El arte de la poesía. Entrevista a Philip Larkin

La presente entrevista fue realizada por Robert Phillips y fue publicada, originalmente, en «The Art of Poetry» (El arte de la poesía) Nº 30 de The Paris Review.

La misma, y los poemas a continuación, han sido traducidos al español y publicados en el libro Decepciones, de Phillip Larkin, el que contiene otros poemas del autor seleccionados y traducidos por Bruno Cuneo, Cristóbal Joannon y Enrique Winter.

 

Por: Robert Phillips

 

«Temperamental y geográficamente remoto» —escribió The Times Literary Supplement sobre Philip Larkin— «ha rechazado casi todas las invitaciones a participar como jurado, recitar, escribir reseñas, dar clases, pontificar o ser entrevistado».

Cuando surgió la idea de que The Paris Review concertase una entrevista con Larkin, el comité editorial no estaba optimista. Para felicidad de éste, Larkin accedió con cautela, afirmando que conocía «por supuesto, la serie de The Paris Review y estimo que tal vez esté en buena compañía», aunque la idea no lo volvía loco. Larkin no bajó, sin embargo, tanto la guardia como para ser entrevistado en persona. Estableció que la entrevista se haría enteramente por correo: «Recibirá mucho mejores respuestas de este modo». Se demoró casi cinco meses en contestar el primer grupo de preguntas que le fueron enviadas a su casa en Hull, Inglaterra, afirmando que «me tomé bastante tiempo ya que, para mi sorpresa, me di cuenta de que escribir es algo asfixiantemente aburrido».

Su membrete —p. a. larkin, c.b.e., c.lit., m.a., d.lit., d.litt., f.r.s.l., f.l.a.— es una prueba del importante número de reconocimientos que ha merecido su obra, relativamente breve. En efecto, se le ha llamado el otro poeta laureado inglés («más querido y requerido incluso que el oficial, John Betjeman», a juicio de Calvin Bedient en The New York Times Books Review). Pero Larkin trasciende su condición de inglés y es ampliamente leído tanto en Europa como en Estados Unidos.

Ha dicho que su objetivo al escribir un poema es «construir un dispositivo verbal que preserve indefinidamente una experiencia al ser reproducida por todo aquel que lo lea».

Robert Phillips, 1982.

 

¿Podría describir su vida en Hull? ¿Vive en un departamento o en una casa?

Llegué a Hull en 1955. Después de dieciocho meses (durante los cuales escribí «Sr. Bleaney») arrendé un departamento de la universidad y viví allí casi dieciocho años. Era el último piso de una casa que durante la guerra era conocida como el Consulado de Estados Unidos, y aunque tal vez no fuera un lugar apropiado para cualquier persona, lo era para mí. Allí escribí la mayor parte de Las bodas de Pentecostés y todo Ventanas altas. Probablemente no me habría cambiado nunca si la universidad no hubiese vendido la casa, pero como las cosas fueron así, me tuve que ir y encontrar otro lugar. Fue una experiencia espantosa, porque que en esa época era difícil encontrar casa. Al final unos amigos me avisaron que había una pequeña casa junto a la universidad y la compré en 1974. Aún no tengo claro si me gusta o no.

 

¿Cuántos días a la semana trabaja en la biblioteca, y cuántas horas diarias?

Mi trabajo como bibliotecario de la universidad es de tiempo completo, cinco días a la semana, cuarenta y cinco semanas al año. Cuando llegué a Hull contaba con un equipo de once personas; ahora, sumando y restando, hay más de cien. Construimos una nueva biblioteca en 1960 y otra en 1970, de manera que mis primeros quince años fueron intensos. Eran, por supuesto, tiempos de expansión universitaria en Inglaterra, y Hull creció bastante, quizás más que el resto de las universidades. Afortunadamente, el vicerrector fue casi siempre un entusiasta de la biblioteca y por eso lleva hoy su nombre. Ahora que lo veo, creo que si la Biblioteca Brynmor Jones es una buena biblioteca —y creo que lo es— los créditos deben ser para él y para el personal. Y desde luego para la universidad en su conjunto. Pero tal vez usted no esté interesado en estos asuntos.

 

¿Cómo es su rutina cotidiana?

Mi vida es tan simple como puedo lograr que sea. Trabajar todo el día, cocinar, comer, lavar los platos, hablar por teléfono, escribir reseñas, beber, ver televisión por las noches. No salgo casi nunca. Supongo que todo el mundo intenta ignorar el paso del tiempo: algunos haciendo muchas cosas, otros viviendo en California y al año siguiente en Japón. O, como sucede en mi caso, haciendo cada día y cada año exactamente lo mismo. Probablemente ningún método funciona.

