Nota y entrevista por: Aleyda Quevedo Rojas*
Crédito de la foto: Verónica Cervera
El viaje hasta acariciar la ligereza
Entrevista con Emilio García Montiel**
La gran tradición de la poesía cubana es una de las más potentes del Caribe y de toda Hispanoamérica. Desde Juan Clemente Zenea (1832-1871), profundizando en el padre de la patria y creador de los Versos Sencillos José Martí (1853-1895), siguiendo con Julián del Casal (1863-1893) poeta indispensable y fundacional, Juana Borrero (1878-1896), Regino E. Botti (1878-1958), José Zacarías Tallet (1893-1989), hasta llegar a los grandes Nicolás Guillén (1902-1989), Dulce María Loynaz (1903-1997), Eugenio Florit (1903-1999), Emilio Ballagas (1910-1954), José Lezama Lima (1910-1976), Virgilio Piñera (1912-1979), Samuel Feijóo (1914-1992), Gastón Baquero (1914-1997), Eliseo Diego (1920-1994), Cintio Vitier (1921-2009), Fina García Marruz (1923), Fayad Jamís (1930-1988) y Roberto Fernández Retamar (1930).
Actualmente, entre los herederos más notables de esa vibrante tradición, está el habanero Emilio García Montiel, nacido en 1962 y que vive desde hace más de 20 años fuera de Cuba. Su poesía es quizá la más depurada y transparente de la generación del 80. Elegancia en el lenguaje, constante cuestionamiento de la realidad y el gran tema del viaje como suprema búsqueda ontológica. Conversamos con García Montiel sobre lo que nunca dejará de importarnos, aún en tiempos de crisis, incertidumbres y terremotos: la poesía, único arte esencial.
Entrevista con Emilio García Montiel:
«Cuba es el antagonista de mi poesía»
Aleyda Quevedo Rojas [AQR]: ¿Cuándo empezaste a escribir poesía? ¿Qué perdura en tu memoria como el primer episodio que te lleva a dibujar un poema; quizá podemos hablar de paisajes de la infancia y primera juventud. ¿Qué tonos y colores recuerdas?
Emilio García Montiel [EGM]: Salvo alguna que otra rima infantil de exaltación patriótica, mis primeros poemas o, con más exactitud, lo que yo supuse como tales, fueron escritos hacia 1979, pero he olvidado sus textos y, asimismo, los episodios particulares que los motivaron. Un año después escribiría un poema dedicado a una novia de entonces, el cual, quiero creer, en algo esbozaba la ligereza que luego pretendería de mi poesía. Debí haber escrito otros muchos poemas (o, repito, lo que yo suponía como tales), pero ese es el único que rememoro con algo de claridad; también porque fue el primero por el que recibí elogios. Lo he perdido, al igual que los anteriores. Nada de ello estuvo, según recuerdo, asociado a ninguna tonalidad cromática, excepto por el inevitable resplandor del cielo, síntoma de calor y agostamiento.
[AQR]: En tu entorno familiar, qué identificas como definitivo para amar la escritura y trabajar con la poesía; ¿qué escena o persona/personas podrían haber inspirado tu amor por las palabras y los poemas?
[EGM]: Mi madre y mi abuelo materno, aunque no expresamente con la poesía, sino con la lectura en general. Mi abuelo me enseñó a leer, a escribir y a contar y mi madre siempre se ocupó en comprarme libros infantiles y leérmelos, hasta que yo pude hacerlo con fluidez.
Mi familia no provenía de un entorno literario o académico ni poseía estudios universitarios, pero estaba convencida del «provecho» (como se estilaba decir entonces) que la lectura y el estudio podría proporcionar. Mi abuelo había sido tabaquero y buena parte de su conocimiento literario se debía a la existencia del «lector de tabaquería», esa excepcional figura del ámbito fabril cubano cuya función era leer noticias y obras literarias a los torcedores durante la jornada laboral.
Mi abuelo fue el primero en hablarme de Émile Zola y de Víctor Hugo y el que me motivó su lectura. Aparte, había viejos libros en casa: antiguas geografías e historias naturales profusamente ilustradas; ciertas novelas que inútilmente procuraba desentrañar (Ibis, de Vargas Vila, cuya cubierta, una suerte de boa policroma con cabeza de mujer, yo intuía peligrosamente seductora) y textos escolares que habían servido a toda la familia. Entre éstos, el fascinante Libro quinto de lectura, de 1940, de Elena Fernández de Guevara. Mis primeros vínculos más o menos conscientes con la poesía provienen de éste libro que, de algún modo, nunca dejó de ser mi libro de cabecera. Allí se recoge la deliciosa y ejemplar fábula de Hatzenbusch, «El comprador y el hortera»; el ingenioso «Soneto de catorce palabras», de Manuel Machado y «Pegáronle una pedrada…», una refranesca decimilla de Antonio de Solís; versos, todos ellos, que todavía recuerdo.
