Donde la tela cede y oscurece la memoria. 5 poemas de Julieta Marchant

 

Por Julieta Marchant*

Crédito de la foto la autora

 

 

Donde la tela cede y oscurece la memoria.

5 poemas de Julieta Marchant

 

 

 

CAMINAMOS PENSANDO en el nombre

en su obrar sigiloso

el lento proceder de una palabra.

Lo que heredé de mi madre y lo que ella de la suya heredó:

un nombre endurecido por el tiempo

la etiqueta que la carne tolera.

El rastro que en nosotras se abandona

los cuerpos reposan en su quietud imaginaria

de mi madre me separa un muro

a través de él la escucho quejarse

su desvelo me sostiene.

Huye la imagen y con ella el invierno

–las estaciones cavan la ausencia–

resguardo una escena, circula adentro el trazo que la borra.

Si pudiese escribir sobre un recuerdo cualquiera

que en el trayecto se resistiera a la inmovilidad

la letra un puñado de plumas que sepultadas pretenden.

Esta lejanía atesora un cadáver.

Las manos de mi abuela trenzaron un pasado distinto al de las fotografías

avizoro una cierta cadencia en el reloj oprimiendo su muñeca

el pelo terso, su canosidad embrutecida por el limón

la enagua acaso, los objetos –pensamos–

mientras mi madre clasifica vestidos que nadie volverá a usar.

Lo que alguna vez cubrió un cuerpo ahora lo descubre

inservible y desposeído de sus partes.

Desmantelo la casa

me ovillo entonces

por el contacto con la muerte replegarse hacia la infancia

retroceder

protejo retazos

zurzo

donde la tela cede y oscurece la memoria

aprieto la mano.

Restituir la herencia de un nombre

con otro que recubre el espacio que el primero desdeñó

un origen fraguado apenas

reconocerse tal vez

en el olvido ajeno

las palabras flotan y rajan.

Estrechas salas de estar amontono:

esquinado el patio de hibiscus, mi madre anudando tallos

rudimentarias estrategias para encauzar un árbol aún minúsculo

yo amarro también, por imitación o desgano:

una cierta tendencia al orden

o la fe heredada en los métodos.

Simultáneos nudos poblando el paisaje

caracoles quebrados en el trayecto involuntario de un niño

breves muertes en mi pequeño pie resuenan.

El pulso empuja hacia el interior, redimo lo impreciso

que me habita cuando intento alcanzar

la huella de mi pie

su absurda rebeldía al arquearse hacia adentro

las plantillas que intentaron refrenarlo

(un cuerpo manifiesta su diferencia).

Los zapatos de mi abuela deformados

sus dedos martilleando la gamuza

la gruesa cicatriz vertical que cruza el empeine de mi madre

y quiebra el ángulo de la pierna.

Las diferencias nos hicieron el nombre.

En el patio un árbol atado a otro mayor simula perfección

me sobrepongo un vestido que nadie volverá a usar

ella dobla y clasifica prendas aún tibias

que en cajas preservarán su color.

Lo que una vez cobijó y que ahora la carne despoja.

Enmiendo mi nombre, me reanudo.

 

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LA MUERTE DE ALGUIEN interrumpe una conversación

entre mi madre y yo extiendo la letra

entre mi madre y mi abuela mido

intuyo la distancia, el volumen de una interrupción.

Aprendí a caminar en la playa

ese andar frágil encorvó mis pies

siempre atados hacia adentro

queriendo tocarse o montar una ficción de unidad.

Me busco en la grafía de las cicatrices de mi madre.

La herida en uno de sus pies expone un injerto

la pisada de mi madre dividida en dos me habla de otro tiempo

esta escritura algo enmudece de nosotras

los nombres se aquietan y de pronto vuelven a cruzarse:

las palabras me dispensan lo que abandonó el recuerdo.

 

Bajo la lluvia la voz se extravía

trato de encauzar un arrojo sin orden.

Cerré los cuadernos para aquietar un murmullo

la escritura parece advertir que el ruido no dejará de suceder.

Dispongo cuerpos y suturo.

Allá afuera ocurre lo de siempre:

todo se agolpa y oprime

escribo en el resguardo de un hogar que se disipa

cuando la mano vuelve a su brazo

y anuncia el término de una línea.

Cierra la puerta y el pasillo oscurece de pronto.

Piensa en devolverse, piensa en reírse y olvidar

pero golpea y adentro nadie aguarda.

Volteamos demasiado tarde

una hilera de castaños permanece en silencio

y acomoda en la memoria un recuerdo incluso opuesto

al que conservamos cinco minutos atrás.

Las imágenes se acercan y acaban, nada las consuela.

 

¿Qué es un poema?, le preguntan

y él dibuja una línea que desborda el papel y va a dar a la mesa.

Abandona la sala señalándonos con el lápiz y no entendemos

(no nos levantamos de nuestras sillas).

Algunas preguntas esconden el deseo de que nadie responda.

Bajo un ciruelo lo miré a los ojos y su rostro dejó un hueco

en la sombra que sus bordes dibujaban en la muralla.

