El presente texto, es un homenaje de su autor por el centenario de vida y poesía de Ida Vitale (1923-2023).
Por Luis Bravo
Crédito de la foto www.naiz.eus
El sonido resplandeciente de la lengua
Montevideana de nacimiento, mexicana por adopción de exilio (1974-1984), cosmopolita por elección cultural, Ida Vitale (1923) ha conformado una obra cuyo ejemplo es hoy una rareza. Lo es porque su poesía pone a brillar la lengua y, por tanto, sus libros desafían a un mercado en el que poco importa el arte mismo de la palabra.
En su formación gravitan dos españoles de la Generación del 98: la plasticidad intelectiva de Juan R. Jiménez, y “la poesía como palabra en el tiempo” de Antonio Machado. La máxima vita brevis ars longa, la precisión y el juego, la musicalidad y la hondura, hacen a sus tópicos y a los sugerentes matices de su estilo.
Fue la quinta escritora en recibir el premio Cervantes (2018) y, haciendo honor a su apellido, a sus 95 brindó una conferencia cuya frescura y donaire celebró toda la prensa española. Con Wisława Szymborska, premio Nobel 1996 y nacida en su mismo año, comparte la aproximación intimista a lo existencial, la síntesis elocuente del verso, y una obra tan contundente como breve. Si bien la polaca incursiona más directamente en lo histórico y lo político, en ambas prevalece la elegancia de la ironía por sobre el tono destemplado.
Sin prisa pero sin pausa, a lo largo de más de setenta años Vitale afirmó su voz con apenas una docena de poemarios, y un puñado de libros en prosa: los relatos barrocos de Donde vuela el camaleón; la observación de la naturaleza hecha invención literaria en De plantas y animales; el mundo fantástico de un personaje imaginario en El ABC de Byobu, y el mosaico de memorias, Shakespeare Palace. A esto se agregan sus trabajos de crítica y una destacada labor de traductora, especialmente del francés y el italiano, algunos de cuyos autores orbitan en su universo creativo: Jules Supervielle, los herméticos Eugenio Montale y Salvatore Quasimodo, la prosa surrealista de Benjamin Péret, el escritor y músico Boris Vian.
En su primer libro, La luz de esta memoria (1949) —extracto de un epígrafe de Lope de Vega— podía leerse por elevación el drama de la posguerra civil española: “a pesar de la sangre que procura/cubrir de noche oscura/ la luz d´esta memoria”. En Shakespeare Palace (2017) rememora cómo vivió en su entorno familiar aquella dura circunstancia: “cuando el mantel era sustituido por un gran mapa de España donde, en lo que primero creí un juego para adultos, unos elementos señalaban las posiciones de las fuerzas republicanas mientras se oían las informaciones de la radio, acotadas las más de las veces con murmullos desolados o silencios que yo me cuidaba de no interrumpir, ganada por el sentimiento de que aquello que causaba tanta tristeza iba muy en serio”.
Sus dos primeros libros se publicaron desde la confraternidad generacional, en la imprenta artesanal La Galatea, cita en la casa de José Pedro Díaz y la poeta Amanda Berenguer. En la recién fundada Facultad de Humanidades y Ciencias asistió a un curso dictado por el exiliado español José Bergamín (1895-1983), mentor de una camada juvenil que conformaría la uruguaya Generación del 45. En su homenaje entregó a la Caja de las Letras del Instituto Cervantes el manuscrito de Disparadero español. Crítica trashumante, que Bergamín le obsequiara en 1950.
A su generación la integran otras poetas destacadas: Amanda Berenguer (1921-2010), incesante experimentadora, incursionó en lo visual y en lo sonoro articulando así con poetas de los ochenta; Idea Vilariño (1920-2009) quien concentró su verso despojado en torno al desamor y a una fidelidad política; Orfila Bardesio (1922-2009) cultivadora de un singular erotismo místico. Entre esa pléyade, Vitale se consagró al rigor estético, dando singular batalla con la lengua, poema a poema. A cauta distancia de temáticas sociales y políticas —acuciantes en los 60— se dedicó a la alquimia entre lo lúcido y lo lúdico, entretejiendo líneas desde el barroco hasta las vanguardias. Al respecto, Michèle Ramond ha escrito que su poesía “busca en la ceniza y en el polvo donde ella cuece su obra, un principio de armonía (…) que vuelva a poner las cosas en un acuerdo y un equilibrio justos que imaginamos han sido rotos, pero cuya imagen finalmente ningún pasado nos la ofrece”. Acaso su clave sea haber asimilado la perdida batalla de todo mortal contra el tiempo, condensando la palabra a su favor.