 

No mencionó una rutina para escribir.

Temía que me preguntara por la escritura. Todo lo que diga sobre la escritura de poemas hay que conjugarlo en pasado, ya que he escrito muy poco desde que me cambié de casa, o desde Ventanas altas, o desde 1974, o como usted quiera ponerlo. Pero bueno, cuando escribí ese libro era por las noches, después del trabajo, después de lavar los platos (discúlpeme, quizás usted dice «fregar» los platos). Era una rutina como cualquier otra. Y funcionaba realmente bien: no creo que uno pueda escribir un poema por más de dos horas. Después de eso uno empieza a darse vueltas y es mejor parar por veinticuatro horas, ya que en ese lapso el inconsciente o lo que sea resuelve el bloqueo y uno queda listo para seguir. Lejos las mejores condiciones para escribir que tuve fueron en Belfast, cuando trabajaba en la universidad. Otro departamento en el último piso, dicho sea de paso. Escribía entre las ocho y las diez de la noche, después me iba al bar de la universidad hasta las once, y después jugaba a las cartas o conversaba con amigos hasta las una o las dos. La primera parte de la noche tenía su deseada segunda parte, y podía disfrutar la segunda parte con buena conciencia, porque ya había hecho mis dos horas. Ahora no consigo organizarme así.

 

¿Le es, o le era, fácil escribir? ¿Un poema quedaba listo lenta o rápidamente?

No tengo medidas de comparación. Escribía poemas cortos bastante rápido. Los más largos me tomaban semanas y hasta meses. Solía pasarme que nunca estaba seguro de que terminaría el poema hasta que no había pensando en la última línea. Por supuesto, ¡la última línea era a veces la primera en la que pensaba! Pero normalmente la última línea me llegaba cuando ya había escrito dos tercios del poema, entonces de lo que se trataba era de cerrar la brecha.

 

¿Por qué escribe y para quién?

Ha estado leyendo a Auden: «Es fácil hacer la pregunta difícil». La respuesta corta es que escribes porque tienes que hacerlo. Si lo racionalizas, es como si ya hubieses visto esto, como si hubieses sentido esto, como si hubieras tenido esta visión, y te ves en la necesidad de encontrar una combinación de palabras que la preserve para fijarla en otras personas. El deber vale para la experiencia original. No se percibe como una expresión personal, aunque lo parezca. Respecto al para quién escribes, bueno, escribes para todos. O para cualquiera que esté dispuesto a escuchar.

 

¿Comparte sus manuscritos con alguien antes de publicarlos? ¿Tiene amigos cuyos consejos siga al revisar un poema?

Normalmente no le muestro a nadie lo que he escrito. ¿Para qué? Usted recuerda a Tennyson leyéndole un poema inédito a Jowett. Cuando hubo terminado, Jowett le dijo: si yo fuera usted, Tennyson, no publicaría eso. Y Tennyson le respondió: en ese caso, maestro, el jerez que nos sirvió en el almuerzo estaba absolutamente asqueroso. Eso es todo lo que puede pasar. Pero cuando éramos jóvenes, solíamos intercambiar con Kingsley Amis poemas inéditos, supongo que en gran medida porque nunca pensamos que los publicaríamos. Él me animaba y yo lo animaba a él. El apoyo es muy necesario para un escritor joven. Pero es difícil encontrar a alguien cuyos estímulos valgan la pena, no hay muchos Kingsleys dando vueltas.

 

En la entrevista que concedió a The Paris Review, Kingsley Amis afirmó que usted lo había ayudado con el manuscrito de La suerte de Jim. ¿Qué clase de relación de trabajo fue esa? ¿Está inspirada esa novela en sus experiencias como miembro del staff de la Universidad de Leicester?

Bueno, ha pasado mucho tiempo, es difícil acordarse. En general tenía la convicción de que Kingsley era lejos el escritor más divertido que había conocido —en sus cartas, etc.— y me gustaba que los demás pensaran lo mismo. Sé que dijo que se le ocurrió La suerte de Jim durante una visita que me hizo cuando trabajaba en el University College de Leicester. Eso siempre me ha parecido un poco endeble; después de todo, él trabajaba en el University College de Swansea cuando escribía la novela, y en cuanto al tema —un joven que conoce a una niña aparentemente indecente, pero que la convierte en una niña buena al sacarla de su entorno indecente— siempre he pensado que se relaciona mucho con Kingsley. Lo usó de nuevo en I Want it Now [Lo quiero ahora]. Cuando leí el primer borrador le dije: corta aquí, corta allá, que haya más de lo otro. Recuerdo haberle dicho: que aparezcan más «caras» —usted sabe, su cara de Edith Sitwell, y así. Lo maravilloso era que Kingsley podía «hacer» él mismo todas esas caras —y así «La vida sexual en la Roma Antigua». Una vez alguien tomó fotografías de todas ellas. Me gustaría tener una colección.

