Manuel Vilas. El hundimiento (2015)
XVII Premio de Poesía Generación del 27
Por: Carlos Alcorta
Crédito de la foto: Izq. www.heraldo.es
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Una de las mayores virtudes de la poética de Manuel Vilas es su fidelidad a una forma de poetizar personalísima —por más que sean reconocibles, por ejemplo, influencias de algunos poetas españoles como Cernuda y su admirado Gil de Biedma, de Baudelaire (sólo hay que leer el poema titulado «Baudelaire y el mal» para confirmarlo) y los poètes maudits franceses, de la generación Beat, Corso y Ginsberg fundamentalmente, y del llamado dirty realism norteamericano— que le ha hecho mantenerse firme en su empeño desde su libro El cielo, publicado en el año 2000, cuando aún su escritura —y hablo no sólo de su poesía, sino de sus novelas y de sus artículos periodísticos— no había encontrado los numerosos lectores que hoy en día lo siguen y el beneplácito de una gran parte de la crítica.
Manuel Vilas no se ha plegado a los dictados de determinada moda estética, antes bien, esa determinada estética se ha puesto de moda años después de que Vilas encauzara su obra a través de sus presupuestos, y esto es algo que raramente sucede. Ser precursor no es fácil. La incomprensión y el vilipendio suelen ser las reacciones más comunes ante lo novedoso. Por estas razones, esa fidelidad a la que he hecho mención más arriba, resulta del todo encomiable, pero también osada, porque no han sido pocos los que han tratado de desacreditarla, afortunadamente sin conseguirlo. Otra prueba más de esas sólidas convicciones es la publicación de El hundimiento, su obra más reciente. Si estos poemas traducen los altibajos emocionales de una crisis íntima —crisis, por otra parte, que no desiste de denunciar las ofensas que padece la sociedad en su conjunto y, por ende, su yo más plural, más colectivo— la escritura que les da forma no podía mantenerse ajena a esas fracturas emocionales porque es su consecuencia más inmediata. El yo que nos devuelven las palabras, ese yo no del todo verdadero pero siempre verosímil (y aquí debemos señalar el gusto de Manuel Vilas por la parodia, de la cual, con frecuencia, no se exonera) se vuelve aún más ácido, más corrosivo, aunque, y esto es marca de la casa, la ternura asome a la primera de cambio, porque, en el fondo, Manuel Vilas no es un ser tan terrible e iconoclasta como quiere hacernos ver. Es, sí, un hombre apasionado, pero también es un hombre familiar, desprendido, preocupado por los demás, solidario, amistoso, y todos estos calificativos se dejan transparentar en su poesía. «Me importa, sí, la miseria, la humillación, el desprecio, el insulto,/ el silencio, el hundimiento de quienes escribieron/ esos libros de los que me habláis ahora[…]Me importa el amor;/ eso sí me importa;/ el amor eternamente/ no correspondido,/ eso fue para mí la poesía.» escribe en el poema titulado «El poeta de cincuenta años».
El libro comienza con un poema, «1980», magistral a la par que emotivo. Se rememora frente al espejo al padre fallecido—una figura, la del padre, prolongada en los sucesivos libros de Vilas—. El poeta establece comparaciones entre ambas vidas —no siempre sale bien parado, aunque las circunstancias socioeconómicas hayan mejorado sustancialmente desde entonces—, paralelismos existenciales que le llevan a escribir: «Yo intenté escribir y tú fuiste/ un anónimo viajante de comercio,/ somos lo mismo.» Las prolíficas enumeraciones, la adjetivación exuberante y prodigiosa, el uso de reiteraciones o la sabia dosificación de soportes sentimentales combinados con grandes dosis de ironía son algunas de las características que definen la poesía de Manuel Vilas, una poesía en la que lo que se intenta decir está por encima de la forma que se dice, acaso porque sea muy difícil —incluso superfluo en muchas ocasiones, me atrevo a decir— embridar los demonios de la rabia, de la indignación, del sufrimiento, del fracaso.
