“En las montañas de las brumas” (parte II, poesía japonesa), por Ricardo Silva-Santisteban

 

Vallejo & Co. presenta, en primicia web y en tres entregas, una serie de traducciones de poesía  japonesa realizada por Ricardo Silva-Santisteban, reconocido poeta, académico, traductor y editor peruano, quien fuera responsable de las colecciones El Manantial Oculto y Obras Esenciales del Rectorado de la Pontificia Universidad Católica del Perú y, en la actualidad, responsable y promotor de la excelente colección La fuente escondida bajo el auspicio de la Biblioteca Abraham Valdelomar, de la Huacachina-Ica.

            En la presente entrega, publicamos textos de uno de lo principales poetas japoneses Matsuo Bashoo.

 

 

Por: Ricardo Silva-Santisteban

Crédito de la foto: www.terrar.io

 

 

EN LAS MONTAÑAS DE LAS BRUMAS

 

En las montañas de las brumas pertenece, en realidad, a El ciervo en la fuente, mi colección de traducciones sueltas. Hubo, sin embargo, dos motivos para no incluirlo allí: por tratarse de versiones indirectas y por no extender un libro ya de por sí bastante considerable. Puede verse, por tanto, la presente publicación como un apéndice de dicho libro, pero, no por tratarse de un agregado, puede decirse que estas versiones me hayan costado menos trabajo ni que las haya realizado con menos placer. China y Japón han producido la poesía lírica más admirable y hermosa del planeta y su lectura ha sido, y sigue siendo para mí, de un inefable gozo.

 

Ricardo Silva-Santisteban

 

 

POESÍA JAPONESA

(Parte II)

 

A Nobuoki y Sumiko Ushijima

 

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Estatua de Matsuo Bashoo (1644-1694), ????, el poeta más famoso del periodo Edo, de Japón
Crédito de la foto: www.walkjapan.com

Matsuo Bashoo (1644-1694)

 

 

VISITA A LA ALDEA DE SARASHINA

 

El viento otoñal suscitó en mi corazón el deseo de ver el nacimiento y la puesta de la luna en el monte Obasuta. En esa escabrosa montaña en la aldea de Sarashina, los aldeanos, en el remoto pasado, solían despeñar a sus ancianas madres en las rocas. Hubo de acompañarme otro hombre acuciado con el mismo deseo, Etsuyin, un discípulo mío, así como también, para ayudarme en el viaje, un sirviente enviado por mi amigo Kakei, pues el camino de Kiso que conducía a la aldea era escarpado y peligroso y cruzaba entre altas montañas. Nos ayudábamos lo mejor que podíamos, pero, como ninguno era un viajero experimentado, nos sentíamos inquietos y cometíamos infinidad de errores. Sin embargo, estos errores provocaron con frecuencia nuestra risa y nos dotaron del coraje necesario para proseguir.

