Iván Méndez González nos ofrece una exclusiva entrevista al poeta y traductor español Rafael-José Díaz, uno de los más importantes poetas contemporáneos españoles y quien viene construyendo una obra poética de gran interés. El poeta es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de La Laguna. En 1993 y 1994 se desempeñó como director de la revista Paradiso. Entre los años 1995 y 1998 fue lector de español en la Universidad deJena, Alemania y, entre 1998 y 2000, en la Universidad de Leipzig, Alemania. Ha publicado en poesía: El canto en el umbral, Llamada en la primera nieve, Los párpados cautivos, Moradas del insomne, Antes del eclipse y Detrás de tu nombre. En 2002 obtuvo el Premio Tomás Morales de poesía y en 2007 el Premio de Poesía Pedro García Cabrera. Es autor, además, de varios libros de narrativa, ensayo y traducciones de escritores como Philippe Jaccottet, Fabio Pusterla, Gustave Roud o Pierre Klossowski.
Por: Iván Méndez González
Crédito de la foto: www.clubdetraductoresliterariosdebaires.blogspot.com
En los márgenes de la poesía.
Entrevista a Rafael-José Díaz
1. Decía Haroldo de Campos que escribir ya es en cierto sentido traducir la tradición, ¿cómo crees que los jóvenes poetas en España están leyendo su tradición?
Opino que, salvo que uno conciba la tradición como un camino fácil por el que transitar hacia una meta consabida, conviene hablar de tradiciones, en plural. Yo no sé cuál es mi tradición ni cuál es la tradición de los jóvenes poetas en España. Conozco apenas unos cuantos poemas de unos pocos poetas jóvenes españoles, por lo que no podría hablarte ni de la poesía española actual ni, mucho menos, de cuáles puedan ser las lecturas que estos poetas –y el resto de buenos poetas que no conozco y que, sin duda, y por suerte, existen– estén realizando de sus respectivas tradiciones. Tu pregunta me da pie, aunque quizá esto sea salirse un poco del tiesto, a cuestionarme en qué medida una de las tradiciones de un poeta no es (o sí lo es) su propia escritura. La memoria que de esa escritura va inscrita en cada poema. O la desmemoria implícita en cada poema escrito para recordar a qué sabe estar vivos y qué significa olvidarse de escribir. Quien, como en mi caso, guardaba siempre sus poemas una vez escritos, los leía pasados unos meses, los releía transcurridos unos cuantos meses más, volvía a leerlos años después en las galeradas de imprenta y los retomaba –casi siempre los mismos, los preferidos, los tenidos por menos ajados, por más frescos– para alguna lectura en público; quien, como te digo, ha vivido la experiencia de leerse de este modo, a rachas, con cierta propensión a los distanciamientos, y en ocasiones con el disgusto de no reconocerse en mucho de lo escrito, no puede dejar de considerar el acto de escribir como una especie de desenmascaramiento, una ardua cabalgada en pos de la procesión de sombras que se ha sido y que, cubiertas con capirotes, antifaces y túnicas de palabras desgastadas, conservan quizá un residuo de carne intacta bajo todos esos procesionales, pudorosos paños. De resto, es tan difícil saber cómo ha leído uno otras tradiciones. Leer es incorporar; escribir, en cambio, es verterse, vaciarse, entregarse en forma de palabras.
Recuerdo lecturas pasionales del neobarroco carpentieriano, lezamiano, sarduyano; asiduas reverberaciones de las Elegías de Duino rilkeanas; sobremesas dedicadas a unos poemas de Cernuda que eran mayores que la vida porque contenían la vida entera y tantas vidas posibles; desprendimientos y cascadas suscitados por unos pocos versos, aparente cascarilla, de Emily Dickinson, cascarilla capaz de derrumbar montañas de escombros que oscurecen el alma… En fin, la historia y las historias de la lectura, de cada lectura y de cada poeta. Pero, desde luego, quien escriba para reconocerse y complacerse, quien lo haga para reanudar discursos familiares, quien se dedique a cumplimentar las casillas en blanco de una determinada tradición, es decir, a aumentar en unos kilos el volumen de su trasero prosternándose ante las tradiciones tutelares y ante los prohombres consabidos: ese no es más que un mero embaucador y, precisamente por no haber querido desenmascararse a sí mismo, quedará desenmascarado muy pronto por la posteridad.
