Por Francisco Layna Ranz*
Crédito de la foto el autor
El silencio del caracol.
9 poemas de Francisco Layna Ranz
NOTORIOS LOS CUERVOS ENTRE LAS TUMBAS
Notorios los cuervos entre las tumbas.
Les incomoda mi presencia, como a ella. Graznan con saña, dejando en el aire un charco de sangre, Japón en su bandera, cuatro cirios encendidos que iluminan, apenas, un sombrero color cinabrio,
de niña pequeña sobre la mesa de palo rosa.
Algún cirio y también encendido en estas laudas,
David and Carrie B. Nichols, born Oct 8, 1854, died Sept 24, 1855.
Gemelos, muertos el mismo día, a un año del nacimiento.
Los cuervos recuerdan, y saben a quién dañar, tiempo después.
Trío de cuerda, desde el principio del poema.
El lienzo dice que es dulce enhebrando agujas, pero la letra y su espíritu (san Jerónimo en mi auxilio) anuncian acíbar en su córnea. Hilandera con daga y bandeja en las manos.
Graznan como si fueran la salpicadura de un sacrificio, atávicos, sabios, negros.
No sé cómo decirlo,
tal vez el aire en sus momentos, la broza que me llevó hasta los nombres: David y Carrie. ¿Para qué nacer?
Dios no existe y yo quiero volver a fumar. Siempre me sucede en las vísperas del parapeto.
Los cuervos van en procesión y se saben certeros.
¿Alguien conmigo?
Un almohadón, por ejemplo, fuera de su sitio, sucio, en mitad de una vasta serranía.
El ataúd, los líquenes, a lo lejos un carrillón…
Ortigas en la cuna y púas en los jadeos. Un año de vida, seguramente un incendio en la alcoba de los niños (no quiero pensar en atrocidades).
Tengo una enemiga atroz de la que me gustaría hablar a los cuervos.
Ya no me quedan mejillas, aquí, antes, en la casa tuya en la que siempre, ineluctable, caigo enfermo (mi esposa Marta sabe bien de lo que hablo).
Tú que ahora estás muerta, dime madre mía: ¿Por qué murieron aquellos niños? Si Dios existiera me los dejaría ver. Y tal vez a ti con ellos.
Los cuervos, los cuervos …. Cruzan como clérigos. Si yo pudiera iría con ellos y les diría: asustemos con nuestras plumas a los borrachos.
Me dices, ya en la cocina, cucharas, barreños, el pan: ten calma, hazlo por mí, lo más prudente dejar que la lumbre continúe en el fuego.
¡Si yo pudiera reconocer su odio como un hijo en buena guerra!
Quizá afirme yo en exceso, contemporice poco.
Cualquiera sabe, por otra parte, que la cortesía a veces es indiferencia…
Ella cree, sin duda, que soy arrogante incluso cuando estoy ahorcado en la encina. Charol en vez de mandrágora.
Cruzan como clérigos. Si yo pudiera iría con ellos y les diría: asustemos, al menos un poco, a los borrachos.
¡Qué cruz esta tendencia a pensarme convicto, como la luna de la marea!
Hablo, para entendernos, de niños muertos, odios, cuervos…
BAJAMOS HASTA SHARON
Bajamos hasta Sharon, donde en 1823 Joseph Smith recibió la visita del ángel Moroni.
Allí la dejamos en un campamento de nombre inusual.
No se queda contenta. Evita el llanto. Le comento que hay nenúfares en uno de los lagos. Y sanguijuelas, me contesta.
La choza de otros veranos. Cuatro leños, camastros, un vano cruzado por telas ya sin arañas.
Evita los ojos.
En la trampilla de entrada un aviso contra garrapatas.
Y nombres, muchos nombres de chiquillas, casi seguro ninguno con buril.
Camp Downer. ¿Verdad que inusual?
De regreso, Marta y yo hablamos de lo bueno que es para ella. Aprende a hacerse. Aprendizaje, sin duda, sí.