 

¿Cómo llegó a ser bibliotecario? ¿Nunca le interesó enseñar? ¿Cuál era la profesión de su padre?

Oh, estimado, esto implica mucha autobiografía. Mi padre era tesorero de la ciudad, un agente financiero. Nunca tuve el más mínimo deseo de «ser» algo cuando estaba en el colegio, y cuando fui a Oxford estábamos en guerra y no había otra cosa que «ser» salvo soldado o profesor o guardia civil. En 1943, cuando me gradué, supe que no podía ser llamado a las filas ya que había sido calificado como no apto (supongo que por mis problemas a la vista), ni podía ser reservista, debido a mi tartamudez, de modo que el Servicio Civil me rechazó dos veces, y pensé: bueno, esto me deja fuera. Así que me senté en la casa a escribir Jill. Pero por supuesto el gobierno tenía en ese tiempo el poder de mandarte a las minas o al campo o a una fábrica, y me escribieron de manera bastante cortés preguntándome qué estaba haciendo realmente. Busqué en el diario (el Birmingham Post, vivíamos entonces en Warwick) y vi que en una pequeña ciudad de Shropshire necesitaban un bibliotecario. Postulé, obtuve el puesto y se lo comuniqué al gobierno, lo cual pareció satisfacerlos. Por supuesto no era un verdadero bibliotecario, era más bien una suerte de conserje —la biblioteca era de un-solo-hombre— y no puedo decir que lo disfrutara mucho. El bibliotecario anterior estuvo cuarenta años y me dio miedo quedarme ahí también toda la vida. Esto me hizo capacitarme profesionalmente para salir de ahí, lo que hice en 1946. En ese entonces escribí Jill, El barco del Norte y Una muchacha en invierno. Fue probablemente el período «más intenso» de mi vida.

 

Dicho sea de paso, ¿es Jorge Luis Borges el único otro poeta de peso que también es bibliotecario? ¿Sabe de algún otro?

¿Quién es Jorge Luis Borges? El escritor-bibliotecario que a mí me gusta es Archibald MacLeish. Fue nombrado bibliotecario del Congreso en 1939, y en su primer día de trabajo le llevaron unos documentos para firmar, pero él no firmó nada hasta saber de qué trataban. Cuando lo supo, comenzó a hacer objeciones y sugerencias. El resultado fue que reorganizó completamente la Biblioteca del Congreso en cinco años limitándose a decir «no entiendo», «no estoy de acuerdo», y además en tiempos de guerra. Un hombre espléndido.

 

¿Qué piensa del mundo académico como campo laboral para el escritor, específicamente la enseñanza?

El mundo académico me ha servido, pero sucede que yo no soy profesor. No podría serlo. Me parece que masticar el trabajo de otros, me refiero a escribir, debe ser algo terriblemente embrutecedor. Bastante te enferman ya con todo el negocio de la literatura. Además no tengo ese tipo de cabeza, conceptual o pensante o lo que sea. Prefiero morir a tener que pensar en la literatura de esa manera, decir que un poema es «mejor» que otro o qué sé yo.

 

Hemos sabido que no hace lecturas públicas de su obra. En Estados Unidos, esto se ha transformado en una fuente de ingreso para los poetas. ¿Disfruta al escuchar la lectura de otros?

No, no doy recitales, pero he grabado tres de mis libros, sólo para mostrar cómo yo los leería. Escuchar un poema, a diferencia de leerlo impreso, supone una pérdida enorme —de la forma, la puntuación, las cursivas y hasta de saber cuánto falta para que termine. Leerlo en la página significa que puedes ir a tu propio ritmo, asimilándolo como corresponde; escucharlo implica que eres arrastrado por la velocidad del lector, pasando por alto cosas, no considerándolas, confundiendo ahí [there] por sus [their] y cuestiones de ese tipo. Y entre ti mismo y el poema, el lector puede interponer su propia personalidad, para bien o para mal. Y lo mismo la audiencia. No me gusta escuchar cosas en público, incluso música. De hecho, pienso que las lecturas de poesía establecen una falsa analogía con la música: el texto es una «partitura» que no «cobrará vida» hasta que sea «interpretado». Es falso porque las personas leen palabras, pero no música. Cuando escribes un poema, pones en él todo lo necesario: el lector debería poder «escucharlo» de un modo tan claro como si estuvieras a su lado recitándoselo. Y, por supuesto, esta moda de las lecturas poéticas ha hecho que nazca esa especie de poesía que puedes entenderla a la primera: ritmos fáciles, emociones fáciles, una sintaxis fácil. No creo que eso se sostenga en el papel.