Poco afecta a teorizar sobre su propio arte, en Poesía en la Residencia (2016) —incluye un CD con su lectura en vivo— declaró: “Forma es ritmo (…) blancos que sugieren pausas, la posibilidad de detenerse y pensar, o son simplemente un puente hacia algo que sea distinto”.
La razón de la sinrazón
La enrevesada formulación del amor con la que Cervantes parodia a su Quijote puede ser llevada al siempre vano intento de definir lo poético, cuya naturaleza es también inapresable en términos razonables.
En Jardín de Sílice (1980) según Helena Corbellini se “concita una belleza que acaba siendo el atavío de la muerte (…) un libro escrito con espinas”, ya desde la primera imagen: “Todo ortigas/ se obstinan cenizas jeroglíficas”. Igual brilla allí un dístico que sintetiza la ascética constancia con que la poeta lidia ante el fárrago mundano: “Quien se sienta a la orilla de las cosas/ resplandece de cosas sin orillas”. Se elije el margen de los grandes discursos para encontrar en ese pliegue de silencio el resplandor de la propia voz.
Sus estrategias compositivas reproducen la barroca tensión de opuestos. Pero se percibe en sus versos la calma clásica en medio de la corrosión, lo inaprensible (sueños/ lo imposible) junto a la voluntad de realización (constancia/ procura). Hay un detenerse en zonas transitorias y en detalles sutiles donde el movimiento de las imágenes admite varias lecturas: “Tú quieta, aunque/ el trapecio todavía se mueva/ y te delate”.
Un tema crucial es la dialéctica entre escritura y olvido: “La vida velocísima deja/ tras el zarpazo/ el desgarrón por donde gotea/ la constancia./ Luego vienen los argumentos del olvido”. En su indagatoria existencial, hechos, objetos y sujetos están atravesados por el inevitable ciclo de la temporalidad: “Transmutable semilla/ cuando la hermosura y la esperanza/ ensimismadas finen”. En la contrapartida exalta la maravilla vital: “Celebro el resplandor y el viento…/ Mido milagros/ y admito que toda la vida/ es su deuda.”.
Desde una clásica matriz elegíaca sus poemas se van despojando de toda queja previsible; si arroja miradas escépticas (“toda la vida una única/ árida playa vacía/ en la que no rompe/ la buscada/ la mágica ola”) también alienta respuestas vitales: “entonces, contra lo sordo/ te levantas en música/contra lo ardido, manas”. A medida que su escritura avanza en el tiempo, la levedad, lo aéreo y el juego se hacen más presentes condensando capas de sentido. Al respecto ella ha reflexionado: “cada poema podía ser una diáspora, estrella de sentidos posibles; yo podía disponer del derecho a establecer que lo verdadero era esto, lo otro y lo otro (“La dispersión y el límite”, 1982).
Texturas de la prosa
En Léxico de afinidades (1994) da paso por primera vez a una alternancia entre el verso y los poemas en prosa. La libre asociación y los juegos fónicos tejen texturas que imantan sin detenerse en la frontera de la significación. En “Cariópside” se explicita el alcance sensorial de ese reino de las plantas que tanto fascina a la autora, herencia cultural de la tía Ida, botánica de quien a la vez proviene su nombre: “silicua del alhelí/ silicua de bolsa de pastor,/ cápsula de dormidera,/ balausta del granado,/ fruto de la zarzamora,/ hesperidio partido del naranjo,/ baya de la belladona.// Palabras-frutos/ de la jugosa vida de la lengua”. Entre su prosa se cuentan los relatos de Donde vuela el camaleón (1996), título inspirado en una cita de Leonardo Da Vinci. La ironía y el humor intertextual dan libre cauce a reescrituras mitológicas, como la figura del Minotauro, o de escritores como Zenón de Elea, filósofo de las paradojas: “Zenón era un devoto del cero, que es lo que está más cerca del infinito”. Este libro de franco experimentalismo tiene cierto aire borgeano en los microrrelatos de corte fantástico pero no ha sido reeditado ni incluido en otras compilaciones hasta el presente. Desde estos entramados conceptuales y lingüísticos se comprende la referencia que en su conferencia del pasado 23 de abril la autora dirigió al Cervantes autor de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, novela bizantina en la que el personaje Periandro dice: “la salsa de los cuentos es la propiedad del lenguaje en cualquier cosa que se diga”, a lo que Vitale agregó el comentario personal: “Todavía me felicito por haberme interesado más que en las aventuras, en el lenguaje en que me eran contadas”.
