Por: Pedro Ángel Palou
I
Escribo este relato para curarme. O más bien para proteger la casa que me vio nacer. Una medicina, la palabra después de los dolorosos días que ahora cuento y que, lejanos apenas unos años en el tiempo aún nos duelen como clavos torpes, heridas profundas en la carne.
Bien podría comenzar por el inicio, lo que sería afortunado para el lector que ahora posa sus ojos sobre estas páginas cruentas. Él era un ministril, oficio parvo donde los halla. Ella una noble dama, para desconsuelo del cantante y poeta casada con su señor.
La primera vez que la vio aparecer en el castillo enmudeció como una noche después de la tormenta. Dejó el viejo laúd que había heredado de su padre. Dejó los versos y se emborrachó largamente hasta quedar dormido.
Embriagado por la belleza de la dama, sus enormes pechos bajo el corpiño, el cabello recogido en el tocado.
Sabedor de su oficio intentó las rimas, le puso música a sus desventuras. La copió en innúmeras canciones que le desgarraban la garganta y el alma en su alta torre lejana.
II
No le decía nada a sus amigos, pero lo veían enfermar de amor. Languidecer, volverse delgado como la espuma de la mala cerveza que lo hacía olvidar apenas a ratos la desfortuna de amar a quien no se debe.
La contemplaba pocas veces, a decir verdad. Cuando era requerido por sus señores para alegrar una fiesta o entretener a un invitado.
Ella reía, joven y blanca como una paloma. Y sus dientes eran perlas del recuerdo del amante silencioso que rumiaba en su alcoba sueños imposibles.
El amor entonces se volvió locura, como siempre sucede.
III
Ya no se afeitaba ni cortaba el cabello con su vieja navaja. Se volvió incluso desaliñado en sus vestidos y sucio en su cuerpo que no limpiaba cada semana como era la norma.
El senescal lo llamó a la cordura, lo reconvino afectuosamente como un padre. Él lo había contratado, robándolo de otra corte donde sus servicios eran menos remunerados.
Pero ni siquiera todo el oro del mundo podría ahora aliviar su pena. El senescal le preguntó por sus cuitas.
-Muero de amor –le dijo el ministril.
-¿Y quién es la dama? –inquirió entonces el consejero.
-Su nombre es impronunciable. Su cuerpo me será vedado por siempre. Su corazón es una jaula.
-Entonces ella no lo sabe.
-Nunca –respondió tan solo el poeta y huyó escaleras abajo, como quien se traslada raudo al mismo infierno.
IV
Nada cambió en los días subsecuentes. Y nada hubiese modificado la pena y el yugo impuesto por el destino a nuestro ministril si el señor del castillo no hubiese sido llamado por el rey para asistirlo en Tierra Santa.
Se preparó gran banquete de despedida.
Se alistó un pequeño ejército de viejos caballeros envueltos en sus armaduras inútiles. Se juntaron monturas y corceles.
El poeta fue requerido para cantar la partida.
Obligado a bañarse y a arreglarse por el senescal se presentó esa noche en la gran sala del castillo.
Hizo lo que pudo con tímidos versos y vio llorar a su dama húmedas lágrimas por la partida de su señor y esposo.
V
Una semana después de aquella noche la ocasión fue propicia para el ministril en su imposible afán.
Ella se detuvo frente a la fuente. El crepúsculo suicida convertía la tarde en una naranja partida por la mitad. Ella se acariciaba el largo cabello con las manos húmedas.
Los árboles la protegían. No la acompañaba criada alguna.
Él se acercó y puso manos a la obra con lo único que sabía hacer. Tocó su laúd y le cantó el más hermoso poema que había salido de su pluma.
Escondido tras el follaje el ministril cantó su amor.
La dama lo buscó en la espesura. No triste, no alegre tampoco. Intuía las tristeza en las palabras que el poeta le prodigaba.