Valerse, que decía la madre de Lázaro. Por aquí este nombre gustará. Por aquí los nombres son de mucho decir, de campo de maíz verde, almidón en la toca y trenza pudenda.
Aprende a hacerse. Porque se hace al decidir que se necesita hacer. Incluso cuando no hace nada. Haga lo que haga, aprende. Ahora no, pero dentro de unos años. Entonces valorará.
Estamos de acuerdo en el camino de regreso, cuando se suele dar vueltas y más vueltas a lo hecho.
Iza la bandera americana, himno, héroes y dioses del día, café de puchero y cebolla en lugar de azúcar. Imposible sin embargo en nuestra casa.
Nos gusta porque los niños parecen tranquilos.
Nos gusta porque calzan barato y hay en el suelo barro de otros siglos.
En las dos horas de camino firmamos que la educación es un ir volviendo con su asiento vacío. Cruzar puentes a ser posible sin toros de piedra.
Los nubarrones eran de veras: diluvia.
Callamos los dos como escaleras sin final. En el arcén el agua avasalla. Las orillas de este río son de papel y apenas hacen arena de los truenos.
Iza la bandera y en el fuego no ve los caballos que ven los demás.
Bethel es un pueblo cercano, hebraísmo que significa morada de Dios.
Lo digo porque sé que mis palabras me hieren,
no es torrente sin álveo, una tromba de agua con las aldabas afiladas.
Es un gota a gota, constante como segundero eterno, que colma la paciencia de los mares.
La perla, fuera de la concha alcanza el valor.
El melocotón, veneno en Oriente, es por aquí la boca perdida en su carne.
Son ejemplos de la necesidad de la distancia.
Lo que está fuera de lugar, sea horario, idioma, camisa … Nada que nos verifique lo que éramos. El ámbito y la identidad son de la misma calaña.
De ahí lo saludable de este silencio.
Diría que amaina.
Infringir las leyes de la naturaleza, la terra inviolata, la radical fractura entre orillas. Escribió Horacio (Odas I, 3): En vano la divinidad providente separó las tierras,
barcas impías atraviesan los océanos que no debieron tocar.
Claro, todo esto en el camino de regreso, cuando la tormenta nos permite un paso
entre sus barrancos.
FRAY LUIS TENÍA UN HUERTO
Fray Luis tenía un huerto.
Juan Larrea lo visitó y escribió, daga en la tráquea del alma, una versión para después del aguacero.
Papel y lápiz, apunta: berzas, tomates, remolacha, guisantes lágrima… Un níspero, un naranjo de jardín y dos mimosas para la sombra.
En las tapias buganvillas y un emparrado de bobal y moscatel (en esto veo, Meliba, la grandeza de Dios). Berzas, zanahorias, pimientos morrones, tirabeques…
¿Por qué el Señor rechazó los frutos del primer hortelano y miró, por contra, con agrado a Abel y sus ofrendas?
¿Carnívora voracidad? ¿Por qué hacer de menos a alguien, más todavía cuando para ti esmera su huerto?
¿No es este menosprecio origen de todo lo que subsigue, desde Set, Enós y Cainán hasta la última ovada, el paritorio caliente, el sietemesino de hace un instante?
Sobre el tomate sal, Maldon, Guérande, Oshima, Halen Môn, del Himalaya,
mejor si es la del pacto perpetuo con las tribus de Israel, o la sal de la tierra con que se sazona en el ara el sacrificio a Dios. Fuego sin yesca en la vid seca: la mesa de la sangre ofrecida.
El sol veterotestamentario, el que dicen de justicia, parece que pidiera óleo santo sobre la escarola, vinagre de sidra y pimienta de cayena, almuerzo del que siembra.
Luego llegan mal dadas, la condena al perezoso, suicida espiritual que descuida el huerto de su alma.
Si no hay poda, riego, injerto, el sacrificio de la cruz es inútil. De la inmolación al gesto hay un todo un mundo de pecadores, y una eternidad entera mal interpretada.