 

¿Considera que la estabilidad económica es una ventaja para el escritor?

La sociedad inglesa de posguerra se basa en el supuesto de que la estabilidad económica es una ventaja para todo el mundo. Por cierto que a mí me gusta tener estabilidad económica. ¿Pero usted, en el fondo, no está preguntándome por el trabajo? Todo este asunto de cómo un escritor obtiene su dinero —especialmente un poeta— es uno de esos asuntos para los que hay tantas respuestas como escritores, y la respuesta que dé el que está a tu lado siempre será mejor que la propia. Por un lado, hoy en día no puedes vivir como un «hombre de letras» tan fácilmente como hace cien o setenta y cinco años, cuando había muchas revistas y diarios que llenar. Los ingresos de los escritores, en tanto que escritores, casi han bajado de la línea de la pobreza. Por otro lado, puedes vivir «como escritor» o «como poeta» si estás dispuesto a sumarte a la industria del entretenimiento cultural, y recibir limosnas del Consejo de la Cultura (y ya no dan tantas como antes) y ser un «poeta en residencia» y todo eso. Supongo que podría haber dicho —ahora es un poco tarde— que podría haber tenido un agente y decirle: mire, haré cualquier cosa durante seis meses al año si puedo ser libre para escribir los otros seis meses. Hay quienes lo hacen, y supongo que les funciona. Pero me criaron pensando que debía tener un trabajo y escribir en mi tiempo libre, como Trollope. Después, cuando empiezas a ganar dinero escribiendo, poco a poco vas dejando de trabajar. Pero yo tenía más de cincuenta años cuando pude «vivir de mi escritura» —y sólo porque edité una antología extensa— y fue entonces cuando pensé: bueno, por qué no esperar la jubilación si me queda tan poco.

 

¿Se arrepiente de algo?

A veces pienso: todo lo que he escrito lo he escrito después de un día de trabajo, en la noche. ¿Cómo habría sido si lo hubiese escrito en la mañana, después de una noche de sueño? ¿Me equivoqué? Hace un tiempo un escritor me dijo —y él era un escritor de tiempo completo, y de los buenos— «me habría gustado tener tu vida. Ver gente, tener compañeros de trabajo. Ser escritor es algo muy solitario». Siempre envidiamos a nuestro vecino. Todo lo que puedo decir es que haber tenido un trabajo no ha sido un precio tan alto que pagar para lograr la estabilidad económica. Algunas personas, lo sé, prefieren la inseguridad económica porque tienen que «sentirse libres» para poder escribir. Pero a mí me funciona. Lo único que encuentro raro, si miro hacia atrás, es que la sociedad haya estado dispuesta a pagarme por ser bibliotecario. Recibes medallas y premios y títulos honoríficos en esto y aquello —y entrevistas halagadoras— pero si te paras y dices: perfecto, si soy tan bueno, denme un ingreso permanente y reajustable igual al que obtendría siendo un mediocre administrativo universitario —en ese caso, bueno, la razón recuperaría su lugar bastante rápido.

 

¿Cómo empezó a escribir poesía? ¿Fue el tiempo un factor que lo llevó a elegir la poesía en vez de la novela?

Las preguntas que me hace usted. He escrito indistintamente prosa y poesía desde, digamos, los quince años. Yo no elegí la poesía, ella me eligió a mí.

 

Buena manera de decirlo. Su última novela, Una muchacha en invierno —una pequeña obra maestra— fue publicada hace veinticinco años. ¿Piensa escribir otra algún día?

No lo sé, pienso que tal vez no. Traté con mucho esfuerzo de escribir una tercera novela durante cinco años. La capacidad para hacerlo se había desvanecido. No puedo decir nada más al respecto…

 

Escribió Jill cuando tenía veintiún años, y su segunda novela sólo un año después. ¿Era su intención ser solamente novelista?

Sí, quería «ser novelista» en un sentido en que nunca quise «ser poeta». Las novelas me parecían más ricas y amplias que los poemas, más profundas y placenteras. Cuando era joven, Scrutiny publicó una serie de artículos bajo el título general de «La novela como poema dramático». Ese era un concepto estimulante, excitante. Escribir algo que fuera al mismo tiempo un poema y una novela. Pensar en mis dos novelas implica retroceder cuarenta años, y a tanta distancia por supuesto que no puedo recordar cómo nacieron. Creo recordar que Jill se basa en la idea de que cuando te evades de la vida —el sueño de John de tener una hermana imaginaria— es posible que acabes enfrentándola, es decir, encontrando a la verdadera Jill. Con resultados desastrosos. Una muchacha en invierno, un libro en el que siempre pienso como El reino del invierno —su primer título— o bien Winterreich —como solía llamarlo Bruce Montgomery—, lo escribí cuando estaba muy deprimido, cuando trabajaba en esa primera biblioteca de la que le hablé. Era lo que Eliot habría llamado un correlato objetivo. Cuando la miro hoy pienso que es extraordinaria. Supongo que la palabra es complicidad… no realmente madura, o sensata, tan sólo increíblemente inteligente. Quiero decir para mis estándares. Teniendo en cuenta sobre todo que tenía solamente veintidós años. En todo caso, algunas personas, cuya opinión respeto, prefieren Jill, porque es más natural, más sincera, más directa emocionalmente.