En cierto punto del camino encontramos un venerable sacerdote que llevaba sobre sus espaldas una pesada carga. Vacilaba y avanzaba a pequeños pasos casi sin aliento; tenía un rostro serio y malhumorado. Debía de tener más de sesenta años. Mis acompañantes simpatizaron con él y, tomando la pesada carga de sus hombros, la acomodaron junto con otras cosas que yo conducía sobre mi caballo. Tuve, pues, que sentarme sobre una alta pila. Veía montaña tras montaña sobre mi cabeza; a mi izquierda, un gran precipicio cayendo a trescientos metros en un hirviente río; el precipicio no tenía ningún recodo de tierra plana por lo que, encaramado en la alta silla, temblaba de terror cada vez que el caballo brincaba. Cruzamos muchos peligrosos lugares tales como Kakejashi, Nezame, Saru-ga-baba, Tachituge, por el camino siempre ventoso y empinado; sentíamos que nos rozaban las nubes. Abandoné mi caballo y vacilé sobre mis propias piernas, pues estaba aturdido por la altura y era incapaz de mantener la serenidad. El sirviente, a su vez, montó en el caballo sin dar la más ligera muestra de terror. Dormitando, a menudo cabeceaba y parecía que fuese a caer al precipicio. Yo temblaba cada vez que veía írsele la cabeza. Sin embargo, al pensarlo mejor, se me ocurrió que cada uno de nosotros era como este sirviente, vadeando a través de los escollos siempre cambiantes del mundo, batidos por la tormenta y ciegos ante los peligros ocultos, y que el Buda, sobreviviéndonos desde lo alto, sentiría seguramente los mismos temores sobre nuestra fortuna cual los sentía yo de la del sirviente. Cuando oscureció, buscamos posada en una humilde morada para pasar la noche. Después de encender una lámpara, tomé tinta y una pluma y cerré los ojos tratando de recordar lo que había visto y los poemas compuestos durante el día. Cuando el sacerdote me vio golpeándome la cabeza, debe haber pensado que yo sufría por el fastidio del viaje, pues comenzó a darme cuenta de su peregrinaje juvenil, de parábolas de los sagrados sutras y de los milagros de que había sido testigo. ¡Ay!, no fui capaz de escribir un solo poema por causa de su interrupción. Sin embargo, en ese preciso momento, la luz de la luna caía en un ángulo de mi habitación, pasando por las hojas y grietas de la pared. Al prestar atención al ruido de las aldabas de madera, y a las voces de los aldeanos cazando gamos silvestres, sentí en mi corazón la soledad del otoño consumando la escena. Dije a mis acompañantes: «Vamos a beber bajo el brillante resplandor de la luna», y el huésped de la morada trajo algunas tazas. Las tazas eran demasiado grandes para poder considerarlas delicadas y estaban casi descoloridas; las personas refinadas de la ciudad hubieran dudado de servirse en ellas. Me alegró, sin embargo, hallarlas en una remota comarca y para mí fueron más preciosas que raras tazas azules incrustadas de joyas.

 

                        Luna llena sobre los cielos

                        y tiernos campos:

                        decorado de áureo barniz.

 

                        Puente sobre el abismo

                        ceñido de yedra:

                        unión de cuerpo y alma.

 

                        Cruzan el puente sobre el abismo,

                        camino de Kioto,

                        antiguos caballos imperiales.

 

                        A mitad del puente

                        no creí lo que veía:

                        ascender una rana.        Etsuyin

 

Poema compuesto en el monte Obasuta:

 

                        Pensé estar junto a una anciana,

                        sentados y en sollozos,

                        contemplando la luna.

 

                        ¡Hermosa luna,

                        cómo padezco

                        en la aldea de Sarashina!

 

                        Tres días pasaron,

                        tres veces vi la luna

                        en el límpido cielo.   Etsuyin

 

                        Erguido tallo delgado

                        de amarilla valeriana,

                        cubierto de rocío.

 

                        El ají quema mi lengua,

                        el viento de otoño

                        consume mi corazón.

 

                        Las castañas de los montes de Kiso,

                        cuán rico presente

                        para quien vive en las ciudades.

 

                        Despidiéndome,

                        penetré en el centro

                        del otoño de Kiso.

 

Poema compuesto en el Templo de Zenkoyi:

 

                        Cuatro puertas y cuatro sectas,

                        unidas todas

                        bajo la luna esplendorosa.

 

                        Súbita tormenta por el monte Asama

                        lanza guijarros

                        en derredor mío.

 

 

 

SOBRE LA LUNA EN EL MONTE OBASUTA EN SARASHINA

 

He estado a veces tentado oír de Shirara y Fukiage, y este año estuve pensando en cómo me agradaría ver la luna en Obasuta. Partí de la provincia de Mino el día décimo primero del octavo mes. El camino era largo y escasos los días hasta el surgimiento de la luna llena. Debía, por tanto, ponerme en camino esa misma noche y no dormir hasta el anochecer usando hierbas como almohada. Mis planes no fueron inoportunos: llegué a la aldea de Sarashina en la noche de la luna llena. El monte se extendía hasta el sudoeste cerca de un ri al sur de la aldea de Yawata. No es muy alta y, curiosamente, ni siquiera tiene riscos, pero su apariencia está llena de una honda melancolía. Pude entender porque se dice aquí «es difícil de consolar». Me sentí confusamente deprimido y, preguntándome por qué alguien había abandonado a una anciana, brotaron mis lágrimas.

 

                        Pensé estar junto a una anciana,

                        sentados y en sollozos,

                        contemplando la luna.