Insistencia posterior: los ángeles indecisos del Dante. Ni rebeldes fueron, ni a Dios fieles, sino para sí solos. Enfermos de pereza, malos jardineros. La egolatría del acedo en las llamas del averno.
¡Qué obsesión enfermiza por el castigo!
Regar el huerto a veces tiene significación obscena. Querida: el amor siempre tuvo a mano los vegetales más tiernos.
KAFKA HA VENIDO A VERME
Kafka ha venido a verme.
Trajo bombones de licor, sardinas y una carta de su padre.
Paseo yo ahora por el cementerio civil con los bolsillos en las manos.
Peonías y jaras
en las trenzas
en las venas
en los músculos del aura.
De niños nos asustaban: María, María, dame la asadura que era mía.
Canta el pescador de perlas para el alivio de mi madre
(arde en el pebetero el esperma de un delfín).
No tengo más tiempo que perder: con el poema y los pies por delante.
En este cementerio Kafka no descansa. Si sus obras hubieran ardido, hoy habría, entre las pavesas, resina y glucosa de lumbre.
(de Y una sospecha, como un dedo)
DICEN LOS DECIRES QUE TIENEN ALIENTO
Dicen los decires que tienen aliento. No se diferencian en eso de los venados en diciembre.
Las almas solo tienen presente.
¿Y en el más acá? ¿Quién se evapora entre los imperceptibles hilos de lo más cercano?
No es fácil entender la palabra vez. Los números es lo de menos.
Y si la ocasión la pintan calva ¿por qué se nos va por un pelo la oportunidad de poner culpas a remojo, y las sílabas que las pronuncian, y el afán de vivir en detrimento de la vida misma?
Líbranos del mal, y a su vez de la miel, amén. Lo mismo tendríamos que decir de los girasoles.
Fascinantes, adornan la luz cuando parece andar buscando alianzas.
También el olor de las mandarinas, y los sonidos, claro, todos los sonidos del mundo. Desconfío que tengan tacto cuando vagan en pena, jirones en la atmósfera. Tocar es solo para los que abren las puertas cuando entran. ¿Conocerán los pronombres? ¿Y la desidia o la enmienda?
Se da por sabido el silencio del caracol.
Líbranos del mal, y a su vez de la piel de nuestros hijos…
Uno va al médico porque teme que los demás le desconozcan. Si en ellas el recuerdo igualmente es coto privado, seguiré siendo Francisco Layna, aunque en el humo esconda los aledaños de mis manos. Recordaré pantalones, la enfermedad que me postró, la envidia poco o nada explicada, aquel almuerzo en que la estufa era suficiente…
Puedo caminar y escucho los motores y las voces de los niños.
Los desagües son necesarios, y el acuerdo ante los difuntos. La mutualidad de lo que dejó de existir. Si yo no tuviera necesidades, podría ser feliz incluso sin corazón.
¡Qué diferente entonces la vida!
Tan sencilla o más que una cuchara, unas tijeras, la quietud en un lunes sin pájaros.
Las almas no tienen otro espacio que el inmediato, y yo quiero, sin embargo, que mañana vengan a verme amigos y la comida sea el pronóstico de la paz.
El día en dirección a lo que Marta representa. Limón en el té, y su mano en la nuca nerviosa.
Cualquier palabra, por tanto, es sinónimo de lo que no tiene nombre.
Y estamos vivos, que conste que estamos vivos.
¿No podré aventurar ningún intento de seguir bebiendo? ¿Es posible de veras que se pierda para siempre el agua?
Mirémosla, señora mía, mientras dure, que luego nos llamarán sin nombrarnos.
Nunca se nos debería separar de la noción de esperanza, que los días se sucedan ajenos a la eternidad, si al menos el juez es justo con los vivos y con los muertos.
Agustín de Hipona lo confesó: “Aquel tiempo fue mucho tiempo mientras fue presente”. Dice el verso que ahora pretendo: no sea el lapso adversario de ninguno de los que nos decimos nosotros.
Líbranos entonces del mal, premiados por el amor inmenso, incluso en el error que fuimos.
