Por Pier Paolo Pasolini*
Traducción del italiano al español
Por Bruno Pólack y Celeste D’Addieco
Crédito de la foto www.ethic.es
“El llanto de la excavadora”,
poema de Pier Paolo Pasolini
I
Sólo el amar, sólo el conocer
cuenta, no el haber amado
no el haber conocido. Da angustia
el vivir de un amor consumado.
El alma ya no crece más.
Entonces, en el calor mágico
de la noche que llena aquí abajo
entre las curvas del río y las adormecidas
visiones de la ciudad esparcida de luces,
resuena aún de mil vidas,
el desamor, el misterio, y la miseria
de los sentidos, se me vuelven enemigas
las formas del mundo, que hasta ayer
eran mi razón de existir.
Aburrido, cansado, regreso a casa, por negras
plazas de los mercados, tristes
calles alrededor del puerto fluvial,
entre barracas y depósitos mezclados
con los últimos jardines. Ahí mortal
es el silencio: pero abajo, en avenida Marconi,
en la estación de Trastevere, aparece
aun dulce la tarde. Vuelven a sus barrios,
a sus calles, sobre sus motos
ligeras –en overol o con los pantalones
de trabajo, aunque empujados por un festivo ardor–
los jóvenes, con los compañeros en los asientos traseros,
sonrientes, sucios. Los últimos clientes
charlan de pie en voz
alta en la noche, aquí y allá, en las mesitas
de los locales aun luminosos y semivacíos.
Estupenda y pobre ciudad,
que me ha enseñado aquello que alegres y feroces
los hombres aprenden de niños,
las pequeñas cosas en las que la grandeza
de la vida en paz se develan, como
estar fuertes y listos para la multitud
de las calles, acercarse a otro hombre
sin temblar, sin vergüenza
de mirar el dinero contado
por los dedos indolentes del repartidor
que suda contra las fachadas que avanzan
en un color eterno de verano;
a defenderme, a ofender, y a tener
el mundo delante de los ojos y no
solamente en el corazón, a entender
que pocos conocen las pasiones
en las cuales yo he vivido:
que sin ser fraternales, sin embargo, son
hermanos justamente en el tener
pasiones de hombres
que alegres, inconscientes, enteros
viven de experiencias
desconocidas para mí. Estupenda y pobre
ciudad que me has hecho tener
experiencias de esa vida
desconocidas: hasta hacerme descubrir
aquello que, en cada uno, era el mundo.
Una luna moribunda en el silencio,
que de ella vive, palidece entre violentos
ardores; que miserablemente sobre la tierra
muda de vida, junto con las bellas calles, viejas
callejuelas que sin dar luz deslumbran
y, en todo el mundo, las refleja
ahí arriba, un poco de nubes calientes.
Es la noche más bella del verano.
Trastevere, en un olor de paja
de viejos establos, de vacíos
hospedajes no duerme todavía.
Las esquinas oscuras, las paredes plácidas
resuenan de mágicos ruidos.
Hombres y jóvenes regresan a casa
−bajo guirnaldas de luces ya abandonadas−
Hacia sus calles sin salida, que obstruyen
la oscuridad y la inmundicia, con aquel paso blando
de aquello que más me invadía el alma
cuando verdaderamente amaba, cuando
verdaderamente quería entender.
Y, como en ese tiempo, desaparecen cantando.
II
Pobre como un gato del Coliseo,
vivía en un barrio lleno de cal
y polvareda, lejos de la ciudad
y de la campiña, apiñado cada día
en un bus agonizante:
y cada ida y cada regreso
era un calvario de sudor y de ansias.
Largas caminatas en una calurosa bruma,
Largos crepúsculos delante de las cartas
amontonadas sobre la mesa, entre calles de fango,
pequeños muros, casitas bañadas de cal
y sin accesorios, con cortinas en vez de puertas…
Pasaban el vendedor de aceitunas, el ropavejero,
viniendo de cualquier otro barrio,
con la empolvada mercadería que parecía
el producto de un robo, y una cara cruel
de jóvenes envejecidos entre los vicios
de quien tiene una madre dura y muerta de hambre.
Renovado por el mundo nuevo,
libre –una llamarada, un resoplido
que no sé nombrar, a la realidad
que humilde y sucia, confundida e inmensa,
germinaba en el centro de la periferia,
dando un sentido de serena piedad–.