 

                        ¡Hermosa luna

                        cómo padezco

                        en la aldea de Sarashina!

 

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JAIKUS

 

El viejo estanque,

una rana que salta:

ruido del agua.

 

            *

 

En la rama marchita

un cuervo se ha posado:

atardecer otoñal.

 

            *

 

Allende las brumas de cerezo,

¿en Asa Asakusa o en Ueno

tañe la campana?

 

            *

 

¡Mar tempestuoso!

Sobre la Isla de Sado:

la Vía Láctea.

 

            *

 

Destella la luna otoñal;

olas en torbellinos hasta mi puerta

coronadas de alba espuma.

 

            *

 

Nadie transita

este camino, solo yo

en la tarde otoñal.

 

            *

 

La campana se apaga,

las fragantes flores permanecen.

¡Un atardecer ideal!

 

            *

 

Cayendo sobre la tierra,

se vierte agua pura

de la camelia.

 

            *

 

¡Yerba de estío!

Solo ruinas ahora

de sueños de grandes batallas.

 

            *

 

Oíd al dulce cuclillo.

A través de los densos bambúes

se filtra el rayo de luna.

 

            *

 

Junto al camino

crecía una rosa de Siria.

Se la comió mi caballo.

 

            *

 

Pájaro y mariposa

desconocen esta flor:

el cielo de otoño.

 

Basho
Dibujo de Matsuo Bashoo

LA MORADA IRREAL

 

Mi cuerpo, cerca ya de los cincuenta, se ha convertido en un árbol venerable que frutece amargos duraznos, en un caracol que ha perdido su caparazón, en un gusano separado de su capullo; vagabundea con vientos y nubes que desconocen algún destino. En la mañana y en la noche he comido el alimento del viajero, abasteciéndome con la alforja de peregrino. En mi último viaje tosté mi rostro con el sol de Matsushima y humedecí mis mangas en la montaña sagrada, Anhelé llegar hasta la lejanía de aquella playa donde chillan las alcas y las Mil islas de los Ainu pueden verse a la distancia, pero mi compañero desistió diciéndome cuan peligroso sería, con mi enfermedad, tan largo viaje. Cedí. Lastimé entonces mis talones a lo largo de la escarpada costa del mar del norte, donde duele cada paso en las dunas de arena. Ese año vagabundeé por las riberas del lago en busca de un lugar de descanso, de un simple tallo de carrizo donde el nido flotante del colimbo pudiera ser llevado por la corriente para descansar. Esta es mi Morada irreal, y se erige en el monte Korubu. Próximo, existe un antiguo santuario, el cual purifica tanto mis sentidos que me siento libre de la suciedad del mundo. En esta abandonada cabaña fue donde el tío del guerrero Suganuma se retiró del mundo. Murió alrededor de hace ocho años; su morada queda atrás de estos caminos cruzados de irrealidad. Por cierto que todas las decepciones de los sentidos se resumieron en una sola palabra: irrealidad, y no hay forma de olvidar, siquiera por un momento, el cambio y su torbellino.

Las montañas no se extienden a ninguna profundidad pronunciada, pero las casas están bastante separadas. El Monte de Piedra reposa frente a mi cabaña y, atrás, se yergue el Monte Gola. De los encumbrados picos desciende desde el sur un fragancioso viento, pero el viento del norte es frío y húmedo por el mar distante. Fue al comienzo de la cuarta luna cuando llegué; las azaleas estaban floreciendo. Vistaria montañesa colgaba de los pinos. Con frecuencia pasaban cuclillos volando y nos visitaban las golondrinas. No me molestaban los picos de los pájaros carpinteros, y en mi alegría llamé a la paloma del bosque: «¡Ven, ave de soledad, y tómame melancólico!» Solo podía llenarme de felicidad, la vista no tenía nada que envidiar a los más hermosos paisajes de China.