El ministril huyó como un bellaco. Desapareció de la fronda, incapaz de esperar la respuesta de la dama, convencido de ser expulsado para siempre de esas tierras cuando se supiese su fechoría.
No durmió. No salió de su torre por tres días.
Pensó que esta vez moría, solo como un pájaro en medio de la más terrible tormenta.
Cuatro mañanas después se presentó en su alcoba la doncella de su amada. Ella lo esperaría al caer la tarde, en el mismo lugar donde la vez primera.
VI
Se amaron sin descanso, como unos bandidos.
Locos, enfurecidos, tal si el mundo fuese a desaparecer esa misma noche. Se amaron como si no fuesen a verse más.
La humedad de la tarde suplantó el sudor de los cuerpos tendidos en la hierba, cerca de la sedienta fuente. Después de amarla la acarició con dulzura, le recitó todos sus versos en una catarata de palabras y de anhelos.
Ella sentía el aliento del ministril en su oreja y se sentía, sin embargo, desdichada.
VII
Por muchos días se repitió la escena, con variantes mínimas que las crónicas no atestiguan. Ni los versos guardados del poeta.
Antes bien las malas lenguas comenzaron a propagar las noticias del romance entre la bella dama y el escuálido ministril.
La corte empezó a repetir el caso, creyéndolo primero mentira y luego a fuerza de escucharlo una vez tras otra aceptándolo con parsimonia.
Ya regresaría el rey y sus vasallos, decían las otras damas, y castigarían a los adúlteros.
¡El fuego!, decían unas.
¡El potro y el tormento!, opinaban otras.
Y así pasaron los meses sin noticias de Tierra Santa.
VIII
Un heraldo, sin embargo, trajo la nueva al treceavo mes de la partida. El señor regresaba victorioso, a sus espaldas la muerte de cientos de sarracenos. El rey muy satisfecho con su vasallo.
Muchos premios y obsequios a la vista.
La más preocupada por la noticia fue la dama. El ministril había caído ya en la trampa de su pasión y no escuchaba otras voces que las de su deseo.
Asaltó a la dama esa misma noche en su propia alcoba, sin cuidado alguno. La despojó de sus prendas como un ladrón.
Y la poseyó por última vez como si fuese la primera.
Muchas noches después, ya atado y sujeto de sus carnes, atormentado por el castigo de su amo, recordaría el cuerpo tibio de su amada como un vaso de leche recién ordeñada.
IX
Llegó el señor.
Llegaron los caballeros y sus criados.
Todos sabían ya del pecado del ministril y la dama.
Ella aullaba como loca, solitaria en su larga alcoba esperando el momento de enfrentarse a su esposo. Él, sin embargo, no la llamaba.
Por su criada supo de la prisión del cantante, de sus tormentos. Suplicó por una audiencia.
Ella era la única culpable, le dijo al senescal. Su lujuria y su pecado. Pedía la libertad de su amado. La gritaba.
Estos reclamos enojaron aún más al esposo quien verificó esa misma tarde en la celda del poeta los rigores del castigo.
-Son pocos tus dolores, ministril, frente a los que me has provocado.
Se le escuchó decir tan solo antes de utilizar el látigo sobre la carne llagada y roja del poeta que desfallecía ya en su dolor.
X
Por varios días no se supo nada del señor del castillo.
Había salido acompañado tan sólo de su criado más fiel, de cacería.
La dama suplicó nuevamente terminaran los tormentos de su amado. El senescal finalmente se apiadó de la desdicha y soltó al hombre.
La fiebre lo consumía, sin embargo.
Su cuerpo maltrecho casi exhalaba su aliento último, le dijo a la dama su criada.
Ya nada podía hacer para protegerlo. Lloró por el poeta. Pero lloró aún más por ella misma cuando esa noche la vieja curandera del castillo le confirmó lo que ya sabía: se hallaba preñada.
Pronto su cuerpo la delataría.
