Engaños menores. La poesía de Philip Larkin, por Carlos Alcorta

Engaños menores. La poesía de Philip Larkin

 

 

PHILIP LARKIN. POESÍA REUNIDA.

TRADUCCIÓN DE DAMIÁN ALOU Y MARCELO COHEN. EDITORIAL LUME, 2014

 

 

Por: Carlos Alcorta

Crédito de la foto: https://www.flickr.com/

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A pesar de ser un autor de obra relativamente breve, la influencia de Philip Larkin en la poesía moderna, una vez sofocada la llamarada de Auden, ha sido determinante durante varias décadas. La cercanía de los temas que aborda en su poesía, el tono conversacional y la aparente sencillez con la que están tratados (Larkin «quiere ser comprendido y compartido») hizo de él un poeta de éxito, un poeta leído por un público más amplio que el que habitualmente lee poesía, tremendamente reducido, como es notorio. Salvando todas las distancias posibles, la celebridad que le proporcionó su poesía me recuerda a la que consiguió el poeta catalán —no circunscrita en exclusiva a su ámbito lingüístico— casi contemporáneo de Larkin, Miquel Martí y Pol con su libro Estimada Marta, o la que goza el poeta andaluz Luis García Montero en la actualidad; una celebridad que sobrepasa los criterios puramente poéticos para adentrarse en otros aspectos que tienen más que ver con argumentos ideológicos, propagandísticos o biográficos.

Esta Poesía Reunida recientemente editada sigue los criterios utilizados en The Estate of Philip Larkin, libro publicado en 1988 y, por tanto, deja fuera  los poemas de su primer libro, El barco del norte, publicado en 1945 (existe una edición en castellano a cargo de Jesús Llorente Sanjuán, del año 1999) y del que el propio autor opinaba que «Eran poemas muy juveniles, nacidos de la lectura de Yeats, etcétera».  Fue a partir de la lectura de la obra de Thomas Hardy —autor que también ejerció una gran influencia en otros muchos poetas, entre los que se encuentra el ya citado Auden—cuando la concepción poética de Larkin experimentó una notable transformación. La retórica recargada y simbólica de sus inicios evoluciona hacia una dicción más natural, próxima al habla cotidiana, tal vez la opción más adecuada para trasladar a sus poemas el testimonio de su vida, una vida sustentada en el desencanto, en el aislamiento («Temperamental y geográficamente remoto —escribió The Times Literary Supplement sobre Philip Larkin— ha rechazado casi todas las invitaciones a participar como jurado, recitar, escribir reseñas, dar clases, pontificar o ser entrevistado»), incluso en la predestinación.

Engaños (1955) es el libro que refleja esta revolución interior y con él comienza la recopilación de su poesía realizada para esta edición. «Lo que probablemente Larkin comprendió —escribe Alou en el prólogo— al leer a Hardy fue que no había que avergonzarse del dolor, ni del fracaso, ni de la angustia, tres fantasmas que le habían rondado hasta que llegó a ser alguien». Su siguiente libro, Las bodas de Pentecostés (1964),  comienza con el poema titulado «Aquí», en el que narra la experiencia vital y anímica que supuso echar raíces, asentarse en un lugar, poseer seguridad tanto económica como literaria (conviene recordar, para apreciar el efecto de sus cambios vitales, el poema «Lugares, amores», de Engaños, que comienza con estos versos: «No, todavía no he encontrado/ el lugar del que pueda decir/ Este es mi sitio,/ aquí me quedo»). El resultado de este libro debe mucho al empleo como bibliotecario en la apartada Universidad de Hull, a un destino laboral que se convertiría en permanente y que ayuda al poeta a llevar una vida tranquila y rutinaria, una vida en la que el contacto con las cosas cotidianas, lejos de hastiar, se convierte en tema de reflexión, en poesía. «Mi vida —responde a una entrevista de The Paris Review— es tan simple como puedo lograr que sea. Trabajar todo el día, cocinar, comer, lavar los platos, hablar por teléfono, escribir reseñas, beber, ver televisión por las noches. No salgo casi nunca. Supongo que todo el mundo intenta ignorar el paso del tiempo: algunos haciendo muchas cosas, otros viviendo en California y al año siguiente en Japón. O, como sucede en mi caso, haciendo cada día y cada año exactamente lo mismo. Probablemente ningún método funciona».

