy o quieren que sea. Es sencillamente una ruptura que me gusta. Me gusta ver que las letras vuelen aparentemente solas, que las palabras no tengan ataduras, amarres dentro de la página. Para mí la página en blanco es algo que siempre me ha tentado. El vacío me atrae.
EK: ¿Trabajas el ritmo de tu poesía?
BV: He tratado de evitar tener un ritmo tradicional, exterior. Como te conté, vengo de una familia que siempre ha versificado y para mí ha sido muy fácil hacerlo. He tenido que contrariarme para no rimar, para no usar medidas. Mi poesía tiene más bien disonancias, pero frase a frase, paso a paso, guarda un ritmo interior. Cuando corto una frase es porque hay un acorde. Es una manera de separar algo de algo.
EK: ¿Cómo escoges los títulos de tus libros?
BV: El primero lo bautizó Octavio Paz. Eso lo he contado varias veces. El libro debió llamarse Puerto Supe. A mí me gustaba que tuviera ese nombre geográfico, y cuando Octavio Paz lo quiso hacer publicar, me preguntó cómo se llamaba. Le dije: «Puerto Supe,» y él me repuso: «Pero ese nombre es horrible.» Entonces le contesté: «Pero ese puerto existe,» y me dijo: «Ese es el título,» y me pareció muy bien y no hubo objeción. Se lo agradecí y ahí quedó. El segundo libro se llama Luz de día. La luz de día para mí es una luz elemental, que no es, por cierto, la luz eléctrica ni la luz que dura con el sol. Es más bien una luz que no deja sombras alrededor, que existe en ciertas fotografías. Después escribí Valses y otras falsas confesiones, que es el libro de la ruptura con mis orígenes. Canto villano es un libro de poemas que no querían ser jamás publicados.
Es el libro del inconsciente, de lo que tú dices cuando no hay nadie, de los gestos que haces frente al espejo. Esas cosas terribles del monstruo que puedes ser. ¿Y por qué le puse Canto villano? Porque alguna vez leí que el canto villano era el canto o la música que se hacía fuera del castillo. Es el canto de extramuros, el canto popular. No sé por qué pero al bautizarlo pensé en Villon.
EK: Es un título muy significativo para ti. Lo has usado en las colecciones que recogen tu poesía completa.
BV: Creo que eso podría cambiar, y todo lo que escribiré, si es que escribo en el futuro, se llamará El libro de barro.
EK: En Canto villano aparece una actitud de heroína y de distanciamiento a la realidad.
BV: Sí, de la realidad, de la rosa a la que le digo cosas horribles, porque es la flor por excelencia, y la belleza «por excelencia» me revienta. N o creo en ese tipo de perfección. Es también lo que tradicionalmente se espera de la mujer: que sea una rosa, siempre fresca, siempre fragante. No se acepta jamás que puedas decir ciertas cosas ni que seas de otra manera.
EK: ¿Y la imagen de la rosa en el plato?
BV: Es la rosa de carne, de grasa. Es la mujer, la rosa, la mujer que llega a su apogeo de edad y de hormonas. Esa flor no es una flor emblemática sino de aceptación de lo que va a sobrevenir: que la flor se marchita y queda sólo la grasa o el hueso. Es el símbolo de la declinación de la carne y de la consecuente «elevación» del espíritu.
EK: En Canto villano también, no sé si me equivoco, aparece por primera vez un poema de amor.
BV: Tal vez «Camino a Babel.» Hablo de los hombres como animales, el uno sobre el otro, haciendo el amor; el uno en el otro, convertido en el otro. Bueno, ni yo me entiendo. El amor, aunque no sea duradero, es importante. La experiencia de una gran pasión, aunque sea puramente mental, es algo que no debemos dejar pasar.
EK: ¿Es una manera de entender la imagen del fulgor de las piedras en tus poemas?
BV: Claro. No he rechazado nunca nada que está vivo, que engendre otra vida. Todo eso me parece bien. Hay cosas que me parecen maravillosas todavía.
EK: Al final de los años setenta y comienzos de los ochenta un elemento que se añade a tu poesía es la reflexión sobre el tiempo. Hay imágenes como una «Ínfima y rebelde herida de tiempo que soy» y también hay poemas en los que empiezas a pensar en la lucha inevitable en contra de lo que viene, a lo que se asocian ciertas imágenes como son los pasos y las huellas.
BV: Siempre me ha preocupado el tiempo. Desde muy joven leía sobre
ese tema: esa cosa que se escurre, que sucede, que no está, el tiempo que no está. Mientras eres muy joven y eres fuerte crees que puedes disponer de demasiadas cosas, y a medida que se te va acortando la vida vas sintiendo que eso es algo que es muy escaso y que corre rápidamente. Hay un poema muy antiguo, «No hay un cielo sino varios…,» y eso viene de alguna lectura que hice sobre los tiempos paralelos: que varias cosas van sucediendo al mismo tiempo, que hay varios tiempos, que no hay uno solo. No sé cómo se le llamaría a eso, quizá ciencia ficción.
EK: Tu último poemario, El libro de barro, es tu poema más extenso.
BV: No lo considero como un solo poema. Te voy a contar las opiniones de mis amigos mayores, que siempre han sido generosos conmigo. Para Westphalen es mi libro con mayor unidad; para Sologuren es un solo poema. Creo que, en este caso, Westphalen tiene más razón, porque han sido páginas escritas con la misma disposición, con el mismo sentimiento. Las escribí casi a diario, cada día o dos escribía una pequeña página, y cuando pensaba que ya lo había terminado seguía añadiéndole más páginas. Inclusive tengo otras. Si algún día escribo algo más creo que será para incluirlo en El libro de barro.
EK: El título es sugestivo porque alude al origen de la escritura.
BV: Eso es. Está asociado con esas tabletas de barro de Mesopotamia. Me fascina pensar que toda la memoria puede caer al suelo, romperse y desaparecer. Además el barro es el adobe primigenio, ancestral del hombre. Hay un pequeño poema sobre Sechín, es un momento de Sechín, es un estado de ánimo. Sechín es un antiguo templo precolombino de barro al norte de Lima. Tiene unos bajorrelieves donde se advierten miembros humanos. De repente hay piernas, brazos, cabezas, vísceras. Es algo ritual, sangriento; no sé qué cosa significó. Era tan sugerente que de pronto me sentía participando en esa terrible celebración. Tengo una foto debajo de un árbol en Sechín. En El libro de barro la presencia del mar es también muy importante: es de donde viene la vida.
*PHD. Standford University. Especialista en Literatura latinoamericana en contextos comparativos. Ha publicado: The Andes Viewed from the City. Literary and Political Discourse on the Indian in Peru (1987), Temptation of the Word. The Novels of Mario Vargas Llosa (1998) e Invisible Work. Borges and Translation (2002).
[1] Octavio Paz, «Destiempos de Blanca Varela». Puertas al campo. Barcelona: Seix Barral, 1972. 94-99.