Por Mónica Zepeda*
Crédito de la foto la autora
El dibujo del zurdo.
5 poemas de Mónica Zepeda
La manecilla
Ya es lo que un día fue, pero
no imagina la manecilla que dentro
de poco volverá a su sitio.
Sitio como el adiós, repentino, agudo
en sus promesas y lamentos;
inmediato como él,
como él anunciándome lo eterno.
Ahí llegué a saberlo y todo el tiempo
se alzó en mí.
Bastaba con ser lo que no se entierra,
el polvo, la trascendencia, un epitafio.
El rumbo de un árbol, la dicha en los labios
del bosque, del bosque en agosto,
un menguante sin miedo recluido en su cuarto.
Bastaba con el festín de las sirenas
sorteando el guiño de un hospital
—desahuciado—, al igual que bastó siempre
la sensatez del infante salpicando
alegría a cada uno de sus charcos.
Ahí llegó a saberlo:
Hasta donde me he matado,
según cuentan, no morí —le dije como
lo diría cualquier persona que es feliz.
La jaula del perdón
Nos amamos sin barrotes.
Igual que ama la jaula del perdón,
con promesas entreabiertas
y los hijos, y los hijos entredichos,
faltos de tierra, sobrevolando.
Puede jurarse, sí, que nos amamos
de manera civilizada, como por turnos,
uno a otro, sin viceversa ni arrebato.
Si amásemos distinto, qué atropello
tender las alas en simultáneo;
en nuestro más puro silencio,
ninguno trinaría alguna vez
que somos canto:
Puesta la sombra al aire
alcanza muy pronto el cielo.
Y sin embargo,
el cielo no salva al hombre
ni a la ave,
es la ave quien redime al cielo
y el hombre libre quien la libera.
¡Cómo quisiera camuflar mi dicha!
No solo las tardes,
todo el plumaje de las tardes
aletea con tal garbo en mi ventana
presumiendo, así, que nos amamos
—qué sé yo si en presente o en pasado—.
Esto supone lontananza y apogeo,
precipicios expuestos al vértigo
de religar el nido con el verbo.
A esto lo nombramos: vuelo.
La inmediatez de lo efímero
Descalzo mi rastro y lo guardo
en medio de un libro añejo
para que viva eternamente disecado
como vive entre sus páginas la flor.
Ya está escrito allí el sol
cual rótulo de madrugada.
Ya desvela su piel lo oculto
y es silencio trasnochado en el librero
que habita al filo del quizás y la palabra.
Pero la palidez del poema se sonroja.
Donde antes se leía:
No voy a soltar tu mano. Se lee ahora:
Nunca, como de ti, me olvidé de alguien.
Gloria al camino de los verbos que entrelazan
todo el ayer y siempre hoy con un mañana.
O este andar al borde de la silla
que espera en pie otro frío, otra nostalgia:
A tientas, sus ombligos dan la cara.
Gloria a la inmediatez de lo efímero,
pues dura más cuando se guarda.
El desespero de los puños
Está bien que se hable de lo trillado,
a veces es indispensable remarcar
el perdón en peligro de extinción,
el etcétera de lo agradable, la idea
de mudarse al otro lado de la cama,
el fallo en la ruleta de un hámster,
el galope del horizonte por la pupila,
la igualdad sin prejuicios
en el catálogo de sinónimos,
la montaña de grava que se
atraviesa en plena huida,
la noticia impresa con que envuelven
clavos que no llegan a ninguna cruz,
el pecado solitario que cualquiera comete,
la consecuencia que se tergiversa con la causa:
Una persona no se ama ni se valora
porque sepa remontarse en sí misma,
una persona se remonta en sí misma
porque se ama y se valora.
A veces es bonito deferir entre barruntos
las formas de relajar tu mente y
poner a tu cerebro en su cabal,
el autorretrato sugerido por especialistas
cuando se tiene la necesidad
de comprender los sentimientos:
Uno de mis ojos siente pesar,
el otro tal vez apretó sus párpados
mientras el desespero de los puños
hizo sangrar a la pared.
¿Cómo iba a pintar la mirada entera?
Yo todavía no sé cómo hace uno para
alejarse de lo que jamás estuvo cerca.
¿Cuándo clamará mi ironía que
la violencia debe erradicarse de un solo golpe?
Está bien que se atienda el dibujo del zurdo,
la solicitud camuflada en un reproche,
desconocerse por fuera, desde muy dentro,
no de reojo como lo hacen quienes
infieren la certeza de tu ser.
Está bien la incongruencia de los garabatos,
repetir cuantos trazos y borrones se requieran
para que colmes de esbozos el cesto de basura.
Soltar el viento saltando las bardas del dédalo
sin esfuerzo, sin originalidad y sin siquiera,
quizás hasta con alegría,
si es que puede llamarse así
al lujo de vivir sin pronunciar:
Ayer se fugó la vergüenza con mi rostro…
Y, tras los puntos suspensivos,
aún despiertan las arrugas de mi infancia.
Soy todos los rostros que imagino y tú
Sostener en el roce
o en las manos un sueño
de los roces del albor y de sus manos.
Distender la venganza
de las manos en una voz,
en un perdón y un sueño.
Ser la otra cara de la manera
de decirse con la mano zurda
las maneras más correctas
para solo ser y no decirse:
soy todos los rostros que imagino y tú.
Aprender a perder la puesta de sol
por apostar al rostro que no da la cara.
Y tenderse, férreo y fausto, bajo el sol
que cae en un volado con su rostro
hacia la palma.
Honrar el cuerpo colmado de sombra y carne
y pensar que la sombra
es otro cuerpo, sentir que nos amamos
como el cuerpo y que los besos
envejecen como la carne.
Ver que la ausencia es otro juramento
que jura no jurar y que la vida
que elude nuestra historia
es esa vida, de aquello
que se nombra juramento.
Ahora mismo, en los ojos, una huella
nos muestra desde dentro
un camino, el amor retorna
como ese camino que nos conduce
a nuestra propia huella:
Ya no soy lo que sembré, he caído de la rama,
las raíces bañan en los cristales del río
su rostro, incesante y nuevo.
Sostener en la vida el juramento;
en el final, un húmedo pañuelo.
Brotar como la dicha, humana
y azarosa, porque, a secas,
es la fuente y, a caudales, el final.
Derramar por las grietas los ojos
del cuerpo inagotable que ama
y evapora y es destello
de la propia ceguera iluminada,
que es ajena y es de uno
como el cuerpo inagotable.
Y en un perdón, en una voz
o en las manos de un sueño
ver nacer la paz que aún se gesta
en las memorias de la entraña.