Su último libro publicado, Ventanas altas (1974), supuso la consagración poética de Larkin, convirtiéndole en una especie de icono sagrado para la sociedad británica y en un referente inexcusable para todos aquellos poetas que conciben la poesía como una suerte de bisturí de la conciencia, como la mejor forma de autoconocimiento. Él mismo declaró, hablando de su concepto de la poesía, lo siguiente: «Hace algunos años llegué a la conclusión de que escribir un poema era construir un dispositivo verbal capaz de preservar una experiencia de forma indefinida a través de su reproducción en cualquiera que leyera ese poema», y es que,  como la poesía en general, la obra personal sufre una evolución, un proceso de cambio permanente, sobre sí misma, avanzando sobre las etapas anteriores, y en relación con la obra de sus contemporáneos, por tanto, los presuntos defectos de personalidad, la misoginia, el provincianismo, el racismo, la afición por la pornografía, etc., que sus detractores fomentan, reflejan una voluntad de lucidez extrema y no deben alejarnos del objetivo fundamental a la hora de leer su obra, la intrínseca calidad poética (sin obviar la parte de ficción que todo desenmascaramiento del yo lleva implícta). Ni los buenos sentimientos, como es bien sabido, ni el comportamiento reprobable son condiciones inherentes al buen poema. El problema no es contar la vida, usar la propia vida, la vida normal de un hombre corriente, y las experiencias propias como materia prima del poema, el problema es escribir con ello un mal poema. El poema es eso que Octavio Paz definió como un artefacto lingüístico, y como tal debe leerse, aunque no podamos, ni queramos evitar —Larkin nos lo facilita cuando afirma cosas como estas: “Escribo poemas para preservar cosas que he visto / pensado / sentido (si puede hablarse así de una experiencia múltiple y compleja) tanto para mí mismo como para los otros, aunque creo que mi principal responsabilidad es hacia la experiencia en sí, la cual intento rescatar del olvido, por su propio bien. No tengo idea de por qué tengo que hacerlo, pero pienso que el impulso de preservar se encuentra en el fondo de todo arte. Por eso mis poemas están relacionados en general con mi vida personal, aunque no siempre, ya que puedo imaginar caballos que nunca he visto o las emociones de una novia sin haber sido nunca una mujer y sin estar casado»— una lectura en la cual se solapen las referencias biográficas con la meramente filológicas.

En cualquier caso, esta Poesía reunida es una despiadada lección de poesía — crueldad consigo mismo que podemos resumir en estos versos del poema «Albada»: «Trabajo todo el día, y por las noches me emborracho./ Me despierto a las cuatro en una oscuridad callada, y miro./Los bordes de las cortinas no tardarán en iluminarse./Hasta entonces veo lo que siempre ha estado ahí:/la muerte infatigable, ahora un día entero más cerca,/que borra todo pensamiento excepto/cómo y dónde y cuándo moriré./Árida interrogación: no obstante el temor/de morir, y estar muerto,/centellea de nuevo, te posee, te aterra.»— de unos de los mayores poetas del pasado siglo y esta es una razón de suficiente peso como para leerla con fervor y detenimiento.

 

 

Algunos poemas de Philip Larkin

 

Traducción de: David Miralles

 

Al mar

 

Sortear el pequeño muro que separa el camino

de la calzada de concreto que bordea la playa

evoca nítidamente algo conocido hace ya tiempo:

la diminuta algarabía de la orilla del mar.

Todo se agrupa bajo aquel horizonte:

la playa, el agua azul, toallas, rojos gorros de baño,

el renovado derrumbarse de las olas mansas

sobre la arena dorada y, a la distancia,

un vapor blanco clavado en el atardecer.

 

Y todo esto todavía ocurriendo, ocurriendo por siempre.

Yacer, comer, dormir al arrullo de la resaca.

(escuchar los receptores, aquel sonido todavía doméstico

bajo el cielo) o amablemente llevar de un lado a otro

a los indecisos niños, ornados de blanco,

aferrados al aire inmenso o conducir a los rígidos ancianos

para que disfruten su último verano,

es lo que sencillamente aún ocurre

en parte como un rito

en parte como un placer anual.