 

En su prólogo a la reimpresión de Jill, dice que es «en lo esencial una breve historia sin ambición». ¿Esa es su definición de una novela?

Pienso que una novela debería seguir el destino de más de un personaje.

 

Al menos un crítico se ha referido a Jill como la precursora de la nueva novela británica de posguerra —esa literatura del héroe de clase obrera que se siente desplazado y que más tarde dio lugar a las obras de Alan Sillitoe, John Wain, Keith Waterhouse, Amis y otros. ¿Se siente parte de todo eso?

No, pienso que no. Porque Jill no tiene un trasfondo político de ese tipo. El hecho de formar parte de la clase obrera fue para John una especie de equivalente a mi tartamudez, un impedimento que lo rebajaba. Me alegra que mencione a Keith Waterhouse. Considero que su Billy mentiroso y Jubb son novelas extraordinariamente originales, la primera muy divertida, la segunda desgarradora. Mucho mejores que las dos mías.

 

Usted es extremadamente modesto. ¿No cree que para su trabajo es importante una clara conciencia británica de clases —Jill, Una muchacha en invierno, el poema «Las bodas de Pentecostés»?

¿Está sugiriendo que no hay conciencia de clase en Estados Unidos? No es la impresión que uno tiene al leer los trabajos del señor John O’Hara.

 

O’Hara exagera. ¿Planeó la forma de sus dos novelas, o fueron evolucionando? Ha mencionado sus mentores en poesía, especialmente Hardy. Pero en su juventud, ¿qué novelistas leía frecuentemente y admiraba?

Es difícil decirlo. Desde luego leí muchísimas novelas, y conocía los estilos de la mayoría de los escritores modernos, pero mirando hacia atrás no puedo decir que alguna vez haya imitado a alguno de ellos. Pero no piense que me importa la imitación en un escritor joven. No es más que una manera de aprender el oficio. En realidad, en ese tiempo, mis novelas eran más originales que mis poemas. Mis novelistas favoritos eran Lawrence, Isherwood, Maugham… Waugh… ah, y George Moore. Pasé por una etapa en la que estaba fascinado enormemente por Moore: probablemente él estaba en la base de mi estilo.

 

Estilísticamente, Una muchacha en invierno me recuerda las ficciones de Elizabeth Bowen, en particular La muerte del corazón y La casa en París. ¿Es Bowen una escritora que haya admirado?

No, no había leído a Elizabeth Bowen. De hecho, alguien me prestó La muerte del corazón cuando salió Una muchacha en invierno, dos años después de terminarla. Me gustó mucho, pero en lo personal nunca estuvo entre mis autores favoritos.

 

Hablemos un poco de la estructura de Una muchacha en invierno. ¿La escribió cronológicamente? Esto es, ¿escribió primero la «Segunda parte» y después barajó el mazo para producir de ese modo un efecto y un contrapunto? ¿O en realidad concibió la novela como una ida del presente al pasado y luego al presente?

Lo segundo.

 

Las cartas son parte integral e importante de ambas novelas, tanto como la trama y la textura. ¿Es un escritor de cartas prolífico?

Me parece que solía escribir más cartas que ahora, pero eso les pasa a todos. Hoy en día me escribo con una o dos personas, en el sentido de escribir cuando no hay nada especial que decir. Me encanta recibir cartas, lo cual implica tener que responderlas, y no siempre tengo tiempo para hacerlo. Tuve una muy entretenida y poco exigente correspondencia con la novelista Barbara Pym, que murió en 1980, que empezó simplemente con la carta de una admiradora. Le respondí y la correspondencia duró diez años, hasta que nos conocimos. Espero que le haya gustado recibir mis cartas; a mí, por cierto, me gustaban las suyas. Hablo sobre nuestra correspondencia en un prólogo que hice para la edición inglesa de su novela póstuma, An Unsuitable Attachment [Una relación inadecuada].

 

¿Podría describir su relación con la comunidad literaria contemporánea?