ALGUNOS NO TIENEN LENGUA, LA CIGÜEÑA, POR EJEMPLO
Algunos no tienen lengua, la cigüeña por ejemplo, y esa es la razón de que le falte
el canto y la voz.
Las cigarras no tienen boca ni orejas las tortugas. Yo no tengo palabras que describan bien la anomalía, desde el calandrajo de mis pantalones hasta la consecución del deseo.
Al lado mismo de la higuera los manteles tendidos. Puedes verlos, solamente un poco de atención es necesario. Suspendidos a merced de cualquier secreto.
El amor tal vez que se soñó cuando ya amanecía con tibieza y flojedad.
Las tinieblas cubrían en los tiempos primeros la superficie del abismo. Latría a la nada, supongo.
Luego fueron creados los desesperados. Paradoja y cruel hacerlo en uno de hoja perenne.
Aokigahara es el bosque de los ahorcados. Al que se adentra en la espesura le avisan: en el suelo somos, únicamente.
Periandro fue uno, y entonces todos los demás.
Ian Curtis lo hizo poco tiempo después de que el amor nos destrozara.
Es sabido que los animales aman el calor y los niños la melcocha.
Por otro lado, a los cuervos blancos los cría Dios con rocío. No entremos en si es fidedigno o metáfora para el verso, pero creo que todos entendemos.
Los negros, agoreros, sabían que escribiría hoy de animales, y me entendieron sin mayor detalle.
En Escocia, cuenta Piccolomini, hay un río flanqueado en sus orillas por árboles en verdad singulares.
En octubre, al parecer, se convierten en gusanos las hojas marchitas que caen al agua. Luego de ocho, diez segundos se vuelven cornejas que alzan solemnes el vuelo.
Aletean y vuelan por mucho que cuelguen cuerpos y cuelguen de las ramas.
Quise creer que igualmente un desesperado de amor colgaba en las barreduras de mi sueño.
Sí estoy plenamente seguro, sin embargo, de que un graznido redoblaba, geminación en el azul del aire, la exánime sombra.
HE ACARICIADO UN GATO PORQUE SABÍA QUE HOY HARÍA FRÍO
(respuesta a modo de desfile)
A José Kozer
He acariciado un gato porque sabía que hoy haría frío.
Tuve uno que se llamaba Nápoles. Miraba desde la ventana los patios. Piernas, muletas, collarines… Una ortopedia en el bajo oreaba su rutina en el derredor comunal. Yo era niño. Supongo que después de la hepatitis.
Miraba desde la ventana el cuerpo fragmentado. Después supe del estadio del espejo de un Lacan más o menos. Una unidad ortopédica, a duras penas. Hortofrutícola, replicaría aquí Arcimboldo agitando un tenedor de madera en la mano. Trinchar es labor de sabios.
Los monstruos imaginados…
Los inventarios heteróclitos, los disparates… Anoche de madrugada, ya después de mediodía… Algunos perduran: las liebres tan campantes por el mar, por el monte sardinas, cuando no pelícanos y pulpos.
La acumulación de los fragmentos se presenta con el chasqueo del eureka lo he hallado.
Y la apropiación. El remendón de violetas blancas.
Lo irresoluto y lo momentáneo.
Diría el alcalde: solo existen citas como orugas procesionarias. ¿Un yacimiento de esquirlas? Maná del lenguaje1.
Le dijo el amigo a Cervantes: el remedio es muy fácil, no habéis de hacer otra cosa que buscar un libro que los acote a todos. El centón de la A la Z.
Se van acercando por las alamedas los monstruos imaginados: la creación a partir del desecho. No hace falta ningún jardín de las delicias. No por ahora.
Los cuerpos, los textos, los nombres, incluso los vicios son la atomización de un estallido de letras y significados.
Nunca supe de mis codos. La nuca podría ser de cualquiera. Ni hablar de las recámaras.
Si no hay otra, iremos con la olla podrida. Puerros, morcillos delanteros y algún tuétano.