2. ¿Cómo percibes los caminos de la escritura poética más reciente? ¿Cuáles son a tu juicio los más interesantes?
No soy, como te digo, asiduo lector de poesía reciente. La mayoría de ella me aburre o me repugna. Sin embargo, me parece que, frente a lo que ocurría hace veinte años, cuando yo empezaba a escribir, hoy en día conviven en cierta armonía bastantes discursos distintos y con frecuencia contrapuestos. Hace veinte años la situación, me parece, era justo la contraria: los discursos eran más escasos y mantenían una encarnizada lucha por obtener la portavocía de la verdad poética. No estoy seguro de que el eclecticismo actual, por llamarlo de algún modo, sea la panacea de nada. Seguramente vivimos en lo que Byung-Chul Han ha llamado una sociedad del cansancio. Los lectores de poesía, si es que tal cosa sigue existiendo, necesitan constantemente alimentarse de novedades. Se presentan productos de supuesta originalidad sin precedentes que no son más que refritos de recursos más que manidos y agotados desde la época de las vanguardias. Los vicios de una sociedad de la transparencia, de la que también ha hablado el filósofo coreano-alemán, hacen que los poemas se cuelguen en las redes sociales un segundo después de ser escritos, qué digo un segundo, ¡incluso antes de ser escritos! No hay ningún tipo de decantación, de reflexión sobre lo que se está haciendo, casi diría de coherencia —ni siquiera ese tipo de coherencia que consiste en contradecirse a propósito y con todas las consecuencias cada dos por tres.
Las voces más interesantes se encuentran, en mi opinión (pero esto no es nada nuevo, siempre ha ocurrido así), en los márgenes de la oficialidad. Hay que ir a rebuscar en pequeñas editoriales, en la soledad de ciertas capitales de provincias, en islas menores (con minúsculas), entre algunos poetas latinoamericanos residentes en España, en determinados nombres justamente excluidos de los panoramas y las antologías. Es ahí donde quizá se pueda encontrar una deriva radical de la poesía escrita en esta piel de toro cada día más reseca y ensangrentada. No en las memeces de quienes escriben eso que se ha denominado poesía humanista, sino en los extrarradios de los discursos, en la imperiosa necesidad de catapultarse fuera de uno mismo por medio de una palabra cuyo sentido apenas si se conoce pero cuyo peso se siente oscuramente porque, al desprenderse de algún lugar cercano al corazón este queda levemente aliviado, o tembloroso, siquiera durante unos pocos segundos…
3. ¿Cuál es tu percepción de la poesía actual española? ¿Crees que la poesía escrita en España tiene algo genuino que ofrecer al panorama poético global? Si es así, ¿qué voces destacarías?
