El presente texto ha sido revisado y actualizado por su autora para este homenaje, aunque fue publicado originalmente en Narrativa y Poesía hispanoamericana (1964-1994), Paco Tovar (Ed.), Lleida, Asociación Española de Estudios Literarios Hispanoamericanos, Universitat de Lleida, 1996, pp.489-494.
Por: Gema Areta Marigó
Crédito de la foto: Izq. María Amelia Fort de Cooper (Copypaste ilustrado)
Der. Ed. INC
El conjuro del silencio: la poesía de Blanca Varela
El ocultamiento de la poesía es un hecho que se debe en buena medida, como ha explicado Westphalen, a la preferencia en su difusión de unas vías soterradas, encubiertas y clandestinas, una transmisión casi «de boca en oído» que inevitablemente retrasa el prestigio y la popularidad editorial de los autores, pero asegura en su minoritaria transmisión un efecto eficaz y duradero[1]. La escasez o ausencia de las ediciones no impide sin embargo que los iniciados (sean creadores, lectores o recreadores) entren en relación entre sí y se reconozcan por encima de los obstáculos que son los idiomas, las culturas o las épocas históricas.
Pero quizás sea más interesante ahondar en el ocultamiento deliberado de la poesía, los motivos concretos que impulsan a un autor a radicalizar la marginalidad de una escritura que como la poesía provoca un acceso secreto. En la literatura peruana de este siglo habría que destacar la indiferencia y hostilidad que encontraron en su momento las primeras obras de José María Eguren o de César Vallejo, la misma bastilla literaria limeña que homenajeó a Ricardo Palma en 1912 (en acto de desagravio por el nombramiento de González Prada como nuevo director de la Biblioteca Nacional) y coronaba aún en 1922 a José Santos Chocano, no estaba preparada para recibir aquellas palabras precursoras. De este modo la aspiración al silencio (también la de una obra que se calla u oculta: los dos últimos poemarios no publicados por Eguren, o toda la poesía escrita por Vallejo desde su llegada a París salvo España, aparta de mí este cáliz) puede ser además una meta obligada, la conversión creadora de una maldición, la palabra callada revelando su más profunda verdad. El silencio se transforma por su propio conjuro, exorcismo poético/ conspiración.
En 1986 Blanca Varela publicó en la editorial Fondo de Cultura Económica Canto villano. Poesía reunida. (1949-1983), que con algunos cambios contenía sus cuatro poemarios ya impresos: Ese puerto existe (1959), Luz de día (1963), Valses y otras falsas confesiones (1972) y Canto villano (1978). En la última sección bajo el título de Otros poemas se añadían cuatro composiciones escritas entre 1978 y 1983, «Último poema de Junio», «Malevitch en su ventana»,, «Casa de cuervos» y «Sin fecha».
La antología publicada en la Editorial Icaria en 1991, Poesía escogida 1949-1991, incluyendo dos composiciones más en una última sección titulada «Ejercicios materiales» (1991), «Ejercicios materiales» y «Supuestos», arroja el resultado de seis poemas publicados en un periodo de trece años. Debemos todavía esperar dos años más, para en 1993 acceder a su último texto: El libro del barro. De este modo cualquier lector de la poesía de Blanca Varela está obligado a contar con el silencio de una palabra que se muestra y se oculta, se repliega en las antologías, apenas se vislumbra durante unos años, para volver de nuevo en libro cuando han transcurrido quince años desde su último canto.
La posición insular de la obra de Blanca Varela forma parte de la minoritaria presencia que tiene la poesía escrita por mujeres en el Perú. Como antecedente recordar la anónima voz femenina que escribe el «Discurso en loor de la poesía» incluido en la Primera Parte del Parnaso Antártico (1608) de Diego Mexía. En la Antología general de la poesía peruana que publican Sebastián Salazar Bondy y Alejandro Romualdo en 1957, ella y Cecilia Bustamante serán las únicas mujeres entre casi cien poetas varones. Sin embargo en la de Mirko Lauer y Abelardo Oquendo Surrealistas y otros peruanos insulares (1973), antología en la cual figuran según sus autores «sólo aquellos que consideramos los mejores», no aparece su nombre pero sí se encuentran incluidos compañeros de la generación del 50. Como explicaba el maestro Roberto Paoli al principio del prólogo a Canto villano
Ligada a la poesía del 40, aunque cronológicamente coetánea de la generación subsiguiente, Blanca Varela se forma en un clima parasurrealista, igual que sus compañeros de grupo: Javier Sologuren, Jorge Eduardo Eielson, Sebastián Salazar. Pero, en su desarrollo, no ha seguido en modo alguno la pauta de ellos o de otros poetas que hoy figuran en sus inmediaciones en historias y antologías de la poesía peruana. Ante todo, fiel a su personal excavación, a su rigor ético que es a la vez, una suerte de ascetismo estético, se ha negado tanto a ensayar nuevas experiencias formales como a aceptar los códigos de la no-significación, pues su poesía, a pesar de las apariencias, es y quiere ser una poesía comunicativa[2].
