El presente texto, fue publicado originalmente en Quimera: Revista de literatura, Nº 271, año 2006 (ejemplar dedicado a: Poéticas Post 11-S).
El vanguardismo espiritualista
de Jorge Eduardo Eielson
Por: Martín Rodríguez-Gaona
Crédito de la foto: Der. www.ivanthays.com.pe
Izq. © Centro Studi Jorge Eielson
La muerte del poeta peruano Jorge Eduardo Eielson (1924-2006) abre las puertas a diversas lecturas de una obra que, por más de cincuenta años, sólo pudo atisbarse mediante la admiración y el asombro. Sorprendió en Eielson tanto su virtuosismo como su precocidad, y la engañosa versatilidad de un talento, no sólo singularmente dotado para la poesía y las artes plásticas, sino que produjo también incursiones notables en la música y el ensayo.
Quizá la nota que por vez primera se dibuja con su desaparición física sea aquella que permite reconocer los signos últimos de una aventura vital y artística excepcionalmente lograda. Jorge Eduardo Eielson es, en el marco de sus múltiples y complementarias actividades, uno de los herederos más constantes y singulares de las vanguardias históricas, las que supo, agotadas sus posibilidades cívicas o de rebelión, reconvertir en un mecanismo para la exploración de una subjetividad que busca conciliar la cotidianidad contemporánea con lo trascendente.
La interconexión de las artes y el trascendentalismo no esencialista
A cierto nivel, la obra de Jorge Eduardo Eielson es de difícil acceso, al estar constituida por materiales heteróclitos (poemas, novelas, pinturas, esculturas, intervenciones, etc.) y dispersos, en los avatares de un largo exilio europeo. Incluso, dentro de la poesía, su obra se distingue tanto por su variedad de estilos, como por muy peculiares circunstancias de publicación (su Poesía escrita, editada en 1975, recoge a un mismo nivel libros orgánicos, poemas sueltos, colecciones de poemas y textos de poesía concreta, la mayoría publicados décadas después de haber sido escritos). Pese a esto, a lo largo de su obra se percibe una calidad inmanente, un brillo que brinda coherencia a todo el conjunto, y que la hace constituirse en una especie de constelación, con sus puntos luminosos y diferentes trazados: no en vano las estrellas están entre las imágenes favoritas del poeta.
La pluralidad resulta, por lo tanto, uno de los atributos de la creación de Eielson, mostrando siempre una matriz común, más allá del clasicismo de Reinos (1945), el lirismo existencial de Habitación en Roma (1952) o la reflexión mediante los objetos verbales de Sin título (2000). El vector que recorre de inicio a fin la obra de Eielson es el reconocimiento de la poesía como una vía para explorar la experiencia humana. Desde sus primeras incursiones en Lima a mediados de la década del cuarenta, los límites formales de las artes plásticas y los géneros literarios han sido empleados por el poeta como instrumentos antiquísimos y privilegiados que pretenden testimoniar una contemplación deslumbrada de seres y objetos, ciudades y manifestaciones creativas pertenecientes a distintas épocas y culturas. Así, toda manipulación artística se convierte invariablemente en Eielson en una celebración de la vida como milagro. La magia verbal, su alquimia, encuentra su razón de ser en el acercamiento a un orden superior. Los libros y los lienzos de Eielson son un ejercicio de reflexión, humildad e imaginación que busca alejarse a la vez del dogma y del ego. Su palabra y su mirada derivan en instrumentos que transforman la realidad y celebran la vida, a través de un oficio adquirido de la mano de miles de orfebres.
Los orígenes
La génesis de un artista como Eielson es producto de una afortunada casualidad en la que todo parece confluir. El autor de Noche oscura del cuerpo pertenece a la llamada Generación del cincuenta de la poesía peruana, una notable promoción de escritores entre los que se encuentran Javier Sologuren, Sebastián Salazar Bondy, Blanca Varela, Carlos Germán Belli y Francisco Bendezú quienes, desde los versos, contribuyeron a la modernización de la literatura peruana estableciendo como una natural indagación el diálogo entre culturas que caracteriza al continente americano. En este proceso, iniciado por José María Eguren y César Vallejo, tuvieron ascendencia directa José María Arguedas y Emilio Adolfo Westphalen, quienes a pesar de sus diferencias de origen –el Ande y la inmigración europea- desempeñaron una labor notable de recuperación del legado artístico precolombino. Eielson es producto de una ciudad, Lima, que aún sintiéndose cosmopolita, colonial y afrancesada, va descubriendo la gran riqueza de su diferencia.
Pero, pese a haber iniciado sus tempranas manifestaciones en Lima (Eielson ganó el Premio Nacional de Poesía a los veintidós años, y expuso con el pintor Fernando de Szyszlo sus primeras obras de corte surrealista, en la pequeña tradición de poetas artistas peruanos como Eguren y César Moro) es en Europa que Eielson descubre los medios para integrar su peculiar sensibilidad con lo universal. El escenario europeo, que había sido intuido ya desde la devastación de la segunda guerra mundial en un libro como Antígona (1945), le permite, tanto complementar su formación como ir descubriendo su identidad –definida, como contó a Martha L. Canfield, desde las que denominaba sus “cuatro culturas”: española, italiana, sueca y nazca (cultura precolombina de la costa peruana). Tan importante como aquel hallazgo sería el reconocimiento de su insularidad: Habitación en Roma (1954), una de las cumbres de su obra, es un trayecto en el que la urbe inmemorial entrega deslumbrantes cantos de soledad y amor.