Algo sobre este asunto te he dicho ya en la respuesta anterior. En un país tan tendente al adocenamiento y el gregarismo como el nuestro, son precisamente los poetas que no han heredado o creado escuela los que concentran la energía de lo auténtico, de lo que aún mantiene intacta su capacidad de hechizar, de destruir o de consolar (¿a qué otra cosa puede aspirar la poesía?). Poetas jóvenes o poetas mayores, pero en cualquier caso necesarios como José Carlos Cataño, Vicente Valero, Ada Salas, Mario Míguez, Goretti Ramírez, Mario Martín Gijón, Miguel Pérez Alvarado, Bruno Mesa, Miguel Florián, Sandra Santana, Ernesto Suárez, Basilio Sánchez, Antonio Jiménez Paz, José Luis Puerto, Pablo Fidalgo, Esther Ramón, Hasier Larretxea, Juan Antonio González Iglesias, Tina Suárez, Luis Muñiz, Olvido García Valdés, Lázaro Santana, Antonio Martín Medina o el recientemente fallecido, y cuán tristes nos ha dejado su pérdida, Pedro Montealegre. Seguro que me olvido de otros que sabrán disculparme. Menciono a algunos de los poetas que he leído y cuyos poemas recuerdo haber vivido como experiencias de un decir otro, de revelaciones de mundos extraños (aunque estén dentro de este todos los mundos posibles), de palpitaciones, excesos, mordidas de memoria, devastaciones, instantes de contemplación, catarsis, insinuaciones, llantos mudos, desencuentros, devastadas plenitudes. Desde luego, hay otros poetas a los que quizá he leído poco o no he leído en absoluto, o a los que tal vez no he conseguido apreciar lo suficiente (o he dejado de apreciar por lo que quiera que sea), que merecerían ser mencionados como representantes de la mejor poesía escrita hoy en día en España. La lista que te ofrezco, con sus inevitables olvidos, se atiene a mis lecturas y gustos personales y no pretende constituirse en canon ni en ninguna otra estupidez parecida.
4. Es bien sabida la persistencia en España de diferentes formas de comprender y aprehender la experiencia poética, y también su casi inevitable enfrentamiento como si necesitaran esas disputas más o menos enconadas para su propia justificación. ¿Consideras que esto es inevitable?
No, no es inevitable; es más bien absurdo. Las polémicas literarias, salvo que transiten por los territorios del humor, la parodia o la profanación, no conducen a ninguna parte. (En estos tres casos que he mencionado, conducen a callejones sin salida, lo que no es del todo equivalente a ninguna parte, pero casi.) Los así llamados poetas de la experiencia han seguido cosechando premios, ganando lectores, recaudando millones y viajando por todo el mundo invitados como estrellas mundiales de la poesía. Algunos de sus más acérrimos detractores quizá no han cosechado tantos premios ni han ganado tantos millones, pero igualmente han viajado por todo el mundo como astros —menores— de la poesía. Somos, como te decía, un país de rebaños (“de cabreros”, dijo el otro día Juan Marsé, con muy poco respeto por los cabreros, por cierto), un país de charanga y pandereta, de saraos, de chorizos y de crápulas.
Con estos precedentes, no creo que pueda surgir aquí demasiada poesía, salvo la estrictamente mesetaria y chata. Los niveles de la polémica que mencionas han sido intelectualmente pobres. Una de las pocas virtudes del panorama actual es que los poetas jóvenes, no se sabe si por ignorancia o por desidia, salvo que se trate de un caso de insólita lucidez, no han querido prolongar, salvo excepciones, la rancia polémica, y han consentido en desentenderse los unos de los otros en un sálvese quien pueda que es, en el fondo, mucho más sutil que los anteriores tejemanejes y collejas. De este modo, el pastel, cuyo tamaño, en los tiempos que corren, es casi insignificante, toca a casi nada, pero está mejor repartido, pues, no sé si paradójicamente, resulta más fácil repartir cuando no hay casi nada que repartir. Desde luego, quien permaneció con la boquita bien cerrada, salvo para las prácticas felatorias propias de la sin hueso, obtuvo un puestecito aquí, una publicación allá, una invitacioncita a estas jornadas, una reseña en aquel otro periódico, nonadas comparadas con las prebendas de antaño, pero en cualquier caso mucho más de lo que esperaban cuando, adolescentes enamorados de la luna, pergeñaron sus primeras rimas.
5. Teniendo en cuenta la importancia de los lenguajes digitales y su alto nivel de incidencia en las últimas expresiones artísticas, ¿cómo están leyendo los poetas más jóvenes el diálogo con las otras artes y con los medios digitales?
