Por: Juan Pablo Torres Muñiz
En el western, cada pequeña acto reviste especial importancia; la muerte, presente en casi todo momento, acecha al golpe fácil de un gatillo en un mundo en que todos tienen un arma y algo que defender o por lo que matar. Se trata de un género fértil para el desarrollo de grandes historias a partir de tramas, por lo general, sencillas, gracias a las que es posible abordar directa o indirectamente, temas fundamentales: lo elemental del ser humano, su supervivencia.
Estados Unidos, con su viejo, pero sobre todo lejano oeste, vino a erigirse en el último escenario pre-apocalíptico, por lo menos en el planeta Tierra, para el desarrollo exclusivo de los más antiguos dramas, aquellos cuyo índice mayor lo completaron hace tanto los griegos y luego Shakespeare. El último mundo, el extremo a civilizar, la tierra fértil a los más ambiciosos proyectos y las más desquiciadas ilusiones, el último espacio a conquistar por el moderno hombre de empresa. La tierra de las oportunidades, y sus peligros. Una creación formidable para poner en juego, por última vez, las capacidades humanas más primitivas, bajo el mandato de la voluntad más elemental.
Pero en esto último radica el principal problema del género: el escenario que antes fuera lejano y siempre agreste no puede ser más ninguna de las dos cosas, no eternamente, sin redundar en un tipo de encantos cuya textura resulta cada vez más desafiante expresar sin repetir lo hecho por otros. Y aquel que desee volver a ese viejo terreno deberá saber que el atractivo de su discurso no podrá depender más de los encantos propios de aquel paisaje ni de la gracia persistente de sus habitantes –merced de la nostalgia– , ni del peligro innato de su situación (por demás falso, como lo prueban las estadísticas de fallecimiento por uso de armas de fuego en el verdadero oeste de aquellos años), si no de la originalidad de su planteamiento en cuanto al modo en que sus creaturas humanas se conduzcan en las condiciones más extremas y de la autenticidad manifiesta en su lenguaje, sea audiovisual, escrito o de cualquiera otra clase.
Es claro que ambas características determinantes se presentan más a menudo en la obra de artistas que hallan en el género el medio para manifestar una tesis suya concebida con anterioridad y de modo espontáneo, que cuando hallan en él un marco inspirador –pero siempre limitante– para una creación de la que todavía no tienen una visión definida. De este modo, resulta válido señalar, por ejemplo, que hay cineastas y escritores que se apropian de tal o cual género para realizar su arte, y son ellos los que destacan mucho más allá de los márgenes de la etiqueta, de toda especialidad y los criterios que a, por lo general en vano, pretenden trazar ciertos puristas. Es más, no es raro que los artistas de este tipo nos entreguen sus obras más representativas fuera de la época de mayor vigencia de que gozara el género, usualmente adelantándose a él, pero, en otros casos, también, cuando ya resulta improbable que este vuelva a ponerse de moda.
En 1985, Cormac McCarthy (EE.UU., 1933) publicó Blood’s meridian, Meridiano de sangre. El western hacía rato que había dejado de ser la sensación en las carteleras y en cuanto al paisaje editorial, nada significativo había visto la luz en el rubro durante los últimos diez años por lo menos. Esta novela fue recibida con entusiasmo por la crítica, que no había sido indiferente a los anteriores libros de McCarthy, pero algo nuevo había sucedido. Y, entre otros, Harold Bloom, se volvió loco de entusiasmo anunciando la obra como el acontecimiento literario más importante de los Estados Unidos y la mejor escrita por ningún autor vivo de ese país… Lo cierto es que McCarthy nos entregaba el último gran western y con él, indiscutiblemente, un nuevo clásico, capaz de resistir comparaciones que en otros casos serían evidentemente desmedidas: con las mejores obras de Faulkner, Melville y hasta Shakespeare. Por si fuera poco, McCarthy no ofrecía, además, al villano más imponente creado hasta hoy en la literatura moderna.