Un alma en mí, que no era solo mía,
una pequeña alma en aquel mundo ilimitado,
crecía, nutrida por la alegría
de quien amaba, aunque no era correspondido.
Y todo se iluminaba, por este amor
apenas de un muchacho, heroicamente,
y sin embargo madurado por la experiencia
que nacía a los pies de la historia.
Estaba al centro del mundo, en ese mundo
de barrios tristes, beduinos,
de amarillas praderas azotadas
por un viento siempre sin paz,
ya viniese del mar caliente de Fiumicino,
o del campo, donde se perdía
la ciudad entre los tugurios; en aquel mundo
que podía solamente dominar,
cuadrado espectro amarillento
en la garúa amarillenta,
agujereado de mil filas iguales
de ventanas con barrotes, la cárcel
entre viejos campos y somnolientos caseríos.
Los papeles inservibles y el polvo que ciego
el vientecillo arrastraba aquí y allá,
las pobres voces sin eco
de mujerzuelas venidas de los montes
Sabini, del Adriático, y aquí
acampadas, ya con manadas
de arruinados y duros muchachitos
ruidosos con camisetas hechas pedazos,
en los grises, quemados pantaloncillos,
los soles africanos, las lluvias agitadas
que convertían en torrentes de lodo
las calles, los autobuses en las paradas
hundidos en su esquina
entre una última línea de hierba blanca
y algún ácido, ardiente basural
era el centro del mundo, como era
al centro de la historia mi amor
por ello: y en esta
madurez que para ser recién nacida
era todavía amor, todo estaba
por convertirse en algo claro –¡era,
claro!– aquel barrio desnudo al viento,
no romano, no meridional
no obrero, era la vida
en su luz más actual:
vida, y luz de la vida, llena
del caos todavía no proletario,
como la quiere el rústico periódico
de la célula, la última
agitación del pasquín: hueso
de la existencia cotidiana,
pura, por ser demasiado
cercana, absoluta, por ser
demasiado miserablemente humana.
III
Y ahora regreso a casa, rico de aquellos años
tan nuevos que jamás habría pensado
de saberlos viejos en un alma
a ellos lejana, como en cada pasado.
Subo las avenidas del Giannicolo, detenido
por una bifurcación modernista, por una ancha arboleda
o por un pedazo de pared –ya al final
de la ciudad sobre la ondulada llanura
que se abre ante el mar. Y me rebrota
en el alma– inerte y oscura
como la noche abandonada al perfume
–una semilla ahora demasiado madura
para dar todavía frutos, en el cúmulo
de una vida que se volvió cansada y acerba…–
He ahí Villa Pamphili, en la lumbre
que tranquila reverbera
sobre los nuevos muros, en la calle donde vivo.
Cerca de mi casa, sobre la hierba
reducida a una oscura baba,
un rastro sobre las excavadas vorágines
recién hechas, en el hedor –caída cada rabia
de destrucción– rampeando contra los ralos palacios
y pedazos de cielo, inanimada,
una excavadora…
¿Qué pena me invade, delante de estos objetos
tendidos, esparcidos aquí y allá en el barro,
adelante a este paño rojo
que pende de un caballete, en la esquina
donde la noche parece más triste?
¿Por qué, a esta apagada tinta de sangre,
mi conciencia así ciegamente resiste,
se esconde, casi por un obsesivo
remordimiento que toda, en el fondo, la entristece?
¿Por qué dentro de mí tiene el mismo sentido
de días para siempre incumplidos
que es en el firmamento muerto
en donde palidece esta excavadora?
Me desvisto en una de las mil habitaciones
donde en la calle Fonteiana se duerme.
Sobre todo, puedes excavar, tiempo: esperanzas
pasiones. Pero no sobre estas formas
puras de la vida… Se reduce
a eso el hombre, cuando se llena
de experiencia y confianza
en el mundo… ¡Ah, días de Rebibbia,
que yo creía perdidos en una luz
de necesidad, y que ahora sé que son libres!
Junto al corazón, entonces, por las difíciles
ocasiones que habían perdido
el curso hacia un destino humano,
ganando en ardor la claridad
negada, y en ingenuidad
el negado equilibrio –a la claridad
al equilibrio llegaba también,
en aquellos días, la mente–. Y el ciego
remordimiento, signo de cada
lucha mía con el mundo, apartaban, aquí,
adultas, aunque inexpertas ideologías…
Se hacía, el mundo, sujeto
no más de misterio, pero sí de historia.