En La voz cantante, al cierre de Procura de lo imposible (1998) emergen quince prosas numeradas en las que el frenesí de la lengua («se alzó gótico, barroco») se libera: “El Yo y el acto del Yo (…) jugaban al volante la clave de la vida, insatisfechos volaban, entre la realidad y el deseo”. Con citas mitológicas, científicas y esotéricas, como tesoros escondidos entre un bosque de enigmas a descubrir, esos relatos parecen remontarse por momentos a lo más primigenio para renacer purificados (“Ay, un Fénix que no sea fenicio”), o para señalar una fuga de canto lírico: “Con el pie en el estribo, a renacer como si se tratase de la pájara vida”.
Adviertan los lectores que Ida Vitale ofrece una escritura donde la hondura reflexiva se vuelve ligera desde la gracia musical de su arte en verso o en prosa. Si su léxico se presenta por momentos exigente, a la vez incluye rasgos del mejor humor literario. La constante referencia al devenir de la palabra y de la existencia en paralelo, guarda siempre una distancia precautoria para no dramatizar ni establecer juicios categóricos, manteniendo una vigilante lucidez ante el declive inevitable de los seres y de las cosas. Aurelio Major, editor de Poesía Reunida (1949-2015), cita al cierre de su nota introductoria una reflexión de la poeta que bien puede dejar en vilo al futuro lector: “la poesía busca sacar de su abismo ciertas palabras que puedan constituir el tejido de cicatrización tras el que todos andamos sin saberlo”.
Soltar el mirlo o el ala alquímica
La correspondencia entre la presencia canora de las aves y el hacer poético conforma a lo largo de su obra todo un universo de analogías entre lo que vuela y lo que canta. En el ala alquímica de esa poética ocurre una búsqueda que propicia el ingreso a vías espirituales en las que, sin proponerse lo visionario ni la trascendencia mística, la sonoridad alada de las aves y de las palabras alcanza sus epifanías.
Focalizaré algunos ejemplos ilustrativos de Procura de lo imposible, de Mella y Criba (2010), y de Mínimas de Aguanieve (2015), más una coda agregada sobre el más reciente libro, Tiempo sin claves (2021).
En los títulos Jardín de Sílice (1980), Sueños de la constancia (1984), Procura de lo imposible (1998) y Reducción del infinito (2002) se conjugan pasajes de ida y vuelta entre lo visible y lo abstracto, entre lo invisible y lo concreto, entre materia y espíritu. Así, las láminas vegetales del jardín adoptan la textura mineral del silicio; así en lo inasible (sueños/ lo imposible/el infinito) irrumpe la voluntad de solidificación en la constancia/ la procura/ la reducción. En la tensión interna de esos sintagmas acontecen las transmutaciones propias de la vía alquímica en una poética de gozosa sonoridad. En esa vía la voz y la música, el canto y la etología de las aves juegan entre sí en lúdicos fraseos; convocan un lenguaje en el que, como en toda alquimia, los cambios de estado de la materia se suceden. En ese acontecer, sorprenden con su magia verbal, sanan en el fuero interno o se sostienen como esculturas con indeleble belleza.
En “arder, callar” (PdlI) un ars poética concluye: “¡Cómo ser más cuando lo menos reina!/ Guarda en la mano entonces/ —talismán, filacterias—,/ no un canto rodado: un canto quieto/ donde encender el alma” (P. R 230).
Establecida la fijación de la palabra en la escritura como “canto quieto”, se invita a la mano que escribe a guardar como talismán (inscripción sagrada y protectora) no “un canto rodado” —esa piedra tallada por el mar del tiempo— sino en palabras pasibles de encender el canto. He allí lo que va de la letra a la voz, cuando la palabra libera esa luz llamada “alma”, “principio que da forma y organiza el dinamismo sensitivo e intelectual de la vida” (RAE), sustancia que en el dístico final se enciende para cantar.