La primera novela de Cormac McCarthy había visto la luz en 1965; se trataba de El guardián del vergel. El legendario Albert Erksine (antes editor del mismísimo Faulkner), había descubierto en su autor la llama del genio y decidido acompañarle y aconsejarle en su labor, lo que de hecho hizo hasta su jubilación. No fue el único en darse cuenta de que un nuevo grande se estaba forjando una carrera; el reconocimiento crítico no demoró en llegar y, de hecho, le consolidó como un autor, cuanto menos, muy interesante con la aparición de La oscuridad exterior e Hijo de Dios, sus siguientes libros, pero no hizo que ninguno de estos se vendiera bien. McCarthy, felizmente, había ganado varias becas importantes y gracias a ellas pudo seguir viviendo como lo hacía –le han llamado varias veces gregario solitario–, dedicándose a escribir cada vez con mayor solvencia sobre un territorio que ya pocos otros autores se atrevían a abordar como escenario. Suttre, que le tomaría casi veinte años de trabajo, coronaría la que podríamos denominar su primera etapa creativa, una en la que la sombra de Faulkner resulta evidente, si bien no decisiva, pues ya entonces destacaba la originalidad del estilo de McCarthy, cada vez más cercano a Peckinpah en el cine. No obstante, sería con Meridiano de sangre que determinaría el nuevo rumbo de su obra, con libros, sí, con mucho mayor éxito de ventas, pero sin hacerle perder el respaldo de la crítica más exigente, que más bien multiplicó para él los halagos, gracias a la más marcada originalidad y fuerza narrativa de que hizo gala.
La novela se construye sobre un argumento –recuérdese la generalización sobre el western– aparentemente sencillo, que evoca el instinto, la brutalidad. Los hechos se ambientan a mediados del siglo XIX, entre Estados Unidos y México. Seguimos al chaval, the kid, un adolescente que ha huido de casa de su padre y que, tras ciertas peripecias –entre las que cuenta su primer encuentro con el Juez Holden–, se une a la pandilla de Glanton (de la que el Juez forma parte) para exterminar indígenas, por cuyas cabelleras cobrará con el resto unos cuantos dólares. Emprende de ese modo una macabra aventura por bastos territorios, en primer lugar, como fuera dicho, a por indios, pero más tarde, sin que importe ya nada, arrasando con lo que se les cruce en el camino…, hasta que la misma pandilla se descompone, y el Juez, finalmente, acaba con todos.
En ello podemos reconocer los elementos básicos de toda la ficción de McCarthy, a los que se ajustan perfectamente los del western más extremo; algo así como: la vida, la muerte, y en medio, el desplazamiento: el hombre sobre el territorio, a través de su oficio. Pero dicha fórmula, enunciada tan simplemente, encierra en su sentido la clave para comprender la profundidad de la obra de McCarthy y el modo en que se sirve de sus personajes para reflejar la tragedia de todos los hombres.
Cabe subrayar que la propuesta del autor corresponde tanto al género referido como este mismo, en cuanto narrativa, a la tradición más clásica –a la que Cabrera Infante, por ejemplo, aludiera para describir la naturaleza de sus héroes–; debemos reconocer que es posible hallar esquemas similares en la obra de otros autores dedicados a otros géneros. Estos también, pero muy a su manera, abordan la tragedia del héroe ante las circunstancias, las fuerzas superiores que rigen su destino; es el caso de Philip Roth, que en su gran cruzada por la indignación, nos ofrece como elementos básicos de varios de sus libros, el impulso vital de sus “impulsivos” personajes, la muerte ante estos y, de por medio, afectando el tono y determinando la textura de la realidad que propone, un determinado oficio (en Pastoral americana, la peletería, en Me casé con un comunista, el propio oficio de escritor, en La mancha humana, la enseñanza y en El teatro de Sabbath, el de titiritero, por poner algunos ejemplos). Pero las comparaciones tienen un límite: En el caso de McCarthy, el único oficio es el sobrevivir en base a instinto, tesón y destreza con las armas, algo que precede y, como él mismo nos expone, va más allá de la cultura y cualquiera forma de desarrollo.
