Por: Francis Ponge (†)
Traducción: Silvio Mattoni
El Sena
Sabemos bien con qué dificultad para decidirse nuestra ola en primer lugar frunce el ceño…
En el mismo instante en que de sus napas profundas –que no son sino especies de ríos subterráneos como en la zona de Vaucluse sólo que algo más nórdicos– el primer oleaje de nuestro Sena, por esas palabras ya abundante y nutrido, toma su curso, que la conciencia roza como un estremecimiento invertido por la insólita presunción de parte nuestra que habrá consistido, no tanto en haber elegido un objeto líquido, e incluso un líquido fluido, un río –ya sabemos bien que nuestros recursos son infinitos–, sino más bien en haber elegido entre todos los ríos al Sena.
Llevados, en efecto, por el entusiasmo natural de los poetas cuando están colmados por un nuevo amor –para nosotros ese nuevo amor no es más que el líquido mismo–, es posible que le diéramos curso a una corriente demasiado turbulenta como para que describiera justamente este río.
Impaciente, a lo sumo, como todo río, por volcarse incontinente al mar, y mucho más aún que cualquier otro urgido además por el tiempo, ¿cómo hallaríamos enseguida nuestro perfil equilibrado, nuestra lentitud, nuestro centelleo?
Pero sin duda debíamos ser los elegidos por esa misma dificultad…
Porque el enfriamiento en nosotros del genio de la civilización antiquísima que abreva y florece precisamente en esas orillas, así como cierta experiencia de la ingenuidad del desorden, podrían enlentecer tal vez y aplacar con mesura esas olas de inspiración.
Por otra parte, de cualquier manera que en un escrito demasiado apresurado se ordenan las palabras por sí mismas, sin duda que su centelleo al fin deberá producirse, puesto que se trata de palabras como las que yo empleo: ya frotadas y pulidas por un largo uso en todas sus caras.
Lejos estamos sin embargo de que una esperanza semejante nos exima de vigilar sin pausa la contención de nuestro flujo.
*
Pero caramba, son las cinco… ¿Y qué pasó con la marquesa? –Señor, acaba de salir. –¿A pasear por la orilla del Sena? –Por la orilla del Sena en otro orden de cosas…
Bueno, no ha sufrido demasiados cambios. Siempre la misma satisfacción, que no siente para nada la necesidad de definir.
El Sena le pertenece, en suma, como cualquier calle de París.
Aunque no sepa mucho de él –y quizás por eso–, lo contempla con mirada tierna, con cierto amor.
Tenemos pues un río célebre, a la vez familiar y célebre, como tantas cosas en París. Un poco más amable que otras cosas, quizás porque está más vivo.
Los poetas han hablado bien de él (en la misma línea de pensamiento…).
Además, un río cómodo: se cruza fácilmente. ¿Cuántos puentes hay en París?
¿Pero dónde se origina? No lo recuerdo muy bien. No muy lejos de aquí, en todo caso. Y el mar donde desemboca, tampoco está demasiado lejos en mi pensamiento.
Todo está bien. Hasta luego entonces, hasta mañana, querido Sena. Nos hemos entendido muy bien. Tal vez hoy haya reflexionado demasiado, pero esta breve confrontación siempre me hace bien.
Mañana habremos cambiado de ropa, pero siempre es algo imperceptible. Y nunca nos pondremos nada llamativo.
Tu oleaje casi siempre es muy tranquilo. A tal punto que me parece un poco lento.
Cuando se hace más rápido, cuando haces espuma, es a fines del invierno, en la primavera: entonces no me cuesta nada, te lo aseguro, darte motivos dentro de mí.
Crece, crece pues, querido. Habrá algunas líneas en los diarios. Serán tus días impuros, como les dicen. Me pondré contento por ti. Contento, sin la menor inquietud. ¡Ah! Si nos inquietáramos quiera el cielo, querido, que no nos lluevan otras razones…
En el mismo orden de ideas, o casi, el Sena le pertenece tanto a la Marquesa de las Cinco (o igual que a ella, en fin, pero no más), como al geógrafo, a su portero, al historiador, al marino, al pescador, al poeta, a cualquier francés, al turista, al filósofo –al colegial también, sea blanco o sea negro.
Y tú, querido abonado del Círculo[1], sin duda tienes tu idea al respecto…
Sin embargo, considera tu suerte –por poco que el Sena (¿cómo tomármelo?) entre en el juego en el transcurso de este libro…
(Sólo para pulir las pocas páginas precedentes, me haría falta revisarlas cien veces.)
*
Si en primer lugar quisiera dar del Sena una definición provisoria que no choque infinitamente a nadie, sino que rodee más bien las dificultades para pasar bajo los arcos del puente siguiendo la pendiente regular de las mentes, y en fin que no se hinche exageradamente por encima del nivel de la época, diría que llamamos así actualmente al perpetuo curso de agua fría que atraviesa lentamente París.
De modo que no deberías guardarme rencor, querido lector, si te sumerjo en lo continuo, en lo lento, lo insulso y lo frío. Ni tampoco si, adoptando un género cercano al discurso, me voy lo bastante lejos como para remontarme a la fuente.
Examinaré primero cómo mi mente se vio llevada a dedicarse a un tema así, o mejor dicho, durante cierto período, a confundirse con él (o a difundirse).
En fin, a pesar de muchas ocupaciones y contratiempos, a pesar también de toda clase de compromisos de la persona entera a los cuales nos forzaron las batallas de la época (¿y qué hombre que uniera la mínima clarividencia con el mínimo coraje hubiese podido eximirse de ello sin despreciarse a sí mismo?), habiendo podido entonces, aunque no fuera más que provisoriamente, arreglar mi vida, desde hace algún tiempo, no me dedico a otra cosa, como sabes, querido amigo, que a pensar y a escribir.
Y más aún, si aceptas las bromas en estas cuestiones, antes que a pensar, a escribir.
También sabes que me resulta natural (y a decir verdad, no puedo actuar de otro modo) basarme en las cosas exteriores para pensar y para escribir.
A tal punto que pudo parecerme razonable, después de todo, limitar mi ambición a un inventario y a una descripción a mi manera de esas cosas exteriores.
No es que prescinda por ello del hombre: me darías lástima si lo creyeras. Pero sin dudas me conmueve demasiado, a diferencia de los autores que lo convierten en tema de sus libros, como para que me anime a hablar de él directamente. ¡Basta! Ya pude explicarme en otra parte. Sin embargo, la perturbación que me produce el hombre también permite comprender mi elección y mi comportamiento con los objetos exteriores. Si mi mente se dedicó primero a los objetos sólidos, sin duda que no fue casualidad. Buscaba un sostén, una boya, una balaustrada. Por lo tanto, más que un objeto líquido o gaseoso, debía parecerme propicio un guijarro, una piedra, un tronco de árbol, hasta una brizna de pasto, en fin, cualquier objeto resistente a la vista mediante una forma de contornos definidos, y a los demás sentidos mediante una densidad, una compacidad, una estabilidad relativas igualmente indiscutibles. Los sentidos del hombre y la densidad relativa de su cuerpo funcionan en tal caso, aunque sólo fuera inconscientemente, como criterios. Pero finalmente el hombre también ve los líquidos, los experimenta con todos sus sentidos, que también son afectados por los gases. Por lo tanto, tenía que volver a ellos. Al menos a partir del momento en que había podido probarme a mí mismo en el mundo, y no solamente por mi propio encuentro en los espejos, o por alguna experiencia muy certera de una perseverancia en mi identidad (un ámbito en este caso siempre peligrosamente amenazado por otras experiencias extrañas, por otras fuerzas extrañas), sino también por la procreación de un hijo, por ejemplo, o tan sólo (o más aún) por la de un libro, un único poema, una sola palabra de carácter indestructible –creí adquirir cierta seguridad y algún derecho a la temeridad.
Pero ahora toco otras cuestiones que es preciso considerar con cuidado.
Es que la perturbación en que me hunde el hombre es también donde me sumerge el pensamiento. Como si por un lado uno pudiese encontrar al hombre y los sentimientos que experimenta o procura y además todo aquello que es idea o pensamiento –y por el otro, los objetos exteriores (el hombre incluido, cuando se lo considera como tal) y las sensaciones y las asociaciones de tipo no lógico que provocan, y además todas las obras de arte y los escritos. Como si los objetos del segundo grupo fueran empleados o se constituyeran contra los sujetos del primero. Y así resulta pues natural quizás concebir un proverbio, o incluso cualquier fórmula verbal y finalmente cualquier libro como una estela, un monumento, una roca, en la medida en que se opone a los pensamientos y a la mente, en que es concebido para oponerse a ellos, para resistir, para servirles de parapeto, de velo, de cordajes, en fin, de punto de apoyo. O bien en la medida en que es concebido como su estado de rigor, su estado sólido.
En todo caso, tales fueron durante años mis sentimientos, tal la visión no razonada y casi instintiva de donde surgieron mi comportamiento, mi decisión de escribir y mi clase de escritos, y mi arte poética.
Y ciertamente, no quiero decir que haya cambiado tanto desde entonces, ni que por nada del mundo piense en renegar de mi conducta ni de mi decisión. Pero tal vez esta nueva seguridad de la que hablaba hace un momento y ese nuevo deseo de temeridad, en fin, una visión más audaz y más fría de la naturaleza de las cosas y de las obras del espíritu, me condujeron a modificarlas un poco.
Porque a fin de cuentas, si bien sigue siendo cierto que pretendo atenerme a un inventario y a una descripción de las cosas exteriores, habiendo debido reconocer que en el mundo existen otras cosas distintas a las que tienen una materia informada y sólida, sobre las cuales me pareció natural en principio basar y conformar mis escritos, es decir que existen no menos objetos fluidos que objetos sólidos, debo decir, en segundo lugar, que me siento ahora llevado a congratularme de que existan, porque me parece que presentan tantos rasgos comunes con el habla y los escritos que sin duda van a permitirme dar cuenta de mi propia habla y de mis escritos o, si se quiere, de mi propensión a hablar y a escribir, sin que por ello deba dejar de basarme en el mundo exterior, puesto que forman parte de él.
Sí, desde que empecé a considerar esos objetos (y la dificultad que encuentro en captarlos también me incita a creerlo así), fui llevado a pensar que se parecen mucho más a los escritos que los cristales, los monumentos o las piedras. Y desde entonces llegué a considerar como una perversión que antes hubiera podido anhelar organizar mis textos como sólidos de tres dimensiones, consagrarme a la poesía plástica.
Y sin duda que no se trata de consagrarme súbitamente al pensamiento como tal, y a su expansión infinita, ni de abandonar la preocupación por organizar mis escritos. Pero ahora me parece más razonable (o menos utópico) aspirar a realizar la adecuación de los escritos a los líquidos antes que a los sólidos. En fin, el éxito de esta tentativa me parece menos improbable.
Debo decirlo, fui poderosamente ayudado para franquear esta etapa por la revelación de las más recientes hipótesis de la física, según las cuales el estado líquido de la materia estaría más cerca del sólido que, como se había creído antes, del gaseoso (en este caso se trata, subrayemos, de una proximidad cuantitativa, con todas las consecuencias que ello implica).
Por desgracia, me resulta imposible exponer de manera satisfactoria las recientes teorías científicas que se refieren al estado líquido de la materia. No poseo ni la competencia indispensable, ni el tiempo (ni por consiguiente el deseo) de adquirir dicha competencia. ¿Por qué no tengo verdaderamente ese deseo? Porque tengo muchos otros, que vienen a frenarlo y anularlo. Y no me vanaglorio de ello, ni tampoco lo concibo, por cierto, como una superioridad de mi naturaleza. Sino tan sólo como mi “diferencia”, que he tenido que constatar. Y a la cual, habiéndola constatado, debo obedecer…
El relato del drama que termina (trágicamente) con una decisión así, te lo ahorraré –si bien no me fue posible, pido disculpas, sofocar por completo el lamento que te lo puede revelar.
Será preciso pues que me disculpen las personas verdaderamente competentes en estas materias, a los ojos de quienes podrá llegar este escrito –tal como por mi parte los disculpo cuando sus propios ensayos se ofrecen ante mi vista y allí se me muestran ciertas imperfecciones, en las cuales se manifiestan sus diferencias, que en definitiva me provocan admiración y entusiasmo mucho más que irritación o ironía.
En efecto, si no puedo exponer sus teorías de manera satisfactoria, sin embargo tengo que decir algunas palabras al respecto. Lo cual entra necesariamente en mi tema.