El interior del hueso en la superficie del pan. Delicia para el alma convaleciente.
Mientras tanto, cosen mis hijos colchas para el deán de Tarazona.
Zurcen con retales y alfileres de oro bruñido. Los mayores son los más hábiles, aprendieron en sus ratos.
Aviso del corregidor: sepan cuantos, dice, que quien se acerque quedará amputado.
De la ballena, las barbas
Del almirez, la mano
Del puente, los ojos
Del molino, las muelas,
Del mar, los brazos,
De la calle, la boca etc.
John Ashbery: Los peces saltan parcialmente fuera del agua. Y el aire es nuevo.
Gerardo Deniz: No entiendo por qué se meten tanto con el tiempo.
Anne Carson: No parece en absoluto un poeta, excepto por las pestañas.
Alguien ha apagado la luz y han salido despavoridas las eses (nada que ver con los pavos).
Los pluralia tamtun plañen con pañoletas de organdí, y se entiende. Las cosquillas, en consecuencia, se quedan en una sola. También los víveres y las gárgaras.
Me llaman: ya tengo cita para la resonancia magnética.
Cuando pueda, tengo que preguntar a mi hermano por la muerte de Nápoles.
En eso estábamos.
Por aquí también la niebla amarilla restriega el lomo por los cristales de las ventanas.
José Kozer: No somos nada, eso lo saben Dios y las amas de casa.
Fabio Bondarino: Ayer dieron las diez a la misma hora que hoy, pero estaba vivo.
Y las tribus de Israel. El incesto es la raíz y sus hijos los rizomas. Los hijos nacen siempre en paralelo a la línea de tierra. Imitemos en esto al futuro.
Y a propósito: la mímesis es el mayor artificio, que los pájaros picoteen de las uvas del lienzo. La grandeza del engaño en el arte. Los pintores Zeuxis de Heraclea y Parrasio de Éfeso disputaron al respecto.
Y el laberinto el camino más seguro para llegar al principio.
En el Barroco era lugar común.
Ya se sabe que lo nuevo depende de las catástrofes. Se agita como un cóctel y la historia y sus museos se convierten en un sotobosque de letras y números. La broza luego se apura para las yescas y la matanza del cerdo.
Los bufones de los adverbios eructan versos de Catulo.
Stanley Cavell: pensar es una especie completa de transformación de uno mismo.
Calma, calma, vocean desde los altavoces, que el carbón necesita tiempo, y la buena uva igualmente.
Además, es hora de planchar las sábanas de la reina.
Poco a poco. La prisa solo en los espejismos.
No me duelen prendas, y lo diré a pulmón lleno: nuestra faena es sencilla, una regla de tres. Cuatro esquinas tiene mi cama. Siete eran los infantes de Lara. Diez mandamientos con buril y cera de abeja virgen.
Escribo tal porque pienso ser muerto.
De una vez hablemos de lo hablado. Digamos entre líneas que la muerte también entiende de verbos enteros desde el principio.
¿Será, en rigor, que desde el octavo día todo es redundancia?
Peter Hammill, hace mucho tiempo, solo veía los amigos que había perdido.
Anamorfosis: deformemos lo real delante de los ojos. ¿Quién confía en lo que ve?
Y Boris Groys, supongo que enfadado, escribe: lo antiguo ya no desaparece, sino que permanece expuesto.
La historia se repite: Elliott Murphy también morirá en París.
Pronósticos de Perogrullo, testamentos de animales, genealogía de motes y apodos… El laberinto, metáfora teológica: el rodeo lleva al centro.
Aún recuerdo como si fuera ayer la naumaquia en el palacio Pitti de Florencia. Corría el año de 1589. El vino era de Sicilia. Cada planeta, se proclamaba a gritos, tiene su propia bebida, cáliz cósmico.
La concordia discors: abreviatura de las maravillas del orbe, colección de prodigios y novedades. Diógenes en la basura y la infantina en sus jardines. Gabinetes de la curiosidad sin que Pandora se dé por aludida. Pero el fracaso reina en los mortales: la concordia pincha en hueso porque lo real y la luz van de la mano.