Luego había un pequeño librito de Rubén Darío del que intentaba aprenderme (e incluso musicalizar) algunas de las rimas de un poema titulado «Abrojos». Pero no puedo asegurar que ello me inspirara amor por la poesía, entendida ésta como vocación creativa. No eran más que lecturas a la par, por ejemplo, de las novelas de Verne. Por cierto, tanto postergué una comparación crítica entre el libro de Elena Fernández de Guevara y el adoctrinado (y adoctrinante) Libro quinto de lectura por el que yo estudié (todo lo contrario de la hermosa invitación a la lectura que era el primero) que terminé por perder ambos ejemplares.
[AQR]: ¿Qué es Cuba en tu poesía, qué lugar le concedes en tu trabajo como escritor? Te pido ésta reflexión porque sé que desde hace varios años has estado viviendo en México y más, recientemente en Miami. A la distancia cómo es Cuba y La Habana al interior del tejido de tu trabajo de escritor?
[EGM]: Nunca he pensado qué puede ser Cuba en mi poesía, probablemente porque es un razonamiento excéntrico a mi interés por la escritura. Pero, de enunciarlo, podría decir que Cuba es el antagonista de mi poesía. Mis ámbitos particulares de deseo y de futuro siempre han estado –casi desde mi infancia y por inexplicables razones de sensibilidad personal– lejos de Cuba. Y por Cuba me refiero no sólo al territorio insular o a su deplorable orden gubernamental, sino también –y aquí simplifico– a buena parte de los ámbitos y hábitos de la Cuba dispersa, con independencia de su signo político (cada vez, por cierto, más negociado). En mi poesía, que es una escritura de espacios y ambientes ese antagonismo parece revelarse por omisión. «Claridad», que sucedió en La Habana, avizora un entorno completamente ajeno: mi placer en la lectura de Montale requiere de un espacio (geográficamente distante) incompatible en tono y sensorialidad con el espacio real.
Asimismo, si hay algún ámbito amable dentro de la propia isla, éste pertenece a la infancia o a un hipotético futuro (como en «Alba») o bien son espacios de reposo que se recortan contra una oscuridad mayor o contra la ciudad podrida, como sucede en «Bochorno» o en «Los stadiums».
La progresión de este distanciamiento, cuyos inicios poéticos más explícitos son «Cartas desde Rusia» y «Las costas de Francia» (un poema como «Los golpes» pudiera serlo también, pero en un sentido más pedestre) alcanza su clímax en dos poemas muy posteriores: «En el camino que sube a los andenes», que es la emoción de estar de estar al fin donde siempre lo quise, sin nadie a quien demostrar creencia alguna, lejos de una patria no menos aprendida que la rosa, y en «Presentación del olvido» donde el olvido es Cuba (en el total sentido que ya dije arriba y a la que apenas, vagamente, aludo) borrada definitivamente por espacios antes deseados y ahora cotidianos. Es la súbita revelación de ese olvido en una calle de Tokio, entre el parpadeo de las señales y las multitudes, y es, sobre todo, la escasa importancia que esa propia revelación adquiere para mí, una vez inmerso en paisajes a los que reconozco como si siempre los hubiera tenido. Ello derivaría luego en una desmemoria efectiva de vínculos personales, creativos o de aprendizaje, incluida La Habana (por la que me preguntas) e incluida buena parte de mi propia escritura.
[AQR]: En alguna entrevista revelas que solo escribiste poesía hasta 1991, que es además, el año en que te vas a vivir a México. ¿Qué has estado escribiendo desde ese año hasta acá, quizá te volcaste a la narrativa o el ensayo sobre artes; pues tu interés por lo narrativo siempre fue fuerte?
[EGM]: En realidad, volví a escribir poesía poco más de diez años después (de ese breve periodo son, precisamente, «En el camino que sube a los andenes» y «Presentación del olvido»). Por lo demás, me he dedicado a la investigación sobre cultura japonesa (más precisamente, sobre la imagen y los imaginarios de la ciudad de Tokio en la modernidad) y a la enseñanza universitaria de esos y otros temas afines a la historia del arte y a la imagen arquitectónica y urbana. De esas investigaciones provienen dos libros, Muerte y resurrección de Tokio. Arquitectura y urbanismo, 1868-1930 (El Colegio de México, 1998) y la coedición de una selección de ensayos, Cultura visual en Japón. Once estudios iberoamericanos (El Colegio de México, 2009).
Actualmente, trabajo alternativamente en la conclusión de un par de libros sobre esos mismos temas. De mis particulares ámbitos de deseo, esos que, como dije, ya vislumbraba desde mi infancia, Japón ha resultado el más decisivo. Para cuando entré a la carrera de Historia del Arte, a mediados de los años ochenta, casi nadie se dedicaba en Cuba al estudio de la cultura japonesa (no creo que, actualmente, haya muchos más, a pesar del incremento en la enseñanza de idioma japonés y el relativo crecimiento de la información mediática sobre Japón), por lo que mis intereses en ese sentido eran asumidos como extravagantes, aún dentro del propio ámbito académico.