Hasta hace poco tiempo, se creía que había un completo desorden molecular tanto en los líquidos como en los gases, el líquido solamente difería del gas por la menor intensidad del movimiento térmico, tal menor intensidad a su vez se explicaba por el hecho de que allí las distancias entre las moléculas son alrededor de mil veces más pequeñas que en los gases a presión normal. De hecho, las consecuencias de la adopción de la teoría cuántica, por un lado, y los estudios de rayos X, por el otro, llevaron a los físicos a considerar que si bien en los líquidos las moléculas no están en contacto (como en los sólidos), sin embargo casi lo están. La densidad (y por lo tanto la condensación de la materia) es aproximadamente la misma en los dos estados. Por otra parte, al menos para los líquidos más simples (donde la forma de las moléculas es aproximadamente esférica y los campos intermoleculares tienen simetría esférica), la imagen que podemos hacernos de ellos según los exámenes con rayos X se parece mucho a la de un sólido, con mayor movimiento. Por último, ese mismo movimiento, y más precisamente dos propiedades importantes de los líquidos, la de reunirse en masa y la de derramarse, han sido analizadas de tal manera que la cercanía de ambos estados resulta aún más certeramente comprobada. El estudio de las fuerzas intermoleculares condujo a diversas teorías, algunas de las cuales hacen intervenir más o menos expresamente la ley de fuerzas entre moléculas (ciertas teorías imaginan las moléculas hundidas en pozos de potencia de donde rara vez salen), otras abandonan enteramente (o más bien dejan de lado, de acuerdo a los principios de la teoría cuántica) la estructura molecular, introduciendo ondas para reemplazar la agitación térmica. Yo resumiría lo esencial de lo que me parece que puede ser fácilmente recordado en las pocas proposiciones siguientes:
Un gas es completamente isótropo y completamente desordenado. En un sólido cristalino, en cambio, toda molécula está rodeada por un número definido e invariable de vecinos inmediatos. En un líquido, el número de vecinos cercanos está igualmente determinado, aunque sólo en promedio, porque dichos vecinos son móviles con respecto a la molécula central. Tal constancia promedio ofrece una imagen del líquido bastante análoga a la de un sólido, con la diferencia de que el líquido se caracteriza por puntos de coordinación anormal que, por poco numerosos que sean con respecto a los puntos de coordinación normal, bastan para destruir toda regularidad a una gran distancia de la molécula central. Así pues, podemos decir que, por un lado, existe un orden en los líquidos a corta distancia, y por otro lado, que el líquido es capaz de encontrar una configuración de energía libre mínima, imposible para el cristal. El líquido sería una especie de sólido con agujeros que tiende a recomponerse (de allí su fluidez), y que nunca lo logra por su propio movimiento, sino al contrario por efecto de una causa exterior, de hecho su enfriamiento. Y de este modo se podría describir por oposición el fenómeno de la fusión. En el sólido, por encima del punto de fusión, los átomos vibrarían sin influirse. Se trataría antes de una liberación más que de una vibración. Si la temperatura aumenta, la amplitud de las oscilaciones crece en igual medida, y puede llegar a ser tal que ciertos átomos no vuelvan a su lugar. A determinada temperatura, el número de esos cambios de lugar a su vez llega a ser tal que la red prácticamente se destruye y el cristal se funde. Digamos además que la fluidez, o el derrame viscoso, característica de los líquidos, es considerada por algunos como una evaporación de una sola dimensión. En la evaporación, lo que se evapora es el átomo. En el derrame, sería solamente el ión positivo…
Si he ingresado, a lo largo de los pocos párrafos precedentes –y en verdad de un modo bastante torpe y grosero– en el maravilloso dominio de la ciencia cuantitativa, un dominio que no me corresponde, tal vez sea, por un lado, para tentar a algunos de los profanos entre mis lectores que, más irresistiblemente de lo que yo mismo sentí, se sentirían decididamente atraídos hacia él. Pero sobre todo, debo confesarlo, es para mostrar que las más recientes hipótesis van a fundamentar una convicción que poco a poco se ha formado en mí, quizás únicamente destinada a justificar la elección del tema de este escrito y el género (cercano al discurso) que adopté para tratarlo, y según la cual habría un estado del pensamiento donde éste a la vez es demasiado agitado, demasiado distendido, demasiado ambicioso y demasiado isótropo como para ser del todo expresable –y tal estado corresponde al de un gas claramente por encima de su temperatura crítica, cuando no es licuable; y otro estado del pensamiento en que se aproxima a la expresividad –y ese estado es análogo al de un gas licuable o vapor; basta con que la presión crezca y que la temperatura baje más para que el habla en ese momento pueda aparecer, primero en suspensión y entonces se trata de un estado lógico comparable al de un gas en estado de vapor saturado; luego aparece una superficie de separación, cuando pensamiento y escrito coexisten bajo la misma presión, y es como cuando el líquido cae en el fondo del vaso. Pero esto es lo más importante: a partir de ese momento, y a pesar de la muy cierta no-discontinuidad entre el pensamiento y su expresión verbal, como entre el estado gaseoso y el estado líquido de la materia, el escrito presenta rasgos que lo vuelven muy próximo a la cosa significada, es decir, a los objetos del mundo exterior, así como el líquido está muy cerca del sólido. La diferencia es que tiene la facultad de hallar una configuración de energía libre mínima. De modo que la adecuación de un escrito a los objetos exteriores líquidos no solamente no es utópica, sino por así decir fatal, y como de antemano segura de ser realizada, con la única condición de que todo sea hecho para que el escrito sea tal como un escrito por definición debe ser… o sea provisto de todas las cualidades análogas a las de los líquidos.
La analogía o, si se quiere, la alegoría o metáfora, podría ser muy largamente y casi indefinidamente continuada, con una satisfacción creciente, pero no quiero dedicarle más tiempo del razonable y me detendré allí.
Solamente quisiera agregar una palabra a propósito de la noción tan importante, como vimos, de temperatura crítica, y más precisamente del límite inferior del estado líquido o solidificación (o en sentido contrario, fusión). El conjunto del mundo exterior (los objetos, la naturaleza), ¿no podría ser comparado con los sólidos? La aparición del hombre en medio de ese mundo, del sujeto que crea condiciones de elevación de temperatura tales que la naturaleza se funde, se vuelve maleable –¿de manera que tendríamos entonces, incluso antes de cualquier pensamiento, la expresión, el poema?… Los dejo que lo piensen…
*
Luego de haber versado sobre el líquido en sentido absoluto y haber mostrado, de una manera grosera e imperfecta, y en suma casi líquida ya que en este caso se trata menos de ideas que de expresiones poéticas –es decir, de cosas en el instante de su movilización por la mente–, las razones que tiene un escritor (y más en general cualquier hombre preocupado por la expresión) para interesarse en ello, y también por qué debe hacerlo en una forma intermedia entre el poema en prosa y el discurso, explicaré en pocas palabras por qué, entre todos los objetos líquidos, elegí el Sena.
En primer lugar, sin duda debía elegir alguna forma del agua, ya que es el líquido que más comúnmente se nos muestra en la naturaleza. Claro que habría podido, por otras razones, elegir la sangre, por ejemplo, o el alcohol o la glicerina, ¿qué sé yo?, y sin duda que un día de estos podré hacerlo –pero me hacía falta empezar por el agua, que la naturaleza nos prodiga en cantidades más que industriales, cuyas impresiones sensoriales estamos acostumbrados desde la infancia a recibir cotidianamente, a la que podemos considerar en fin con voluptuosidad y desapego a la vez. Por cierto que la sangre, que quizás forme parte aún más íntimamente de nuestra vida, se ofrece más raramente a nuestra vista. Cuando aparece además, la mayoría de las veces, es en circunstancias excepcionales, más bien inapropiadas para la observación serena. Por último, el agua nos es ofrecida frecuentemente en masa, de modo que podemos sentirla y observarla de maneras muy variadas. Podemos ingerirla, beberla en un vaso, pero también podemos sumergirnos íntegramente en ella, e incluso ahogarnos, y todo muy naturalmente, sin que se necesite ningún esfuerzo excesivo de imaginación, capaz de alterar nuestro órgano de percepción y de razonamiento. En suma, poco faltaría para que pudiésemos vivir continuamente en el agua; incluso poco falta para que vivamos continuamente en ella. Salimos apenas lo suficiente como para que se nos permita considerarla –un poco menos acuáticos tan sólo que las focas o los delfines, y por lo tanto apenas más justos con respecto a ellos. No obstante, quizás justos, sin duda exactamente tal como hace falta para poder hablar dignamente de ella, aunque en íntimo conocimiento de causa, chorreantes pero terráqueos. Rutilantes, impregnados de ella, pero fuera de ella y con la posibilidad de volver a sumergirnos a cada instante, y volver entonces a sumergir nuestra mente cada vez que una expresión, por ejemplo, se haya “secado” tal vez demasiado.
Bueno, y a partir de allí entendemos por qué, puesto que deseamos poder considerarla en masa y con mirada tranquila, y en ocasiones, si fuera necesario, desde un punto de vista casi panorámico, no hemos elegido entre sus diversas formas la lluvia. ¿Y por qué, antes que el océano, que un lago o que una pileta, un río? Pues bien, es principalmente debido a la noción o idea de discurso (después de lo que dije sobre las relaciones entre lo líquido y nuestra retórica, me parece inútil insistir en ello). Así pues, por toda clase de razones que se harán perceptibles a medida que se desarrolle este discurso, y que finalmente lo habrán de constituir, harán con el Sena este libro. Aunque quisiera, no podría entonces detenerme aquí para definirlas. Pero en fin, ¿por qué, entre los ríos, aun entre las aguas corrientes, por qué el Sena? Terminaría así este capítulo recordando el comienzo.
Porque el Sena, como he dado a entender, es un río tranquilo y constante. Y así nos obliga a vigilar sin descanso, una regla que nos complace, la contención de nuestro flujo. Y por otras razones más. Porque el Sena corre en el seno de la cultura cuya lengua utilizamos naturalmente. Porque corre por París, donde podemos captarlo cómodamente, o más bien, a decir verdad, desesperarnos (o exaltarnos) por no poder captarlo. Finalmente, porque es un río que a lo largo de su curso no presenta desde el punto de vista geográfico ninguna anécdota monstruosa, no está bordeado por ninguna montaña, ni revela ninguna garganta, ni cañón, ni catarata, en fin, ningún accidente grandioso ni pintoresco que exija de nosotros sentimientos violentos o difíciles capaces de arrebatarnos de la contemplación y de la expresión, del conocimiento y del goce de las cualidades comunes y esenciales de los ríos, y en definitiva del líquido que fluye, del simple, del más simple discurso líquido que fluye.
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El Sena entonces corre por París, y te había propuesto definirlo provisoriamente como el perpetuo curso de agua insulso y frío que atraviesa incansablemente nuestra gran ciudad. Pero enseguida es preciso considerar lo siguiente:
Ciertamente, París es una de las más célebres ciudades del mundo. Y por cierto, existe una probabilidad de que lo siga siendo por mucho tiempo más. Por mucho tiempo más, como Nínive o Babilonia, después de haber sido materialmente borrada de la superficie de la tierra. Nuestros escritos, y su recuerdo en la memoria de los hombres, contribuirán principalmente a esa larga supervivencia. Pero también nuestros escritos a su vez podrán llegar a desaparecer, así como la memoria de los hombres, y toda la humanidad, incluso toda vida sobre la superficie del planeta, y el Sena seguirá corriendo. Lo vemos por el Tigris y el Éufrates. También podemos inferirlo de otra manera. Porque, ¿desde cuándo creen ustedes que corre el Sena? Ciertamente, ya corría desde hacía mucho tiempo cuando los parisinos lo eligieron para establecerse a sus orillas. Ya está en Ptolomeo, en Estrabón. Tampoco es muy antiguo. Pero esto es lo que sabemos desde hace poco: las arenas blancas de las que actualmente quedan algunos montículos visibles en el bosque de Fontainebleau fueron depositados por el mar que, en época muy antigua, cubrió íntegramente nuestra región. Cuando el mar se retiró, entonces el Sena corrió tras él, y sin dejarse frenar por la resaca, se arrojó en él. Desde entonces, sigue corriendo (¿pero no será acaso similar a la luz de esas estrellas, muertas desde hace milenios, que sin embargo no deja de llegar hasta nosotros?). ¿Podemos saberlo? La ciencia moderna data el depósito de esas famosas arenas alrededor de veinte millones de años antes de nuestra era, o si lo prefieren, hacia el siglo doscientos mil antes de Cristo. Los mismos científicos nos informan que osamentas de renos y de mamuts, correspondientes a una época glaciar, fueron hallados en los aluviones de nuestro río, aunque también huesos de tigres y de elefantes, testimonios de una época en que el Sena corría en medio de una selva tropical. ¿Y cuándo aparecieron hombres en sus costas? ¿Es posible que nuestros ancestros fueran primero animales marinos? Nada lo indica. Lo cierto es que adquirieron la costumbre de beber y de cocinar sus alimentos con agua dulce, sin perjuicio de ingerir en forma sólida la sal que también les resultaba necesaria. Por tal motivo eligieron a menudo las orillas de los ríos para instalarse. Quizás también porque esas orillas constituían los únicos claros en una selva oscura donde se sentirían más débiles. Y por otras razones más, que ahora no es mi intención conjeturar. Porque esto es lo único que quiero decir (lo que acabamos de recordar seguramente permite afirmarlo): mucho antes de que ninguna noción haya podido formarse, mucho antes de todo entendimiento, mucho antes de la formación de un cráneo, ya corría un río por acá, sin nombre. Y seguirá corriendo, de nuevo sin nombre, cuando toda noción haya desaparecido, a falta de entendimiento que sobreviva, a falta de humanidad, a falta de cráneos.
Vemos pues con qué grandezas debe medirse nuestra mente. ¿Y se enfrenta con eso fácilmente? –Ya lo ves. ¿Pero nuestro escrito? ¡Es otra cosa!… Sin embargo, ¿cómo se mide con esto nuestra mente? Y bien, volviendo posible la idea contraria, y dándose la tarea de realizarla. Entiendo que la única reacción digna del hombre, es decir, de un ser dotado de tal fuerza mental que resulta así capaz de considerar su futuro como limitado con respecto al del mundo, de ningún modo es el terror o la resignación, sino tal confianza en su mente que se proponga durar más tiempo del que el mundo parece dispuesto a permitírselo, y vencer finalmente su catástrofe de velocidad.
En otros términos, me resulta natural, por mi parte, tras concebir la idea de que el Sena debe sobrevivir a mi escrito (e incluso a la memoria de este escrito), postular enseguida la hipótesis contraria, y concebir entonces este escrito organizado por mí y logrado de tal manera que el Sena no le sobreviva. Ya sea que lo prefiera de inmediato (o algún día) a su cauce y entonces súbitamente (o imperceptiblemente) renuncie a su deambulación irrisoria, ya sea que el Sena prosiga corriendo en la eternidad, a pesar de muchas de las catástrofes posibles, o bien que haya desaparecido a consecuencia de una catástrofe infinitamente más grave, y sin embargo mi escrito le sobreviva, si el hombre –y es preciso entonces que mis escritos estén hechos para ayudarlo, aunque sin duda de un modo diferente a sus descubrimientos científicos–, si el hombre, decía, luego de haber penetrado las intenciones de la naturaleza y aprendido a desbaratarlas, pudo mudarse (por ejemplo) con armas y equipajes (equipajes que contuvieran mi libro) a otro planeta antes de la catástrofe de éste.
Lejos de mí, en efecto, aun cuando hayan creído que me lo podían atribuir, el deseo de una catástrofe tan grande que el hombre desapareciera y que mis escritos, únicos testigos incorruptibles de su paso sobre la tierra, permanezcan como caparazones vacíos sobre una playa desierta, para la vista y conocimiento de la planicie solitaria. Y también está lejos de mí la idea ingenua de que el hombre alguna vez pueda domesticar la naturaleza, propiamente dicha, y plegarla a su voluntad. No estoy tan desnaturalizado hasta el punto de no solidarizarme con mi especie, ni tan loco hasta el punto de considerar al hombre como algo muy distinto de una larva.