El concierto del sinsonte
La primera sección de Procura de lo imposible, “Soltar el mirlo” es expresión de un modismo francés que significa «empezar la charla». A la vez, si el mirlo aprende a imitar sonidos, incluida la voz humana, ésta por su parte, aspira al canto natural de los pájaros. El motivo de las formas aladas del canto es sustancial al libro que da comienzo con la “Serie del sinsonte”. El primer poema de la misma (I-IV) utiliza recursos versales que representan lo polifónico del canto del ave, ave que, según la voz centzuntli, del náhuatl, significa el “que tiene cuatrocientas voces” (RAE). Dice el texto I: “Iridescente en lo más alto de su canto/ entre dos luces libre celebra, labra/ un elíseo de música en un árbol,// el pájaro burlón, el sinsonte de marzo” (PR 185).
El sinestésico canto iridiscente del ave en su máxima performance ocurre en el escenario del ocaso, entre las luces del día y de la noche, el twilight de los ingleses: “entre dos luces libre celebra, labra”. La aliteración (lu/li/le/la) silabea una tonada y las variantes ibre/ebra/abra matizan la consonancia; “un elíseo de música” invoca la redención pagana a la que el sinsonte conduce a quien escucha su concierto. En la segunda estrofa en su cualidad de mimo[i] el ave se suma a la nocturnidad: “Por la noche sumó nuestros silencios (…) entonces como un delfín del aire/ hace su prestidigitación de amanecida”. La imagen del delfín se vincula a la heráldica: “Delfín pasmado, que tiene la boca abierta y sin lengua” (RAE). En la tercera estrofa otra aliteración en “a” reproduce el efecto de nota alta mientras el ave asciende veloz: “Va hacia arriba con dicha de ráfaga”. En los versos siguientes la policromía canora contrasta con el cuerpo pequeño de plumaje en tonos neutros: “pero regresa siempre a lo discreto/ al negro, al blanco, al gris en que se esconde”. Es como si el ave reconociera los límites de su propia naturaleza para volver a su refugio silente, así como el buen poeta sabe medir los alcances de su oficio. La estrofa de cierre reúne la analogía entre el cantar del ave y el más íntimo decirse del poeta: “Él delira sensato en su fragmento./ Tan perfecto este diálogo, este lento/ juego de acompañarse y no entenderse a solas cada uno con su sueño” (PR, 185). El sintagma barroco “delirio sensato” subraya la tensión imaginativa de la lengua, mientras el “juego de acompañarse y no entenderse” es el rebase del entendimiento de quien sueña hacer música con las palabras, tal y como lo soñara alguna vez el mismo Mallarmé.
Todo indica que al sinsonte norteño Ida Vitale lo pudo oír en México —donde junto a su marido, el poeta Enrique Fierro, vivieron exiliados entre 1974-1984—. Oigamos la estrofa final de la “Serie” (IV): “Dice el sinsonte a cada nota:/ jilguero, petirrojo, clarín, mirlo/ y para que no olvide aquel perfecto / blanco sobre lo blanco de la espuma, /hace un silencio donde vuela, /sol y sal solos, la gaviota” (PR 187). Entre el prodigioso vocerío del pequeño pájaro norteño se perciben imposibles sonidos de aves de su tierra natal: el concierto del ave convoca así la memoria sonora de la poeta, recuperando así su identidad cono-sureña, en pleno exilio. La metonimia de la gaviota (“blanco sobre lo blanco de la espuma”) dibuja un paisaje marítimo justo en la nota de silencio del sinsonte. Allí hace su aparición, desde la visión o la memoria, la gaviota típica de las costas uruguayas (“sol y sal”) para un “perfecto” remate entre audición y evocación del paisaje. En otras palabras: en el íntimo concierto la escucha del canto transforma las variantes sonoras que la pájara-musa[ii] entona, en cantos y presencia de aves de su lejana tierra. El vínculo emotivo de la autora con las gaviotas se confirma en De plantas y animales (194): “Habiendo nacido y crecido a orillas del mar (…) las gaviotas fueron, junto con los casi universales gorriones, las criaturas aladas más familiares en mi vida”.