Durante mis años de profesor en el Departamento de Historia del Arte de la Universidad de La Habana me dediqué a impartir una asignatura denominada «Arte Oriental». Me fascinaba la complejidad de la doctrina budista (en términos teóricos), la terminología especializada en sanscrito, hindi o japonés, y no me preocupaba lidiar con la escasísima bibliografía existente. No así a la mayoría del claustro profesoral, que resentía los pocos asideros que ese mundo «oriental» tenía en el mundo «conocido». El asunto, creo prudente aclararlo, rebasaba (y rebasa) el proverbial sistema de desinformación instrumentado por el gobierno de la isla, pues para casi cualquier otro país hispanoamericano esos estudios resultaban (o siguen resultando, profesionalmente, al menos) «exóticos» por igual.
A México fui precisamente a estudiar una Maestría en estudios de Japón en el Centro de Estudios de Asia y África de El Colegio de México, que es el centro de estudios de posgrado más importante de esas especializaciones en Iberoamérica; luego viviría en Japón y concluiría mis estudios de doctorado en la Universidad de Tokio.
[AQR]: El viaje, el salir de la isla para ver mundo, de un lado, y de otro, la sonoridad o la música del poema, ¿qué lugares ocupan en tu proceso creativo como escritor y como académico?
[EGM]: La pregunta incluye varias cuestiones, cada una extensa de por sí. Abreviando, puedo decir que el viaje es un tema central a mi poesía. No sólo por lo que concierne a mi interés vivencial, sino por el contraste entre la frontalidad del deseo de salir del país (un deseo subliminalmente político, aunque inicialmente sólo implicara la inocencia de viajar) y el lenguaje y el tono (valga decir, «no agresivos») de mis poemas. El eco de «Cartas desde Rusia», escrito hacia 1985, obedece, en buena parte, a ese contraste. En cuanto a la eufonía y el ritmo, éstos son igualmente esenciales: hasta que la sonoridad –tanto para poesía como para prosa– no queda bien asentada según lo declamo, me es difícil concluir cualquier texto.
[AQR]: Dentro de la inmensa y gran tradición poética de Cuba, ¿le concedes más importancia para tu trabajo a José Martí, Julián del Casal o Lezama Lima?
[EGM]: A ninguno. Ni siquiera el «orientalismo» de Casal o de Martí tendría mayor incidencia en mi interés por Japón (tampoco, por cierto, los poemas de Darío que mencioné arriba). De la literatura cubana, mi mayor influencia proviene de Eliseo Diego, pero no por su mundo origenista, que nunca me interesó (como tampoco me ha interesado la figura de Lezama), sino, más bien, por su recreación de espacios y ámbitos divergentes de los tópicos del paisaje cubanos. Puedo compararlo con el gusto que, en pintura, tuve por los oscuros paisajes del campo cubano de Esteban Chartrand o, el que todavía conservo por la cosmogonía y el bestiario de Ángel Acosta León y su fantástica modernización (y urbanización) de los símbolos habituales de «lo cubano».
[AQR]: ¿Qué escritores de poesía te interesan actualmente, qué lees y qué recomendarías leer, quizá de lo que se escribe en Estados Unidos, ahora mismo?
[EGM]: Cuando dejé de escribir poesía también dejé de leer obras de ficción, al menos con la asiduidad de antes, y poco a poco fui perdiendo ese interés por estar al tanto de absolutamente todo lo que se publicaba. Ahora mismo, por carecer de lecturas a fondo –poesía es lo que menos leo– no puedo nombrar un poeta actual que me interese. Mis últimas lecturas de poesía, el año pasado, se limitaron a releer a Quevedo y Góngora en busca de ciertas referencias sobre la vida de Madrid. No es que no lea literatura, pero lo hago de modo más esporádico, buscando puntos de contacto con mis estudios, y sin tener en miras mi escritura o el ejercicio de una crítica literaria posterior.
Entre lo más reciente que he leído (o releído) puedo recomendar, al menos, cuatro libros extraordinarios: Diario de un viejo loco, de Junichirō Tanizaki; El fin del homo sovieticus, de Svetlana Aleksiévich; Actas relativas a la muerte de Raymond Russel, de Leonardo Sciascia; y Las tareas de la casa y otros ensayos, de Natalia Ginzburg.
*(Quito-Ecuador, 1972. Poeta, periodista, ensayista literaria y gestora cultural. Recibió el Premio Jorge Carrera Andrade en 1996. Es fundadora y coordinadora editorial del sello independiente Ediciones de la Línea Imaginaria. Ha publicado en poesía Cambio en los climas del corazón (1989), La actitud del fuego (1994), Algunas rosas verdes (1996), Espacio vacío (2001 y 2008), Soy mi cuerpo (2006 y 2016), Dos encendidos (2008 y 2010), La otra, la misma de Dios (2011), Jardín de dagas (2014 y 2016, edición castellano-francés); y las antologías: Música Oscura, 2004, Amanecer de Fiebre (2011), El cielo de mi cuerpo (2014) y Fuego en el frío (2016).