En la combinación apuntada de ascetismo estético y pasión comunicativa pudiera encontrarse parte de los motivos que la apartan de aquellos que como ella se inclinan al silencio verbal o a una verbalidad que involucra el silencio como componente expresivo, poetas que integran la tendencia «hipoverbal» apuntada por Paoli[3]. Su inconfundible poesía se distingue también de aquel que la definió como su «más devota y enamorada alumna», el maestro de poetas Emilio Adolfo Westphalen. Como ella misma ha confesado su poesía no sería lo que es sin la inconfundible presencia de las obras y las personalidades de Westphalen y Arguedas. De este modo «la encarnación viva y próxima de surrealismo peruano, su libertad y su rigor» (que significara Westphalen para ella) se superpone y transmuta a través de las enseñanzas de Arguedas, «su manera de vivir, de hablar, de ver el mundo y su obra, especialmente su obra, constituyeron la revelación de una verdad oscura, dolorosa e impronunciable, con la que hemos nacido todos los peruanos, aunque pretendamos ignorarla». Si el mundo poético de Blanca Varela se hizo «mayor, más grande y respirable» gracias no tanto a la belleza de las imágenes como a la «dignidad del espíritu y de la inteligencia» de los versos de Westphalen, «el paisaje más profundo, algo semejante a la sangre o a las raíces» se lo debe al creador de El zorro de arriba y el zorro de abajo[4].
Existe en la biografía vital y literaria de Blanca Varela el repetido acoso de una realidad cuya existencia engendra en cada uno de sus movimientos dos criaturas, «una abatida, otra triunfante», como dice en su poema «La lección»[5]. De niña la rodea un mundo que rechaza mientras secreta y obsesivamente se refugia en las palabras; durante la adolescencia ante «la evidente sordera de los mayores» opta por responderse a sí misma, escondiéndose en su propio discurso, confundirse con algo, alguien, para poder hablar con otra voz. Su ingreso en 1943 en la Universidad de San Marcos lo fue a un mundo de hombres, pero dentro de esta experiencia, nada grata ni fácil, ocurrió su encuentro e inclusión en un grupo de jóvenes escritores y artistas (Sebastián Salazar Bondy, Javier Sologuren, Jorge Eielson, Francisco Bendezú y Fernando de Szyszlo), colaborando en 1947 en la revista Las moradas fundada por Westphalen. Ya en París desde 1949 la amistad con Octavio Paz le permite el acceso a un círculo de intelectuales latinoamericanos y españoles. Durante el magnífico caos y el vértigo parisino Blanca Varela comprendió mejor que nunca la actitud poética de su antecesor, y a través de Octavio Paz y el poeta nicaragüense Carlos Martínez Rivas que la poesía no es otra cosa que «la realidad y a la vez su única y legítima puerta de escape». También adoptó como base lírica fundamental su memoria: «Y traté de recordar los cantos peruanos, lejanísimos y misteriosos de Arguedas, y de nombrar y recrear mis paisajes de infancia, y llevar mis animales y mis astros, enormemente altos y distantes, hasta mi pequeña ventana de la Rue de Lanneau, en pleno barrio latino»[6].
Lo que pasó después, lo demás, si no está escondido entre mis poemas, está entonces definitivamente perdido. Hablo de lo que hace la vida de cualquier persona, de cualquier mujer, como en mi caso. La casa, el amor, los niños, la lectura, la música, los viajes, la ciudad, y también el tedio, el dolor, la impotencia, la soledad y el silencio. Las dos caras enemigas reconciliadas por ese activo sueño que puede ser la poesía[7].
Lo que pasó después se encuentra magníficamente recogido en su poema «Currículum vitae»[8]
digamos que ganaste la carrera y que el premio
era otra carrera
que no bebiste el vino de la victoria sino tu propia sal
que jamás escuchaste vítores sino ladridos de perros
y que tu sombra tu propia sombra fue tu única
y desleal competidora.
