El borde ilegible. Una antilectura de «Célibes liebres» (2019), de Silvina Mercadal

 

Por Manuel Ignacio Moyano*

Crédito de la foto (izq.) Ed. Taller Perronautas /

(der.) www.caballonegroeditora.com.ar

 

 

El borde ilegible.

Una antilectura de Célibes liebres (2019),

de Silvina Mercadal**

 

 

Si comenzar fuera posible, empezaría acostado atrás de una pregunta que se lanzó por ahí. “¿Qué puede ser la literatura…”, escribió alguien, “…sino, precisamente, una existencia póstuma del lenguaje?” Pero como no es posible comenzar nada, mucho menos a escribir, no empiezo acostado atrás de esa pregunta sino flotando desde ella, así como desde ella el lenguaje flota póstumo en eso que se llama literatura.

Así las cosas, quisiera hablar de la liviandad como literatura, como la cosa literaria.

Quisiera hablar de la liviandad de las célibes liebres de Silvina Mercadal. Quisiera decir que ellas son un libro que no se puede leer. Un libro hecho para que quien se asume como lector, no pueda sino patinarse sobre un borde ilegible, fracasar en su tarea.

Una cita para seguir sin empezar: “De la espina sangrante cuelgan frases encriptadas”, dice una línea, y veo la cripta literaria como una puerta cerrada. Porque lo críptico es lo que se cierra, y lo que desea solo una cosa: no ser interpretado. Podría decir, irguiéndome para salir de esa pregunta, que las frases crípticas abundan en este libro pidiéndonos que las dejemos libres, sin interpretación, pero no. Las frases que cuelgan de esa espina roja, y que flotan en ese desgarro, no dejan al lector elevarse de la letra, no dejan lugar a la erección varonil. Piden en cambio un ejercicio animal, rasante, veloz. Flotar, sí, pero bien cerca del piso. Y la imagen se hace sola: como las liebres huyendo en el bosque. Livianas.

Así las frases y también las palabras de este libro. Liebres que huyen, que huyen para encriptarse, cerrarse sobre sí mismas, volverse ilegibles. Sin embargo, en eso hay algo singular. Porque lo que se cierra con tanta fuerza y pasión, como cada frase y cada palabra acá vertidas, en un celibato casi místico, muestra que de fondo cerrarse es imposible. No hay que dejar de hacerlo, porque es imposible lograrlo. Entonces la cripta no es un lugar, sino una gimnasia, un ejercicio que insiste sobre sí repeliendo la lectura.

Y así llama. Así es la llama que titila en esa cripta, una fugacidad ilegible.

Su estructura es la del hurto, la de aquello que se hurta a sí mismo para hacer un agujero que se cierra al infinito. En una palabra, el vacío. Y eso es lo ilegible, aquello que no se puede asir sino por sus bordes. Lo único que nos dejan las célibes liebres es el borde ilegible del vacío.

Y de todo borde emerge un bordado. Uno para antileer.

 

La poeta Silvina Mercadal.

 

Precisemos, porque si hay una demanda en este libro es aquella de la precisión. Cada palabra se fuga de sí misma, se autovacía, agujereándose en una opacidad que no permite leerla. O sea, cada palabra es un bosque cuando la luz se va, en los últimos rayos y la progresión de las sombras. Lo ilegible. Pero por eso mismo, porque se torna ilegible, da a leer otra cosa, otra palabra: leemos entonces “célebres libres” ahí donde está escrito “célibes liebres”. O más bien, leemos “célebres libres” justamente porque no leemos “célibes liebres”. Es que donde cada palabra se hurta a sí misma, se borda otra palabra. O sea, lo ilegible se hace borde y así escritura. Vuelvo a la sugestión de la pregunta inicial: ahí donde la palabra muere, nace la literatura.