Me siento en cierto modo alejado de lo que usted llama «la comunidad literaria contemporánea», por dos razones: en primer lugar, no vivo de lo que escribo, por lo tanto no necesito mantenerme en contacto con editores literarios ni editoriales ni gente de la televisión para ganar dinero; y, en segundolugar, no vivo en Londres. Así las cosas, mis relaciones con ella son bastante amigables.

 

¿Es Hull un lugar donde le gustaría quedarse? Si es así, ha cambiado como persona desde que escribió el poema «Los lugares, los amados», o el hablante de ese poema es un personaje?

Hull es un lugar donde me he quedado. En mi aniversario número veinticinco, organicé un pequeño almuerzo con los miembros de mi equipo que habían estado tanto tiempo como yo, o casi tanto, y me dieron un regalo con una tarjeta que incluía las líneas que usted menciona. Touché, como dicen los franceses.

 

Como solterón, ¿se siente marginado a veces? ¿O ha disfrutado ser soltero, como los hablantes de sus poemas «Razones para asistir», «Dockery e hijo» y «El yo es el hombre», y seguir así porque le gusta y prefiere vivir de ese modo?

Es difícil decirlo. Sí, me he quedado soltero por opción y no he deseado otra cosa, pero desde luego mucha gente se casa y también se separa, por lo tanto supongo que soy un marginal en el sentido en que usted lo dice. Me angustia de vez en cuando, claro, pero sería largo explicar por qué. Samuel Butler decía que la vida termina arruinándote de una u otra manera.

 

¿El personaje John Kemp está inspirado de algún modo en su propia juventud? ¿Era tan tímido usted?

Yo diría que sí, era y soy extremadamente tímido. Cualquiera que haya sido tartamudo sabe lo angustioso que es eso, especialmente en el colegio. Significa que nunca haces ni emprendes nada, salvo tratar de pasar inadvertido todo el tiempo. Muchas veces me he preguntado si era tímido porque era tartamudo o al revés.

 

¿Tuvo una infancia infeliz?

Mi infancia fue buena, cómoda, estable y con amor. Pero no era un niño feliz, o eso dicen al menos. Tampoco era un ermitaño, contra lo que dicen los rumores: tenía amigos y disfrutaba de su compañía. Comparado con otras personas que conozco, soy una persona extremadamente sociable.

 

¿Siente que es posible la felicidad en este mundo?

Bueno, pienso que lo máximo a que puedes aspirar es a tener buena salud, suficiente dinero y nada que te preocupe en el futuro inmediato. Pero no a la «felicidad» en el sentido de un continuo orgasmo emocional. Por el solo hecho de que sabes que vas a morir algún día, y lo mismo la gente que amas.

 

¿Escribió algún otro cuento o relato después de «Trouble at Willow Gables» [Problemas en Willow Gables]?

No. Considero que una historia corta debería ser un poema o una novela. A no ser que sólo sea una anécdota.

 

¿Ha intentado alguna vez escribir un poema largo de verdad? No he visto que haya publicado uno. Si no, ¿por qué?

No he escrito ninguno. Para mí un poema largo sería una novela. En este sentido, Una muchacha en invierno es un poema.

 

¿Y una obra de teatro o una obra de teatro en verso?

No me gustan las obras de teatro. Ocurren frente a un público, lo cual, como le dije antes, no me gusta nada; además estoy prácticamente sordo, así que no puedo escuchar lo que pasa. Lo repito, las obras de teatro son casi como las lecturas de poesía, deben lograr una recepción inmediata, lo cual tiende a vulgarizarlas. Además, por supuesto, la intromisión de la personalidad —el actor, el productor o director— también distrae. Con todo, admiro mucho Asesinato en la catedral, como todo lo que escribió Eliot. De vez en cuando la releo por placer, que es el mayor cumplido que podría hacerle a una obra.

 

¿Conoció a Eliot?

No lo conocí. Una vez yo estaba hablando con Charles Monteith en las oficinas de Faber & Faber —las antiguas, en Russell Square nº 24, ¡esa dirección mágica!— y me preguntó si conocía a Eliot. Le dije que no y, para mi sorpresa, salió y volvió con Eliot, que debió estar en la oficina de al lado. Nos dimos la mano y me explicó que esperaba a alguien con quien debía tomar el té, así que no podía quedarse. Se produjo un silencio, luego del cual me dijo que se alegraba de verme por esas oficinas. Lo curioso es que yo no era un autor de Faber —esto debe haber sido antes de 1964, el año en que ellos publicaron Las bodas de Pentecostés— así que lo tomé como un gran cumplido. Pero fueron unos minutos un poco tensos y ni siquiera recuerdo lo que pensé.