Creo que la excesiva exposición a las nuevas tecnologías está convirtiendo a la poesía en aquello que no estaba destinada a ser: un parloteo constante, una acumulación de obviedades, una constante obsesión con el público –virtual, fugaz, anónimo o personalizado– que dictamina la bondad o la maldad de un poema al buen tuntún. La poesía es secreto, leche oscura del alba, un tajo abierto en la noche, la extraña realidad de lo irreal. Es difícil regular los ritmos necesarios al poema en un mundo que avanza a una velocidad desmesurada. El poema, incluso los antiguos poemas brevísimos que inventaron los japoneses en el siglo XVII (todo el mundo conoce hoy su nombre), es una invitación a detenerse o a abismarse, en cualquier caso no admite la velocidad de un clic o la instantaneidad de un tuit. ¿Por qué hay entonces tantos poetas, podríamos preguntarnos, activísimos en las redes sociales?
Parece haber una necesidad de hacerse visibles que se contradice con la ocultación, con la invisibilidad, con la marginalidad propias del lenguaje poético. Como con todo, es posible racionalizar el uso de la redes para la difusión de unos textos que han sido escritos en un ritmo otro, lo mismo que un blog puede mantenerse como una bitácora de anotaciones que, a diferencia de los antiguos diarios, no se guarda en la gaveta un día tras otro, sino que se expone a la opinión pública —reducida luego a la de unos pocos amigos y unos cuantos espontáneos— en cuanto los textos se suben a la red. Pero yo no entiendo demasiado de estas cosas. Mi experiencia en estos medios no deja de ser la de un aficionado. Y te hablo más desde la intuición que desde el conocimiento. Quizá mañana tenga otra opinión al respecto.
Desde luego, hay posibilidades prodigiosas a la hora de vincular el mundo de las artes visuales con el mundo de la poesía, y aquí es donde las nuevas tecnologías están dando sus mejores frutos en lo que a simbiosis creadora se refiere. La videocreación, la perfopoesía, las revistas digitales y multitud de creaciones más están generando un panorama extraordinariamente rico. La pregunta sería: ¿tiene algún sentido la poesía, al menos tal y como hasta ahora la concebíamos, en medio de todo esto?
6. ¿Existe una “marca de fábrica” de la escritura que se hace en las Islas Canarias, y cómo afecta la insularidad a los jóvenes creadores tanto a nivel estético como de proyección en el ámbito hispanohablante?
La insularidad es tanto una condición geográfica como un estado mental. Hace poco vi unos mapas comparativos de las treinta islas más extensas del mundo. Qué gran diferencia vivir, por ejemplo, en Madagascar, Hokkaido, Cuba o Tasmania, a hacerlo en Tenerife (Canarias). Las Islas Canarias, que fueron en la Antigüedad, en cierto modo, uno de los extremos del mundo conocido, que aparecieron, con multitud de nombres, en las leyendas y relatos de los pueblos mediterráneos, constituyen sin duda un archipiélago singular. Por su proximidad a África; por la existencia durante más de un milenio de pueblos aborígenes de origen líbico-bereber cuyo exterminio y cuyo rastro, o cuya ausencia de rastro, según los casos, condicionará la vida de los pobladores posteriores; por su historia de sucesivos asentamientos europeos anteriores a la conquista y colonización por parte de los castellanos; por su condición de fondeadero obligado en la ruta abierta por la Corona de Castilla hacia América; por su distancia de los centros difusores de la cultura europea, que condena al archipiélago a un relativo aislamiento y al desarrollo de peculiaridades culturales que perviven en parte a día de hoy (gastronomía, folclore, deportes autóctonos, costumbres); por estos y otros motivos, las Canarias dotan a quienes en ellas nacen o viven una temporada de unas señas de identidad que, a pesar de lo vaporoso y evanescente de cualquier marca identitaria en el mundo globalizado del presente, pueden rastrearse, en mayor o menor medida, en la obra de la mayoría de los poetas canarios contemporáneos.