¿Pensamos en todo aquello que puede caer sobre nosotros a cada momento desde el fondo del espacio intersideral? La menor profundización con algo de continuidad del fenómeno de las manchas solares bastaría para provocar tal enfriamiento en la superficie de nuestro planeta que toda vida desaparecería para siempre. Y por cierto, ya sería magnífico haber ideado los medios para prever tal eventualidad y prevenirla. Pero eso no es nada. ¿Pensamos en las catástrofes que provoca en una cantidad incalculable de universos microscópicos el menor de nuestros gestos, o incluso sin que movamos el dedo meñique, la menor declinación de una de las innumerables células que componen el tejido de que está hecha la uña del dedo meñique? Es posible que millones de civilizaciones microscópicas resulten irremediablemente sepultadas por ello. ¿Y quién nos dice que nuestro sistema solar, en el seno del cual las manchas de nuestro sol pueden tener una importancia tan decisiva para la vida de la humanidad, no sea una ínfima parte integrante de la uña del dedo meñique de algún pigmeo, que después de todo bien puede llegar a tener ganas de moverlo, o en cuya mente, desde hace unos cientos de millones de nuestros años, se prepara, tal vez sin que siquiera se dé cuenta, una veleidad de ese tipo? No veo en ello ninguna imposibilidad por mi parte. Estamos pues, lo confieso, en la posición de una larva. Pero esta confesión, esta conciencia de nuestra pequeñez, ¿es capaz de obligarnos a modificar algo en nuestro comportamiento? Es lo que no me parece fatal. Porque suponiendo que advirtiéramos una larva, ¿preferiríamos contemplarla rezando, en actitud de contrición o de resignación, o no nos regocijaría en cambio observarla, por segura que esté de su pequeñez, inclinada sobre un microscopio o con el ojo en un lente, y muy consagrada a intentar descubrir los secretos del universo, a los fines de perpetuar un poco más de tiempo su especie y darle algún giro a los genios de nuestro dedo meñique? Por cierto que sí, yo preferiría lo segundo, y si fuera el pigmeo dios soberano de ese pequeño mundo, me sentiría muy tentado a no tomar para nada en consideración las plegarias del primero y en cambio aplastarlo para justificarlo, confirmándole así mi poder, mientras que le mostraría al segundo a la vez mi estima y mi poder postergando voluntariamente, habida cuenta de su altiva pretensión y quizás por la diversión que me procura, postergando entonces el corte de la uña de mi dedo meñique durante unos días, lo que les permitiría a miles de generaciones de esas larvas vivir y progresar en el conocimiento de su universo. Y quien me objetara que nuestras larvas harían mejor, por ejemplo, en dedicarse sin ambicionar más al goce individual de los bienes que poseen, de los encantos de su compañera larva o la de su vecino y de los festines que una u otra les preparan, me resultaría natural responder que no veo ningún placer que se acerque al que procura el alimento de tamaña esperanza y el entusiasmo de tamaña ambición. Por otra parte, las dos clases de goce son bastante cercanas como para poder ser bien combinadas, y ciertamente el deseo de perpetuar su vida y la de su especie proviene sencillamente del amor a esa vida y a personas de esa especie. No veo en ello ninguna contradicción, y encontraremos fácilmente una lección al respecto en el inmortal Epicuro.
Por cierto, sería vano de mi parte reiniciar el elogio de ese pensador incomparable después del que le dedicara Lucrecio, pero quizás me toca constatar que, después de varios siglos de nuestro larvario, el temor a los dioses que nos había quitado ha vuelto varias veces a la carga sin por ello triunfar definitivamente. Sí, me corresponde decirlo, la estima que él supo inspirarles a los dioses nos ha valido en todo caso esta larga prórroga de nuestra catástrofe específica. Notables progresos han podido ser realizados por nuestra especie en el conocimiento de su universo. Pero hace menos de un siglo la marcha de ese progreso se aceleró tanto que sin duda los dioses temblaron y ellos nos opusieron diversos avatares.
En primer lugar, algunas de nuestras larvas, olvidando con total conocimiento de causa los fines para los que se desarrollaba la ciencia (es decir, fines de conocimiento y de dominio de las fuerzas naturales con miras a nuestra salvación específica), la apartaron de su meta y la usaron para su solo provecho en la fabricación de mercancías destinadas a cubrir necesidades inmediatas al mismo tiempo creadas artificialmente. Pero como pronto se acumuló tal plétora de mercancías que corría el riesgo de perderse el provecho, la ciencia entonces fue más criminalmente usada con fines militares para imponerles por la fuerza a pueblos atrasados la ingurgitación de esos productos. Por otra parte, una clase entera de larvas había sido prácticamente reducida a la miseria y a la esclavitud por el desarrollo de esas industrias. Para nuestras larvas de la clase dominante, se trata entonces de extinguir en la mente de la multitud de sus esclavos las luces que Epicuro y sus sucesores habían encendido. Esfuerzos gigantescos fueron realizados en este sentido. El temor a los dioses fue de nuevo restaurado, espectáculos, deportes infames utilizados para embrutecer a la miserable masa de larvas. Como las religiones parecían decaer, idealismos sustitutivos fueron probados en gran número. Pronto las masacres se volvieron necesarias.
Que la catástrofe humana sea posible cada día y que pueda preceder al descubrimiento por el hombre de los frenos que podría oponerle, por desgracia nada impide suponerlo. Pero la ruptura de una vena de mi cerebro también puede producirse a cada instante y no por ello dejo de hacer cosas. A lo sumo la conciencia de ese riesgo hace que emprenda cosas más decididamente, y que trabaje más enérgicamente y sin descanso. Y no pretendo estar solo en esa disposición. Dentro de nuestra especie, cada vez son más numerosos los hombres que confunden su propio proyecto con aquel al cual la humanidad pronto se consagrará por completo y que consiste en su salvación específica.
Ante el llamado de un hombre de mayor mérito y cuya enseñanza y acción no ceden en importancia a las del filósofo antiguo, la masa inmensa de los explotados se elevó poco a poco a la conciencia de su poder y de su destino histórico, que consiste en asumir los intereses de toda la especie humana. Un partido de hombres toscos y valientes asumió la tarea de unir y conducir en cada nación al conjunto de los hombres conscientes de tal magnífico deber. A consecuencia de los trastornos sangrientos causados por el anárquico desarrollo de la producción industrial, primero se liberó una gran nación, arrastrando en su estela casi un continente entero. Guiada por hombres llenos de sabiduría y de genialidad, la hemos visto resistir recientemente a los asaltos de los más crueles asesinos que nuestra especie haya parido, y ayudar muy poderosamente a los demás pueblos del globo a deshacerse de su tiranía. Pero los enemigos del género humano se reagrupan por todas partes. La lucha gigantesca no ha terminado. Ciertamente, luego de esa primera victoria de envergadura, la potencia de las ideas nuevas creció en cada nación. Pero todavía son necesarios muchos esfuerzos para hacerlas triunfar en toda la superficie del planeta, y para que la humanidad al fin pueda dedicarse, liberada de los enemigos absurdos y malhechores que lleva en su seno, a la única lucha de la cual es digna y que le importa en última instancia, la lucha contra las fuerzas cósmicas que la amenazan con su perdición a cada instante…
He aquí descripta, querido amigo, de la manera más sucinta, la situación en que nos encontramos actualmente. Pero ha llegado el momento en que debo hablar del segundo avatar con que nos amenazan los dioses.
La precipitación del progreso de la humanidad en su conocimiento de las cosas naturales, que produjo los efectos sociales que acabo de describirte brevemente, llevó a otras consecuencias aun dentro de la mente humana, y que si no fuesen claramente advertidas, podrían obstaculizar gravemente su andar.
En una palabra, los éxitos de los que hablo fueron anotados por el hombre, por cierto que equivocadamente, sólo en la cuenta de su razón, por la cual se felicitaba además debido a que ésta le había permitido desembarazarse del temor a los dioses, y se instaló cierta infatuación en su mente en beneficio de esta facultad, en detrimento de ciertas otras de las cuales probablemente sea abusivo y presuntuoso separarla.
Un observador bien ubicado sin duda debería comprobarlo: así como la especie humana en progreso despedaza su cuerpo, del mismo modo lo utiliza la mente. Su patética maniobra, durante mucho tiempo regida por la distinción arbitraria entre alma y cuerpo, ahora lo es por la no menos arbitraria entre razón y facultades intuitivas.
Y si bien ese nuevo idealismo que es en el fondo el racionalismo ha sido superado en la práctica por un activismo que le da su lugar al riesgo, al error, a las fallas y a los mismos fracasos de la mente, nos vemos obligados a constatar una peligrosa supervivencia de las ilusiones que aquel propaga.
Las necesidades de la lucha cotidiana en la que se encuentran comprometidos llevan a los conductores de la parte progresista de la humanidad a integrar de alguna manera la verdad en la acción. En la medida en que esa acción es eficaz, cuando nos acerca al momento en que la humanidad entera podrá dedicarse al deber específico que acabo de definir, en la medida en que comprometen, en esa acción cotidiana, completamente sus personas, que por así decir serían portadoras de la verdad, no tienen que investigar teóricamente esta última, ni expresarla de otro modo.
Ocurre sin embargo que las mismas necesidades de su acción los conducen a luchar ideológicamente contra sus adversarios. Es entonces cuando les aprieta el zapato –el zapato que les impone la sociedad atrasada en la que viven, un zapato que asume la forma de las categorías de esa sociedad.
Porque esa acción a la que se obligan constantemente –y que es seguramente más que un pensamiento o una teoría puesta en práctica–, que es verdaderamente una operación de orden casi mágico y como un incesante milagro –seguramente su poder de propaganda es muy grande–; pero sólo en la medida en que sigue siendo acción, de ninguna manera cuando se convierte en tesis, filosofía o crítica en el absoluto. Porque entonces pierde toda potencia y toda virtud. En esta segunda condición, actúa como su propio freno, contra su propia propagación: hace una contra-propaganda.
Porque entonces encuentra a individuos, hombres ligados al mundo por su destino individual y susceptibles de reflejos sentimentales o ideológicos que implica su individualización, incluso más allá de su situación de clase y de su intuición de la voluntad general. Hombres que tienen que enfrentarse, a solas y a cada instante, a la naturaleza, a sus parientes, a su mujer, a cada uno de sus semejantes, a su propio cuerpo, a su propio pensamiento, a su habla, al día, a cada objeto, a la noche, al tiempo, a las estrellas, a la enfermedad, a la idea de la muerte.
Y a esos hombres, ¿cómo se los considera? Únicamente como personas políticas. ¿Qué se les propone? Sólo la acción política. Pues bien, digo que eso no es inteligente, porque no se tiene en cuenta la realidad de los individuos a los que se trata de llegar, y que entonces se corre el riesgo de no alcanzar, de perder; lo que es más, empujarlos a la reacción, transformarlos en renegados y luego en tránsfugas –y a los mejores en desesperados.
Sin duda que ya dije bastante al respecto como para que se admita que, en su peripecia contemporánea, la acción específica del hombre contiene un extraño nudo.
¿Acaso se origina en que no es preciso que la evolución vaya demasiado rápido? Quizás en otras razones…
¿Y creen que al tratar estas cuestiones y llegado a este punto nos hemos alejado del Sena? No hemos dejado sus orillas, recorremos una de sus costas: es aquí donde muchos, por desgracia, y no hablo metafóricamente, toman la decisión de tirarse. Dejémoslos. Reservo para más tarde (unas páginas más adelante) el homenaje que está en mi intención (y en mi tema) rendirles a los ahogados del Sena.
Me habrá bastado con evocar esas terribles realidades… Pensándolo bien, sin embargo, yo no los habría llevado hasta este punto si no hubiera sabido que estaba en mi poder no abandonarlos allí y alejarlos enseguida de esa comprobación deprimente y de la tremenda meditación que se desprende de ella.
Si yo tuviera que dejarlos allí, ¿qué significaría en efecto? Si no que no existe otra verdad que la política, que todo aquello que no entra en la acción inmediata, táctica –es decir, tanto la literatura y las artes como las mismas ciencias, y además toda la vida de relaciones individuales (de hombre a hombre, a mujer, a hijos, a naturaleza…)–, está en el error.
Pero finalmente, ya que las ciencias al menos parecen escapar (la verdad que no sé por qué, pero tal parece por definición) a esta condenación plenaria, puedo intentar, según parece, apoyar en ellas la palanca de mi argumentación, y me limitaré a preguntar si acaso concebimos un estado, aun en el futuro, de la ciencia (e incluyo la ciencia política, objeto de los militantes) en que ésta no se basara en definiciones sólidas y en el cual, por otra parte, la HIPÓTESIS fuera excluida.
¡Bueno! Si tal estado de la ciencia, al menos en nuestra época, no puede imaginarse, es preciso entonces reconocerles a los mismos poetas, y a los artistas en general, y en todo hombre a la parte dentro de sí donde juegan el misterio, el riesgo, la imaginación, la fantasía, el capricho, la hipótesis, un derecho a la existencia, y además un papel en la acción. Digo más, hay que reconocerle a la misma pereza un papel en la acción. Supongamos que Newton no se hubiera acostado un día a la sombra de un manzano: fue en el momento de su pereza que hizo el descubrimiento.
En cuanto a mí, si bien es cierto que la ciencia (cuyo fin no es solamente conocimiento, sino también poder) debe basarse para comenzar en definiciones sólidas y por otra parte confiarse a veces a la pereza y en determinada medida a los azares de la contemplación, entonces tal vez mi proyecto no sea tan loco ni totalmente injustificado. Porque son verdaderamente definiciones lo que pretendo formular, pero tales que, pues no implican en absoluto que primero haya hecho tabla rasa sino más bien por el contrario que haya reunido en una primera etapa los conocimientos ya elaborados (también en mí mismo) sobre cada tema, contengan igualmente elementos nuevos y si se quiere una parte del futuro de nuestros conocimientos sobre el mismo tema. ¿Pero cómo lo logro, si es que lo logro? Volviendo a moldear con los conocimientos antiguos las acepciones morales y simbólicas, y todas las asociaciones de ideas, la mayoría de las veces muy variadas y contradictorias, a las cuales esa noción puede o pudo dar lugar –incluyendo las que habitualmente se consideran pueriles, gratuitas y sin interés, incluso éstas tal vez preferentemente, porque tienen más posibilidades de aportar un elemento todavía no utilizado.
De modo que por la aglomeración de todas esas cualidades (o calificaciones) contradictorias –y cuanto más contradictorias son y más irracionales parecen, mejor– obtengo un conglomerado neutro, desprovisto de toda tendencia o resonancia moral que pueda obstaculizar las verdades nuevas e inauditas a las que deseo apasionadamente que se incorporen, y así efectivamente se incorporan a ellas. No se trata más que de un retorno, de una incesante apelación a lo concreto, a la vez mediante el moldeado, la pérdida en la masa de las acepciones lógicas, y mediante la consideración atenta del objeto, y la voluntad de imitación lógica o de nominación sin alternativa no sólo de sus cualidades distintivas, sino también de su comportamiento total, de su unidad, de su diferencia, de su estilo.
Entiendo que se trata de una tentativa cuya ambición y cuyas dificultades son inauditas: por tal motivo sin duda es que ahora debo recordarlas en cada frase para exhortarme a vencerlas y en primer lugar para no subestimarlas.
Y dado que se trata del Sena y de un libro por hacer, de un libro en que aquel se debe convertir, ¡adelante!
¡Vamos, amasemos de nuevo juntas las nociones de río y de libro! ¡Veamos cómo hacer que penetren una en la otra!
¡Confundamos, confundamos sin vergüenza el Sena con el libro en que se debe convertir!
*
Y en primer lugar, ¿hace falta que ponga mi papel a lo ancho y que tal vez ni siquiera resista a la tentación de plegarlo por el medio?
¡Ay! ¿Pero cómo hacer para que los márgenes parezcan abruptos, o al menos de algún modo similares a costas? ¿Nos limitaremos a suponer que el río, para comodidad de la causa, se apresuró a emparejar justamente el nivel superior de sus bordes? Algo que no se produce más que en determinados períodos de creciente muy excepcionales: no puedo recurrir honestamente a un subterfugio de esa clase, si bien en este caso no se muestra particularmente como un rebajamiento sino que por el contrario más bien sería un realce.
En la misma línea, ¿no deberé imaginar y conseguir de mi editor una paginación del libro de tal modo que el texto referido a las aguas propiamente dichas, cuando el libro esté abierto, ocupara el centro, justificado para cubrir cada página doble, mientras que los márgenes derecho e izquierdo de cada página fueran ocupados por los textos referidos a la descripción de las orillas? ¿Qué cuerpos de letra adoptar entonces para que la relación del cuerpo elegido para los textos referidos a las aguas y el elegido para los textos referidos a las orillas represente de manera satisfactoria la que vemos en la naturaleza entre las dos clases de realidades?