Entre el monte Hieda y el pico de Hira, puedo ver el pico de Karasaki envuelto en bruma y, a ratos, un castillo destellando entre los árboles; cuando la lluvia escampa junto al puente Seta, el ocaso se demora en el pinar. El monte Mikani luce como el Fuji y me recuerda mi vieja cabaña a sus pies. Cerca del monte Tanagami he buscado las huellas de los hombres de antaño. Algunas veces, ganoso de disfrutar una vista ininterrumpida, trepo el pico que se encuentra en la parte posterior de mi cabaña. En la punta he construido una ménsula de ramas de pino que he rodeado con esterillas de paja; la llamo la percha del bonzo. No soy partidario de aquél excéntrico que construyó una cantina en un manzano donde bebía con sus amigos, como se comentó con escándalo en la ciudad, ni daría mi percha por la cabaña que erigió el sabio Wang. Me siento en la elevada punta, llenándome de piojos.

Una vez, colmado de vigor, junté leña y me bañé en el torrente. Me encantan las gotas que caen, toc-toc, a lo largo de una verde rama de helecho, y nada es tan llevadero como mi estufa.

El hombre que solía vivir aquí tenía los gustos más refinados pero no llenó la cabaña ni siquiera con objetos de arte. A un lado del santuario, está la pequeña alcoba para colgar los vestidos de noche. Una vez, al oír que el Gran Sacerdote del monte Kara había llegado a la capital, le solicitó una placa para decorar la alcoba. El sacerdote tomó su pincel con abandono y escribió las palabras: Morada irreal. Escribió en el reverso su nombre para recuerdo entre la gente que en el futuro tuviera oportunidad de verlo.

En esta cabaña donde vivo como un ermitaño, como un viajero, no es necesario acumular objetos caseros. Todo lo que poseo es un amplio sombrero de madera liviana y un abrigo corto que cuelgo de una estaca sobre mi almohada. Durante el día el anciano hidalgo, quien contempla la parte posterior del santuario o a los aldeanos del pueblo desde la explanada del monte, me visita y se pasa el día contando historias a las que no estoy acostumbrado; cómo los cerdos se comen las semillas de arroz o cómo los conejos infestan los campos de habas. Cuando, muy raramente, vienen visitantes desde lejos, nos sentamos de noche tranquilos bajo el rayo de luna argumentando con nuestras sombras.

Pero no vaya a pensarse, por lo que cuento, que soy un devoto de la soledad y que, únicamente, busco mis huellas en un lugar inhóspito. Más bien diría que soy un hombre enfermo aburrido de la gente; o alguien cansado del mundo. ¿Qué hay que añadir? No he llevado una vida clerical, ni me he enconado en servir las reglas. Desde muy joven gusté de mis excentricidades y, una vez convertidas en la forma de ganarme la vida, por un tiempo pensé haberme descubierto a mí mismo unido por la existencia a un rasgo de mi arte, incapaz y sin talento como soy. Trabajo sin resultados, con el espíritu cansado y el rostro lleno de arrugas. Ahora, cuando ya ha transcurrido más de la mitad del otoño y cada mañana y cada anochecer traen mudanzas a la escena, me pregunto si aquello no es lo que significa morar en la irrealidad. Con esto, también, doy fin a mis palabras.

 
 
 
 
 
 

NOTA

Para la sección japonesa, a The Manyoshu, The Nippon Gakujutsu Shinkokai Translation of One Thousand Poems, With a Foreword by Donald Keene (New York, Columbia University Press, 1969); Anthology of Japanese Literature: From the earliest era to the mid-nineteenth century, Compiled and edited by Donald Keene (Tokyo, Charles E. Tuttle, 1977); Donald Keene: Appreciations of Japanese Culture (Tokyo, Kodansha International, 1981); The Translations of Ezra Pound, with and introduction by Hugh Kenner (London, Faber and Faber, 1970); Kenneth Yasuda: The Japanese Haiku (Tokyo, Charles F. Tuttle, 1975); Daniel C. Buchanan: One Hundred Famous Haiku (Tokyo and San Francisco, Japan Publications, 1976); Basho: The Narrow Road to the Deep North and other Travel Sketches. Translated from the Japanese with an introduction by Nobumild Yuasa (Harmondsworth, Penguin Books, 1974); Monkey’s Raincoat (Sarumino): Linked Poetry of the Basho School with Haiku Selections, Translated by Lenore Mayhew (Tokyo, Charles E. Tuttle, 1985) y The Year of my Life, A Translation of Issa’s Oraga Haru by Noboyuki Yuasa (Berkeley/ Los Angeles/ London, University of California Press, 1972).

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