Lejos de la aparente sencillez de su trama, Meridiano de sangre representa una verdadera hazaña como respuesta a las dificultades que entraña la exposición del dilema por el absurdo de la vida y lo irremediable de la muerte, o de la fragilidad de la vida y el absurdo de la muerte, si se quiere, cuestiones que aborda desde la primera a su última página. No se trata de la única cuestión que nos propone McCarthy; entre muchísimas otras, nos dice a través de la violentísima realidad de su Meridiano, que en algún punto, el desarrollo, la cultura, ha perdido al hombre en el sentido de su vida, pues hace rato ha quedado satisfecho en lo básico, y ahora confirma su propia vida en la muerte ajena, en otra forma de pretendida trascendencia. El goce de la destrucción cobra un sentido profundo e impulsa el desarrollo de esta historia, como lo ha hecho con la de los momentos claves de la Universal… y la pandilla, digamos, resuelve la incertidumbre de todos los hombres avanzando, tanto sobre el paisaje como en su carrera por la muerte, encarnándola, para vivir.
Desde sus primeras páginas, Blood’s Meridian ofrece escenas de lo más violentas: batallas sangrientísimas, masacres, violaciones, torturas y un largo etcétera. Nada es gratuito. La poesía de su autor prende como la pólvora en varias de esas escenas y hace sus páginas electrizantes; en otros casos, se eleva al cabo de frías descripciones como el humo sobre los escombros, para grabar un recuerdo en las alturas de nuestro propio vértigo.
La destreza de los asesinos es admirable y McCarthy nos insta a reconocer en sus distintas manifestaciones la respuesta del hombre a la adversidad de los elementos, pues en la invención de McCarthy, los agrestes paisajes por los que la pandilla avanza representan mucho más que meros escenarios o inclusive símbolos de algo más profundo: son en sí mismos partícipes directos de la historia, determinando la tragedia del hombre que, no obstante, se empeña en dominarlos. El desierto, las rocas, el río y el sol desgranan su tiempo en ciclos cuyo control nos es ajeno, aunque mientras tanto la sangre fluya todavía caliente y nuestras pulsaciones se hagan cada vez más lentas; esa es nuestra perspectiva: aquellas son el aliento y la piel de lo que nos pervive, ante lo que nuestras pasiones resultan algo insignificante. Pese a ello, insistimos: la conquista a marcha de botas, disparos y la invención de palabras para denominar los objetos, es nuestra única respuesta.
Pero en este caso no hay lugar para héroes.
Veamos el caso de the kid. Mucho más que un instrumento narrativo o un simple guía para el desarrollo de aquel desplazamiento a que nos hemos referido ya, representa la posibilidad de lo humano o, si se quiere, lo humano latente, inmaduro en comparación a los demás –pocas veces es tan apropiado decirlo: plenamente endurecidos–, al que más podemos comprender por ser el menor del grupo y, por ende, el que más aprende del resto, junto con nosotros, lectores. Pero no cabe esperar de él otro tipo de orientación, a pesar de que él mismo pretenda, llegado un momento, cambiar su conducta. No, en lugar de ello, nos ofrece la evidencia de que, como humanos, en el Meridiano, hace rato es demasiado tarde. Seguir con la pandilla y sobrevivir, primero a la guerra y luego a la cacería de que será objeto; así va, así nos lleva; hasta que conocemos su lado más humano y lo vemos morir.
Ni qué decir del resto de la pandilla, cuyo líder, Glanton, es prácticamente la encarnación de la voluntad salvaje de vivir imponiendo su propia existencia a cambio de la de otros. Sin embargo, conviene aprovechar una magistral pincelada del propio McCarthy para hacernos una idea más clara de la profundidad del papel de todos ellos con respecto al conflicto entre la vida y la muerte, y su relación con el propio paisaje:
Jinetes espectrales, pálidos de polvo, anónimos bajo el calor almenado. Por encima de todo parecían ir totalmente a la ventura, primordiales, efímeros, desprovistos de todo orden. Seres surgidos de la roca absoluta y abocados al anonimato y alojados en sus propios espejismos para errar famélicos y condenaos y mudos…
Resultado por oposición a la cultura del resto de los hombres, y a la vez, paradójicamente, hombres primordiales, nuevos fundadores, en el terror. El destino de todos y cada uno está determinado por la propia destrucción que siembran, la que, no obstante, el Juez sobrepasa con la suya propia, ubicándose a sí mismo, por decirlo de algún modo, a otro nivel.