Y además, ¿cómo dar cuenta de la profundidad del agua? ¿Y cómo preparar el lecho de barro o de piedras sobre el que corre? ¿Y las hierbas, los juncos, las cañas que hace mover, que peina más o menos desordenada, apasionadamente al pasar?
¿Y no haría falta que la justificación del texto central fuera muy apretada al comienzo, para ensancharse a medida que se recibieran los afluentes sucesivos, hasta tener la superficie total, ya sin ningún margen, de las dobles páginas abiertas del libro, una vez llegase al pantano Vernier?
Por último, ¿sería preciso que bordeara la costa normanda y se lanzara al mar?
Pero, ¿cómo representar la aproximación y la confluencia de los mismos afluentes? ¿Deberán cruzar oblicuamente los márgenes como lo hacen en la realidad? Por cierto, sería posible, dividiendo verticalmente el texto central, dar cuenta del hecho de que algunos, mucho tiempo después de la confluencia teórica, no mezclan sin embargo sus aguas incoloras en principio casi paralelas al mismo Sena, del lado de la orilla que van a bordear para entrar en el cauce común, lo que se nota por la diferencia de color o de transparencia entre sus aguas (diferencia que también podría ser representada mediante el uso de caracteres diferentes y líneas con diferentes interlineados y más espaciadas)… y no se deciden a mezclar sus piernas con las del otro río y a confundirse verdaderamente con él sino después de un largo camino en la abstracción de costa a costa hasta que un obstáculo repentino los hace abrazarse bruscamente. Dicen que es lo que pasa en particular en la confluencia del Sena con el Aube [Alba], ya que este último río debe su nombre a la blancura y pureza relativa de sus aguas. Al parecer sería también lo que pasaría con el Marne (aunque confieso que, a pesar de mi buena voluntad, no pude comprobarlo certeramente con mis propios ojos), cuyas aguas Maxime du Camp afirma que no se mezclan para nada con las del Sena en la confluencia de Charenton, sino que continúan fluyendo paralelamente a estas últimas a lo largo de la orilla derecha y hasta el medio del cauce durante toda la travesía de París, y la mezcla no se realizaría sino muy progresivamente a partir de Meudon y no se concluiría sino después de Sèvres, donde las pronunciadas curvas del lecho por esos lugares hacen que las aguas se arrojen unas sobre otras como los cuerpos de los jóvenes amantes en las curvas de los scenic railways en los que les gusta subirse los días feriados.
¿Debería tener finalmente mi texto cuatrocientas setenta y un páginas, suponiendo que bajara un metro por página, con el pretexto de que el Sena nace a cuatrocientos setenta y un metros de altura? ¿O debería tener setecientas setenta y seis, puesto que el Sena corre siguiendo un curso de agua de setecientos setenta y seis kilómetros? ¿Debería arreglármelas para que se utilizaran en su impresión setenta y siete mil setecientos sesenta y nueve caracteres tipográficos, ya que el conjunto de la cuenca del río que me ocupa mide ese número de kilómetros cuadrados (77769 kilómetros cuadrados), o no sería más bien la superficie de las hojas utilizadas para cada volumen, o para su edición completa, lo que debería estar de acuerdo con esa cifra?
Pero no he dejado traslucir aún los más difíciles de los problemas que plantearía semejante prurito de exactitud.
Tanto es así que sería indigno no planteárselos, aun a falta de poder imaginarles una solución satisfactoria.
Por ejemplo, ¿cómo hacer que se reflejen invertidas en el espejo del texto líquido central las expresiones (o acaso deberían ser solamente ideas) ora de naturaleza vegetal, ora de naturaleza mineral, y esos hermosos y grandes monumentos de estructura eterna cuyas descripciones serían el tema de los textos marginales?
¿Y cómo reflejar la luz, el cielo, las nubes, que deberían incidir así, aunque de manera distinta, en los objetos sólidos evocados en las orillas? ¿Luces solares que habría que reemplazar de noche (la noche, ¿qué es para un libro?) por las del cielo estrellado? ¿Qué hacer con el buen y el mal clima?
¿Cómo hacer que pasaran dentro del texto central, que se supone tiene los caracteres de la materia líquida, o que flotaran en su superficie, todo lo que nada o flota adentro o en la superficie de las aguas? ¿El crucero infalible de los peces, la hélice o la rueda horizontal en una materia blanda, o las blandas cabriolas intrauterinas de algún ahogado, viajando en posición fetal?
¿Y qué de la animación reinante en la superficie o en las orillas? ¿Qué hay de los bañistas, los remeros, las lavanderas, los pescadores, los remolcadores, lanchones, balsas?
¡Vamos, a pesar del encanto y el interés que ofrecería un monumento tipográfico que respondiera solamente a una pequeña parte de esas exigencias –puesto que no podrían ser cumplidas todas adecuada e irrefutablemente–, veo en verdad que es preciso que renuncie a ellas, feliz si con haber enunciado tan sólo algunas, ciertas características de mi objeto han resultado evocadas y que, sin dudas, no habrían podido serlo de otro modo!
Veamos pues si mediante algún otro procedimiento…
¿Pero acaso no es hora (¿no te parece, querido amigo?) de que abandone ya toda idea, toda preocupación por el libro y vuelva a sumergir mi mente en el agua del río, a cuerpo descubierto? ¿Y no debería felicitarme entonces por haber elegido un tema así? ¡Puesto que al fin, sea como sea, es magnífico! Es un tema donde podemos sumirnos más que en cualquier otro, para captarlo desde adentro. Sus partes (incluso sus moléculas) no se resisten demasiado a la división… Hasta tal punto… Hasta tal punto que apenas me rodea, me penetra, tiende a invadir físicamente mi entendimiento… ¡Ah!
¡Ah! No busques entonces, querido amigo, que un discurso demasiado verídico sobre el Sena penetre en tu entendimiento. Te arriesgarías a temblar, por lo menos. Es una masa de agua hostil que no sería bueno sufrir bruscamente en uno mismo. No la soportarías fácilmente, aunque sólo fuera en tu entorno familiar, en tu departamento… Pero en tu entendimiento, sería mucho peor aún. Si entrara demasiado en tu cabeza, los orificios de tus sentidos resultarían taponados enseguida y correrías el riesgo de perder toda noción sólo por haber querido captar una noción demasiado completa de ese único objeto. A riesgo de perder la razón y el equilibrio. Toda razón, además, para hablar, leer o escribir. Se te podrá ver entonces haciendo rápidos remolinos, mientras tus miembros se debaten por un momento, aunque luego podrías descender, curiosamente apelotonado, hasta el fondo para ser arrastrado y llevado hasta la próxima maraña de plantas o hasta los escualos submarinos que patrullan la desembocadura del río en el océano… Tenemos pues un tema que nos arrebata y tiende a lanzarnos al mar, con todo lo que pensamos, o más bien con lo que ya no pensamos más…
Es un tema del cual tengo que salir casi enseguida, por más frecuentemente que me hunda en él (lo que bien puede resultarme necesario, de hecho).
Pero sin dudas ha llegado el momento de evocar el recuerdo anónimo de todos aquellos, innumerables, que tras haber decidido un día hundirse en las aguas del río, no quisieron o no pudieron volver a salir.
Algunos tal vez se tiraron, empujados por un deseo de conocimiento íntimo comparable al que yo sentí. Otros, por el contrario, para no conocerlo más, porque el sempiterno paso ante sus ojos de un fenómeno de esa clase les había brindado una idea de lo indecible y de lo incomprensible capaz de desesperarlos o de cansarlos solamente. O quizás algunos terminaron leyendo ahí una revelación insoportable, que prefirieron callar antes de darse muerte, algo que una revelación semejante implicaba inevitablemente.
Entre los desdichados que evoco, muy numerosos pudieron ser quienes quisieron no conocer nada más (y no solamente ese objeto en particular), luego de haber considerado, como consecuencia de relaciones desagradables con las realidades más diversas, que este mundo ya no podía ofrecerles nada agradable o tolerable.
Por último, si les creemos a los periodistas, a los poetas, a los novelistas, una cantidad considerable de personas pudieron decidir terminar así un solo, un simple episodio de sus vidas, el cual les habría proporcionado la certeza, a veces por un instante tan sólo, pero qué fatal y qué irremediable, y la desesperación de no conocer nunca nada, aunque no fuese por ejemplo más que el corazón de uno de sus semejantes y el lugar que ellos mismos podían aspirar a ocupar en él.
El hecho es que en París especialmente el Sena es uno de los modos de suicidio más frecuentemente usados. De manera que muchos parecen preferir las llamas frías del líquido antes que las de algún incendio (aun encendido por ellos mismos), o la asfixia en un líquido antes que la asfixia por gas como el gas del alumbrado, o el aplastamiento bajo las ruedas lentas y frías de ese salvaje, ese inmemorial transporte natural antes que el aplastamiento bajo las ruedas de un ómnibus, un subte o un tren.
A todos esos desesperados, locos o razonables, asustados o valientes, papanatas, quijotes o lafcadios, miserables o magníficos, teatrales o discretos o secretos, presas del despecho o del desdén, que vaya naturalmente nuestro homenaje o nuestra piedad, nuestra aprobación o nuestra resignación: en ellos pensamos con verdadero orgullo. Nunca deja de invadirnos ese sentimiento, mezclado con algo de horror, a decir verdad, cuando contemplamos al azar de nuestro paso sobre los puentes o a lo largo de las costas los objetos y los monumentos numerosos e importantes que su propio número y su perseverancia en el curso de los siglos y de las semanas obligaron a que la ciudad le dedicara a su pasión: chalecos salvavidas, boyas, lanchas rápidas de auxilio y el sombrío y terrible edificio de la Morgue.
En cuanto al mismo Sena, ¿qué nuevos sentimientos hacia él nos van a invadir en la medida en que lo imaginamos arrastrando tantos cadáveres? ¿Será acaso de rencor o enojo porque acepta con apariencia completamente impasible esos sacrificios, e incluso a veces los atrae, los incita y pareciera solicitarlos pérfidamente? ¿Será por el contrario de reconocimiento, pensando en que su corriente ha sido elegida así como lugar de descanso, como amante suprema, hermana, madre o enfermera por tantos desdichados incurables, y que ha cumplido ese papel hasta su máxima satisfacción y que no los decepcionó?
Por mi parte, no me inspira debido a eso ni más atracción ni más repulsión; ni mayor confianza ni mayor desconfianza: sé bien que ninguno de nuestros sentimientos humanos le resulta adecuado, y no le rendiré homenaje con ellos porque no tengo tiempo ni sustancia nerviosa para perder en un gasto unilateral, sino que todos mis esfuerzos más bien apuntan al proyecto inverso. Es decir: obtener de él (y sé bien que será en su contra) la ganancia de algunos sentimientos inauditos, no experimentados todavía por el hombre, que su contemplación atenta (y activa, o sea nominativa) puede permitirnos descubrir y apropiárnoslos, he tenido la experiencia cierta de ello con otros objetos (ni más ni menos reacios que él).
De manera que ya no nos verán por mucho tiempo, ni a mí ni a ti por consiguiente, querido lector, demorados en un espectáculo tan humano, tan lamentablemente humano. Ya nos hemos vuelto a poner de pie, nos hemos sacudido (como los perros que se mandan a lavar o a ahogarse en el mismo río después de haberlos mimado, acariciado o golpeado en sus orillas) el exceso de agua que altera nuestra epidermis, molesta nuestros movimientos y torna incómodas nuestras relaciones con los seres y los objetos de tierra firme.
Asimismo, aun dentro de una escafandra, que bien puedo suponer, y esta vez sin exceso o perversidad de imaginación, que sea puesta a disposición de nuestro deseo de observación algún día, repito, aun dentro de una escafandra, ¿qué verdades importantes, en tanto que verdaderamente específicas del agua profunda de los ríos (y entre los ríos, únicamente del Sena), podríamos esperar percibir?
Por cierto, podríamos examinar por primera vez, y sacar provecho de dicho examen, el fondo de nuestro río, conocer finalmente su lecho, saber qué limo, qué barro, qué piedras o qué arenas lo constituyen aquí y allá. También podríamos sin duda entusiasmarnos y sorprendernos con los objetos de toda clase, muy heteróclitos, muy singulares, que pudieron precipitarse allí por la voluntad, la negligencia del hombre o por algún accidente. ¡Qué no se puede decir al respecto! Y quizás un estudio atento de ese fondo y de los desechos que lo cubren, comparados con los fondos y los desechos de otros ríos famosos, que hacen correr sus aguas en medio de civilizaciones diferentes o por el contrario en regiones desiertas, sería interesante, curioso, lleno de enseñanzas. No se dejan en seco con frecuencia ríos de tal importancia. No he oído decir que con el Sena se haya emprendido una tarea semejante desde hace mucho tiempo. Tal vez, aparte de las dificultades técnicas que implicaría, se retrocede ante la naturaleza de las revelaciones que resultarían puestas ante la mirada del público. Tal vez se siente cierto pudor al respecto, o un miedo más o menos consciente. Tal vez imaginan que un súbito frenesí, comparable al que impulsa a los ladrones, o cierta vergüenza, o por el contrario un desaliento de consecuencias políticas o religiosas imprevisibles, pueda invadir entonces a los testigos de tales revelaciones. Tal vez se prefiere no hacer ver eso, ignorar para siempre lo que hay allí abajo, así como algunos que se sienten enfermos y tardan en ir al médico por temor a lo que tendrá que revelarles, algo que cambiará en adelante sus existencias de manera definitiva. Así como también, mucho más comúnmente aún, el hombre parece preferir no saber, para no inquietarse, lo que sucede dentro de sus vísceras –y tal vez todo funcione mejor así.