 

¿Y a Auden? ¿Tuvieron alguna relación?

Tampoco lo conocí. Una vez me encontré con él en la casa de Stephen Spender, algo muy gentil de parte de Spender, y de alguna manera era más intimidante que Eliot. Recuerdo que me preguntó si me gustaba vivir en Hull, y yo le respondí que suponía que no era más infeliz allí de lo que lo sería en cualquier otra parte. A lo que replicó: travieso, travieso. Pensé que era muy gracioso. Pero todo este negocio de conocer escritores famosos está agonizando. Pasé unos cuantos minutos terribles con Foster. Fue mi culpa, no la suya. Una vez vino Dylan Thomas a hablar a un club de Oxford al que yo pertenecía y a la mañana siguiente nos juntamos a tomar un trago. Él sí que no era intimidante. De hecho, y sé que esto puede sonar absurdo, podría decir que, en este tipo de situaciones, yo tenía mucho más en común con Dylan Thomas que con cualquier otro «escritor famoso».

 

En la introducción a la segunda edición de El barco del Norte usted menciona a Auden, a Thomas, a Yeats y a Hardy como sus primeras influencias. ¿Qué cosas aprendió específicamente del estudio de estos cuatro autores?

¡Pero por favor, si uno no estudia a los poetas! Uno los lee y piensa: esto es maravilloso, ¿cómo lo habrá hecho?, ¿podría yo hacer lo mismo?, y así es como uno aprende. Al final no puedes decir ese es Yeats, ese es Auden, porque ya se han ido, como andamios que hubieran sido retirados. Thomas era un callejón sin salida. ¿Qué extraje de cada uno? De Yeats y Auden el manejo del fraseo, el distanciamiento formal de la emoción. De Hardy, bueno… no tenerle miedo a lo obvio. Todas esas frases maravillosas que escribió sobre la poesía —«el poeta debe tocarnos el corazón mostrando el suyo», «el poeta no toma nota de nada que no pueda sentir», «la emoción de todas las épocas y el pensamiento de la propia»—, Hardy sabía de qué se trataba el asunto.

 

(la entrevista continúa en la fuente original citada)

 

Algunos poemas de Philip Larkin

 

 

Toads

Why should I let the toad work

Squat on my life?

Can’t I use my wit as a pitchfork

And drive the brute off ?

 

Six days of the week it soils

With its sickening poison —

Just for paying a few bills!

That’s out of proportion.

 

Lots of folk live on their wits:

Lecturers, lispers,

Losers, loblolly-men, louts —

They don’t end as paupers;

 

Lots of folk live up lanes

With fires in a bucket,

Eat windfalls and tinned sardines —

They seem to like it.

 

Their nippers have got bare feet,

Their unspeakable wives

Are skinny as whippets — and yet

No one actually starves.

 

Ah, were I courageous enough

To shout, Stuff your pension!

But I know, all too well, that’s the stuff

That dreams are made on:

 

For something sufficiently toad-like

Squats in me, too;

Its hunkers are heavy as hard luck,

And cold as snow,

 

And will never allow me to blarney

My way to getting

The fame and the girl and the money

All at one sitting.

 

I don’t say, one bodies the other

One’s spiritual truth;

But I do say it’s hard to lose either,

When you have both.

 

Sapos

¿Por qué dejar que el sapo trabaje

como un okupa sobre mi vida?

¿No puedo usar mi ingenio de horqueta

y sacarme a la bestia de encima?

 

Mancha seis días semanales

con su veneno repulsivo,

¡sólo para pagar algunas cuentas!

Es un exceso.

 

Mucha gente vive en su sano juicio:

conferencistas, tartamudos,

desgarbados, patanes, perdedores,

y no terminan pobres;

 

mucha gente vive en los cerros

hacen fuego en un tambor,

comen a la suerte de la olla, latas de jurel

y pareciera gustarles.

 

Sus niños andan a pata pelada,

sus esposas indescriptibles

son flacas como galgos, y no obstante

nadie se muere de hambre.

 

Ah, si tuviera tanto arrojo

para gritar, ¡me cago en tu pensión!

pero sé, demasiado bien, que es esa

la materia de nuestros sueños:

 

porque algo muy parecido a un sapo

también habita en mí;

sus ancas son pesadas como la mala suerte

y frías como la nieve,

 

y nunca admitirá que adule

mi forma de lograr

la fama y el dinero y la muchacha

de un solo golpe.

 

No digo que uno calce en la verdad

espiritual del otro;

digo lo duro que es perder cualquiera,

en caso que tuvieras ambas.

 

 

 

Triple Time

This empty street, this sky to blandness scoured,

This air, a little indistinct with autumn

Like a reflection, constitute the present —

A time traditionally soured,

A time unrecommended by event.

