El espejo de bronce. 11 poemas de Charles Tomlinson

Por: Charles Tomlinson

Selección de poemas: Mario Pera

Crédito de la foto: www.ndbooks.com

 

 

El espejo de bronce.

11 poemas de Charles Tomlinson

 

 

A Vasko Popa en Roma

 

«Me desagrada Roma», comentaste en francés,

«con su orgullo imperial». Pero tú eras

el menos imperioso de los hombres, en verso

y en persona. Nos vimos sólo en otra ocasión,

y parecía claro que tus días estaban

contados, vida y muerte en un terco desfile

de cigarrillos. «Como un príncipe exiliado»,

decían, mas la imagen no casaba con alguien

insensible al imperio. Te habías exiliado, sí, pero

de ti mismo,

arrumbando ironías y entusiasmos perplejos,

buscando un equilibrio casi físico

-tu cuerpo propendía a la gordura-

entre el rigor francés y el exceso italiano,

mientras nuestro intercambio mezclaba los idiomas

en busca de palabras capaces de expresar

el placer del encuentro. Y ya que hablo de príncipes…

recuerdo haberte oído, «Me han dicho que

Ted Hughes»,

(medianoche en el parque de los Borgia)

«vive como un príncipe». «Es cierto», repliqué,

«si la hospitalidad está en sus planes,

y si eres su invitado o su amigo, eres tú

quien vive como tal». Con paso concertado,

abominando

de la melancolía que engendran las ciudades

-nada omite su generosidad-

extraías tu angustia de un filón de riquezas

a punto de agotarse. Hoy, de regreso a Roma,

me es fácil suponer tu acuerdo si dijera

que la ciudad compensa con creces su arrogancia,

tal es su resplandor, semejante al bramido

que la fuente de Trevi esparce por las calles:

y que tales estratos de agua y piedra tallada

– metamorfosis sobre tierra firme- son otra

forma de poesía, y nosotros los huéspedes

de la imaginación. Mas la imaginación propone

lo que no necesita demostrar y, también,

más allá de los hechos y las palabras, lo imposible:

bajo la luz y el aire del otoño romano

ya nunca cruzaremos juntos este paseo. »

 

 

 

Chinchón

 

Los árboles, en este paisaje,

señalan la presencia de un río.

Una carretera secundaria

—hierba seca, horizonte de roca—

nos guía, serpeando,

hasta un pueblo que velan

los ojos ciegos de un castillo en ruinas:

estamos en Chinchón.

A una semana de diciembre

el lugar se halla medio desierto.

La plaza, capaz de transformarse

en ruedo o en teatro,

espera la llegada de los actores

de la obra de Lope

que anuncian los carteles.

Sentados en el bar del parador,

en medio de un despliegue

de azulejos florales, bebemos un licor

que emana un aura cálida

en el frío incipiente

y se llama, asimismo, Chinchón.

Anís. Anís es lo que ofrecen

estos campos resecos,

con sus flores amarillas y blancas

y el gusto a regaliz de sus semillas:

ahora bebemos la destilación

de España, un sorbo acre

que no carece de dulzura, como el dejo caliente

de la aspirada castellana.

El cielo, desdeñoso, vigila nuestra marcha

desde los ojos ciegos

del castillo. El coche

es un escarabajo extraviado en la vasta

y creciente amplitud de la meseta

que nos rodea. Lejos, en Guadarrama,

una nube de nieve palpa

la columna dorsal de la montaña

que corona las cimas una a una

como una ola a punto de romper. Abajo,

el rastrojo candente de los campos

azulea el crepúsculo

y pierde el hilo de la carretera;

las luces de Chinchón quedan atrás y luego se disipan.

 

 

 

San Carlo Al Catinari

 

Una orquesta de ángeles

aletea en la piedra

y se posa en el borde

del domo, entonando alabanzas

en honor de Santa Cecilia.

 

Admiro, sí, esta escena

extendida sobre mis ojos

por su solidez: tales

presencias no son sombras

sino carne y piedra interanimadas.

 

Y si fuéramos ángeles

podríamos oír, sin duda,

su música silente,

hecha cuerpo

en la sustancia de otra esfera…

 

Una esfera que los sentidos

penetran, aunque raramente,

mientras reúnen pruebas

aún más palpables

del porqué de nuestro deleite.

 

Pues qué supone el cielo

sino el aumento y cuidado

de nuestras afinadas facultades,

atentas al servicio y la alabanza,

hechas a semejanza de aquel alto consorte.

 

 

 

Santiago de Compostela

 

El granito es la piedra

de la iglesia y la lonja,

a excepción de los mármoles

donde fulge el pescado:

la robusta mujer

que gobierna el lugar

pelea con un congrio vivo

que extrae del acuario:

lo vemos serpear,

escurridizo, entre sus manos,

se agita y culebrea

hasta saciar nuestra curiosidad,

luego ella lo arroja

de nuevo al tanque y saca

(hurgando más abajo

en la escala del ser)

una lamprea, toda boca

circular y ojo inevitable:

desafiante, el monstruo

se libera y apresa

de una sola embestida

un pez tendido sobre el mostrador

con su ventosa primordial,

precisa como

Santiago Matamoros,

vieja como el granito.

 

 

 

Muerte de un poeta

 

i.m. Ted Hughes

Fue una muerte lo que nos trajo al sur,

por una autopista que no existía

al nacer la amistad que la muerte ha cerrado.