Lo cierto es que semejantes sondeos y limpiezas son poco frecuentes, inevitablemente parciales, y no se desarrollan en presencia de una afluencia de público. Las dragas que se utilizan no son objeto de ninguna devoción, ni tampoco de una curiosidad especial por parte de individuos o de multitudes. Sus pequeñas palas, sin embargo, teóricamente deben ser mucho más interesantes de desgranar que las perlas de un rosario bendecido[2]… Pero el barro, no sé por qué, tiene mala fama en el mundo actual; nadie querría interesarse demasiado en él. Tal vez sea porque en el lenguaje común de los hombres desde hace mucho está afectado por el peor coeficiente de desaprobación. En verdad había que afectar algo, ya que hacía falta que una palabra expresara esa clase de sentimientos; y bueno, se eligió el barro, y desde entonces ya no sirve prácticamente para otra cosa que para reemplazar en boca de los hombres no sé qué mueca de asco, un escupitajo. De modo que sobre el mismo barro ha recaído el asco que él sirve para expresar. Curiosa consecuencia, curioso engaño. Desde entonces los hombres se ven privados de todos los demás sentimientos que podría hacerles concebir, sin duda legítimamente, y en suma de todas sus demás cualidades, de todas sus cualidades aparte de las asquerosas. Pero dejémoslo ahí… El barro en este caso no es nuestro tema y algún día encontraremos la ocasión de dedicarnos a su rehabilitación en particular… Lo cierto es que el precioso, el fenomenal barro del fondo del Sena, del Sena de París (la preciosa, la monstruosa ciudad), no es objeto de ningún culto ni de ninguna curiosidad. Cuando podría esperarse a juzgar por las muestras que hay en todos los museos y en todos los laboratorios del mundo, sabiendo que es sometido a potentes proyectores, al lente del microscopio, a mil experimentos, a mil reactivos, y que sería legítimo que se pretenda hacer beber una taza a todos aquellos que se llaman, sin ninguna prueba previa, por ventura de la moda, la celebridad o los más sórdidos intereses, ciudadanos de honor de París. Porque finalmente, aun si todas esas observaciones, todas esas devociones, todos esos experimentos y reacciones debieran resultar irrisorios, porque desembocarían en la prueba de que el barro del Sena se parece a todos los otros barros del mundo, bueno, por cierto, no sería algo del todo inútil, y también podría extraerse alguna enseñanza de ello.
Sin embargo, no es a un objeto así al que se dirige la devoción popular. Ésta se ejerce, es preciso admitirlo, en favor de un objeto muy diferente. Reproducida en millones de ejemplares y vendida por todos los comerciantes de recuerdos de París, así como por los pequeños escultores ambulantes que instalan sus puestos en los parapetos de muelles y de puentes, una cabeza de yeso, que representa a la Desconocida del Sena, es el objeto de ese fervor. De esa figura se venden también muchas fotografías, a menudo impresas en el reverso de tarjetas postales. Algunos escritores usaron ese mito a su manera: un autor alemán le dedicó un libro entero, y se lo trata extensamente en una de las más célebres novelas que han aparecido en los últimos años[3]. La leyenda es muy sencilla: dice que el cuerpo inanimado de una joven fue sacado un día del Sena. Su rostro, de una maravillosa belleza, parecía no haber sido alterado en absoluto por la angustia de la muerte ni por la estadía en el agua. Por otro lado, no se pudo obtener ningún indicio sobre la identidad de la misteriosa ahogada, ni sobre las circunstancias de su drama. Eso es todo. La máscara de su rostro habría sido moldeada en yeso antes de la inhumación de la muerta, y lo que vemos sería la reproducción de dicha máscara. Se trata del rostro de una persona muy joven, casi una niña. Los ojos están cerrados, la boca atravesada por una especie de sonrisa muy parecida a la de la Gioconda de Da Vinci. Pero se trata de un rostro francés, parecido al que vemos en las vírgenes de Reims o de Chartres. Es algo sencillo y conmovedor, mucho más conmovedor, al parecer, que un puñado de barro. Sin embargo, a quienes lo han decidido así (y te juzgan muy mal si opinas distinto) también les gusta decir u oír decir que el hombre no es más que un poco de barro. Pero en cuanto a mí, no quiero decir nada, excepto que el barro me parece muy diferente al hombre y que quizás el hombre podría volverse muy diferente de lo que es (y que no es barro) si tan sólo se dedicara menos a contemplar sus propias imágenes que a considerar por una vez con honestidad el barro…
Así pues, el Sena visto desde adentro, con ayuda de una escafandra por ejemplo, sin duda podría revelarnos algo de la naturaleza de su fondo, y eso no sería para nada desdeñable. Pero si nos quedamos en el mismo lugar y elevamos nuestra mirada hacia el horizonte, contemplaríamos de inmediato las mismas aguas, pero no pienso que lográramos conocer verdades muy particulares de las aguas del río que hemos elegido entre todos. Por el contrario, nos veríamos privados entonces de los elementos de comparación constituidos por los objetos fijos entre las cuales se desliza la corriente de agua, y que nos permiten captar más claramente sus características.
Por lo tanto, en este momento, tenemos que subir decididamente a la superficie, salir del agua, sacudírnosla, deshacernos de ella, y considerarla en adelante desde sus puentes o sus costas.
¿Acaso vamos por eso a confundirnos con la multitud de suspirantes que siempre han rondado el Sena, al coro de aquellos que le dedican sus romanzas, a los suspirantes de sus pasarelas y de sus puentes? Ciertamente, no nos está vedado reinventar nosotros mismos en este momento los cantos que ha inspirado el río. Inclinados sobre él, por todo el tiempo que nos plazca, desde algún puente, o instalados a su cabecera, o paseándonos con la guitarra en la mano a lo largo de sus pasarelas, tanto que sentiremos latir nuestro corazón, respirar nuestro pecho, tanto que el aire respirable rodeará confortablemente nuestro cuerpo, podremos cantar, apasionados y a pesar de nuestros suspiros más gallardos, las tonadas más melancólicas o las más desesperadas.
Sí, el Sena es también el río que ha inspirado a muchos poetas, ilustres o anónimos: no sería justo olvidarlo, no tenerlo en cuenta para nada. Sí, el Sena es también el río sobre el cual Bernardin de Saint-Pierre escribió tal cosa, Nodier tal otra, Apollinaire tal otra más. Sí,
Pastora, oh torre Eiffel, el rebaño de los puentes bala esta mañana.
Sí,
Bajo el puente Mirabeau corre el Sena
y nuestros amores…
Quedémonos cara a cara con las manos enlazadas
mientras debajo
del puente de nuestros brazos pasa
la ola cansada de las eternas miradas..
Sí,
El amor se va como el agua que corre
el amor se va…
Llega la noche suena la campana
los días se van y yo me quedo.
Sí,
El río se parece a mi dolor
fluye y no para nunca
cuándo se terminará la semana…
Sí,
El río clavado sobre la ciudad
te fija como un vestido partiendo
hacia el dócil anfión sufriste
todos los regalos encantadores
que tornan ágiles las piedras.
Sí,
Tierra
Oh desgarrada que los ríos han zurcido,
Sí,
Estoy borracho de haber bebido el universo entero
sobre el muelle donde veía correr las olas y dormir las balsas
escúchenme soy la garganta de París
y si quiero me tomaré el universo
Escuchen mis cantos de borrachera universal
Y la noche de septiembre que terminaba despacio
las luces rojas de los puentes se apagaban en el Sena
las estrellas morían el día apenas estaba naciendo[4]…
Ciertamente, es algo lindo, cautivante, emocionante. Por cierto, no estamos queriendo renegar de tales voces, desear que se callen, no concederles audiencia, no hacernos eco de ellas (como se ve), sin ningún temor de que después de ellas la nuestra palidezca o se extinga. Pero también es cierto que semejantes canciones no son para nada la nuestra. No hemos sido designados para decirlas. Por lo tanto, tampoco nos interesa demasiado decirlas. Ni a ustedes escucharlas de nosotros.
No. Ni más ni menos que esto, por ejemplo, a saber que el Sena tiene su origen a siete kilómetros de Saint-Germain-la-Feuille y corre en dirección norte-noroeste en un trayecto de setecientos setenta y un kilómetros, hasta su desembocadura en tal o cual grado de latitud y de longitud, luego de haber atravesado las provincias de Bourgogne, Champagne, Île-de-France y Normandie, los departamentos de la Côte-d’Or, de l’Aube, Seine-et-Marne, Seine-et-Oise, Seine, l’Eure y Seine-Inférieure, las ciudades de Châtillon, Troyes, Montereau, Melun, París, Mantes, Rouen y Le Havre, y recibido tales afluentes por su derecha, tales otros por su izquierda, y por ejemplo solamente en la Côte-d’Or, en primer lugar la cuenca colmada del Revinson, el Brévon y algunos arroyos, entre ellos el Douix de Châtillon, luego fuera de ese departamento recibe las aguas de cuatro ríos que al menos en parte le pertenecen, a saber: el Laignes y el Ource que se originan allí, el Aube y el Yonne. Y si quiero considerar el Laignes, ¿tendré que decir que surge de una soberbia fuente y que una parte de sus aguas le llegan subterráneamente de otro río del mismo nombre cuyo origen está cerca de Baigneux-les-Juifs? ¿O que la cuenca del Ource es muy boscosa y sus afluentes principales el Douix, el Arce, el Groême, el Dijonne, el arroyo de Val-des-Choux, la vertiente de Brion, las surgentes de Thoires y de Belan, la fuente de Pré-l’Abbé, las vertientes de Riel-les-Eaux y de Clos-de-Champigny, el Bedan y el arroyo de Moulin-Pingat? Del Aube, ¿que su curso es de doscientos veinticinco kilómetros, que nace cerca de un peñasco cubierto de musgo y de enredaderas, a cuatrocientos metros de altura, en el noroeste de Praslay en la Haute-Marne, que sus aguas son transparentes como el cristal y que conserva incluso después de su confluencia en el cauce común su corriente clara aparte de las aguas verdes del río más grande?
¿Acaso eso es menos poético o menos interesante? Ni más ni menos, a saber por ejemplo que el Sena es el río en que se establecieron los Parisii y que los Normandos remontaron hasta París (y más precisamente hasta la torre que entonces vigilaba el Pequeño Puente) ese río en donde se precipitó el cadáver de tal príncipe asesinado, donde se reflejaron las llamas de la Comuna y que fue un boulevard desierto bajo la Ocupación?
¿Pero acaso también estas cosas son de mi incumbencia? ¿No lo dirán otros mejor que yo?
¿Y yo qué? Bueno, a esa pérfida y fría línea horizontal que se burla desde hace siglos de las generaciones que se apresuran en su pasarela o que cabalgan su curso para ronronearle estúpidas romanzas mirándola mover indolentemente las piernas y divirtiéndose con pequeños efectos lingüísticos o con pequeños andamiajes más o menos viciosos y retardatarios en sus costas, la consideraré (como lo hice hasta aquí) con más atención, a la vez con amor y con desconfianza, para envolverla finalmente en su propio ropaje, contento si tan sólo puedo asestarle al pasar algunas definiciones sólidas.
Y sin dudas el Sena, es momento de confesarlo, el Sena, me di cuenta bastante rápido apenas empecé a reflexionar sobre él, el Sena no me inspira naturalmente ninguno de los sentimientos tiernos o idílicos que veo tan habitualmente manifestados en los escritos a los cuales ha dado lugar hasta ahora.
Por cierto, como pareciera en principio que todo el mundo se entiende perfectamente acerca de él, que todo el mundo sabe muy bien a qué se refiere cuando dice “Sena”, y que cada cual en particular posee una idea simple sobre él, entonces, cuando me propusieron este tema, y si bien no lo planteé yo mismo, sino una persona claramente situada fuera de mí, lo acepté como posible, e incluso como probable. No fue algo que por mi parte cuestionara demasiado hasta el momento en que intenté captarlo de verdad…
Mientras tanto, el talentoso e inteligente fotógrafo que debía colaborar en el libro había llegado a Francia. Y sin dudas para él la cuestión no se le iba a plantear igual que a mí: sea como fuere, recorrió el Sena en toda su extensión, tomó fotografías… Para él la suerte estaba echada.
Por otra parte, ninguno de mis amigos a quienes se me ocurrió comentarles el asunto pareció especialmente sorprendido. Varios incluso reaccionaron de tal modo que me hicieron creer que sabían bien cómo me las iba a arreglar para tratar ese tema.
Pero había algo que sin embargo ya debía preocuparme un poco, intrigarme: cada vez que tenía la oportunidad de cruzar el Sena o de bordearlo, me sorprendía no recibir sino una impresión bastante poco intensa, bastante poco clara, bastante poco profunda –como un roce superficial. En verdad, esa misma lentitud de nuestros acercamientos tenía algo conmovedor. De vuelta en casa, cuando pensaba en ello, estaba dividido entre dos sentimientos. O bien se me aparecía la dificultad misma del tema, y al mismo tiempo su interés, la amplitud de los problemas de toda clase que suscitaba –lo cual me tentaba y me asustaba a la vez. O bien, al pensar de la manera más concreta posible en las aguas de mi río, sentía más bien cierta aversión. A veces esas dos impresiones se combinaban. ¿Cómo captar el ser de esto?, me preguntaba. ¿De qué se trata? Es una tropa que corre sin cesar desde hace millones de años, que no ha dejado de llegar hasta mí o de escaparse de mí (si me imagino parado sobre un puente), de pasar, de desfilar delante de mí (si me ubico en una de sus costas). Siempre en el mismo sentido, lo que resulta molesto y desesperante… Una masa de materia envolvente, hostil, muy capaz de ahogar. Una tropa insípida, fría, dulce y pérfida, con la cual no me gusta meterme, a la que no sería bueno llevar a casa. No me gusta tanto. No me conviene tanto. París (y el Sena) siempre me parecieron situados demasiado al norte para mi gusto… Pero además, es un agua como cualquier otra. Una parte del agua que corre por la superficie del mundo y toma ese curso, esa zanja –eso es todo. Y en suma el Sena es mucho más ese curso, sus orillas, su fondo, sus cielos que el agua en sí misma, que es un agua indiferente, nunca la misma, y siempre de la misma naturaleza, que por casualidad se ha visto precipitada allí y se ha introducido en esa zanja. Por otra parte, esa agua no adquiere en la zanja ningún aspecto que me cautive o me entusiasme especialmente. No pareciera ser del todo una fuerza de la naturaleza, un fogoso acontecimiento de borbotones, de melenas, de trompas como el Rhône, por ejemplo, en el cual participaran nieve y torrentes. Aquel desciende de las alturas, de los glaciares. En la medida en que me gustan los ríos que saltan entre las piedras, que ríen, que hacen lío, se agitan como la juventud al bajar por el curso de la vida, tanto más me cuesta dedicarme a ese deslizamiento como tal, a ese triste resultado de las lluvias. No, el Sena, lo lamento, no me inspira. No más que una aversión. Como los ríos en general y sobre todo los ríos lentos. Y sobre todo los ríos profundos. Me horroriza el agua que se pretende pura y transparente pero cuyo fondo no veo. Sobre todo las aguas que por su pereza y su negligencia, por su abulia en deslizarse, ensucian y pudren sus fondos.
Me gusta más el agua de la canilla. Me gusta esa actividad, esa risa, esa precipitación, ese ajetreo. También me gusta el agua de la jarra, el agua de mi vaso. Pero no soy muy sensible a los encantos de esa agua profundamente sucia, impura –y que sin embargo centellea en la superficie en medio de bosques.
No, el Rin no es mi padre, el Sena no es mi mujer[5], y si hay una literatura que aborrezco es precisamente la que diviniza, en términos líricos, a la Eva, a la Onda: esa literatura a la Reclus[6].
En cuanto a definir los ríos como caminos que van y transportan adonde uno quiera ir, bueno, le dejo esa responsabilidad al profundo autor de esta observación: no parece en absoluto suficiente.
¡Ah! Inclinado sobre el agua desde un puente, me hace falta hablar más bien de un flujo de ideas no plásticas, casi soñadoras, que me viene con la corriente, que no puedo retener, que sigue su ruta río abajo, tras haberme atravesado de alguna manera, y que termina perdiéndose en el remolino, en el caótico reposo del océano, antes de haber pedido cobrar forma del todo –a falta de haber sido captado o retenido mínimamente por la memoria y siempre apresurado por lo que viene inmediatamente después.