En la posibilidad de discutir sobre este personaje, mucho más allá incluso del escenario y la época de la novela en la que fue concebido (elevando consigo, sin embargo, lo elemental del western), radica buena parte de lo que le diferencia de casi cualquier otro personaje de ficción moderno. Las preguntas que provoca como símbolo en la historia completa de la humanidad (como historia de la destrucción) son en realidad muchas; implican en todo caso silencios profundos y reflexiones dolorosas para contestarlas. Así, quien ve en el Juez Holden la encarnación del mal, debe preguntarse si acaso su carácter no corresponde fielmente al de la naturaleza implacable al compás de los plazos humanos, o al de la propia humanidad voraz o al del instinto revolucionario de la propia vida. En ese mismo sentido, cabría cuestionarse sobre las insinuaciones a la posible inmortalidad del personaje. Y, más allá todavía, podríamos escoger entre otras cientos de posibilidades para continuar el análisis, la del Juez, no solamente como un hombre convencido del poder e importancia de la guerra (según él mismo habla de ella en un discurso cuya sola invención merecería a McCarthy un sitial de honor entre sus colegas), sino, una vez más, como la propia encarnación del espíritu que la promueve y desarrolla entre los hombres, equivalente a la que, como se nos insinúa también, se da bajo otras formas en la propia naturaleza, dando paso a nuevos ciclos.
Así, en parte de dicho discurso, dice Holden:
Imaginad dos hombres que se juegan sus propias vidas a las cartas. ¿Quién no ha oído una historia semejante? La carta más alta. Para un jugador así el universo entero no ha hecho más que arrastrarse hacia ese instante en que se sabrá si se va a morir a manos del otro o este a las de él. ¿Qué mejor ratificación podría existir de la valía de un hombre? Este realce del juego a su estado supremo no admite discusión alguna respecto de la idea de destino. La elección de un hombre sobre otro es una preferencia absoluta e irrevocable y es bien tonto quien crea que una decisión de ese calibre carece de autoridad o de significado. En los juegos donde lo que se apuesta es la aniquilación del vencido las decisiones están muy claras. El hombre que tiene en su mano tal disposición de naipes queda por ello mismo excluido de la existencia. Esta y no otra es la naturaleza de la guerra, cuya apuesta es a un tiempo el juego y la supremacía y la justificación. Vista así, la guerra es la forma más pura de adivinación. Es poner a prueba la voluntad de uno y la voluntad de otro dentro de esa voluntad más amplia que, por el hecho de vincularlos a ambos, se ve obligada a elegir. La guerra es el juego definitivo porque a la postre la guerra es un forzar la unidad de la existencia. La guerra es Dios.
Ahora bien, señalar que no sería descabellado pensar en este personaje como representación perfecta de la enfermedad en un mundo “orgánico”, sin cabida para lo sentimental, podría servir para concluir esta breve serie de ideas surgidas sin más de su comportamiento en la novela, pero resulta inevitable abordar, además, los aspectos transtextuales de su concepción, rindiendo tributo, nuevamente, a la obra de Faulkner, pero, sobre todo, a Moby Dick de Melville.