Noé fue el primer coleccionista, aunque ni palabra de los lenguados. Los abandonó en sus aguas: su salvación significaba su condena eterna.
En la olla podrida el anagramatismo sale entre mistelas y hojaldres. El mejor ejemplo es Caramuel: el muy se escondía en la escritura. Sabía hacerlo como nadie pues manejaba con destreza las seis facultades sagradas.
La palabra cifra es un hebraísmo. Número y letra. Quien entienda, ya sabe. Habrá, pues, que buscar en aquel sotobosque un remedio para después de la extinción. Estaremos solos, pero todavía habrá palabras.
Y será necesario escarbar bien para crear oraciones subordinadas. En el mantillo y en la humedad de la sombra otoñal. Buscaremos con nuestras cestas de mimbre, otra vez, la ilegibilidad del mundo.
Capitán Cabeza de Vaca murió de esclerosis múltiple en un hospital de California
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Glosa de Ángel Cerviño. POTLATCH. A oscuras las crines sacuden, en los prados del amor berrea de unicornios. El poema malgasta sentido, destruye ganancias -error certero en su regazo intacto-, dilapida sus más preciadas posesiones, sopla el vaho que quizá eche en falta mañana. Baja a los infiernos de la mano de un semiólogo, ya no había poetas disponibles. Para que la tibieza no se imponga como sistema todo lo práctico va entrecomillado. Nunca dice no de veras el adobe, deletrea a contramano (sé cuidadoso amanuense, una letra de más destruye un mundo, afirmó el rabino Ismael en el Babylonischer Talmud). Con un regusto litúrgico, el enlutado se relame a base de bien. Rudimentos de maneras, reglamentos del abordaje, turnos de acometida, chiquilladas divisibles en renglones. Son réplicas, pero rinden provecho: sueños de manco, golpes de efecto. ¿La parodia de una parodia debería devolvernos al texto parodiado? Naufragios y comentarios: sin sed mintió al cruzar el vado.
(de Espíritu, hueso animal)
GIGANTE QUE SUEÑA
Tiene azúcar la luna y sobre los árboles deja caer su sospecha.
Las grullas duermen, y también los habitantes que viven en sus ojos, y los helechos que suenan como si fueran a volar, aconsejando al cielo.
Él era un bosque con sus pupilas inyectadas en resina y en hielo de porcelana.
No cabían más imágenes en su edad, eso pensaba.
Quiso poner orden en el silencio más cercano, el que se alcanza con las manos, se alcanza con tan solo respirarlo, y encontró animales que la tierra desconoce, y los nombró para olvidarlos sinceramente.
Le avisaron que llegaría pronto. Le sonaron entonces los huesos como criaturas de cristal, ansiosas por acercarse al agua y a la luna.
Le avisaron que llegaría pronto, arrojando piedras y gritando el nombre de los olvidados.
Salió a su encuentro, con las palabras nuevas y los ojos limpios.
*
Después vino hacia mí una sombra que lloraba.
Decidió esperar conmigo.
Fue llenándose el cielo, avanzaba desde la antigüedad, era un río de lava repentina.
Las flores cortadas suplicaban perdón, apenas sin voz, pero una mano lejana arrojó sangre en polvo sobre el aroma, los colores, sobre los pétalos milenarios, arrojó azufre sobre la lluvia y todas sus alianzas posibles.
No quedaba nadie, no quedaba nada, tan solo algunos zapatos abandonados.
*
En el cielo profundo e impasible, quieto, sin nombres, sin sonidos.
Él, sin embargo, respiraba las palabras, las buscaba con las manos ofrecidas.
Las nubes a veces se equivocaban, y él sufría las consecuencias.
A veces la tiniebla sin fin parecía el sueño de un gigante, y él sufría la frialdad de los planetas, su negra e inhumana distancia.
Las buscaba para decir el nombre de la nueva bondad.