En mi caso, con las idas y venidas que han caracterizado mi percurso biográfico (si se me permite esta cursilería), temporadas de estadía prolongada y años de alejamiento (evitaré, en previsión de pedradas, llamarlos años de peregrinaje), la condición insular se diluye quizá en otros interrogantes de los que hablaremos si quieres en otra entrevista (aquí me hago el interesante para con mis futuros lectores peruanos). Pero abundemos en tu pregunta. Creo que el insular urbano se distingue del insular rural, lo mismo que el imaginario propio del insular de costa no es idéntico al del insular de interior. En la década de 1920, mi abuela, entonces una niña de uno de los pueblos de medianías del sur de Tenerife, viajaba durante horas en camello para llegar al mar; desde allí, en una barcaza, se trasladaba durante otras cuantas horas para visitar al médico en la capital de la isla. Estoy hablando de hace menos de un siglo, de una isla que apenas supera los 2000 kilómetros cuadrados y de un archipiélago que, mal que bien, pertenecía entonces y sigue perteneciendo ahora, se supone, a uno de los países del llamado Primer Mundo.
Creo que el insular ?al menos cierto tipo de insular canario, aunque no sé hasta qué punto lo que voy a decir afecta o acecha a mi poesía? desarrolla un sentido especial para la percepción de los límites; siente el paso del tiempo de un modo distinto a como se siente en el continente, quizá de un modo más apegado a los ciclos solares; lleva en su interior un vértigo que nació en las degolladas y los desfiladeros, en los acantilados y las hoyas, en ese relieve escarpado propio de nuestras islas; está de algún modo conectado con la energía peculiar de los territorios volcánicos, con cierta fuerza de lo inconmensurable y de lo imprevisible, con cierto calor telúrico que llega a sentir incluso cuando se pasea por las orillas rocosas de un mar que sabe recién amasadas; se alimenta constantemente de imágenes de nubes, de olas, de peces, de redes y de barcas varadas al atardecer, no solo porque así lo dictaminen los desgastados tópicos o las inmemoriales leyendas, sino porque su vida no ha sido posible sin que en multitud de ocasiones su cuerpo no se haya visto atravesado por esas tramas del mar y de la luz. Y, sin embargo, ser insular, o serlo sobre todo en estos tiempos, es ser consciente también de que las amenazas se ciernen sobre las islas: la especulación inmobiliaria, las mafias, las prospecciones petrolíferas, el yihadismo y los fanatismos de toda calaña, la corrupción política, policial, judicial, el cambio climático, las crisis económicas, la destrucción del territorio. Estas amenazas, muchas de ellas vueltas realidades candentes, forman también parte de lo que somos, y la poesía, aun desde su lengua casi incomprensible, intenta decirlas o, al menos, lo que no es poco, desdecirlas.
7. Octavio Paz proponía con Laurel que “una tradición poética no se define con el concepto de nacionalidad”. ¿Cómo consideras que se relacionan las poéticas que se están dando en los territorios de España y Latinoamérica?
Por supuesto, estoy de acuerdo con la idea paciana de que una tradición poética no se define con el concepto de nacionalidad. Como te dije al principio, creo que habría que hablar de tradiciones poéticas, en plural. En cuanto a las nacionalidades, no me interesan demasiado. Recuerdo unas palabras del filósofo Gustavo Bueno, dichas en una mesa redonda junto al nacionalista gallego Xosé Manuel Beiras, en las que, con la lucidez que lo caracteriza, hace remontar la palabra nación a la matriz de la que nacen los dientes y, en un segundo momento semántico, a las distintas razas o etnias que, frente a la ciudadanía romana, habitaban en las fronteras del Imperio. La única nación, en sentido estricto, que habría en España, sería “la nación de los gitanos”, de la que nadie se acuerda, dijo Bueno.