El ala alquímica
La cualidad ´clásica´ de la obra de Vitale se inscribe en una gnosis de “lo resistente”, en sentido lezamiano: “Sólo lo difícil es estimulante; sólo la resistencia que nos reta es capaz de enarcar, suscitar y mantener nuestra potencia de conocimiento” (Lezama Lima 5). Un ejemplo sutil del tráfico alquímico entre el jardín terrestre y el celestial ocurre en un poema que evoca la puesta en voz de una lectura en vivo de un poeta nipón, “Escucho a Mutsuo Takahashi”: “Bajo casias y ceibas y cedrones,/ entre el ratán y el romerón,/ en el jardín terrestre,/ dice el poeta japonés la vía/ por la que vamos a otro jardín/ más alto// Sube —un vapor— su voz al cielo./ Del canto de los pájaros/ cae,/como verdad absorta, el piar de las horas” (PR 75).
Con el manto vegetal elevado al jardín paradisíaco, con la voz del poeta exhalada como un vapor mezclándose con el canto descendente de las aves, se asiste al encuentro de lo bajo con lo alto, y de lo alto con lo bajo. En la animación final del “piar de las horas” se sucede el pasaje iniciático de estados: de la materia sonora a lo volátil de la temporalidad. A la vez, sonido y tiempo se funden en música contemplada y absorta. Al respecto de “música contemplada” en el poema “Lectura” (PdlI) se asiste a una ascensión en sílabas aladas y silbos de alcance espiritual, cito: “Al silbo de las sílabas subía/ de siete en siete vuelos/ hasta alcanzar un cielo/ de sílaba serena,/ que esconde lo que sabe que te espera,/ la sílaba no sierpe/ en donde el alma siempre/ se concierne” (PR 232). En la melodiosa alternancia de endecasílabos y heptasílabos, y en el ascenso de sílabas en virtud del arte verbal, resuenan la pitagórica matemática sideral y la neoplatónica música primera, convocadas por Fray Luis de León (1527-1591) en “Oda a Francisco de Salinas”. La homófona sílaba (si/ci) sirve como escala de “siete en siete vuelos”. En una de sus significaciones posibles el número siete refiere a “las siete notas de la gama diatónica (que) revelan el septenario como un regulador de las vibraciones, que para muchas tradiciones primitivas constituye la esencia de la materia”, según Chevalier y Gheerbrant (942). La platónica unidad originaria del alma es restituida gracias a los sonidos de la música, según canta Fray Luis, cito: “A cuyo son divino/ el alma, que en olvido está sumida,/ torna a cobrar el tino/ y memoria perdida/ de su origen primera esclarecida”. En el poema de Vitale la íntima memoria halla su correlación en la “sílaba serena” que conduce a “donde el alma siempre/ se concierne”.
Otra vía de consumación espiritual a través del canto acontece en un díptico de la sección “Va de pájaros” (Mínimas de Aguanieve) esta vez con emotiva sencillez franciscana: “Con el trino de un pájaro/ vuelven dos a ser uno” (PR 27).
Desconsuelo de elegía
El último libro de Ida Vitale, Tiempo sin claves (2021) halla la clave del título en el poema final “Sin el nombre del pájaro”. Sin nombre falta identidad y allí oímos dos lamentos: el desolado piar de un ave que anticipa la luz del relámpago y el consecutivo “rodar poderoso” del trueno, así como el de la voz lírica que da cuenta de la soledad de ese piar, sin contención piadosa que lo ampare. Un canto triste: “como de ser sin alma/ o con más alma de la conveniente”, comparación análoga al cantar solitario de la poesía, acaso aún más sola en este tiempo de miedo y escasas armonías desde el cual Vitale ha dado lírico testimonio de este “tiempo sin claves”.
Alquimia Vitale
Muchos de sus poemas reflexionan desde sí sobre la palabra como fenómeno. La serie “Parvo reino” (Sueños de la constancia, 1984) acecha el tema con miradas y sonoridades tan acompasadas como inauditas. Iré citando y comentando como en una clase peripatética, aunque sin el ceñudo consentimiento aristotélico.
I
“PALABRAS:
palacios vacíos,
ciudad adormilada.
¿Antes de qué cuchillo
llegará el trueno
—la inundación después—
que las despierte?[iii]” (p.293)
La naturaleza encabritada —lejano eco de la tormenta (sturm) y su impulso (drang)— parece despertar a la ciudad abstracta de los signos escritos. Como en un ocaso o un amanecer de William Turner. Acaso sea el grave pero fugaz trueno, o el dorado relámpago de la voz, arrimando al oído interno los enigmas de largas resonancias, antes que el monocorde batallar del diluvio lo cubra todo.
II
“Vocablos,
vocaciones errantes,
estrellas que iluminan
antes de haber nacido
o escombros de prodigios ajenos.