Se multiplicaba por mil la alegría
de conocerlo –como
cada hombre humildemente conoce–.
Marx o Gobetti, Gramsci o Croce,
estuvieron vivos en las vivas experiencias.
Cambió la materia de una década de oscura
vocación, si me gastaba a esclarecer aquello
que más parecía ser figura ideal
a una generación ideal;
en cada página, en cada renglón
que escribía, en el exilio de Rebibbia,
había aquel fervor, aquella presunción,
aquella gratitud. Nueva
en aquella nueva condición mía,
de viejo trabajo y de vieja miseria,
los pocos amigos que venían
a mí, en las mañanas y en las tardes
olvidadas sobre la cárcel,
me vieron dentro de una luz viva:
manso, violento revolucionario
en el corazón y en la lengua. Un hombre florecía.
IV
Me aprieta contra su viejo vellón,
que huele a bosque, y me posa
el hocico con sus colmillos de jabalí
o errante oso de aliento de rosas,
sobre la boca: y alrededor mío la habitación
es un claro de bosque, la colcha corroída
por los últimos sudores juveniles, danza
como un velamen de polen… y de hecho
camino por una calle que avanza
entre los primeros prados primaverales, deshechos
en una luz de paraíso…
transportado por la ola de los pasos,
esta que dejo a mis espaldas, ligero y miserable,
no es la periferia de Roma: “¡Viva
México!” está escrito a cal o grabado
sobre las ruinas de los templos, sobre los pequeños muros en los cruces,
decrépitos, ligeros como huesos, a los confines
de un quemante cielo sin un escalofrío.
Así, en la cima de una colina
entre las ondulaciones, mezcladas con las nubes
de una vieja cadena de Apeninos,
la ciudad, medio vacía, aun cuando sea la hora
de la mañana, cuando van las mujeres
a hacer la compra –y el crepúsculo que dora
a los niños que corren con las madres
fuera de los patios de la escuela–.
De un gran silencio las calles son invadidas:
se pierden los adoquines un poco torcidos,
viejos como el tiempo, grises como el tiempo,
y dos largos listones de piedra
corren a lo largo de las calles, lúcidos y apagados.
Alguien, en aquel silencio, se mueve:
alguna vieja, algún jovencito
perdido en sus juegos, donde
los portales de un dulce Cinquecento
se abren serenos, o un pocito
con bestiecitas talladas en los bordes
puestos sobre la pobre hierba,
en algún desvío o canto olvidado.
Se abre sobre la cima de la colina elevada
plaza del municipio, y entre casa
y casa, pasando un murito, y el verde
de un gran castaño, se ve
el espacio del valle: pero no el valle.
Un espacio que tiembla Celeste
o apenas cerúleo… Pero la avenida continúa,
más allá de esa familiar placita
suspendida en el cielo apenínico:
se interna entre casas más estrechas, baja
un poco a media ladera: y más abajo
–cuando las barrocas casitas se disipan–
entonces aparece el valle –y el desierto–.
Todavía a algunos pasos
hacia la curva, donde la calle
está aún entre desnudos jardincitos empinados
y ondulados. A la izquierda, contra la pendiente,
como si se hubiese derrumbado la iglesia,
se levanta atestada de frescos, azules,
rojos, un ábside, llena de volutas
largo las deterioradas cicatrices
del derrumbe –del que solamente ella,
la inmensa concha, se quedó
abierta de par en par hacia el cielo–.
Y ahí, más allá del valle, desde el desierto,
que empieza a soplar un aire, leve, desesperado,
que incendia las pieles de dulzura…
Es como aquellos olores que, desde los campos
bañados de frescura, o por las riberas de un río,
soplan sobre la ciudad en los primeros
días de buen tiempo: y tú,
no los reconoces, pero casi enloquecido
de remordimiento, buscas entender
si son de un fuego encendido sobre la escarcha,
o bien de uvas o nísperos perdidos
en algún granero entibiecido
por el sol de la estupenda mañana.
Yo grito de alegría, tan herido
en el fondo de mis pulmones por aquel aire
que como un calor o una luz
respiro mirando el valle.