Así las cosas, creo que la poesía latinoamericana, si puede hablarse de tal cosa, tendría un ámbito continental y mostraría una diversidad y una riqueza descomunales frente a la poesía española, escrita en un viejo, caduco y pequeño país europeo. Creo, por tanto, que son realidades incomparables. Por eso me parece que propuestas como, por ejemplo, la antología Las ínsulas extrañas, promocionada en su día como heredera de Laurel y como uno de los primeros intentos de situar la poesía de ambas orillas del idioma en un mismo plano, no dejan de reproducir modelos culturales centralistas en los que sigue viéndose la poesía española como el núcleo central del que se desgajarían esas otras poesías escritas en los países latinoamericanos. Si esto no es así, pregunto, ¿cuántos poetas chilenos y cuántos españoles están representados en esa obra? ¿Cuántos poetas colombianos y cuántos españoles? ¿Cuántos poetas mexicanos y cuántos españoles? Lo diré con una sola cifra: el 34 % de los poetas antologados en esa antología que algunos consideran modélica son españoles. Poetas bolivianos hay uno. Poetas paraguayos, ninguno. No sé si en 2015, casi veinte años después de Las ínsulas extrañas, los poetas españoles somos capaces de ver con otro tipo de miradas a los poetas del otro lado del idioma. Quizá desde Canarias, donde los horizontes siempre han sido menos estables —no en vano hemos llegado a ver islas inexistentes, espejismos de islas y hasta islas vírgenes, viajeras— y donde nos hemos sentido, por tanto, siempre en tierra de nadie y en medio de ninguna parte, hayamos sido capaces de ver, por ejemplo, la grandeza de poetas como el argentino casi desconocido Juan L. Ortiz y la mediocridad del celebérrimo español Luis García Montero.
8. A tu juicio, ¿se leen lo suficiente los poetas de ambos lados del Atlántico?
Creo que las lecturas habrían de ser más intensas. Como te decía antes, la poesía española no es más que una muy pequeña porción del ámbito global de la poesía escrita en lengua española. Somos nosotros quienes tenemos que leer más a los poetas costarricenses (ha sido un canario, Antonio Jiménez Paz, quien ha dado a conocer en España una buena nómina de jóvenes poetas de ese país centroamericano), paraguayos o dominicanos. Nilo Palenzuela, ensayista, poeta y catedrático de la Universidad de La Laguna, ofreció hace unos años en Ecuador unas conferencias sobre poetas ecuatorianos. Benito del Pliego, poeta y profesor en Estados Unidos, publicó hace no mucho la antología Extracomunitarios, que recoge a nueve poetas latinoamericanos residentes en Europa.
Gracias a instituciones como la Residencia de Estudiantes, el Círculo de Bellas Artes o la Casa de América, el público español ha tenido la ocasión de escuchar a grandes voces de la poesía latinoamericana contemporánea. Lo que falla, en mi opinión, es el contacto y las ocasiones de encuentro y de lectura entre las generaciones más jóvenes. Hace solo unas semanas, en una mesa redonda en la que tuve ocasión de participar en el III Encuentro de las Letras de Puebla (México), escuché a Gustavo Guerrero decir que uno de los objetivos fundamentales sería conseguir abaratar las tasas de correos entre Europa e Iberoamérica en favor de un más fluido intercambio editorial entre un continente y otro. Hay multitud de proyectos que están surgiendo en innumerables lugares donde se escribe poesía en español que, por razones extraliterarias, no alcanzan un público mayor. En este sentido, el mundo de las revistas o editoriales digitales supone una brecha abierta en los muros de distancias y desconocimientos que, aún, por desgracia, se interponen entre las, no dos sino muchas, orillas del idioma.
9. Se ha señalado en más de una ocasión que los creadores nacidos en el Archipiélago Canario ejercen de puente entre estos dos espacios, ¿consideras viable aún hoy este tipo de apreciaciones?