Flota su polvo eterno,
¿Cómo ser su agua madre,
todavía una llaga
en que se detuviera
pasar de yermo
a escalio
con su abono celeste?” (p.293).
La errancia estelar, estado de gracia previo al big bang, es la imposible escucha de una voz que, sin embargo, como polvillo (in)visible, acontece. Esa voz se pregunta, cada vez: ¿cómo convocar (sin toga de invocación) el tráfico de aguas del arriba y del abajo? ¿cómo hacer del páramo del fárrago urbano “abono celeste”? ¿cómo a fuerza de vocación y paciencia, remover al pie de esta orilla en ruinas, los milenarios escombros de millones de versículos para dar con una semillita, o con un deleuziano rizoma que (de)cante renovado?
III
“A veces las palabras
entran en un acorde,
las cascadas ascienden,
rota la ley de gravedad.
Luna muy poderosa,
la poesía acoge desoladas mareas
y las levanta donde puedan
arriesgarse hacia el cielo.” (p.294).
Ese cosmos de aguas aéreas goza y celebra la lengua como un acorde que el aire rasga y alegra. La luna, satélite que rige la marea de poemas, recibe la desolada quimera de palabras vaciadas; las enarbola desafiando ignotos asuntos terrenales, o siderales, da lo mismo. Si no se oyen cánticos el acorde cuántico acontece, obvio que de manera no lineal. Desdice de las leyes de la física de Newton, de la marmórea quietud de las mareas clásicas. O en su parvo cosmos de palabrejas, a contracorriente de aparentes leyes naturales, el poema alza su tenaz alita alquímica[iv]. Y en su voz, lunática, arriesga otro cielo.
IV
“Campo de la fractura,
halo sin centro:
palabras,
promesas, porción, premio.
Disuelto el pasado,
sin apoyo el presente,
desmenuzado
el futuro inconcebible.” (294)
Golpe de timón, cambio de rumbo, territorialización. Perdida el aura y su halo. El hato desganado, el útil (ab)uso del abcdario puede, cómo no, cuajar en falso laurel. Se escribe sobre una nada, se garabatea en la deriva de lo incierto, se chapotea en la disolución. Se viste el frac raído de la fractura, se escriben retóricas frente al espejo.
V
“Prosa de prisa
para
servir como de broza,
prosa sin brasa,
de bruces sobre
la página,
ya no viento,
brisa apenas.
Temer su turbulencia
como el bote arriesgado
quien no nada.” (294)
En el cierre el poema abre la paradoja. Los juegos homofónicos (prosa/prisa//broza/brasa/brisa) ocupan la página a modo de follaje, de cosa inútil y bellamente sonora pero “dicha” por escrito. Acaso no haya más que música por decir. Pero ojo, igual así, donde menos se espere, cuando ya no parezca, en este reino sin coronas puede estremecer la quietud. Si entras en la mar del poema, lector/a, será mejor que allí donde creas que las palabras no te dicen nada, acaso alguna pista despistada te desafíe a nadar en el archipiélago de los sentidos, y, por azar o esmero, o acaso por maravilla como hubo el Infante Arnaldos a orillas de la mar, alguna nave o clave escondida, se encienda.
En la sección “Tropelía” del libro Procura de lo imposible (1998) otros poemas (“El día, un laberinto”; “La grieta en el aire”; “Apenas concierto”) hablan de las limitaciones materiales que hacen harto difícil el oficio de transmutación en este reino orillero. Otro poema igualmente titulado “Parvo reino” (único y significativo título repetido en toda su obra) vuelve a este asunto tan actual del escaso reino de poesía —algunos lo sienten en desaparición, a pesar de su “proliferancia”, o por esta misma—. Así dice:
Parvo reino
No basta el pájaro que
silba en la defensa de su rama
ni el arcoíris mínimo,
la cola de pavo real del riego.
No basta un libro,
el silencio donde se logra
transmutar algo en oro
o esto que agobia
casi pensamiento.
Tu indolencia tiene la edad
de unas páginas inconclusas
y ése es todo tu reino. (p. 211)
Es insuficiente el silbo del pobre pájaro-poeta, que igual se sostiene dignamente en su rama. No es como el canto del sinsonte que se oye la serie ya referida de ese mismo libro: “Canta eterno el sinsonte en el árbol/ y es rocío que el sueño refresca” (p.186). Quien escribe libros, alquimista verbal que transmuta el silencio en algún tipo de oro, es sólo un hacedor de “casi pensamiento”, siendo menos que filósofo. En cuanto a que “no basta un libro…”, esa insuficiencia contrasta con el poema “Libro” (de Mella y criba, 2010). En éste vence la obstinación de la lengua, y el don de las voces da para resistir: “Una frase fugaz y cobro glorias/ de ayer para los días taciturnos” (p. 75).