Sin embargo, desde finales de la década del cincuenta, el poeta va percibiendo en su evolución una paulatina desconfianza en la palabra, la que en un momento le lleva a dejar de escribir, al menos de la forma en la que ya se había demostrado magistral. Esta sensación es explicada años después, en París, al poeta Rodolfo Hinostroza: “La poesía es Tiempo, la pintura es Espacio. El tiempo es muerte, el espacio es vida, así de simple. En Europa descubrí el Espacio, y entonces me dediqué a pintar”.
Surcos perdidos y recuperados, meandros
Antes de su llegada a Europa, Jorge Eduardo Eielson ya había sido considerado en el medio peruano como uno de los poetas más prometedores y activos de su generación. Junto con Javier Sologuren y Sebastián Salazar Bondy publicó La poesía contemporánea del Perú (1946), la primera antología del país que intenta forjar un canon desde la modernidad literaria. Es claro entonces que Eielson tiene muy presentes las figuras de José María Eguren y César Vallejo para el desarrollo de su vocación. De Eguren tomaría el poder transformador de la imaginación y la exploración de otros lenguajes artísticos ( Eguren había cultivado la fotografía y la pintura). Vallejo, fuera de la propia experiencia europea, le legaría la solidaridad frente al dolor humano y una sensibilidad peculiar para asumir la palabra en su dimensión de objeto.
En Europa, Eielson se enfrenta a la alienación de la posguerra, al mismo tiempo que profundiza en una civilización cuya continuidad material le es visible pese a remontarse a milenios. Es entonces cuando la concepción mítica de Europa desaparece (algunos títulos previos a este momento son Canción y muerte de Rolando, Ajax en el infierno y En la Mancha) y el aprendizaje de lo latinoamericano se va convirtiendo en una empresa arqueológica: una reconstrucción que será una creación a través de ruinas culturales, vestigios y desechos. La fascinación por el arte de los grandes maestros (De Leonardo a Miró) y el camino de posibilidades abiertas de la incipiente plástica latinoamericana, hacen que paulatinamente la pintura vaya restándole protagonismo a la palabra, quizá también por la soledad de un exilio en comunidades fuera de la lengua española.
Sin embargo, se logran reconocer motivaciones más poderosas al interior de la propia obra. La poesía de Eielson, tanto en su vertiente escrita como en la visual, puede ser simultáneamente entendida como proyecto y proceso: una aventura que encuentra coherencia en su mismo devenir. Así, en poco más de quince años, el poeta cambia de ropajes hasta optar por una desnudez que aspira a ser ancestral: de la versificación clásica, el poema simbólico en prosa y la prosodia del poema narrativo experimentados en su etapa peruana, pasa a la discursiva continuidad del poema de largo aliento, las posibilidades líricas de lo coloquial y el tono menor, llegando incluso al humor, lo conceptual y lo metapoético. La escritura de Eielson, desde los años cincuenta, asume riesgos constantes y se despliega al borde del absurdo o el silencio.
El ciclo inicial de la poesía de Eielson va de Moradas y visiones del amor entero (1944) a Primera muerte de María (1949), y tiene como principales influencias a los místicos castellanos, Rimbaud y Rainer Maria Rilke. Esta fase destaca por un inusitado lujo verbal, cuya máxima expresión quizá sea Reinos (1945). Sin embargo, un rasgo fundamental de esta etapa es la elaboración mítica, que el poeta trabaja con similar énfasis tanto al nivel de los referentes culturales –la mitología grecolatina, los cantares de gesta, el Quijote- como al de ciertas anécdotas autobiográficas –la muerte del hermano, una trágica historia amorosa-. El joven Eielson participa, admirado y lúcido, de la conmoción que produce la hecatombe europea, brindando su verbo para un duelo decadente, lleno de brillo y anacronismos.
En el siguiente periodo de la obra de Eielson se presenta ya su vinculación definitiva con las artes plásticas, por lo que el poeta concibe su escritura como un taller o un laboratorio de lenguaje. Aquí vislumbramos etapas, estrategias, preparaciones retóricas. A la distancia, se puede admirar no sólo el sabio ordenamiento que el poeta-artista dispone para su obra, sino también la relevancia de la década del sesenta tendrá para sus futuros exégetas. Desde que fijó su residencia en Europa, Eielson prácticamente no publicó nada que correspondiese con el tiempo de escritura. Libros hoy imprescindibles del autor como Habitación en Roma (1954) o Noche oscura del cuerpo (1955) resultan logros inimaginables sin los ejercicios formales de Tema y variaciones (1950) o Mutatis mutandis (1954), las primeras muestras conocidas del trabajo de estos años. Es más, la valoración total de la obra de Eielson producirá resultados muy distintos de acuerdo a las ediciones consultadas: su Poesía escrita de 1975, editada en Lima, incluye una serie de textos breves relacionados con el arte conceptual y la poesía concreta (v.g. eros/iones, Canto visible, Papel), una muestra que luego omitiría al recuperar el interés por la publicación, a mediados de los años ochenta.