Sí, es el flujo incesante de las ideas soñadoras, salvajes, no retenidas y a decir verdad no pensables, el flujo que atraviesa París –esa París repleta de bellos y grandes monumentos de estructura eterna, mucho menos eterna que ese flujo, el flujo incesante.
Pero París justamente se formó donde ese flujo podía ser atravesado más fácilmente, y el pensador sobre los puentes, instalado perpendicularmente al curso del río, puede sentir fuertemente su identidad personal acodándose allí.
Sí, el río es ese curso de agua salvaje que pasa a través de todo, a través de los monumentos de las culturas más refinadas –con un andar a la vez fatal y estúpido, profundo, a veces barroso–, es la corriente de lo no-plástico, del no-pensamiento que atraviesa sin cesar la mente, evacuando sus residuos, sus desechos, sus recursos, arrojándolos al mar. Ciega y sorda. Fría, insensible.
Hendidura, surco, pliegue hueco, zanja, ingle, valle.
Sé bien que a partir de la noción de pliegue hueco, de valle, de zanja, podré dar cuenta de un gran número de rasgos del río. Entreveo largos desarrollos a partir de allí.
Pero antes, aprovechando mi posición de espectador que examina el río desde arriba de un puente, debo dar cuenta de algunos otros rasgos, también esenciales, que estoy apurado por despejar de una vez.
Estoy pues inmovilizado aquí en esta especie de eterno presente que es el del espectador, inmovilizado ante el río móvil. No me muevo, ni actúo, tampoco veo todo lo que ya ha pasado (lo que entonces sería saber), porque el hecho mismo de que el río siga pasando me obliga a no cerrar de ningún modo ese pasado y me fuerza a anticipar el futuro. Pero si el futuro sólo es ignorancia, cuando es el futuro del espectador y no del actor que forja ese futuro, ¿cómo puedo concluir otra cosa que no sea: esto va a seguir así eternamente? Cada vez, me digo, que veo lo que pasa, veo el mismo río que se desliza. Todo sucede pues como si no se hiciera nada, puesto que nada queda, nada permanece como algo adquirido. Así, el río sería la imagen concreta de lo que una gran mente de nuestra época, a quien acabo de robarle ya varias expresiones, llamó “el tiempo transdialéctico: un tiempo sin contradicciones, un tiempo sin lucha, un tiempo apaciguado, un tiempo donde todo no hace más que deslizarse”, una especie de “sustrato neutro”, la imagen de un “tiempo que no tiene forma”, donde “todo se sacrifica a su unidad”. El río es la imagen de ese tiempo vacío de acontecimientos, de ese tiempo supra-vital que los metafísicos a menudo se han dedicado a concebir “y del cual resulta muy natural –observa el mismo gran pensador– que luego de haberlo captado así como un dato (cuando no se trata más que de una ficción), lo hayan declarado dato único”. “Los metafísicos –sigue diciendo– nunca han hecho otra cosa”, y concluye muy justamente que “cuando se pretende luego llegar al mundo complejo de los fenómenos, a la vida, a la historia, no se podrá interpretarlos. Porque no será el tiempo como tal lo que habrá que intentar concebir, sino el movimiento o los movimientos del tiempo, su estructura dialéctica, tal y como aparece en la vida y en la historia”[7].
Por mi parte, concluiré que los metafísicos sin dudas no pudieron concebir esa ficción sino a partir de datos muy reales que constituyen particularmente a los ríos, el agua casi eternamente fluyendo; y que a mí me alcanza con este río, o más bien que lo aprecio por ser concreto de otro modo, denso y complejo de otro modo, pues así me obliga, tal como lo hago a partir de él, a captar muchas otras nociones, absolutamente diferentes (y también contradictorias), donde refrescarme, espesarme, calmarme finalmente y reforzarme en mi propio impulso.
Volvamos, por ejemplo, a nuestra noción de valle: ¿no nos conduce enseguida esta noción a la bajeza, con su coeficiente peyorativo y su corolario de humillación? ¡Ah, estoy muy contento, entre paréntesis, de que la relación fonética entre las raíces humid y humil me resulte finalmente justificada! Sabía bien que un día u otro encontraría su fundamentación. Sí, ¿acaso no resulta evidente, para quien lo piensa un minuto, que el valle, el pliegue hueco, la zanja (científicamente le dicen thalweg) es por definición la línea de la mayor bajeza, de la máxima humillación de toda esa región, designada a su vez por la palabra cuenca[8]. Así se explican (entre otros) algunos sentimientos pueriles, anotados ingenuamente como lo que sigue, por ejemplo, encontrado entre mis papeles. El agua tal como cae del cielo, la acepto de bastante buen grado. Pero el agua de los ríos, bueno, lo siento, nunca pude sentir nada por ella. Entiéndanme. Está muy bien que llueva, y es perfecto que el agua impregne la tierra, haciéndola apta para la vegetación, no veo en ello ningún inconveniente, por el contrario. Lo que me molesta, no sé por qué, es la divinización de los ríos, de esas zanjas…
¡Pero ahora sé por qué!
Es que el lecho de los ríos es el lugar de la humillación (activa, sensible, visible, en acto) de toda una región. Cuando se llega al Sena, estamos en el lugar geográfico más bajo. A lo que está más abajo en la superficie de toda su cuenca. En su lecho convergen todas las humillaciones, todas las bajezas (de todos sus afluentes, y de sus respectivos afluentes). La humedad y las humillaciones de toda una región.
Ese lecho es la arruga, la manera en que se ahueca, por diversos avatares, los sucesos, las desgracias, y por y a través de las lágrimas y otras secreciones que resultan de ello, la superficie de la tierra en nuestra región.
Sí, es el flujo incesante de las ideas salvajes del que hablaba hace un momento, sí, es el flujo de lo no-plástico, de lo no-pensable, pero es también el flujo de lo que ha sido vivido, el residuo de todo lo que se actuó, el flujo de lo que no pudo ser asimilado y que debe ser rechazado, evacuado. Sí, así es como la naturaleza silvestre entra en París, la atraviesa y sale –pero ahora sé a qué se parece lo silvestre: sé que también la orina es silvestre.[9]
Flujo cotidiano, de todas las horas, flujo de todos los instantes.
Cloaca, cloaca a cielo abierto. Y no hablo en sentido figurado.
¡Porque después de todo es cierto! No hay una gota de líquido producida en la superficie de esa cuenca, ni nada de lo que se derrama tanto del cuerpo de los hombres o de los animales como de la tierra o del cielo, si no forma parte de los dos tercios que se evaporan en el camino, que no se encuentre finalmente en ese lecho. Y cuando hablo de los dos tercios que se evaporan, sólo es válido para el agua de lluvia, pero las demás aguas tienen muchas menos oportunidades de hacerlo: los líquidos cloacales no se evaporan casi nada. ¡Sí, claro! Porque lo que se infiltra en el camino en la superficie de la cuenca, vuelve a surgir finalmente en otro sitio, y termina volviendo al lecho, después de haber sido más o menos filtrado, es cierto.
Piensen: cada vez que mean o cagan…
Cada vez que estrujan una media encima del lavatorio, en la planta baja de sus casitas de campesino en Champagne, de obrero en l’Aisne, o en el Seine-et-Oise, o en el séptimo piso del inmueble parisino donde usted se pudre, viejo enfermo, le agregan al Sena un poco de lo que él jovialmente hace centellear entre las laderas arboladas de Saint-Germain o de Chatou. Y ustedes quisieran que eso corriera más rápido, en caso de necesidad bajo la forma de una ancha corriente de aguas barrosas y amarillentas. Pero no. La mayoría de las veces lo hace con toda tranquilidad –centelleando– dejando en duda si está durmiendo o si corre. La más innoble incontinencia da lugar así por momentos a un lindo espejo natural.
“Entra como un cisne y sale como un cerdo”: creo que Heine habló así del Spree de Berlín. Y por cierto, es algo que se puede aplicar no solamente al Bièvre o al Rouillon, sino al mismo Sena de París, si pensamos en que ese río, cuyo recorrido dentro del departamento que lleva su nombre es de sesenta kilómetros, más de doce en París, debe estar muy fuertemente contaminado más abajo por su paso en medio de una aglomeración de cinco a seis millones de habitantes. Y podremos desear entonces que se terminen las obras emprendidas, y que la frase “todo a la cloaca, nada al Sena” se vuelva una verdad, y que las aguas servidas, en vez de ingresar al río en Asnières, vayan finalmente a volcarse en los campos de fertilizantes de Gennevilliers, Achères y Méry-sur-Oise. Por supuesto, la mayor parte de esas aguas no dejarán por ello de retornar al lecho del río más o menos lejos, más o menos río abajo, pero al menos habrán sido filtradas en los terrenos subyacentes de los campos de fertilizantes que complacientemente acabamos de citar.
Por el momento, todo va al Sena, y por mi parte tengo también que tirar aquí ciertas cosas que me dijeron, que no he verificado, pero cuya evocación me causó una impresión tan fuerte que deseo librarme de ellas cuanto antes.
Tal parece que en determinados sitios de los suburbios cercanos, río abajo de París, pueden verse las instalaciones de empresas industriales relativamente importantes, concebidas y dirigidas por individuos que no temen consagrar sus vidas, sus nombres y ganar fortunas que luego bien pueden gastar en dotar a sus hijas de ropa blanca inmaculada –que no temen, como dije, ocupar su tiempo y su mente en la recuperación de materiales recogidos por el Sena durante su paso por la aglomeración parisina. Resulta pues que algunos, después de haber instalado unos diques superficiales, recolectan flotas enteras de corchos que, más o menos lavados y remodelados en formatos reducidos, servirán para tapar luego muchos frascos de remedios o de perfumes. Otros pasan sus existencias en barcas especiales, provistas en su centro de una gran caja en forma de ataúd. Armados de largas pértigas con arpones, pescan a su paso animales muertos cuyos cadáveres, convenientemente tratados, les procurarán ganancias apreciables. Las grasas, fundidas y blanqueadas, entrarán en la composición de diversas margarinas, mientras que los huesos proporcionarán los polvos calcáreos que sirven para fabricar numerosos productos farmacéuticos u otros, tales como tizas, talcos o pastas dentífricas por ejemplo. Pero las más modernas de esas empresas, las más considerables entre los industriales, las más ricas, las mejor equipadas, las más famosas, aquellas cuyos dueños tienen las hijas más buscadas, son las que tienen diques formados por postes o enrejados flotantes que sólo retienen la crema, la espuma, esa película a menudo muy espesa de aceites, grasas y mugre que se fija en la superficie impregnándola y recubriéndola. Entonces, no hace falta más que raspar esas superficies, desengrasar esos enrejados y luego tratar químicamente la pasta obtenida para chuparse enseguida los dedos con las mejores margarinas, los más finos jabones, con otros mil artículos de lujo, delectación y belleza.
Son cosas que funcionan, y no haré el ridículo de condenar ocupaciones semejantes.
Además, estoy impaciente por abandonar una visión tan anecdótica de las cosas: lo mismo a Heine, sus supuestos cisnes y sus supuestos cerdos, que a nuestros recolectores de cloacas y otros refinadores de suburbio.
Como ya tuve la oportunidad de darlo a entender, el Sena, río abajo de nuestra aglomeración, de sus letrinas y de sus chimeneas, no parece menos puro que en su curso superior: bajo las enramadas del Eure y del Sena inferior ofrece muchos lindos espejos naturales. Lo que sin dudas sería un signo de que en efecto no es menos puro, que no lo es ni más ni menos. Lo único que nos parece digno de destacar (y que en primer lugar nos gusta), porque se trata de una cuestión de principio, es –si continuamos honestamente nuestra dialéctica, si la llevamos a su término, si nos valemos finalmente de lo que sin dudas vemos, pero que tal vez tenderíamos antes bien a ocultar si nos interesara más perseguir una metáfora seductora que alcanzar una verdad inaudita y desconcertante– es entonces que el mismo lugar de la humillación y de la bajeza, el lugar donde se desaguan infamias y vergüenzas es también un lugar de espejos, de pureza y de transparencia, y que por último es solamente en esos lugares, los más bajos, y en esas aguas residuales, sí, tan sólo allí donde aquello que está en lo más alto, donde por fin los cielos pueden (o aceptan) reflejarse.
Y por cierto, es algo perceptible no sólo para la mente de cualquiera que reflexione, sino también para la menos prevenida, la menos preparada, la más distraída de las miradas: en la superficie de la tierra nada es más reflejante, no hay otro espejo natural que no sean las extensiones líquidas. Un aviador se da cuenta enseguida. El reflejo es patrimonio de esas extensiones, de esas napas horizontales, de esos lechos de putas. Y espejean tanto más, reflejan tanto más nítida, claramente, en la medida en que están, por una parte, más inmóviles, o más lentas, más perezosas, y en cuanto sus fondos, por otra parte, son más oscuros, su azogue es más denso y está más uniformemente extendido.
Esto me permitirá pues darme cuenta con exactitud, explicarme a mí mismo determinados sentimientos o sensaciones que frecuentemente llegué a experimentar dentro de mí cuando me acerqué a mi Sena.
Sí, cuando llego a su valle, aunque sea dentro de París, aunque sea en la desembocadura de una calle o callejón, cuando finalmente me encuentro cerca de esas aguas, a menudo miro menos el agua (sólo la miro con el rabillo del ojo), y también cuando la pienso desde mi escritorio, a menudo recuerdo menos el agua a fin de cuentas y más esa especie de ancha zanja irregular, ese gran carril en el terreno, esa gran grieta azul o gris o amarillenta, por último ese brusco esclarecimiento del paisaje, ese súbito claro.
De tal claridad, que parece afectar no solamente a la superficie, sino también al interior mismo de la tierra, me acuerdo también (o la percibo) como de un par de tijeras abiertas cortando un retazo de seda estirado. Ya saben, cuando la hoja inferior avanza invisible bajo la tela, aflorando brillante a medida que el tejido, en este caso un tejido de asfalto y de piedra tallada, de edificios de piedra, es cortado. Y la hoja superior, que avanza al mismo tiempo, pero que pareciera tan sólo seguir a la otra, esa hoja superior no es sino la franja de cielo que corresponde al río, a su vez hoja inferior de nuestras tijeras abiertas.
También me pasa que lo percibo como un fruto abierto, o uno al que le falta, al que le han sacado antes de exponerlo un pedazo, una rodaja, una sección, para probar su calidad interior, su inocuidad, su inocencia.
Sí, tal parece, llegando a un valle, que le hubieran sacado una sección al paisaje; en París, en las inmediaciones del Sena, que le hubieran sacado un barrio a París.
Y como al fin, sin duda alguna, nos gustaría mucho tener la certeza de que el interior de nuestro fruto –de nuestra manzana, de nuestra naranja, de nuestra tierra, de nuestra región, de nuestro París– es una pulpa sabrosa y clara, bajo la cáscara más fangosa, más barrosa –una pulpa parecida a la pulpa, a la inmaterial pulpa del cielo: pues bien, aquí se nos ofrece esa ilusión.