Como en las coplas de los ciegos Blanca Varela siente ese «relente obcecado de eternidad y miseria»[9], su palabra se sitúa entre una poesía que no es suficiente «el verbo no alimenta./Las cifras no sacian»[10] y la constante «trampa del ser/o del no ser/o del no quiero esto sino lo otro/ tú sabes/ esas cosas que nos suceden/ y que deben olvidarse para que existan/ […] la pasión la obsesión/ la poesía la prosa/ el sexo el éxito/ o viceversa»[11]. Como indica José Miguel Oviedo Blanca Varela se niega a aceptar la realidad tal como nos es dada, «yergue su poesía en legítima defensa contra las coartadas del sentimentalismo, el ámbito familiar, los ritos sociales, que enmascaran y asfixian la naturaleza humana. Para ella, la existencia es un compromiso en continuo reajuste entre la lucidez (que no es la razón) y la pasión que garantiza la autenticidad de nuestra experiencia»[12]. Su poesía es de este modo la lucha contra lo imposible, y aunque «en el centro de todo está el poema» no ha llegado ni llegará jamás, «merodeo su luz», «husmeo su sombra»[13]. De este modo Canto villano presenta un autoeclipse poético, un destruir lo que no existe, entender lo indecible, conjurar un silencio cuya puerta de escape nos entrega «a la enloquecedora jauría de nuestros sueños»[14].
La sección «Otros poemas» (1978-1983) comienza precisamente en «Último poema de Junio» con el asalto imprudente y oscuro de los recuerdos, en un pensamiento enfrentado a una «esfinge que finge, que sueña en voz alta, que me despierta»[15]. Las «facilidades de la noche y de la palabra» frente a las «obscenidades de la luz y del tiempo»[16], la improbable adecuación poética de la realidad produce un conjunto inestable, extraño y desasosegante. Más que nunca («Malevitch en su ventana») «la voz se quiebra inaudita», la palabra desterrada, que se escribe y se borra a un tiempo, es una «voz arrojada del paraíso», la esperanza es apenas un resplandor abstracto que nada puede contra la búsqueda de «toda sagrada inexactitud»[17]. Dios es una mano que enciende y apaga a voluntad su luz, mientras «arde el oscuro aceite de la conciencia/ sobre esta mesa que es todo el mundo». Aunque «sigue brillando la lámpara penitente/ no creo en su luz», pero al final «alguien vuelve desvelado y sin prisa/ con un pequeño rectángulo de eternidad/ entre las manos»[18]. Como ha señalado Américo Ferrari la poesía de Blanca Varela se muestra «toda tensa hacia una intuición mística que parece fascinar a la poeta y que en cada poema es misteriosamente señalada y eludida»; pero en su caso la certeza del encuentro místico ha invertido su signo, «no hay Dios o bien un Dios discutido y golpeado, como la realidad y el poema, un dios con minúscula. La inversión del signo es signo de nuestros tiempos. Si hay mística en Varela, poeta en nuestros tiempos, no puede ser sino una en que está implicada la ansiedad del hombre de esta época, sin centro y fascinado por el centro […]»[19].
Esta ansiedad adquiere una de sus raíces más plenas a través de la maternidad, motivo en «Casa de cuervos» del desnudamiento radical de una conciencia vigilante, un siempre yo saliéndose al paso a través del tratamiento intencionalmente áspero y abrupto de lo emotivo, austeridad de contenida emoción en la prolongación desesperada, y al mismo tiempo cuajada de amor, de un cuerpo-casa-vacía «adonde no has de volver». El cuerpo como obstáculo o como puerta, el hijo como encarnación del amor o heredero del absurdo y la náusea que nos habita, y este amor de mujer que «nada comprende/ y nada puede», «este prado negro fuego abandonado»[20].
El último poema «Sin Fecha» dedicado a Kafka plantea la lucha desigual que mantenemos con la muerte, la «inevitable sombra» nos acecha, para nada sirve defenderse con el hacha, no habrá testigos, un cielo mudo nos contempla, «A lo más se escribirá, se borrará. Será olvidado»[21].