Con qué delicadeza se tiende ahora la muerte

sobre los intercambios y condados

de esta Inglaterra nuestra,

radial y ensordecida. Veo a un hombre

emerger de una tienda junto a un prado,

dando la espalda al tráfico, abarcando los amplios

llanos de Sedgemoor como si la historia

los hubiera evitado, en el ancho silencio

creado por las llantas percutientes.

Los robles se incorporan entre sombras tempranas.

El sol muda las sombra de sus piernas

en largas tijeras que se abren paso

por un nuevo sembrado, recortándolo.

Y los ríos de Hardy —Parret, Yeo, Tone—

derraman su caudal a nuestro paso.

Luego, ya en la campiña remendada de Devon,

será imposible predecir el modo

en que Dartmoor emerge de una bruma

tan móvil como densa. Sin aviso,

el sol prende en los campos,

anticipando esa otra unión y entrada

del fuego en el cuerpo, el cuerpo en el fuego,

que borra los contornos y disuelve

el sello y simplificación de los límites humanos.

La multitud se esparce en torno de la iglesia

y sigue con los ojos la lenta procesión

del coche funerario, al pairo por las calles

de la nada final. Una malla de sendas

enreda nuestro adiós y pone un cerco

de setos repulidos al deseo

de nuevas primaveras. Apenas queda tiempo

para rememorar las sendas o la costa

que oyeron nuestros acentos dispares

contra un aire avariento de sonidos.

Debajo de nosotros, por las radas de Hartland,

los pequeños halcones se emplumaban de luz

sobre las infinitas metamorfosis de las aguas.

Las huellas de la voz se desvanecen

antes que las pisadas; mas su eco

late aún, se prolonga en el oído.

Buscamos la autopista que es Inglaterra ahora.

El espejo de bronce de la luna,

clausurado por nubes súbitas,

entra en la opacidad. Y la hilera de robles

que lanzaba al amanecer sus sombras

es ya una larga sombra a nuestra vuelta.

 

(traducciones de Jordi Doce)

 

 

 

La realidad ha de ser buscada, no en lo concreto,

sino en el espacio articulado:

La costa, por ejemplo,

Expandiéndose de muro a muro;

La voz del mar

Rompiendo el silencio desde el silencio.

 

(traducción de Marcelo Pellegrini)

 

 

 

Nada

No pasa nada

Una gota de agua

Se dispersa sigilosa

Una telaraña se disipa

Contra este espacio vacante

Un pájaro atolondrado

Podría probar su voz

Pero no hay pájaro alguno

En el suelo trillado

Aun mis pasos

Son más pulsación que sonido

Al regreso

Un poco borracho

De aire

Saber que

Nada

Está pasando

 

 

 

Toda la tarde las sombras han estado construyendo

una ciudad propia de las calles,

corrigiendo con cuidado las perspectivas

con diagonales oscuras, y reduciendo

veredas a plataformas, franjas de luminosas

escalerillas, como si fuera un barco

esta contra-ciudad. Pero los inclinados, negros

encabalgamientos como escaleras para asalto

trepan a las fachadas y las atan a la tierra,

confunden salidas para incendio que ya están enredadas

en vapuleadas ambigüedades. Tocas

las movedizas formas para saber cuál sitio es cuál

y te tiznas un dedo con ceniza del tiempo

que sopla a través de ambas, la sombra en la penumbra

y en la luz, que recorre los caminos

para agujerear las paredes, elevarse por patio y escalera

y deslustrar el pináculo azteca del Chrysler.

 

 

 

Desde la autopista

 

Las gaviotas se amontonan para comer de la basura

que se descarga, camión por camión,

sobre un montículo que tres carreteras

han aislado:

cuando las semillas se hundan y se enreden

este abono movedizo donde las gaviotas

rebuscan el sustento invernal

se transformará en cerro -para los halcones

un terreno de caza, pero no tendrá nombre:

jamás nadie irá allí. ¿Cómo

lo recuperaremos, una forma que nos pertenezca?

Ya que no engendrará fantasmas

sino sólo -bajo la zambullida e inspección

de las alas del halcón- los huesos de pequeñas presas,

su resplandor de sodio en las tardes de invierno

inaccesible como el Edén…

 

 

Sobre el reflejo

 

A volar la gravedad —

Basta pararse de cabeza y ver

cómo el reflejo

en la calle anegada

es mucho más veloz que los dos pies

que se desprenden de esta imagen desdeñada

rumbo a la prosa de la acera.

Y sin embargo cómo

los barrotes que guardan las ventanas

con cada cuadro iluminado

y las rendijas de las puertas tras la tromba

aún dan firme testimonio

desde el lugar donde se elevan todas

estas ambigüedades,

y cómo harían escarnio de ellas

frente a sus propios ojos.

Ahora que has mirado de cabeza

puedes nadar en la firmeza turbia

que a diario te rodea,

y luego regresar, también nadando,

en estado sólido,

pues sin polaridad

¿en dónde están la prosa, la poesía?

 

 

 

Diciembre

 

Constancia de la escarcha, cada vez

más blanca, más helada. Parecía

que el fulgor salino de los cristales

hubiera transformado la esencia de las cosas

al cubrirlas: tus pasos cruzaban aquel mundo

como si de un momento a otro fuera a romper

en campanas de vidrio, o en helados vibráfonos,

y la luz golpeaba las colinas inermes

y les daba relieve: alineados

en lo blanco, los árboles mostraban

nervios de taracea, mínimos, irreales,

y el sol daba de pleno en su leve armadura

que pronto, en una sola tarde, se desharía.

 

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