 

Como cuando, feliz de encontrarme libre,

buscaba Famosos del Criket en la arena,

o, mucho antes, cuando oyendo el mismo graznido marino

mis padres se conocían.

Ahora, ajeno a eso, veo la nítida escena:

El mismo agua transparente sobre los suaves guijarros.

 

Allá en la orilla las débiles protestas de lejanos bañistas,

y luego los cigarros baratos,

papel de estaño, hojas de té y,

 

entre las rocas, latas oxidadas de sopa, hasta que

las primeras familias inician el regreso hacia sus autos.

El vapor blanco ya sea ha ido. Como un cristal empañado

la luz se ha tornado lechosa. Si lo peor de un clima perfecto

es nuestro traje de baño suelto

puede ser que por hábito éste haga lo mejor,

llegar al agua desordenadamente desvestidos cada año;

enseñar a los niños mediante esa suerte de payaseo

y ayudar como se merecen a los viejos.

 

 

 

Los árboles

 

Los árboles ya comienzan a brotar

como algo casi a punto de ser dicho;

los nuevos tallos descansan y se propagan,

su verdor es una especie de tristeza.

 

¿Se trata de que ellos nacen nuevamente

y nosotros nos hacemos más viejos? No, ellos también mueren.

Su truco anual de lucir nuevos

se inscribe en sus fibras en anillos.

 

Sin embargo, los incansables castillos desgranan

su gruesa madurez cada primavera.

Ha muerto el último año, parecen decir,

comencemos otra vez, otra vez, otra vez.

 

 

 

Los viejos tontos

 

¿Qué creerán que ha pasado, los viejos tontos,

que los ha dejado así? ¿Acaso supondrán

que se es más maduro cuando la boca cuelga abierta y babea,

y se anda uno meando solo y no se puede recordar

quién llamó esta mañana? ¿O que, si lo quisieran,

podrían alterar las cosas y volver a la época cuando bailaban la noche entera,

o iban a sus bodas, o tiraban las manos algún septiembre?

¿o se imaginarán que realmente no ha habido cambio alguno,

y que siempre se habrían manejado como si fueran tiesos y tullidos,

o sentados a través de días de fina y continua ensoñación

mirando el movimiento de la luz? Y si no es así (y no pueden), es extraño:

¿Por qué no lloran?

 

Cuando mueres, te rompes: los pedazos que eras

comienzan a separarse velozmente los unos de los otros para siempre

y nadie lo ve. Es sólo el olvido, es cierto:

antes ya lo conocimos, pero entonces se estaba terminando,

y se hallaba todo el tiempo unido a la empresa

de hacer brotar la flor de mil pétalos de estar aquí. La próxima vez no puede fingir

que habrá algo. Y estos son los primeros signos:

No saber cómo, no escuchar quién, el poder

de elegir terminado. Su aspecto muestra que están para eso:

pelo ceniciento, manos de batracio, caras de pasa…

¿Cómo pueden ignorarlo?

 

Quizás ser viejo consiste en tener habitaciones iluminadas

dentro de tu cabeza, y gente en ellas, actuando.

Gente que conoces, sin poder nombrarla; apareciendo cada una

desde puertas entornadas como una honda pérdida restaurada,

depositando una lámpara, sonriendo desde una escalera,

extrayendo un libro conocido desde el estante; o a veces

sólo las habitaciones, las sillas y el fuego encendido,

el aplastado arbusto en la ventana, o la tenue amistad del sol

en el muro cierta solitaria tarde de mediados de verano

después de la lluvia. Allí es donde viven:

No aquí ni ahora, sino donde todo ocurrió alguna vez.

Por eso es que tienen

 

un aire de confusa ausencia, intentando estar allí

aunque permaneciendo aquí. Extendiéndose por las habitaciones,

dejando una incompetente frialdad, el constante esfuerzo de respirar

y ellos inclinándose ante el monte de la extinción., los viejos tontos, no percibiendo nunca

cuán cerca está. Esto debe ser lo que los mantiene quietos:

Aquel monte que nunca perdemos de vista dondequiera que vayamos

ya es para ellos un elevada cuesta. Pueden acaso decir qué los está retrasando

y cómo terminará. ¿No por la noche?