 

But equally they make up something else:

This is the future furthest childhood saw

Between long houses, under travelling skies,

Heard in contending bells —

An air lambent with adult enterprise,

 

And on another day will be the past,

A valley cropped by fat neglected chances

That we insensately forbore to fleece.

On this we blame our last

Threadbare perspectives, seasonal decrease.

Tres tiempos

Esta calle vacía, este cielo gastado hasta lo insípido,

este aire, un tanto indistinguible del otoño

como un reflejo, constituyen el presente:

un tiempo tradicionalmente agrio,

un tiempo no recomendado por los hechos.

 

Aun así representan algo más:

este es el futuro más lejano que imaginó la infancia,

entre casas largas, bajo cielos en movimiento,

en el tañido de las campanas:

un aire brillante de emprendimientos serios

 

que al otro día serán pasado,

un valle fértil de jugosas oportunidades perdidas

que insensatamente nos abstuvimos de exprimir.

Y de esto culpamos a nuestras últimas

perspectivas gastadas, a nuestra decadencia estacional.

 

 

 

Home Is So Sad

Home is so sad. It stays as it was left,

Shaped to the comfort of the last to go

As if to win them back. Instead, bereft

Of anyone to please, it withers so,

Having no heart to put aside the theft,

 

And turn again to what it started as,

A joyous shot at how things ought to be,

Long fallen wide. You can see how it was:

Look at the pictures and the cutlery.

The music in the piano stool. That vase.

 

Qué triste está la casa

Qué triste está la casa. Sigue tal cual la dejaron,

adaptada al gusto de los últimos en irse

como si quisiera recuperarlos. En cambio,

a falta de alguien a quien complacer, se deteriora,

sin fuerzas para superar la pérdida

 

y volver a ser lo que fue,

un alegre disparo al cómo deberían ser las cosas

que fue a dar a cualquier parte. Puedes ver cómo sucedió:

fíjate en las fotos y en los cubiertos,

en las partituras sobre la silla del piano. En ese florero.

 

 

 

Water

If I were called in

To construct a religion

I should make use of water.

 

Going to church

Would entail a fording

To dry, different clothes;

 

My liturgy would employ

Images of sousing,

A furious devout drench,

 

And I should raise in the east

A glass of water

Where any-angled light

Would congregate endlessly.

 

 Agua

Si me pidieran

fundar una religión

haría uso del agua.

 

Ir a la iglesia supondría

atravesar un vado hasta llegar

a ropas secas y distintas;

 

mi liturgia emplearía

imágenes de unción,

un devoto sumergimiento,

 

y alzaría hacia el Este

un vaso de agua

donde todos los ángulos de la luz

se congregarían eternamente.

 

 

 

MCMXIV

Those long uneven lines

Standing as patiently

As if they were stretched outside

The Oval or Villa Park,

The crowns of hats, the sun

On moustached archaic faces

Grinning as if it were all

An August Bank Holiday lark;

 

And the shut shops, the bleached

Established names on the sunblinds,

The farthings and sovereigns,

And dark-clothed children at play

Called after kings and queens,

The tin advertisements

For cocoa and twist, and the pubs

Wide open all day;

 

And the countryside not caring:

The place-names all hazed over

With flowering grasses, and fields

Shadowing Domesday lines

Under wheat’s restless silence;

The differently-dressed servants

With tiny rooms in huge houses,

The dust behind limousines;

 

Never such innocence,

Never before or since,

As changed itself to past

Without a word − the men

Leaving the gardens tidy,

The thousands of marriages

Lasting a little while longer:

Never such innocence again.

 

MCMXIV

Esas irregulares filas largas

de pie pacientemente

como si se extendieran fuera

del Óvalo o Villa Park,

las copas de sombreros, sol

en las arcaicas caras bigotudas

sonriendo como si todo fuera

una broma de vacaciones de verano;

 

y las tiendas cerradas, nombres

ya establecidos, desteñidos en los toldos,

los peniques con soberanos

y los niños jugando en ropa oscura,

sus nombres de reyes y reinas,

los carteles de lata

de cacao y té, y los bares

abiertos todo el día;

 

y al campo no le importa:

los nombres del lugar nublados

con pastos florecientes, y las canchas

ensombreciendo los datos del censo

bajo el silencio inquieto del trigal;

los criados vestidos diferente

con piezas diminutas en casas enormes,

el polvo detrás de las limusinas;

 

nunca tanta inocencia,

nunca antes ni después,

convertida en pasado

sin una sola palabra: los hombres

dejando los jardines impecables,

miles de matrimonios

durando sólo un poco más:

nunca tanta inocencia nuevamente.

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