*
Hay una herida en la superficie del aire. Como es habitual, aviso de esperanza.
Las lágrimas del fénix son curativas, y anida en los rosales. Si no fuera por esta herida los pájaros no alzarían el vuelo.
Escribe que los dioses se saben dioses cuando los hombres se duelen.
Anuncia la hora exacta en la que se detiene el silencio en los árboles, la hora de las luciérnagas que parecen niñas.
En un color granate ya extinto, el urogallo agoniza. El cielo se calla, feroz y enfermo de estrellas.
*
Por ahí van llegando, resucitados, el ganso y el salmón, el asno y la liebre.
Detrás vienen las almas, sin saberlo.
Se abren puertas y en el cielo los fieles a Dios se tapan los ojos.
Se trata de la primera sonrisa en milenios.
Sucios de castigo y olvido, algunos preguntan por sus corazones perdidos. Suficiente una mano, una voz, unos ojos suaves. Los bienaventurados entonces se asustan.
El infierno es liberado a la luz enorme del mundo.
*
Pero la lechuza calló en ese instante como si pasaran por delante los muertos.
Me avisaron que llegaría pronto. Ahora entiendo que le han robado los huesos a la noche, una lentísima babosa sobre mis hombros.
Esperé sin saberlo. Los condenados soñaban: las abejas harían de nuevo miniaturas dulces e inocentes.
Empecé a regar con agua verdadera el fermento que dejaron por rastro.
Sin embargo, cuando todos dormían, una sombra lloraba en mi costado.
*
Imaginé ese jardín. A veces pensé en un huerto. Las manzanas serían las primeras.
Panes, peces, el azúcar de los higos. Los corderos correrían sencillos y expertos en retamas. Las mujeres mayores hablarían en el oráculo, apoyadas en pilares de mármol.
La miel volvería a los labios del infame.
Y el culpable hablaría de sus hermanas, de las ropas que estrenó un domingo blanco de abril. Hablaría de cómo retumbaba en su infancia el paso de las nubes.
Imaginé ese jardín para todos los que alguna vez nacimos.
*
La advertencia de los astros: no te atrevas con el miedo de las almas.
Me arrodillé ante cualquier señal que el viento quisiera hacerme.
Estaba ahí inmóvil, me observaba desde el interior de la cueva eterna.
A mis espaldas, alguien con la voz a jirones me avisaba su llegada.
El tiempo se hacía y se deshacía, simplemente, y volcaba sobre mí gotas de almendras luminosas y frías.
Esperé seguro de mi inocencia, pero la sombra seguía llorando.
LOS VIEJOS QUE FLOTABAN
I
(suelo)
Subieron por los aires aquella mañana de llovizna casi textil, hilo de flor en el nimbo.
Los que tenían los paraguas abiertos
nunca descendieron
nunca volvieron.
Los demás fueron cayendo, algunos en un escalofrío de la luz, otros cayeron sobre una pradera de pájaros que se acercaban a ver, recién llegados, tendidos como penínsulas enteras.
Y contaron su altura.
Nos dijeron: el pasado es una probabilidad. Hagámoslo despacio. Pidamos café y hablemos de las opciones. El pormenor es cosa nuestra, el polvo y la gravedad que flota.
Déjenme decirlo: todo aquello que fuimos flota sin tiempo y puede caer sobre cualquier suelo.
Eso es lo que en verdad vimos: suelo.
Mientras, otros buscaban pero sabemos que nunca cayeron. Los que tenían paraguas abiertos no volvieron con nosotros, no fueron devueltos. Para siempre se quedaron en la altura lenta.
No barcos fantasmas, sino esqueletos que cuelgan del firmamento, empuñadura, varillas, huesos vestidos y calzados. Muertos en los confines del oxígeno.
Los otros contaron su altura y nos dijeron.
He aquí la importancia del testimonio: según la veleta, el cataviento, fuimos el arbitrio y el instante,
todos nosotros cayendo
sobre una pradera de pájaros recién llegados.
(de Tierra impar, inédito y en curso)