V
Un poco de paz basta para revelar
dentro del corazón la angustia,
transparente, como el fondo del mar
en un día de sol. Los reconoces,
sin probarlo, el mal
ahí, en tu cama, pecho, muslos
y pies abandonados, como
un crucificado –o como Noé
borracho, que sueña, ingenuamente ignorante
de la alegría de los hijos, que
sobre él, los fuertes, los puros, se divierten–…
El día está ya sobre ti,
en la habitación como un león durmiente.
¿Por qué calles el corazón
se encuentra lleno, perfecto también en esta
mezcolanza de beatitud y dolor?
Un poco de paz… Y en ti, despierta está
la guerra, es Dios. Se distienden
apenas las pasiones, apenas se cierra la
fresca herida, que ya tú gastas
el alma, que parecía toda gastada,
en acciones de sueño que no rinden
nada… Entonces, si me aferro
a la esperanza –que, viejo león
maloliente de vodka, desde su ofendida
Rusia jura Kruschev al mundo–
he ahí que tú te das cuenta que sueñas.
Parece quemarse en el feliz agosto
de paz, cada una de tus pasiones, cada
uno de tus interiores tormento,
cada una de tus ingenuas vergüenzas
de no ser –en el sentimiento–
al punto en que el mundo se renueva.
Más bien, aquel nuevo soplido de viento
te empuja hacia atrás, donde
cada viento cae: y ahí, tumor
que se recrea, reencuentras
el viejo crisol de amor,
el sentido, el susto, la alegría.
Y justo en aquel sopor
está la luz… en esa inconsciencia
de niño, de animal o ingenuo libertino
está la pureza… los más heroicos
furores en aquella fuga, el más divino
sentimiento en aquel bajo acto humano
consumado en el sueño matutino.
VI
En el resplandor abandonado
del sol matutino –que vuelve a arder,
ya, incendiando las obras, sobre los marcos
recalentados– desesperadas
vibraciones raspan el silencio
que perdidamente sabe a leche vieja,
de placitas vacías, de inocencia.
Ya por lo menos desde las siete, ese vibrar
crece con el sol. Pobre presencia
de una docena de ancianos obreros,
con los trapos y las camisetas ardientes
de sudor, cuyas voces raras,
cuyas luchas contra los esparcidos
bloques de fango, la mezcla de tierra,
parecen en ese temblor deshacerse.
Pero entre los estallidos testarudos de la
pala, que ciega desmiembra, ciega
desmorona, ciega aferra,
como si no tuviera meta,
un grito improvisado, humano,
nace, y a ratos se repite,
así loco de dolor, que, humano,
de pronto ya no parece más, y se convierte
en un chillido muerto. Después, despacio,
renace, en la luz violenta,
entre los palacios enceguecidos, nuevo, igual,
grito que solo quien está muriendo,
en el último instante, puede botar
en este sol que cruel aún reluce
ya endulzado por un poco de aire de mar…
Quien grita es destrozada
por meses y años de matutinos
sudores –acompañada
por la muda multitud de sus pequeños cinceles,
la vieja excavadora: pero, juntos, los frescos
escombros devastados, o, en el breve confín
del horizonte del novecientos,
todo el barrio… Es la ciudad,
hundida en una claridad de fiesta,
–es el mundo. Llora aquello que tiene
fin y reinicio. Aquello que era
área herbosa, abierto descampado, y se hace
patio, blanco como cera,
cerrado en un decoro que es rencor;
aquello que era casi una vieja feria
de frescos enyesados desnivelados al sol,
y se hace un nuevo bloque, pululante
en un orden que es apagado dolor.
Llora aquello que cambia, aun
para hacerse mejor. La luz
del futuro no cesa ni un solo instante
de herirnos: es aquí, que quema
en cada uno de nuestros actos cotidianos,
angustia incluso en la confianza
que nos da vida, en el ímpetu gobetiano
hacia estos obreros, que mudos elevan,
en el barrio del otro frente humano,
su rojo trapo de esperanza.
(1956)
*(Boloña-Italia, 1922 – Ostia-Italia, 1975). Director de cine y escritor, pero, sobre todo, un importante pensador y hombre de su tiempo. Entre sus películas más sobresalientes se encuentran Edipo Rey (1967), Teorema (1968), El Decamerón (1970) y Saló o los 120 días de Sodoma (1975); y, entre sus libros más destacados, están Ragazzi di vita (novela, 1955), Poesía en forma de rosa (poesía, 1964), Escritos corsarios (ensayo, 1975) y Roma 1950 (diario, 1960).