Algo dije ya en una respuesta anterior sobre este asunto. Si no me equivoco, el ensayista Jorge Rodríguez Padrón ha hablado de la relación peculiar que el poeta canario establece con la lengua. Se trata quizá de una sensación de permanente extrañeza ante una lengua que el poeta no siente acabada, definitivamente construida o ni siquiera estabilizada por unas reglas y normas que en muchas ocasiones el uso vernáculo de esa lengua contradice. En cierto modo, creo que este fenómeno nos sitúa a los canarios en una posición más cercana a la de los hablantes hispanoamericanos que a la de los hablantes peninsulares del idioma. En narradores como Isaac de Vega o Víctor Ramírez y en poetas como Luis Feria o Juan Jiménez el idioma es algo que hacen nacer a medida que hablan, no algo dado de lo que se sirven para construir sus obras. Es ahí, en esa capacidad de crear el material con que trabajan a medida que trabajan —pues es desde la sensación de una completa incapacidad para hablar desde donde escriben los escritores que tienen algo que decir— donde yo percibo concomitancias o al menos proximidades entre estos creadores insulares (desconocidos, por otra parte, para la mayoría de los lectores españoles; pero esto no es más que uno de los precios de la insularidad) y escritores lationoamericanos como Salvador Elizondo, Raúl Zurita o Jorge Eduardo Eielson.
10. Para muchos teóricos, la labor del poeta no puede disociarse del trabajo del traductor. Tu propia trayectoria no puede olvidarse de Philippe Jaccottet, Jacques Ancet, Fabio Pusterla, Hermann Broch o Gustave Roud. ¿Consideras “inevitable” la pulsión traductora de los poetas? ¿Cómo crees que te ha influido la escritura de los autores que has traducido?
Concibo perfectamente que los poetas no sean traductores. Son dos actividades muy distintas, en mi opinión. Suele olvidarse que para traducir, para traducir incluso poesía —y sobre todo poesía— es necesario dominar la lengua desde la que se traduce. El olvido de esta obviedad ha llevado a algunos poetas a chapucerías tales como presentar poemas traducidos de lenguas supuestamente hermanas del castellano (como el italiano o el portugués) plagados de errores elementales y de falsos amigos que harían sonrojarse hasta al más humilde de los estudiantes de filología italiana o portuguesa. Y es que el trabajo del traductor de poesía no es una mera iluminación, un compendio de intuiciones o una serie de sablazos al buen tuntún. El traductor debe estar, en primer lugar, casi del todo seguro de que, si el autor del texto original viviera aún y conociera la lengua de llegada, se reconocería plenamente en el texto traducido. A partir de aquí, puede ponerse a crear. Es decir, que el traductor crea a partir de un patrón previo, de un trabajo de filigrana que ha tenido que fabricar él mismo y al que le es obligado ajustarse so pena de hacer el ridículo y, lo que es peor, so pena de traicionar lo dicho por otro en la plenitud de su rapto creador.
El poeta, en cambio, no es responsable más que de sí mismo. No tiene que dar cuentas a nadie. No hay ninguna sombra a sus espaldas que pueda recriminarle una coma mal puesta, un determinante innecesario, una conjunción trastocada. El poeta crea desde la completa mudez y al traductor se le permite a veces crear desde la palabra dicha. En este sentido, tal vez no tenga ningún sentido que la poesía propia muestre las influencias de los autores traducidos. Puede darse, y en ocasiones es inevitable, pero entonces, creo, esto va más allá del mero ejercicio de la traducción y se debe a una especie de profunda sintonía con la obra de un poeta determinado. En mi caso, la obra de Philippe Jaccottet ha significado un ejemplo y una enseñanza que se hubieran dado incluso si yo no lo hubiera traducido. Quienes conozcan, al menos en parte, la obra entrañable del poeta suizo, sabrán por qué ha ocurrido esto; y es que es muy difícil no sentir algo cercano al amor, algo parecido a la más cálida amistad, y que sin embargo nada tiene de sumisión, de enajenación o de admiración irreflexiva, al leer la obra de Philippe Jaccottet. Peter Handke, Clarice Lispector, Mario Levrero o Danilo Kiš, autores a los que no he traducido, han suscitado en mí un entusiasmo semejante. Y es que la traducción, cuando es capaz de despertar sentimientos de este calibre, no deja de ser un modo de leer una obra como reservándola para un ritmo tan íntimo, tan exclusivo, como el que se dedican dos amantes que no desean ser molestados y se encierran en una casa de campo durante una semana a ya se sabe qué.