La constelación que forman los poemas de Eielson es, por lo tanto, cambiante y llena de matices. Una aproximación es posible por medio de colecciones en las que se ejerce una reflexión sobre el arte y la palabra: Mutatis mutandis (1954), De materia verbalis (1958), Pequeña música de cámara (1965), Arte poética (1965), pero la cual no invalida la conmovedora humanidad de Noche oscura del cuerpo (1955) o Del absoluto amor y otros poemas sin título (2005), su último libro publicado en España. Eielson consigue, con aparente sencillez, deslizarse entre el escepticismo y el fervor, entre lo urbano y lo celeste, entre el homenaje y la aceptación del vacío. Sus palabras, deslumbrantes y deslumbradas, viajan y se enriquecen, pasando del misticismo al existencialismo, del existencialismo al lirismo lúdico, del lirismo lúdico, al culturalismo celebratorio o a la pincelada zen, obteniendo algo que podría denominarse como unidad en la diversidad.
En su obra plástica, en un rasgo similar, quizá la intención más recurrente sea explorar las relaciones entre la pureza del vacío y la ligera intervención de la mirada. Una dinámica palpable desde la serie “Paisaje infinito de la Costa del Perú”, en el que las arenas desérticas de la costa del Pacífico y la neblina de Lima reaparecen como símbolos que traslucen lo absoluto. Lo residual primero y luego la ruina tienen gran importancia en Eielson, quien va incorporando objetos de su propia cotidianidad como material arqueológico: notablemente camisas y pantalones de mezclilla. Estas dos vertientes se unen en el que sería su símbolo plástico más reconocible: el nudo, en homenaje a los Quipus, el sistema de contabilidad incaico. Por medio de estas intervenciones en el lienzo, Eielson logra trabajar influencias aparentemente irreconciliables como el Pop y la pintura étnica, el Arte Povera y Lucio Fontana
Posteriormente, en la serie “Autorretratos”, se harían más evidentes las conexiones con su obra poética, como en cuadros en los que deconstruye la palabra esplendor o ya en sus performances, en una continuidad rastreable desde sus propios títulos: Primera muerte de María (poema, novela y performance) o El cuerpo de Giulia-no (novela y performance). En esta línea se encuentran acciones como sus esculturas subterráneas para diversas ciudades, las fotografías de objetos cotidianos transformados en símbolos mágicos, como las botellas de leche, o su pedido formal a la NASA para esparcir sus cenizas en la luna, cementerio ideal de poetas. Eielson, como pocos, supo confluir la dimensión conceptual y artesanal de su obra: baste señalar que las contadas veces que en su pintura emplea la figuración, ésta tiene como sustrato motivos aprendidos de los textiles precolombinos.
La apabullante versatilidad de Eielson, su condición de esteta asumida con paradójica humildad, lo hizo vivir relativamente ajeno al reconocimiento, que sin embargo llegó, no sólo en el fervor que despierta su obra poética en el Perú, sino a su labor como artista plástico (piezas de Eielson se encuentran en el Museo de Arte Moderno de Nueva York y en la colección Nelson Rockefeller, participando en reiteradas ocasiones en la Bienal de Venecia). Como confesó al cuentista peruano Julio Ramón Ribeyro a raíz de la publicación de su novela El cuerpo de Giulia-no, poco de esto tendría importancia en comparación con el don de llevar una vida con plenitud y dignidad: “En cierta época que no duró más de diez años, escribí poemas y me llamaron poeta. Además, como sabes, he escrito algunas piezas de teatro y no soy dramaturgo. Hago también escultura y no soy escultor. He escrito cuentos y no soy cuentista, una novela y media, y no soy novelista. Últimamente preparo un concierto y no soy músico. Como ves, no soy nada”.
A la entrada del enorme edificio
Aunque Jorge Eduardo Eielson es un poeta relativamente desconocido fuera del Perú, uno de los motivos por los que su obra irá ganando presencia, en nuestra opinión, es que en ella se constata el desvanecimiento de las poéticas modernas. Al igual que en las artes plásticas, su poesía señala que un creador no es válido por su discurso y menos por su personalidad (su obra no permite las lecturas políticas o historicistas aplicadas habitualmente a lo latinoamericano). Sin confesarlo explícitamente, Eielson demuestra que el estilo como expresión de la subjetividad está agotado. Sin embargo, y allí la riqueza que le permite conectar con sus maestros, el arte y la poesía, aunque mermados como grandes relatos, siguen brindando un refugio espiritual, para quien lo requiera. Palabra e imagen seguirán ofreciendo una reflexión deslumbrada, una conclusión que apunta al vacío. Para Eielson, la vida es un aprendizaje y el arte es el milagro que permite transformar la melancolía en belleza.