Por: Maricela Guerrero
Errar de Eduardo Milán, libro recientemente reeditado, constituye uno de esos extraños espacios en donde la poesía existe en la medida de su capacidad para generar conciencia. Maricela Guerrero nos ofrece una lectura.
Errar, ¿cómo equivocarse..? No, errar como tirar pa’l monte: como echar andar por el sendero; errante como caminar por ahí, perderse, andar sin rumbo, errabundo. ¿Cómo? Caminar por el bosque con una herida, la herida del lenguaje: “álzate azabache que te corta el hacha del sentido”.
Errar se escribió en 1991, a decir del autor “años de cinismo y ahondamiento en el plan global neoliberal”; como quien dice, cuando la utopía de una mejor repartición de los recursos quedaba menos que cancelada, pulverizada, suponemos. La propuesta económica en la que todo es comercializable, asume que escribir sobre el sentido de las cosas es la única forma posible de la escritura, de hacer una vida administrada en la que el mundo de libertad sin límites mercadológicos puede prosperar y de eso se trata: de prosperidad, qué no. Escribir con sentido conocido, era y sigue siendo una forma ponerlo todo en el lugar que le corresponde, una forma de manufacturar certezas, de hacerse de los pelos de burra y exponerlos en la mano, considerando que sí hubiera una burra y que en verdad tuviera pelos y entonces hubiera una mano que arranca y muestra; de manera que se inaugura un negocio en el que evidentemente es preciso hacerse de clientes: escritura clientelar, de frases gloriosas para cada una de las fechas en que las leyes del mercado hacen su agosto.
Errar entonces es salirse del redil: abrir posibilidades para otros sentidos, disentir: abrir umbrales en los que no se acierta a declarar un negocio, en los que la poesía se abstrae del negocio y deviene resistencia. Política de la abstracción, en la que a fuerza de estirar la voz se compone cada poema. Cada uno de los treinta y cinco poemas que componen el libro dibujan una mancha que va de izquierda a derecha, al centro de cada página, como si se tirara una pincelada cargada de tinta y que en un trazo de espátula se expandiera hasta donde ya no es posible: orillar la tinta, estirarla, adelgazarla hasta el vacío, llevarla al no lugar, al hueco: tinta y ausencia de tinta: voz y ausencia de voz: ecos. Treinta y cinco tiradas de tinta para llevar la noche oscura a una iluminación desconocida, comulgar en el vacío, decirlo:
Cuando ya no hay qué
decir, decirlo. Dar
una carencia, un hueco en la conversación,
un vacío de verdad: la flor,
no la idea, es la diosa de ahí.
Errar es andarse al margen de las leyes del mercado para el que las ideas son tan caras, preciadas: componer no con ideas sino con voz, con trinos, desbaratar el sentido de identidad, porque las ideas buscan la identificación parten de la dicotomía del significado–significante, de correspondencias biúnivocas. En Errar la idea deviene voz, ave, pájaro, parvada y no queda nada ni de los dientes ni de la identidad, sólo Errar: sólo la voz, gorjeo, trinar, barullo, no hay dientes ni parientes ni relaciones uno a uno, se abren infinitas posibilidades de correspondencias. La herida del lenguaje expuesta, de la escritura y de la voz en su máxima expresión: dentofagia para hacerse ave, para seguir la vocación del canto:
Cómetelos Milán,
cómetelos. La identidad está en los dientes, en estos
dientes, en estos días enteros de poesía
sin clientes. La casada está sola, abandonada
con su abanico. Y el abanico solo con su aire
rodeado de picos, que es por donde sale el canto
sin idea. Canto porque sí, porque es de día.
Sabías que era así, siempre con árboles. Tanto
era así que una vez había una voz que decía:
“cómetelos Milán, cómetelos. La identidad está en los
dientes”. Días raros de poesía sin clientes.
Días sin certezas posibles, días de errar, de cantar porque sí, de devenir ave, pájaro, de alzarse en la herida del lenguaje para evidenciar la materia más prístina, más inmediata: el canto, la atrayente sensualidad de las palabras que suenan y resuenan y se suceden en el goce de decir lo que no se dice, dejar pasar el tiempo, hacer del ocio resistencia; porque es de día, sólo errar; andar por ahí: resistir y echar a andar las ruedas y las reatas de una lengua que no da certezas que se descompone al andarse por las ramas, que tantea.
Errar como tantear, hallar umbrales, quicios y huecos, de manera que la herida sucede como orilla y principio; y así en lo que acontece no en la densidad ósea del sentido sino en la brisita de la voz, del sonido se resiste al canon de “el cliente lo que pida”. La poesía no está en el cliente: está en el lector, en el escucha, en la voz, en la parvada. Llevar la tinta y la voz hasta el vacío, ahí la tensión, estirar, estirar que el demonio va a pasar, y de la dureza de la letra de su vocación estructurante recomponer un cuerpo sin órganos: la utopía, la imposibilidad posible, la manada, comunión de cuerpos, voces, roces:
Sigue la línea que no será,
que nunca–la palabra hincada, cava
que cava, de rodillas, sin rodeos– podrá ser.
Línea de fuego y en el fuego, alas, y en las alas
una letanía que no lamento. Porque la letra es demasiado
ósea para sugerir un oasis, eso que se desea y no
se desea y no. Oklahoma, desierto pero no diosa, clama:
“que nunca podrá ser”. Esto que ves viene del roce,
resumen de sílabas juntadas, una junta de pieles para decir
manada. No el manantial que permanece fijo como el pájaro
sugerido. Y esta que ves, maná, maná, tiene un acento
que podría levantarte la mirada, mírala.
Mirar la imposibilidad para hacer posible la resistencia; inventar otra comunión en el errar por el desierto, inaugurar otra conversación que sin duda se abstrae de las leyes del mercado y celebramos. Hay en Errar un tono de diálogo, que se expande y se disipa: no el individuo que argumenta sino la manada, que se roza, que comparte: una parvada.
No nos identificamos sólo reconocemos la herida y celebramos. Hay en Errar una vocación de alegría en el vuelo compartido, ganas de ser, de latir, celebración que reconoce el hueco, la herida, el reino en ruinas y convoca:
Ahora hay un recomienzo, uno quiere creer, de una oportunidad histórica en marcha, movimientos que se levantan, levantamientos que se mueven, sin que las frases varíen demasiado, gente que dejó de soportar, quiere vivir, no hay ninguna garantía de nada. Ni la de la antigüedad. Ni la del muerto.[1]
Sólo la posibilidad de Errar y celebramos, la reedición de tintas que se expanden a veinte años de la primera edición en El Tucán de Virginia.
Maricela Guerrero (Ciudad de México, 1977). Ha publicado, entre otros libros, Desde las ramas una guacamaya, Se llaman nebulosas y Kilimanjaro.
[1] Eduardo Milán, Errar, precedido de Sobre Errar, Aldus y Mantarraya ediciones, México, 2012.