En efecto, el Juez es un gigante albino que no duda en exponerse desnudo ante los demás hombres de la pandilla Glanton, bajo el sol abrasador, auténtico lunar, que sobresale en el paisaje como una provocación a la búsqueda de otros depredadores. No pertenece a él, es, de todas formas, un hombre, pero no uno como los demás, y lo que lo hace tan distinguible le convierte también en un elemento más, uno que quizá obedezca por su cuenta a las mismas fuerzas que el viento y el río y el fuego. Encarna, las cualidades de un fenómeno extrahumano cuya medida, desde luego, es más fácil de explicar a partir de la violencia de una raza perdida o del impulso destructor de lo salvaje y asesino, en ambos casos, por supuesto, según la perspectiva del perseguidor o perseguido por él. En el caso particular de Meridiano, tenemos que a partir de determinado punto de la novela, será the kid quien huya de él, como si con ello lo hiciera también de su turno en la rueda tras haber dado muerte a otros, una vez más, como si el Juez no formara parte del grupo que debe rendirse a la suerte de dicha ruleta, sino a los elementos que ejecutan el destino que esta determina. En tal sentido, cobra especial relevancia la reconocida sabiduría del inmenso asesino, su capacidad intelectual superior a la de los demás, como si su descomunal fuerza física no fuera suficiente para destacarle del resto. No conocemos su origen, pero es seguro que sobrevivirá cuando los demás estén muertos…, para volver a “sus aguas”, una y mil veces más, las aguas de la muerte, representadas en el epílogo por el horizonte sembrado de montones de huesos de bisonte, los ecos, el olor a muerte.
Pero ¿llega a tanto la novela sin desprenderse de la piel del género, o es posible sostener que Blood’s meridian, a tales alturas, sin héroes, conserva todavía la pauta del western?
Aquella no es, desde luego, una cuestión fundamental, pero nos permite reconocer el modo en que McCarthy redondea su novela perfectamente, reforzando en la mente del lector cada una de sus terribles propuestas, seduciéndole para, en determinado momento –que anuncié previamente, abordaría–, provocar en él el estado de ánimo preciso y, finalmente, aplastarle bajo su propia debilidad. Así, en medio de la tremenda exposición de actos violentos o violentísimos, asistimos a un instante medular de la historia, uno en que the kid, en marcha solitaria, lejos de la pandilla Glanton, alcanza a ver a alguien en el camino, alguien que parece, está vivo y es muy probable que necesite ayuda. De pronto, en medio de las páginas, una luz. El chaval habla: anima a otro ser humano. Le ofrece agua, comida, su abrigo; traerá ayuda. Pero le habla a un cadáver, y su todo, nuestro todo, la voluntad, vemos, han sido nada. Es demasiado tarde. Considero que entonces el lector queda listo; su proceso, completo; ahora puede terminar su aventura, andar con el chaval que tampoco es más el mismo, al margen de los hombres, para reencontrarse con el resto de la pandilla y luego huir del Juez Holden; para, finalmente, ver la muerte desde la estela del paso de este.
Deshecha la esperanza, tenemos también la posibilidad del héroe y su negación. Sin omisiones. En franca batalla, como si tal fuera siempre el resultado de las cuentas con la realidad, que pocos westerns han mostrado. Del lado de la derrota, sin redención, ni nostalgias. Pero helo aquí, pura poesía…
Ya hemos aludido al estilo de McCarthy. Y, sin embargo, una y mil veces, lo eleva todo. Los arranques en tono profético no se justifican por la lógica de un plan de narrador solamente, sino por el impulso de una convicción que ha doblegado las palabras para rendir con ellas homenaje a la muerte. Creando vida a partir de la destrucción. McCarthy las hace volar, torcerse y morder, según lo requiere para recrear la visión de aquel último mundo, con el chaval y el Juez y Glanton y los demás, cada creatura suya…
Los carroñeros ocupaban los ángulos superiores de las casas con sus alas extendidas en posturas de exhortación como pequeños obispos oscuros.
Y, una vez más, aquí lo tenemos…
Es paradójico. Irónico también. Cuando uno acaba de leer Meridiano de sangre, puede llegar a decirse: “1985, ¿entonces acabó todo?” Pero celebramos la obra hoy, sin preguntarnos siquiera si esperamos algún western más, que no sea del mismo McCarthy.
Juan Pablo Torres Muñiz (Cusco, 1982), administra el blog Del tiempo y el río y Las impresiones de J. Hasta la fecha, ha publicado el libro de narrativa titulado 8 y la novela Asciende el rayo.