Los dos nuevos poemas publicados en la antología de la Editorial Icaria llevan como título «Ejercicios materiales» y «Supuestos», con fecha de 1991. Por la posición que ocupan permiten realizar el puente entre aquel existencialismo poético y su nuevo poemario El libro del barro (1993). Blanca Varela parece haber terminado ya su largo y tortuoso recorrido autobiográfico, es preciso «conocerse para poder olvidarse», no fue «no es fácil responderse/y escucharse al mismo tiempo»[22]. El final fue de una inesperada belleza, de una soledad y silencio sorprendentes, desde aquí reconociendo nuestra caída y con una imagen constelada de estigmas Blanca Varela inicia lentamente su canto a la vida, acción y efecto de toda una búsqueda anterior. Al proceso de interiorización de la conciencia le sigue el movimiento de los cuerpos, «abrimos lentamente las piernas/ para contemplar/ bizqueando/ el gran ojo de la vida/ lo único realmente húmedo/ y misterioso/ de nuestra existencia»[23]. Como principales supuestos: «el deseo es un lugar que se abandona/ la verdad desaparece con la luz», pero esa luz no sólo ilumina las cosas, las crea, es su origen y su fin, los que la han contemplado son poseídos y atraídos como el imán al hierro. «[…] es tan aguda la voz del deseo/ que es imposible oírla/ es tan callada la voz de la verdad/ que es imposible oírla»[24], la pasión y el dolor son las fuerzas de la atracción que el silencio ejerce sobre Blanca Varela, substancia encendida de una poesía cuyo oído es la mirada del entendimiento, «y suenas suenas suenas/ gran badajo/ en el sagrado vacío/ de mi cráneo»[25].
El libro del barro (1993). Memoria, diario poético, pensamientos, prosa que cuenta la realidad y el deseo de un único intento: «Traducir/ el silencio es pretender hacer música donde ya no/ existe ni la garganta ni el oído humanos»[26]. Testamento poético que se muestra como canto elemental, fundamento, medio y estructura: «Poesía. Orina./ Sangre»[27]. El encuentro con los elementos implica un proceso de madurez y adaptación de gustos e inclinaciones, al mismo tiempo existe en la declaración de los fundamentos de su poética la evidencia incluida de su comprensión, también un modo concentrado que conserva la extrañeza intacta de sus procedimientos.
El principio del principio, la arena de la infancia deja paso al barro de los hombres, y a un Dios cuya existencia se borra a cada instante. «La partida y el límite confundidos»[28], la memoria se transforma en memoria de la especie, desenterrando la infancia para palpar imágenes y escuchar la sangre. Eternidad circular en la poesía de Blanca Varela, cuyo centro abolido mantiene como axioma el mito de su revelación discurso que haya «el frágil huesecillo de la estirpe al azar»[29] para perderlo poco después, el encuentro instantáneo con la «vértebra/ perdida»[30] lo es con un estar siempre llegando, la palabra como acecho de su propio ser, entresueño, visiones, ecos donde se suceden el vacío continuo y la plenitud sin nombre. La fascinación estética no se ha dado nunca en la obra de Blanca Varela como fuerza explosiva, pero ahora parece aceptar el significado histórico de su búsqueda, el poder liberador de una metafísica artística, la esperanza puede germinar por fin en la salvación de los sonidos primitivos, la «caverna húmeda, oscuridad azul»[31] permite un cierto hedonismo de «alusiva/ desnudez, en ausencia turbadora»[32]. La poesía se hace texto, primacía de las frases centradas en su propia expresión, poesía de la afirmación, el mandato y la promesa, escritura de las cuevas que según Héctor Libertella
«[…] mira todos sus signos y sus formas de trabajo, arrastra los del pasado y los reelabora en la oscuridad de su propio ojo: ahora el ojo que ve, ve que todo lo de afuera es igual, lo único distante es el propio ojo que está mirando, entonces el ojo vidente quiere ser ciego: no ve nada fuera de su deseo de volver a la caverna y trabajar (en) lo oscuro . […] mecanismo falaz que sólo pretendió crear el efecto de una ‘evolución’ para apoderarse de toda la práctica anterior»[33].
Poesía entonces cuyo aparato teórico de goce y de uso íntimo se inscribe sobre la misma piedra en gesto de leerla, la palabra se instala en el centro de la práctica y se mira como grafía, letra. El libro del barro es la historia de las palabras escritas de Blanca Varela, reescritura que recorre los diferentes ciclos poéticos, texto que se genera después del psicoanálisis, registro y recopilación donde la materia de la escritura se va haciendo transparente u opaca. El texto concebido como una piedra escrita se acepta como mito y preside la construcción de libro, «La salud aferrada a la roca. Piedra sensible a la luz»[34], la escritura dibujándose en la Historia y la Historia reflejándose en la escritura. «La historia/ de la historia es el mar. Ola sobre ola, plegándose»[35]. «Lentos círculos, infinitas islas en un mar interior/ que gira sin pérdida ni ganancia»[36], mar, isla que danza, música carnal, hueso del alma, sílex castigado que llora humanamente, corazón, misterio de la carne, silencio, aguas negras, mar… «Hasta aquí tu vida»[37].