La luz filosófica de las paradojas y sus filosas contradicciones, a veces dentro de un mismo libro, hacen a la cualidad alquímica de esta poética que “es a conciencia de una ambivalencia (…) excitada, activa y dinámica”, según Gastón Bachelard[v] (94), a quien Vitale no sólo ha sabido traducir de idioma, sino materializar en su fenomenología.
La hoy centenaria poeta, cumplidos los 100 el próximo pasado 2 de noviembre, ha cultivado una poética que atraviesa luz y oscuridad, que pule matices y fuga por aristas sutiles de los dogmas religiosos y políticos. Una escritura en la que los hallazgos no cristalizan en el logos de la certidumbre.
Una poética de contención que, sin embargo, arroja exultantes voces como en esta “Reunión”, de Oidor andante (1972):
“Erase un bosque de palabras
una emboscada lluvia de palabras,
una vociferante o tácita
convención de palabras,
un musgo delicioso susurrante,
un estrépito tenue, un oral arcoíris
de posibles oh leves leves disidencias leves,
érase el pro y el contra,
el sí y el no,
multiplicados árboles
con voz en cada una de sus hojas.
Ya nunca más, diríase, el silencio.” (p. 392).
Volviendo a la sección Parvo Reino, en “Justicia”, con el fino estilete de su ironía, la poeta se pregunta sobre el magro alcance del propio oficio:
“Duerme el aldeano en un colchón de heno.
El pescador de esponjas descansa
sobre su mullidísima cosecha.
¿Dormirás tú, en lenta flotación, sobre papel escrito?” (p.295-96)
Con todos sus sentidos bien despiertos a los cien años, y a su leve silueta merodeando entre flores y cantos de pájaros, podemos responderle que sí, Ida, aún se respira en el aire parvo del parvo reino. Esto gracias a la alquimia apalabrada que en tu jardín verbal se nos ofrece.
Bibliografía consultada
Chevalier, Jean y Alain Gheerbrant. Diccionario de símbolos. Trad. Manuel Silvar y Arturo Rodríguez. Séptima edición. Barcelona: Herder, 2003.
De León, Fray Luis. Poesías. Buenos Aires: Losada, 1979.
“El Cenzontle”. Hablemos de aves. Internet. 31. enero 2020 https://hablemosdeaves.com/cenzontle/
Lezama Lima, José. La expresión americana. La Habana: Letras Cubanas, 2010.
Vitale, Ida. Poesía Reunida. Edición de Aurelio Major. Montevideo: Tusquets, 2017.
————. De plantas y animales. Acercamientos Literarios. Montevideo: Estuario editora, 2019.
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[i] El Cenzontle del norte es conocido por su capacidad de imitar, según lo dice el nombre científico, Mimus Polyglottos (mimo de muchas lenguas), descrito por Linneo en Systema Naturæ (1758). “El Cenzontle”. Hablemos de aves. Internet. 31. enero 2020. https://hablemosdeaves.com/cenzontle/
[ii] “A las musas en el sentido alquímico se las toma por las partes volátiles que giran y bailan alrededor de Apolo, la parte ígnea y fija, hacia donde tiende el volátil y en donde finalmente se fija como en un imán. Por eso se las llama inspiradoras de todas las artes, pues la reunión del fijo y el volátil es el arte verdadero de donde surgen todos las demás.” Vert, Lluïsa. “Una explicación hermética…”. Arsgravis, arte y simbolismo: https://www.arsgravis.com/fray-luis-de-leon-y-su-oda-a-francisco-de-salinas/
[iii] Todas las citas de poemas provienen de: Vitale, Ida, Poesía Reunida. Montevideo: Tusquets Editores/Planeta, 2017.
[iv] Bravo, Luis. “El ala alquímica del canto”. En Ida Vitale, la escritura como morada. Coordinadora María J. Bruña Bragado. Sevilla: Editorial Universidad de Sevilla, 2021 (p.p. 79-88).
[v] Bachelard, G., La intuición del instante. México: F.C.E., 1999.