Quiso nuevamente quitarse la vida, pero su doncella lo impidió y le suministraron unos bálsamos que la durmieron.
XI
Eso es al menos lo que dicen las crónicas de lo sucedido. Él enfermo, ella dormida. Y el señor de aquel lugar consumido por los celos buscando asesinar con su ballesta a cuanto animal el bosque le colocaba enfrente.
Se dieron misas buscando recobrar la antigua serenidad de la casa y de sus gentes.
Se rogó al señor un poco de piedad, a pesar de los pecados allí cometidos.
El señor regresó esa noche y mandó a realizar un nuevo banquete.
Un banquete privado para él y para su esposa.
XII
Ella no sabía aún cómo verlo a los ojos. Como hablarle.
La vistieron y arreglaron casi por la fuerza.
La perfumaron con lociones frescas y le hicieron un hermoso tocado de flores nuevas.
Un único platillo se sirvió esa terrible noche.
Ella no había probado bocado en días. Él señor de aquel lugar, su esposo, también fue presa de la gula.
Dieron cuenta velozmente del manjar. Hubo muchos panes, y corrió el vino por las copas de los dos allí hambrientos. Ninguno alcanzó a hablar del todo.
Se dijeron cosas, es obvio. Sobre el frío que reinaba en esa época del año. O sobre otras nimiedades.
Dicen que él le dijo que esa noche estaba muy bella y que su esposa apenas sonrío con el halago.
No habría que creer mucho en lo que se cuenta. Estuvieron casi todo el tiempo solos y al final, un poco ebrios se despidieron con dulce cortesía.
Ella alcanzó a agradecerle el banquete, el regalo de aquella carne que imaginaba extraída de una de sus presas.
-¿Era de jabalí el corazón que disfrutamos? –le preguntó la dama, saboreando aún el trozo que le tocó en suerte.
-No, señora, -dicen que contestó él celoso enfurecido –oculto en sus especias el corazón que comisteis era el de tu amado.
XIII
Allí desfalleció la dueña.
Enfermó y se fue consumiendo solitaria. El señor la había recluido en la vieja y lejana torre que alguna vez fue el aposento del poeta. Allí, encerrada y loca dio a luz unos meses después a una criatura.
En los pueblos cercanos se dijo que había parido un monstruo.
Nada de eso es cierto.
Tan sólo que el lugar quedó maldito.
XIV
Por eso he escrito ahora esta historia, para dejar constancia de aquellos miserables hechos o mejor para levantar el hechizo que sobre esa casa y sus tierras la desventura de sus señores provocó.
Murieron ambos al cabo de unos años.
Ella primero, consumida por la rabia. Loca, dicen. Repetía los versos de su amado y le cantaba por la pequeña ventana de la alta torre.
Luego él, arrepentido quizá de su crueldad. Sobre todo adolorido. Es el desamor la más grande desventura.
Luego vinieron años de dolor. La tierra no daba buenas cosechas. Los caballeros y vasallos se fueron yendo del lugar a otros más prósperos y menos tristes.
Los jardines dejaron de ser cuidados y se convirtieron más en infiernos que en paraísos.
Pocos quedaron allí para dar cuenta del final de aquellas tierra.
XV
A decir verdad tan solo un hombre, aquel monstruo que parió la dama y cuya instrucción estuvo a cargo del viejo senescal que sobrevivió a sus amos y a su desdicha.
El antiguo consejero fue para ese hombre como un padre y un maestro.
Ahora ha muerto y el hombre se ha quedado sólo en sus tierras infértiles.
No tiene a nadie que cuidar, sino a la ingrata memoria de aquellos sucesos auí narrados.
Yo soy aquel vástago infortunado y estas mis vanas palabras para intentar deshacer el conjuro de su desdicha.
Yo soy el engendro de aquel amor, nunca un monstruo. Soy el único señor y el único vasallo de estas tierras yermas.
Anhelo mi muerte, que sé cercana. Sirvan estas palabras para mi consuelo.