Y aun cuando sólo se trate de una ilusión, al menos el deseo que sentí sería en verdad una certeza. Sí, estaría al menos y sin dudas seguro de lo que deseo. Así que gracias, oh Sena, porque en todo caso me lo probaste: ¡el cielo no es más puro que el fondo de mi corazón![10]
Por cierto, entiendo lo que me van a decir: que el cielo no siempre es puro y sereno, puro y tranquilizador –y que también entonces el líquido lo refleja– y que la impresión desesperante que sentimos entonces se ve tanto más agravada, es decir, en una suma doble. Sí, pero también por eso hay que rendirle homenaje precisamente al líquido. Porque así tenemos la ventaja no solamente de gozar (triste o alegremente) dos veces del cielo, sino también de disfrutarlo de una manera un poco más tangible, ya que podemos sumergirnos en esas aguas, en la imagen suave o desesperante del cielo, podemos saciar nuestro deseo de abrazarlo o de tocarlo con el cuerpo, para besarlo o combatirlo, podemos además sacarle un vaso y ponerlo adentro de nuestro cuerpo.
Y sin duda que todas las cualidades que acabamos de captar son comunes para todas las extensiones líquidas sobre la superficie de la tierra e incluso son más perfectas, más realizadas en cualquier estanque, lago o laguna natural o artificial que en los arroyos o los ríos. ¿Por qué entonces nos impresionan de manera más fatal, más amplia, más dramática en cualquier arroyo o cualquier río antes que en un lago o laguna?
Pues bien, sin duda por dos razones (por lo menos). En primer lugar, porque el hecho de que la zanja en este caso nos parezca de una longitud indefinida (puesto que viene de más allá del horizonte y prosigue del otro lado también más allá del horizonte), precisamente este hecho nos da la impresión de una herida más grave, una prueba más decisiva, una certeza mejor fundada. Y también es porque sólo entonces resulta aplicable la imagen de las tijeras, donde la comisura de las dos hojas se halla pues en el horizonte río arriba.
En segundo lugar, el movimiento torna la cosa más presente, más actual y por ende más emocionante, más sensible, si por otro lado se pretendiera –y estaríamos equivocados– no tener en cuenta todas las impresiones de otro tipo, como las que he mencionado anteriormente, en relación con nuestra noción del tiempo supra-vital por ejemplo, y que convergen con nuestra sensación añadiéndose a los precedentes.
Sea como fuere, mi mente se encuentra lo suficientemente colmada por tal sentimiento como para que finalmente se desborde y yo entone mi himno al líquido.
Sí, esto me resulta evidente ahora, el Sena no corre sólo entre sus dos orillas sino también entre dos partes de mí mismo, que se parecen pero a las que separa, y que sus aguas reúnen y reflejan. Es evidente que encontró una pendiente importante; que sigue, ahonda y llena un valle importante, una falla importante de mi cuerpo. ¡Oh, hay ahí entonces una muy buena oportunidad, un logro muy grande!
¡Oh, qué bueno es que el líquido exista, que ahonde y llene de ese modo y que satisfaga, limpie, abreve ciertas fisuras naturales de la tierra y de mi cuerpo! Qué bueno que la naturaleza entera no sea solamente sólida y gaseosa; que algo pesado, denso y tangible como lo sólido sin embargo se deslice y se escape; y que pueda ser fácilmente dividido, habitado; y que puedan infiltrarse en mis vacíos, en mis sequedades y reanimarlas. Que algo así, capaz de movimiento, haga de espejo, destelle y refleje el resto del mundo, sólido o gaseoso; que multiplique el cielo y las cosas; que parezca a la vez eterno y pasajero, fatal y accidental, profundo y superficial, estúpido y dotado de reflexión.
Qué bueno es que las nubes se fundan y que la diseminación, la dispersión de las lluvias se reúna en fuentes profundas y luego en arroyos y ríos que dan la impresión de volumen, de fuerza, de musculatura, de abundancia, de generosidad, y a la vez de una serena seguridad, de intenciones precisas, de perseverancia, de continuidad… y que eso se deslice tranquilamente hacia los grandes descansos, los grandes reservorios del océano.
Qué bueno que esa recolección prosiga, atrayendo irresistiblemente hacia ella a las aguas dispersas. Qué satisfactorio que haya así en cada región de la tierra un flujo central, una majestuosa avenida central, bien ubicada, cada vez más fundamentada y confirmada, donde todo se junta y adquiere su dirección justa y su más corto camino hacia su fin, su magnífico descanso.
Qué placentero y hermoso que las aguas que corren hayan buscado su ruta con inquietud y precipitación, que al fin la encuentren y qué alegría deslizarse un buen día en el lecho común.
Y más en general, qué bueno es que la naturaleza se presente así en tres estados y nos permita pasar por todos nuestros sentidos de uno al otro conforme el anterior nos haya embriagado o nos haya dejado sedientos, y entonces deseemos cambiar.
Y más en particular, que el líquido natural más expandido sea el agua, esa agua que lava y que sacia a personas y cosas; que las despoja de aquello que no les pertenece esencialmente, las refresca, las rejuvenece, arrastra lejos de ellas sus residuos, sus desechos, sus partes muertas o demasiado viejas.
Esa agua pureza y espejo. Esa agua que consuela y cura sus arrugas, sus heridas, tapa sus grietas, calma sus resquebrajamientos, sus sequedades, su sed.
Esa agua que reanima, que hace revivir, que sube por sus troncos y sus miembros. Esa agua cuya aplicación quita el dolor de cabeza, y compensa el exceso de calor creado por la energía, el trabajo, las penas, los ejercicios corporales e intelectuales.
Esa agua, en fin, esa agua del mundo, quizás específica de nuestra tierra a la que envuelve íntegramente con sus velos líquidos o vaporosos –y cuyas características quisiera ahora examinar un poco más seriamente, puesto que el Sena a fin de cuentas sólo es una pequeña parte de ella.
*
Resulta muy notable que la naturaleza tanto interior como exterior a nosotros se presenta en sus tres estados, y he dicho que debíamos felicitarnos por ello.
Si se admite que nuestra Tierra, en su origen, no fue sino un fragmento desprendido del Sol, no estamos tan seguros sin embargo de que los minerales se formaron a partir de líquidos: tal vez fue a partir de especies estables a temperatura más elevada. Nos es posible, en efecto, imaginarnos el Sol, y por consiguiente el actual núcleo central de nuestra Tierra, y por ende la Tierra entera en su origen como una inmensa masa gaseosa e incandescente, y aun como un simple conjunto o sistema de cargas eléctricas.
Sea como fuere, parece que como efecto de un enfriamiento progresivo, algunos de los elementos gaseosos de ese conjunto en contacto con capas aún más frías del éter intersideral se condensaron en diversos vapores, entre ellos el vapor de agua. Podemos imaginarnos entonces una primera edad de la Tierra donde su historia se redujo a una especie de tormenta perpetua. Gas que se elevaba por el mero hecho de su energía cinética, que luego se condensaba y caía en lluvias que, en contacto con el núcleo central, se evaporaban de inmediato, para condensarse de nuevo, volver a caer en chaparrones y así sucesivamente, arrastrando en sus movimientos numerosas cenizas hasta que gracias al enfriamiento continuo poco a poco se forma una costra, ardiente todavía aunque sólida de modo que la tormenta prosigue, pero poco a poco los movimientos de evaporación se hacen más lentos y el líquido finalmente puede permanecer un momento en las depresiones de la superficie.
Sucede así que el líquido ya no se evapora sino en parte y se forman los océanos, pero a una temperatura tal (temperatura de incubadora) que toda clase de cuerpos simples, fósforo, carbono, etc., resultan entonces íntimamente mezclados y disueltos en el agua, y aquellos cuya combinación compleja constituye la materia orgánica pueden asociarse y dar lugar dentro de los océanos a los primeros fenómenos de la vida, cuya imagen nos ofrece todavía actualmente el plancton.
He aquí pues, querido amigo, cómo nuestra imaginación nos permite describir lo que los anteriores libros sagrados llamaron el Génesis.
Pero lo más maravilloso que hay para decir, escúchalo bien, es lo siguiente: al agua químicamente pura, e incluso a la que se puede obtener por síntesis en los laboratorios, le queda algo de ese rasgo monstruoso y casi divino.
Sí, cuando se estudia el agua comparativamente con otros líquidos, se comprueban anomalías tales que pueden confirmar en verdad la hipótesis de su carácter originario.
Deseoso de ahorrarte nuevas fatigas, no te arrastraré esta vez mucho más adentro de los maravillosos jardines de la ciencia cuantitativa, erizados de fórmulas y de aparatos raros. Pero ya que nos hemos acercado de nuevo, déjame mostrarte sin embargo, como a través de rejas, algunos de los tesoros que se han acumulado allí.
Considerado antaño como tipo del estado líquido, el agua es un fenómeno casi único en su género. Para explicar sus diversas anomalías, de las cuales la más usualmente experimentada es su aumento de volumen por solidificación (pero hay muchas otras, más sorprendentes aún), la física moderna acaba de abandonar la hipótesis según la cual sería un líquido asociado, mezcla de diversos hidroles. Ahora prefiere representar una masa de agua cualquiera como una gigantesca molécula única, con lazos internos móviles (aunque sin embargo sólidos), y con vacíos importantes cuyo parcial llenado daría cuenta especialmente de su anomalía de densidad.
Además está completamente aceptado, y te ruego que midas la importancia de ese descubrimiento, que determinados cuerpos disueltos, lejos de destruir la regularidad del ensamblaje coordinado del agua, por el contrario lo consolidan.
De modo que si recordamos el hecho de que ciertos organismos marinos, como la medusa por ejemplo, contienen más de un ochenta por ciento de agua, no consideraremos en definitiva para nada como una boutade la siguiente frase del físico Langmuir: “El Océano entero no es más que una gran molécula un tanto laxa y la salida de un pez es consecuencia de un proceso de disociación.”
En este punto, una señal de mi dedo bastará sin dudas para hacerte recordar las analogías desarrolladas en la primera parte de este discurso, y comprender inmediatamente el magnífico eco de una proposición así dentro de la retórica. No quiero insistir en ello.
Así, nos hallaríamos pues actualmente en una época del mundo, o si lo prefieres, viene a ser lo mismo, en una temperatura del mundo, donde los tres estados de la materia pueden existir simultáneamente, de una manera relativamente estable aunque muy móvil, agitada, de donde resulta la vida. Y no solamente en lo que hemos adquirido el hábito de llamar la Naturaleza, sino también en nuestro mismo cuerpo, es decir, en una de las formas llamadas superiores de la vida, y no solamente en nuestro cuerpo, sino en las formas de nuestra mente, lo que implica la coexistencia, allí como en todas partes, del objeto, la mente y la palabra.
Pero ya que hemos elegido en este caso un objeto líquido particular, un río: el Sena, y que elegimos tratarlo según la forma retórica que le resulta adecuada, nos falta ejemplificar, de acuerdo a ese objeto y según nuestro modo de expresión, nuestra hipótesis general y restringirla al caso en cuestión.
Pues bien, es fácil. Digamos tan solo que la tormenta, de la que hablábamos hace un rato, continúa. Aunque en proporciones y con una intensidad incomparablemente menores. Se ha atenuado, fragmentado; es entrecortada por espacios y períodos de buen tiempo. ¿Buen tiempo? A decir verdad, no lo deseemos demasiado, no lo deseemos en absoluto, porque lo que llamamos así prefigura sin dudas una época del mundo en que el líquido habrá desaparecido, y todo se secará, y es probable que nuestra especie haya cambiado mucho… hasta desaparecer sin dejar rastros. Sea como fuere, el agua sigue cumpliendo su ciclo tal como lo hemos descripto, y es en los días de buen tiempo cuando se eleva hacia las alturas de la atmósfera. ¿Qué es entonces el Sena, dentro de este ciclo? Nada más que una, y ni de cerca la más importante, de las grietas que toma indiferentemente una parte del agua cuando corre por la superficie de la Tierra para alcanzar los lugares donde se evapora en masa: el Océano. ¿Y no parece cómico pensar, cuando hemos adquirido esta idea de nuestro río, que tales zanjas alguna vez pudieron ser divinizadas? Pero ciertamente llegaron a serlo, por obra de las larvas que somos. No me seguiré sorprendiendo más con ello.
Prefiero considerar con un poco de atención el exquisito mecanismo según el cual marcha y funciona la divertida relojería del mundo actual. Sí, bien podemos considerarlo así, en la medida en que las más terribles tempestades, trombas, ciclones, huracanes ya no afectan en verdad de manera muy desastrosa la vida de nuestro universo. Me gustaría verlo desde un poco más arriba, o que me lo representaran más chico, para comprobar entonces con qué minucia, qué complicaciones, qué ínfimos matices se da el funcionamiento de ese delicado aparato. ¡Cómo inciden toda clase de influencias, de soplos, de engranajes sutiles en la formación, el curso, la detención y la precipitación de las nubes! ¡Cómo se desencadena todo, al parecer inopinadamente, pero de la manera y a la hora más precisa, exactamente en el lugar determinado! Qué variedad de formas, de meteoros, de músicas, de efectos, de fenómenos. Ah, un chorrito de agua por aquí, y mira por allá la tormenta que se forma, estalla y se precipita y se deshace, y las aguas se filtran alegremente en la pequeña hondonada del terreno, observa todas esas arrugas. Elijamos una para estudiarla. ¿Aquélla? No le saques los ojos de encima, no la pierdas de vista, es el Sena… Pero espera, déjame observar primero cómo se organiza el mecanismo del cual sólo es uno de los pequeños corredores, el mecanismo que lo alimenta.
Y comprueba de inmediato, desde el punto elevado en que nos hallamos, cuán visible es, aunque las aguas, en oposición al fuego, no sean una fuente de calor y no tengan actividad propia, aparte de su movilidad (y la fluidez de los vapores que surgen de ellas), no obstante su sensibilidad a los impulsos que provienen ya sea de los movimientos de la atmósfera, ya sea de las atracciones de los astros, le comunican al globo entero una apariencia de animación y de vida. Observa que los cambios más importantes dentro de los mismos continentes se deben a la circulación de las aguas corrientes, porque causan, incluso en las capas más profundas, perturbaciones más variadas y al menos tan importantes, en todo caso más constantes, que las de los volcanes que ocasiona el fuego interior.
Mira ahora cómo pasan las cosas.
De hecho, casi todos los contrastes de clima provienen de que la atmósfera, constantemente en movimiento, se halla en contacto unas veces con el agua de los océanos, otras veces con la tierra firme. La tierra se calienta y se enfría aproximadamente dos veces más rápido que el agua. Ahora bien, en los alrededores del paralelo norte 65º es donde la masa continental está más extendida. Será pues en ese punto donde se mostrarán las anomalías térmicas más fuertes, los contrastes más acentuados del clima. Es también allí donde las perturbaciones atmosféricas serán más frecuentes y más irregulares.