El hundimiento es un libro extenso dividido en cinco secciones, secciones que gozan de cierta autonomía semántica, aunque las similitudes formales sean evidentes. Le gusta el versículo y el poema en prosa a Manuel Vilas, sin duda, porque la narratividad de su discurso se aviene mal a formas más sometidas a parámetros estrictos. La escritura de Vilas procede de un desgarramiento y, por tanto, el poema narra el fruto de ese caos interno que sólo mediante el lenguaje tiene posibilidad de ordenarse. Una vez asumido el abismo existencial, una vez padecidas sus dolorosas consecuencias llega el momento de la escritura y el poema intentará ser entonces un mirador, una lente que permite al poeta observar las cosas con mayor nitidez, por más que la palabra sea ese contraluz que define sin definir del todo el perfil de la incertidumbre. El poema expresa lo que dice, pero no expresa todo lo que se quiere decir, algo, por otra parte, inherente al lenguaje simbólico, y mucho de ese lenguaje simbólico existe en la poesía de Manuel Vilas, aunque la aparente sencillez de muchas de sus expresiones, lo cotidiano de los asuntos que el poema describe o el tono conversacional de algunos de ellos hagan pensar al lector que está leyendo la crónica periodística de un suceso. No es así, claro está. Por debajo del relato, el poeta busca otra realidad en la que las apariencias quedan postergadas a un segundo plano dialéctico. Una realidad que tiene un protagonista mortificado por su propio yo: «Creo que nunca amé a nadie, ni siquiera a mí mismo», escribe en el poema «Berlín». No resulta fácil resumir un libro tan complejo en el necesariamente reducido espacio de una reseña. Hay poemas como «El animal moribundo», «Think it over» o «El poeta de cincuenta años» en los que el amor o el desamor, visto sin tremendismo, parece ser la tabla de salvación, eso sí, una tabla de salvación que zozobra en el mar encrespado de la realidad: «Me importa el amor,/ eso sí me importa;/ el amor eternamente/ no correspondido,/ eso fue para mí la poesía». En otros poemas las relaciones familiares, el recuerdo de sus padres, aunque la forma de abordar dicho recuerdo sea elíptica, nos permite ver a un Vilas más tierno, menos ácido, algo que podemos comprobar leyendo poemas como «En las altas esferas» o «974310439», que termina con estos versos: «Qué bien. Qué hermoso. Cuánto te quiero/ o te quise, ya no sé, y a quién le importa,/ desde luego no a la Historia de España,/ nuestro país, si es que sabías cómo se llamaba/ la solemne nada histórica en que vivimos papá, tú y yo». La Historia de España, a la que hace mención este poema, está muy presente, no sólo en este libro, si no en toda la poesía de Manuel Vilas. Me atrevo a asegurar que ningún otro poeta español actual escribe de España con tanta frecuencia como lo hace Vilas. La España que retrata no es sólo un fiel reflejo de la realidad, sino fruto también de su conciencia onírica, y no hay más que leer el poema, «España, duerme», para certificarlo, poema que pertenece a la última sección del libro, «Daddy», cuyo título, teniendo en cuenta las predilecciones musicales de Manuel Vilas, quizá deba algo a Reckless Blues, el tema que interpretaron al alimón Bessie Smith y Louis Armstrong y que el poeta William Mathews utiliza como hilo conductor de un poema.
Hay, por tanto, en sus versos, referencias a la realidad más inmediata, pero esta realidad se enriquece con imágenes de una realidad imaginada, más acorde con el futuro que el poeta ansía. La descripción, pormenorizada en muchas ocasiones, es una forma de descifrar las incógnitas que presenta el mundo, pero resulta insuficiente para perfilar todas las aristas de un universo tan complejo, por esa razón, el autor recurre con frecuencia a la contradicción, a la unión de opuestos, a las correspondencias entre términos contrarios. Un pensamiento crítico, y el de Manuel Vilas lo es, no puede conformarse con dar testimonio de lo que ve. Necesita filtrarlo por su propia conciencia. Las consecuencias de esa transpiración emocional quedan a la vista en El hundimiento, un libro que supone un paso más allá en el descarnamiento vital de uno de nuestros poetas más vitales.
2 poemas de El hundimiento (2015),
de Manuel Vilas
«1980»
Me miro todas las mañanas, aún es de noche, bajo la luz eléctrica,
en el espejo del miserable cuarto de baño,
ya con cincuenta y un años mal cumplidos y bien solo, y te veo a ti,
con la misma edad,
en el invierno de 1980.
Te veo a las siete de la mañana cargando las maletas y los muestrarios en el maletero de tu Seat 1430.
Tal vez mi coche sea mejor que el tuyo.
La industria automovilística occidental oferta a la clase baja algún modelo con sexta marcha e incluso con aire acondicionado.
El salario, sin embargo, es el mismo.
El país, sin embargo, es también el mismo.