El libro de Silvina silba e hilvana esa paradoja, la de la palabra después de la palabra. Es así como podemos sostenernos de alguna manera en la resonancia perenne de este lenguaje póstumo, de esta palabra que suena duplicada en su espectral posvida. El juego de rima constante que ensaya la poeta, apuntala esta línea de resonancias que aparecen en la inclinación de cada oreja. Escuchen: “La / cabeza / trofeo / fatal / Morfeo // corifeo / lanza / llamas / oriflama / flecha / y / flama.”

Esa es la primera operación.

 

 

Pero hay una segunda. Quizás como un embudo, donde se puede ver desde cierta perspectiva un agujero adentro de otro agujero, hay ahora en este vacío de la palabra un segundo vacío. El del deseo. Si en el agujero de cada palabra, se convoca siempre a otra en el equívoco más dulce de todos, hay a su vez, como segundo gesto, una pulsión que de fondo ya no convoca sino a una disyunción radical. A un deshacimiento que atraviesa todas las palabras ya heridas. Entre los verbos empleados, se deja presentir un infinitivo, algo indefinible que cautiva y llama a las palabras a su lecho de muerte y fundamentalmente a quien lee.

“Protocautiva” se escribe como título a un poema, y leo “provocativa” pero para ver, además del equívoco, la borradura del sujeto mismo que soy como lector. No solo se borra el quién escribe, como quiso toda una generación, sino también el quién lee. Así, el hurto de la palabra ahora es un hurto a la figura y a la posición (sexual) de quien lee. Sobre esta segunda tumba, corretean festivas las liebres y se abre el deseo propio de lo hermético, ahí donde ellas festejan su celibato porque no hay más lectura como penetración.

 

La poeta Silvina Mercadal.

 

¿Qué y dónde la liviandad, entonces?

De lo dicho se desprende que la palabra agujereada, reduplicada incesantemente en una figura de sobrevida, o sea, en literatura, agujereando así al lector, hacen lugar al erotismo de quien se sustrae doblemente. Si la figura prototípica del amor erótico es la caza, y del cazador como posición dominante, la liebre célibe o la libre célebre toma ahora la escena en su fuga: disloca la palabra, y disloca la lectura dejando simplemente la letra. Un grafismo ilegible.

¿Qué y dónde la liviandad, entonces? Precisamente en este erotismo en fuga. En ese celibato lunar.

Se recuerda, en la contratapa, a través del Diccionario de símbolos de Juan Eduardo Cirlot que en China “se conceptúa a la liebre como animal de presagios y se supone que vive en la luna”. El último poema dice: “La liebre ¿lúbrica? / en librea. Oh Gran Liebre / enséñame lindamente / tan libre la luna.” Ya no estamos en el erotismo de la palabra completa, ni siquiera de la palabra agujereada, sino en el de la letra como última sombra. Porque como se sigue de este último poema, la luna y la liebre no son sino el sonido de la lengua que se cuelga del paladar dejando correr el aire por sus costados para así pronunciar la ele. Ese soplido inestable y suave y apenas sostenido de las eles de liebre y luna abren paso al erotismo de este libro.

 

El libro es entonces la Gran Liebre. O, como diría alguien sin empezar todavía, la luna que flota plateada en el bosque que se hace noche.

 

 

 

 

 

*(Córdoba-Argentina, 1987). Dramaturgo y ensayista. Fue asistente de dirección de La verdad de los pies, obra de dramaturgia colectiva dirigida por Jazmín Sequeira. También participó de diversas performances, conjugando la escritura y las prácticas escénicas. Escribió y dirigió la obra de teatro Play. Preferiría no actuar (2015). Actualmente dirige la obra escénica Ntolsvz Rlkenmt (2018). Ha publicado en ensayo Bonino. La lengua de la inocencia (2017) y Giorgio Agamben. El uso de las imágenes (2019).

 

 

 

**(Córdoba-Argentina, 1971). Poeta y docente en la Universidad Nacional de Villa María (Argentina). Ha publicado en poesía Nupciario (2007), Acuario de la morsa (2009), Un bosque oriental (2010), Las aventuras de la piña monstruo (2013), La cautiva, alucina (2016), La esquina del fresno (2016), Orange (2017) y Célibes liebres y Aurora o la flor de oro (2019).

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