De hecho, nuestras regiones de Europa occidental, aunque situadas un poco por debajo de esa latitud, poseen una inestabilidad del tiempo caracterizada por un cielo que cambia de un día para el otro, golpes de frío que interrumpen el calentamiento de primavera, formación de nubes y chaparrones que suceden rápidamente a las horas soleadas, jornadas tórridas bruscamente interrumpidas por una tormenta.
Es porque la atmósfera que las baña trae tanto el hálito del trópico como el de las regiones polares, el soplo del océano y también el de las estepas asiáticas.
Entre las altas presiones oceánicas subtropicales centradas en las Azores y las bajas presiones oceánicas subárticas centradas en Islandia, el aire debe desplazarse, desviado por la rotación de la Tierra, hacia el este noreste.
Ese gran flujo oceánico que proviene del oeste sudoeste, progresivamente enfriado o calentado según las estaciones pero naturalmente húmedo, afecta los sistemas nubosos, cuya extensión se ve limitada en invierno por un pico de alta presión que prolonga hasta Suiza e incluso hasta el Macizo central francés el gran máximo del Asia.
Por otra parte, sufrimos en este caso el contragolpe debilitado de las perturbaciones pasajeras más profundas, debidas a áreas ciclónicas que se desplazan rápidamente sobre el océano durante una misma jornada, arrastrando a menudo anticiclones migratorios. El elemento activo en la formación de tales perturbaciones es el aire polar que expulsa a las alturas al aire tropical. Se producen en el frente constantemente oscilante donde se encuentran las masas de aire tropical y de aire polar, y su energía es tanto mayor en la medida en que surgen en latitudes más altas. Las nubes surgen y se condensan en superficies de discontinuidad inclinadas, a lo largo de las cuales se enfrentan esas masas de aire de diferente origen. Se presentan allí en masas poderosas y generadoras de lluvias, mientras que nubes ligeras aparecen en los intervalos. Tales sistemas nubosos sobreviven la mayoría de las veces a las perturbaciones que los generaron y prosiguen su ruta hacia el oeste disipándose poco a poco…
Sea como fuere, ya sea que su origen se encuentre en el flujo regular de la atmósfera entre los grandes centros de acción que describí hace un momento o en la resonancia de perturbaciones pasajeras de tipo ciclónico, en todos los países de Europa occidental la lluvia viene del océano, traída por hileras de nubes que abordan el continente empujadas por los grandes vientos del oeste, reguladores de nuestro clima.
Pero acerquemos un poco más nuestra mirada a la región que nos interesa: comprobaremos enseguida la sensibilidad de las precipitaciones ante las menores asperezas del terreno. Comprobaremos también que llueve cada vez menos a medida que nos internamos en el continente. En cuanto a las variaciones de las precipitaciones con relación al relieve, observaremos que las pendientes a barlovento son las más húmedas, y las pendientes a sotavento son relativamente más secas. Es como si las colinas del Bocage normando, las mesetas del Haut Perche y de la región de Caux hicieran de pantalla o de abrigo para el conjunto de la cuenca parisina, donde todo es transición, a partir de allí, y matices delicados.
Por otra parte, ya que desde el punto de vista en que nos hemos ubicado los años pasan rápido (¿no es así, querido amigo?) y más aún las estaciones, muy pronto nos fue posible observar que en razón de la situación cósmica de nuestro planeta, y debido a que los frentes polares tienden a reunirse en invierno, la frecuencia y la energía de las perturbaciones de origen ciclónico se ven entonces muy incrementadas, y resulta aumentado proporcionalmente el eco que sentimos de ellas en nuestro continente. En esa estación será cuando las hileras de nubes abordarán nuestras regiones con mayor frecuencia y en mayores masas, será entonces cuando las precipitaciones serán más abundantes, cuando nuestros ríos habrán de conocer sus crecientes.
Sin embargo, si abandonamos definitivamente la consideración de las nubes y de las precipitaciones que se desprenden de ellas, para fijar nuestra mirada en la cuenca de nuestro río, y en el río en sí mismo, comprobaremos que, si bien toda su agua le llega de las precipitaciones atmosféricas, presenta un importante déficit de caudal. ¿A qué se debe? Una parte del agua corre y arriba directamente a la línea de vaguada; una parte se evapora; otra se filtra aunque reaparece en forma de vertientes, o es devuelta a la atmósfera (principalmente en verano) por la respiración de las plantas. Una muy escasa parte finalmente es retenida por las rocas descompuestas y la vegetación.
Por tal motivo, más allá incluso del clima (que incide sobre la abundancia y la regularidad de las precipitaciones, y también sobre el coeficiente de evaporación del agua una vez caídas las lluvias) que según acabamos de ver en nuestras regiones es templado y lleno de transiciones y matices, por tal motivo, decía, el relieve del suelo (que ofrece vaguadas en pendientes más o menos pronunciadas), y la estructura geológica del terreno (conforme la cual se efectuará más o menos fácilmente la filtración), son factores importantes del régimen y de las características generales de los cursos de agua.
Pues bien, todos los cursos de agua nacidos en las llanuras atlánticas tienen un índice de caudal poco elevado y un coeficiente de caudal que constata la pérdida de dos tercios del agua caída del cielo. Esto se explica tanto por el escaso relieve cuanto por el clima. En toda la Cuenca parisina hay muy pocas elevaciones que superen los doscientos metros, las pendientes pronunciadas siempre son demasiado cortas como para impulsar la corriente, la nieve es rara y nunca dura lo suficiente como para cumplir un papel significativo en el suministro de agua, que es debida exclusivamente a la lluvia. Pero, gracias a una armoniosa combinación de los terrenos permeables e impermeables en la zona, y a la alternancia de capas calcáreas, arenosas y arcillosas o margosas, identificadas en la superficie por la alternancia de mesetas descubiertas y depresiones verdes, el Sena corre por encima de otros Senas más profundos, y los estanques y lagos de su cuenca descansan a su vez sobre otros estanques y otros lagos: es porque la extensión de los terrenos suficientemente permeables como para almacenar napas y restituir lentamente las reservas se estima en este caso en un sesenta por ciento de la superficie de la cuenca. Tal es el factor de regularización que más a menudo se ha señalado.
En definitiva, si bien el Sena es el río de nuestra región cuyo índice de caudal es el más débil con respecto a las aguas caídas, no obstante ningún otro gran río de Francia arrastra aguas tan abundantes por una vaguada de tan escasa pendiente ni ofrece durante el año variaciones medias tan poco notorias. Ninguno cuyas crecientes sean más fáciles de prever. Y ciertamente, la armadura de altos muelles que protegen las calles de París no ha sido emplazada y no se justifica sino debido al carácter particularmente precioso, en esta capital, de los archivos de piedra o de papel que se encuentran depositados allí: el Sena, a decir verdad, por su mismo carácter, no merecía tal desconfianza.
Ahora, querido amigo, mi mente se vuelve invenciblemente hacia ti. Tampoco creas que resulta útil, por favor, oponer diques demasiado elevados al oleaje de apariencia un tanto tumultuosa que corre por estas páginas, cuyos márgenes blancos quizás te parezcan insuficientes para proteger los tesoros previamente depositados en los preciosos monumentos y las anchas avenidas de tu mente. O bien, si aun así debes levantarlos, piensa sin embargo que este escrito todavía no arrastra sino apenas un tercio de las precipitaciones que se produjeron al respecto en mi mente, ya que el resto se evaporó o se filtró mientras tanto. Te ruego que confíes en la constancia de esa ley en nuestro clima: quédate tranquilo. Tu propia mente no dejará correr en su superficie sino apenas un tercio de las precipitaciones que se producen por obra mía. Vas a almacenar otro tercio, que un día u otro devolverás por tus propias vertientes. En cuanto al tercer tercio, se evaporará por sí mismo…
Pero ya veo lo que me vas a objetar. Que este escrito, según confesé (por mi intención confesa, en todo caso), no es para nada comparable a las lluvias que caen del cielo y cuyos aguas se pierden en dos terceras partes, sino que más bien se parece a su objeto, es decir, al río que arrastra el tercio restante, sin dejar que en el camino se evapore gran cosa. Ciertamente, es en verdad lo que deseo y te agradezco que manifiestes algo de asombro. El asombro está justificado en determinada medida; en otro sentido, no lo está en absoluto.
Líquido es lo que se desliza y siempre tiende a ponerse a nivel. Podríamos agregar: que tiende a meter adentro el resto del mundo. Sí, contrariado por esa condena que lo persigue, tiende a condenar, si no a todo el resto del mundo, por lo menos lo que está cerca de sus orillas… y tal vez lo lograse si le dieran tiempo. De tal modo, los ríos en su juventud muestran una actividad muy grande, se les notan gargantas, cascadas. En su madurez, cuando han encontrado su perfil de equilibrio, las modificaciones se vuelven más lentas, el deslizamiento de las aguas más constante. En su período de senilidad, por último, han transformado su cuenca en penillanura donde se acumulan gran cantidad de productos en descomposición. La corriente se torna cada vez más débil. Los ríos lentos y apacibles no arrastran más que partículas arcillosas. La acumulación ya no es más activa que el ahondamiento, y pareciera que todas las fuerzas estuvieran entonces como dormidas.
Mi Sena, te lo dije al comienzo, en este sentido se arriesga por cierto a parecer relativamente más joven de lo que debería… Claro que eso me gusta, o más bien te autorizo con gusto a que te guste.
Admito sin embargo que si acaso debí, como un neófito, darle un exceso de juventud mostrando preferentemente su aspecto cósmico, también procuré, aunque sólo fuera por la manera en que mi discurso multiplica las sinuosidades, las lentitudes, las digresiones, las vueltas, los meandros, darle una oportunidad considerable a la evaporación.
Insistiendo tan sólo un poco más, podría decir que el tercio en un líquido que se filtra le asegura sus fundamentos al monumento líquido, mientras que el tercio que se evapora no tiene otro interés que hacer más apreciable el tercio final que, semejante al tonel de las Danaides, aunque se dirija incesantemente hacia abajo, hacia su pérdida en el medio salino original, sigue siendo tangible en su misma huida. Tangible como agua dulce, como agua insípida y fría, condenada, no plástica, inerte. Inerte, quiero decir sustancialmente, inerte salvo justamente en su movilidad, en su movimiento hacia el océano, hacia lo salífero, la vida; inerte salvo en su deseo, salvo en su intención.
Y además, para ser completamente sincero en este tema, ¡qué me importa!
Mil veces, desde que intenté darle libre curso a mi mente a propósito del Sena, mil veces, lo has comprobado, querido lector, me encontré en el camino con obstáculos repentinamente alzados por mi propia mente para obstruirse el camino. Mil veces me pareció que mi mente corría a lo largo de la orilla para ganarle en velocidad a su propia corriente, para oponerle pliegues de terreno, diques o embalses… Quizás asustada por verla correr a lo que creía que sería su perdición. O deseosa, quizás, de verificar la fuerza y la perseverancia de su deseo, y de verlo manifestarse de manera más espectacular o expresiva, obligándolo a incrementarse o a reforzarse de forma bella. Mil veces me pareció que frente a cada uno de los obstáculos que ella misma levantaba, mi mente contaba (desde otro ángulo) con aferrarse a ellos casi indefinidamente para incitarse a tomarlos largamente en consideración.
Pero en cada ocasión supe comportarme de manera de poder seguir mi curso. Cada vez, tras haber reconocido el obstáculo, casi de inmediato encontré la pendiente que me permitió rodearlo. Y sin duda que no estaba desde un principio tan fijado en mi designio ni en el punto de la costa que escotaría para arrojarme al océano como para que determinados obstáculos no pudieran hacerme desviar el curso –pero no importa, ya que encontré decididamente mi paso y supe cavar un lecho que casi no conlleva en adelante más vacilaciones ni variantes. No importa, ya que dados los obstáculos que se me plantearon, al menos encontré el camino más corto. Sí, cada vez que se me apareció un obstáculo, me pareció insensato chocar con él indefinidamente y lo dejé de lado, o bien lo sumergí, lentamente lo envolví, lo erosioné, siguiendo la pendiente natural del espíritu y sin inundar por ello demasiado las llanuras circundantes. Sí, cada vez encontré mi salida, ya que nunca tuve otra intención que seguir derramando mis recursos. No importa entonces. No importa que el sol y el aire me saquen un tributo, puesto que mis recursos son infinitos. Y porque tuve la satisfacción de atraer hacia mí, y drenar a lo largo de todo mi trayecto mil adhesiones, mil afluentes y deseos e intenciones adventicias. Puesto que finalmente he formado mi escuela y todo me aporta agua, todo me justifica. Ahora veo bien que desde que elegí este libro y a pesar de su autor emprendí mi carrera, veo bien que no puedo secarme. No importa, ya que han renunciado a ponerme diques, ya que sólo piensan en sobrepasarme, en adornarme con arcos. No importa, porque hacen falta puentes para cruzarme. Tampoco importa, por último, puesto que lejos de lanzarme hacia otro deseo, en otro río, me tiro directamente al océano. No importa, ya que ahora interpreto a toda mi región, y no solamente no se prescindirá ya de mí en los mapas, sino que aun si se inscribiera en ellos nada más que una línea, sería yo.
Sé muy bien que no soy el Amazonas ni el Nilo ni el Amor. Pero también sé que hablo en nombre de todo lo líquido, y por lo tanto quien me concibió puede concebirlos a todos.
Llegado a este punto, ¿para qué seguir corriendo, cuando ya estoy seguro de no dejar de correr dentro de ti, querido amigo? O más bien, ¿para qué seguir corriendo, si no para estirarme y relajarme al fin?
Como en el mar…
Pero entonces empieza otro libro – donde se pierde el sentido y la pretensión de éste…
París, 1947.
[1] Este texto fue escrito en 1947 a pedido del Círculo del Libro de Lausanne, que lo editó en 1950, ilustrado con fotografías de Maurice Blanc. Contiene glosas, en varios pasajes, con expresiones y a veces párrafos enteros tomados de obras científicas, especialmente de Darmois o de Emmanuel de Martonne.
[2] Hay un juego de palabras tal vez intraducible entre bennes (“palas mecánicas, volquetes, cestas”) y bénit (“bendecido, bendito”), que explica la asociación entre las dragas y el rosario (T.).
[3] La novela Aureliano de Louis Aragon, publicada en 1944.
[4] Todas las citas pertenecen al libro Alcoholes de Apollinaire (T.).
[5] En francés, el nombre del río, la Seine, es femenino (T.).
[6] Alusión al escritor Olivier Reclus, autor de una voluminosa obra titulada El más bello reino bajo el cielo, de contenido geográfico, que le sirvió de fuente a Ponge en varios pasajes.
[7] Bernard Groethuysen (nota del autor).
[8] En francés bassin, que significa además de “cuenca” de un río, también “chata” de orinar, entre otros recipientes más o menos “bajos”. (T.)
[9] “Silvestre” traduce el adjetivo fauve: “leonado”, que se usa asimismo como sustantivo (“fiera; animal salvaje”), de donde toma su nombre la escuela de pintura fauvista. (T.)
[10] Racine, Fedra, acto IV, verso 1112.