*(Sevilla-España, 1961). Profesora Titular de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Sevilla. Doctora en Filología Hispánica con la Tesis sobre La poética de José María Eguren (1993), del que también publicó la antología De Simbólicas a Rondinelas (1992). Actualmente es Coordinadora General de Selectividad de la Universidad de Sevilla. Su investigación sobre poesía peruana incluye los siguientes trabajos: «La pasión italiana de José María Eguren» (Studi di Letteratura Hispano-Americana, núm. 22, Roma, 1991, pp. 53-65), «José María Eguren: algunas claves poéticas» (Panoramas de Nuestra América núm. 2, Universidad Nacional Autónoma de México, 1993, pp. 85-94), «Oír con los ojos» (Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 456-457, Homenaje a César Vallejo, Madrid, 1989, pp. 973-980), «El conjuro del silencio: la poesía de Blanca Varela» (Narrativa y poesía hispanoamericana, Universidad de Lleida, 1996, pp. 489-494), «Después de lo raro, la extrañeza: Las Moradas de Emilio Adolfo Westphalen» (Revisión de las vanguardias, Roma, Bulzoni Editore, 1999, pp. 51-60), «La poesía acéntrica de Carlos Oquendo de Amat», (Poesía Hispanoamericana. Río de Janeiro, Universidad Federal de Río de Janeiro, 2006).
[1] Cfr. Emilio Adolfo Westphalen, «Para el ocultamiento de la poesía», Eco, 127, noviembre de 1979, pp. 52-54.
[2] Roberto Paoli, «Prólogo» a Canto villano. Poesía reunida, 1949-1983, México, Fondo de Cultura
Económica, 1986, p. 7.
[3] Roberto Paoli, Estudios sobre literatura peruana, Florencia, Editorial Parenti, 1985, p. 125.
[4] Blanca Varela, «Antes de escribir estas líneas», Cuadernos Hispanoamericanos, 417, marzo 1995, pp.
85-86. http://www.cervantesvirtual.com/obra/antes-de-escribir-estas-lineas/
[5] «La lección», Canto villano. Poesía reunida ,1949-1983, op. cit., p. 22.
[6] Blanca Varela, «Antes de escribir estas líneas», op. cit., p. 87.
[7] Ibídem.
[8] «Curriculum vitae», Canto villano. Poesía reunida, 1949-1983, op. cit., p. 138.
[9] «Camino a Babel», Canto villano. Poesía reunida, 1949-1983, op. cit., p. 148.
[10] «Conversación con Simone Weil», Canto villano. Poesía reunida, 1949-1983, op. cit., p. 109.
[11] «Monsieur Monod no sabe cantar», Canto villano. Poesía reunida, 1949-1983, op. cit., pp. 141-142.
[12] José Miguel Oviedo, «Blanca Varela, o la persistencia de la memoria», Eco, 127, noviembre de 1979, p. 111. «Último poema de Junio», Canto villano. Poesía reunida, 1949-1983, op. cit., p. 158.
[13] «Media voz», Canto villano. Poesía reunida, 1949-1983, op. cit., p. 143.
[14] «Camino a Babel», Canto villano. Poesía reunida, 1949-1983, op. cit., p. 148.
[15] «Último poema de Junio», Canto villano. Poesía reunida, 1949-1983, op. cit., p. 158.
[16] Ibidem.
[17] «Malevitch en su ventana», Canto villano. Poesía reunida ,1949-1983, op. cit., p. 159.
[18] Ibidem, pp. 161-162.
[19] Américo Ferrari, «Blanca Varela», Los sonidos del silencio, Lima, Mosca Azul, 1990, p. 101.
[20] «Casa de cuervos», Canto villano. Poesía reunida ,1949-1983, op. cit., pp. 164-165.
[21] «Sin fecha», Canto villano. Poesía reunida ,1949-1983, op. cit., p. 167.
[22] «Ejercicios materiales», Poesía escogida. 1949-1991, Barcelona, Icaria, 1993, pp. 101-102.
[23] Ibidem, p. 103.
[24] «Supuestos», Poesía escogida. 1949-1991, op. cit., p. 105.
[25] Ibidem, p. 106.
[26] El libro del barro, Madrid, Ediciones del Tapir, 1993, p. 25
[27] Ibidem, p. 18.
[28] Ibidem, p. 24.
[29] Ibidem, p. 8.
[30] Ibidem, p. 7.
[31] Ibidem, p. 25.
[32] Ibidem.
[33] Héctor Libertella, Nueva escritura en América Latina, Caracas, Monte Ávila, 1977, p. 36.
[34] El libro del barro, op. cit., p. 7.
[35] Ibidem, p. 11.
[36] Ibidem, p. 16.
[37] Ibidem, p. 29.