 

¿Ni cuando llegan extraños?

¿Jamás, a lo largo de toda esta espantosa inversión de la infancia?

Pues bien, ya lo averiguaremos.

 

 

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(versión original en inglés)

 

 

To the Sea

 

To step over the low wall that divides

Road from concrete walk above the shore

Brings sharply back something known long before

The miniature gaiety of seasides.

Everything crowds under the low horizon:

Steep beach, blue water, towels, red bathing caps,

The small hushed waves’ repeated fresh collapse

Up the warm yellow sand, and further off

A white steamer stuck in the afternoon:

 

Still going on, all of it, still going on!

To lie, eat, sleep in hearing of the surf

(Ears to transistors, that sound tame enough

Under the sky), or gently up and down

Lead the uncertain children, frilled in white

And grasping at enormous air, or wheel

The rigid old along for them to feel

A final summer, plainly still occurs

As half an annual pleasure, half a rite,

 

As when, happy at being on my own,

I searched the sand for Famous Cricketers,

Or, farther back, my parents, listeners

To the same seaside quack, first became known.

Strange to it now, I watch the cloudless scene:

The same clear water over smoothed pebbles,

 

The distant bathers’ weak protesting trebles

Down at its edge, and then the cheap cigars,

The chocolate-papers, tea-leaves, and, between

 

The rocks, the rusting soup-tins, till the first

Few families start the trek back to the cars.

The white steamer has gone. Like breathed-on glass

The sunlight has turned milky. If the worst

Of flawless weather is our falling short,

It may be that through habit these do best,

Coming to the water clumsily undressed

Yearly; teaching their children by a sort

Of clowning; helping the old, too, as they ought.

 

 

 

The Trees

 

The trees are coming into leaf

Like something almost being said;

The recent buds relax and spread;

Their greenness is a kind of grief.

 

Is it that we are born again

And we grow old? No, they die too.

Their yearly trick of looking new

Is written down in rings of grain.

 

Yet still the unresting castles thresh

In fullgrown thickness every May.

Last year is dead, they seem to say,

Begin afresh, afresh, afresh.

 

 

 

The Old Fools

 

What do they think has happened, the old fools,

To make them like this? Do they somehow suppose

It’s more grown-up when your mouth hangs open and drools

And you keep on pissing yourself, and can’t remember

Who called this morning ? Or that, if they only chose,

They could alter things back to when they danced all night,

Or went to their wedding, or sloped arms some September?

Or do they fancy there’s really been no change,

And they’ve always behaved as if they were crippled or tight,

Or sat through days of thin continuous dreaming

 

Watching light move? If they don’t (and they can’t), it’s strange:

Why aren’t they screaming?

 

At death, you break up: the bits that were you

Start speeding away from each other for ever

With no one to see. It’s only oblivion, true:

We had it before, but then it was going to end,

And was all the time merging with a unique endeavour

To bring to bloom the million-petalled flower

Of being here. Next time you can’t pretend

There’ll be anything else. And these are the first signs:

Not knowing how, not hearing who, the power

Of choosing gone. Their looks show that they’re for it:

Ash hair, toad hands, prune face dried into lines-

How can they ignore it?

 

Perhaps being old is having lighted rooms

Inside your head, and people in them, acting.

People you know, yet can’t quite name; each looms

Like a deep loss restored, from known doors turning,

 

Setting down a Iamp, smiling from a stair, extracting

A known book from the shelves; or sometimes only

The rooms themselves, chairs and a fire burning,

The blown bush at the window, or the sun’ s

Faint friendliness on the wall some lonely

Rain-ceased midsummer evening. That is where they live:

Not here and now, but where all happened once.

This is why they give

 

An air of baffled absence, trying to be there

Yet being here. For the rooms grow farther, leaving

Incompetent cold, the constant wear and tear

Of taken breath, and them crouching below

Extinction’ s alp, the old fools, never perceiving

How near it is. This must be what keeps them quiet.

The peak that stays in view wherever we go

For them is rising ground. Can they never tell

What is dragging them back, and how it will end? Not at night?

 

Not when the strangers come? Never, throughout

The whole hideous inverted childhood?

Well,We shall find out.

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