Veo el mismo rostro en el espejo, la aplastante madrugada y el sórdido empleo,
y la sórdida ganancia de una comisión,
toda la vida detrás de una comisión a la intemperie,
que no te dio para nada, absolutamente para nada.
Yo intenté escribir y tú fuiste
un anónimo viajante de comercio, somos lo mismo.
¿Dónde están nuestras capillas en las más famosas catedrales de España,
en la de León, en la de Sevilla, en la de Burgos, en la de Madrid,
en la de Santiago de Compostela?
¿Dónde nuestros rostros en bronce esculpidos con las heridas en el costado?
Tú, recorriendo absurdos pueblos de Aragón, luchando por vender el textil catalán, el textil de las boyantes
empresas catalanas,
-barcelonesas, prósperas y ya con relaciones internacionales-
a sordos y oscuros y pobretones sastres de pueblos atrasados de la Espafia hosca, medieval y mutilada.
Ellos sí, tus jefes catalanes, ganaban mucho dinero, tú nada. Nos afeitamos los dos al mismo tiempo, tú en 1980,
yo en el 2013, un poco evolucionada si quieres
la industria del afeitado, un poco de colonia, un poco de agua en el pelo.
Salimos los dos al mismo tiempo y montamos en sendos automóviles,
el mío tiene música y el tuyo solo radio,
tu Seat 1430, y tal vez sea esa la única diferencia,
a mí me ayudan Lou Reed y Johnny Cash con sus canc1ones,
a ti no te ayudó nadie.
Te fuiste con setenta y cinco años. Yo me voy dentro de cinco minutos.
No, no quiero verte al otro lado del espejo.
No soportaría tu mirada de fuego, tu mirada de condenación suprema.
Francis Scott Fitzgerald
Convertiste tu vida en un derrumbe prematuro.
Y son palabras tuyas estas que ahora cito:
“está claro que vivir consiste en hundirse poco a poco”.
Y un veintiuno de diciembre de 1940,
caíste muerto en el living-room del apartamento
de Sheila Graham, en Hollywood,
el gran favor de aquel infarto que te sacaba de la vida
porque ya no había vida en ti,
mil pedazos, mil cristales dorados,
brillando sobre el suelo.
Dime, ¿la amaste?, dime ¿te amó ella?
¿Dónde está Sheilah ahora, y Zelda, dónde?
Tú, que creaste a Jay Gatsby, la criatura más resplandeciente de la vida
e hiciste –nunca te lo perdonaremos– que ese hombre enigmático
se enamorara locamente de una mujer llamada Daisy,
la mujer más egoísta de la Historia
y la más bella y la más codiciosa del santo dinero,
de la riqueza y de las fiestas y del champán y de los coches de lujo
y de las mansiones y de los grandes viajes
a la Riviera francesa, todos nuestros amigos esperándonos
en la playa, con la copa en la mano, en veranos legendarios.
Pero aquí estás ahora, de pie frente a mí,
como fantasma ilustre de la gran literatura
y por tanto de nuestro escaso saber sobre la vida,
con tus depresiones, con tu alcoholismo, con tu expiación,
con tu mujer, con tu amante, con tu pobreza final, con tu hija Scottie,
pagando facturas de universidades y de médicos,
y con tu conquista laboriosa, al fin, de la nada y de la muerte.
Y en 1948, Zelda Fitzgerald ardió viva en el incendio
de un Manicomio de Carolina del Norte, donde sobrevivía
como un fantasma más entre los millones de fantasmas
que pueblan este mundo
del que tú ya habías, elocuentemente, desertado.
Tu elegante y envidiable fracaso,
tu ascensión a las nubes cristalinas
del firmamento, tu penuria, tu caminar erguido
hacia la destrucción,
pero no la destrucción común a muchos hombres,
(porque vivir es hundirse poco a poco pero no todos
–tú lo sabías—se hunden igual),
No la destrucción común –digo– a miles de hombres
y miles de mujeres,
sino la rigurosa y lenta liturgia del derrumbe,
su ceremonia inmemorial,
la conciencia bajo el calor de agosto, en el Sur ardiente,
mandorla secreta del dolor insoportable.
Duerme, duerme en paz,
hijo del viento último de la tarde áspera,
de los grandes veranos de Long Island
y de sus crepúsculos agudos.
Te beso.
Bésalas tú a ellas tres a cambio de mi beso,
a Sheila,
a Zelda,
a Scottie,
a la oscuridad,
a la enfermedad
y a la inocencia.