Ante la lluvia la pulsión se apacigua:

nos calma que el ruido de afuera adelante al ruido de adentro.

Cuando amanezca esa calma alcanzará su revés

y no sabremos de reservas.

Me levanto y las sillas de los turistas

siguen atestadas de su mismidad

una tormenta se aproxima a la playa y nadie se levanta.

Taparse los oídos, el gesto ante el espanto.

Tiembla la mano y la otra es incapaz de retener.

Tiembla el cuerpo y qué podría ser el cuerpo sino un temblor.

Me levanto y al alejarme he dejado de mirarlo

el hueco en su rostro, sin embargo, sigue ahí.

El sonido de los pasos se asemeja al de la lluvia

que no ha dejado de acontecer.

 

 

 

EL RUMOR DE LA PÁGINA en la mudez de la mano

el que acompaña pocas veces es acompañado

y yo me extravié a pesar de ti. Lloramos demasiado tarde

sufrimos demasiado pronto o amamos demasiado lejos.

La incertidumbre de un cuerpo

acabó con la certidumbre de otro cuerpo

y si eso fuera el dolor: equivocarse a pesar.

 

De pequeños aprendimos a juntar vocales y consonantes

una eme y una a fueron la unión ejemplar

el primer lazo para comprender

que el lenguaje era un sonido hecho de diferencias.

Confesó que ha dejado de escribir porque agrupar palabras

es demasiado, y yo atesoré esa frase

en el oído que piensa y escucha cuando pensar no es suficiente

ni para reunir ni para bifurcar.

Confesó que aprendió algunas palabras

mucho antes de entender las cosas

o lo que las cosas anhelan de las palabras.

El deseo en la página cuando este brazo declina

y se acopla a su sombra.

(Me reduzco ante la caída de mi brazo que no ejecuta ningún deseo).

Puesta en la frágil situación de la reserva, me remito a juntar:

 

él dijo tantas veces decir tú y sin embargo

la imagen ahora rasgada

me convoca a pensar que no dijo sino

un leve alcance

una escasa mancha que obvié

conmovida por una escena que quise retener

sostenida en una rama o removiendo quizá

las frases que en realidad dijo y que yo cubrí

con la costra de este cuerpo que trazó círculos en su herida

(siempre esquivamos lo que nos hace aminorar)

él dijo tanto y yo limpié

hasta quedarme con una línea de piedad

en la que me adherí como si dormida sobre un pliegue

el daño nos fuera perdonado por disimulación

o por error tal vez

permanecer repitiendo la costumbre

las suaves usanzas de los días de siempre

que hicieron soportable el lugar de la falta

(tantas veces hilvanamos lo que nos hace aminorar)

 

Confesó que el invierno enclava

cuando el frío y el hambre y el desvelo, confesó así

en la calma del que nada espera ni pretende

y yo atesoré esa frase en la boca que habla y piensa

cuando hablar no basta porque el oído empalma letras

que ensayan la distancia.

Dijo reparar es demasiado y suficiente.

Cierro los ojos, empuño el olvido

una imagen huye del cuerpo y forja un herida

que se hace espacio y va rompiendo antiguas costuras.

El pulso de una voz, hablar para ser silenciado

por otra voz que adentro habita

y que empuja a un cierto desamparo

o a la ajenidad entre el yo y las cosas.

Los objetos que dejó no soporta, los restos

la ignorancia de cómo lastiman

las pertenencias que procuramos que el otro recoja.

Dijo reparar.

 

Ella cerró los ojos y un breve descanso

alcanzó a la mano que por hambre escribe.

Una espera comprende su propio desvío

el descenso que toda promesa lleva adentro

silenciosos los cuerpos se buscan para calmar la soledad.

Quieta la carne y entonces el alma cede

el deseo que pretenden por ausencia raspa.

Dijo basta y encontró refugio.

Allá afuera los árboles no dejaban de mecer sus sombras.

Un sauce dice del recuerdo y sin embargo

lo irrecuperable irrumpe al fondo.

Aprendimos un sonido hecho de diferencias

reunir letras y encontrar en ellas la ternura

salvo ahora:

en el frío los cuerpos se alejan

y en sus ranuras se hunde una mano

que agudiza el espesor de la distancia.

 

Mide esta palma que por abandono escribe

mide esta hoja que por rumor confiesa.

 

(De El nacimiento de la hebra)

 

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1

 

Lo perpetuo o lo fugaz, ya no importa.

Las viejas teclas de un piano, el pedal como una huella

anclándose a las terminaciones de la que pareciera ser la última nota.

En la música están las señales, en el ritmo interno que urgente recorre

la ciudad, el territorio de lo ajeno que hicimos propio

perdidos y abiertos a metáforas que decían viento, agua o nube.

Las diferencias tenues, las historias construidas en la arena

que cayendo sobre sí formaba olas simultáneas, el oleaje de la arena

su composición misma, ya no importa.

El día es uno solo, inmutable y desbordado recibe golpes de árboles arqueándose,

simulando el contorno de los sauces, la memoria de los sauces,

sus enormes biografías intactas, anclados al costado de los ríos,

signos de líneas divisorias o mensajes de pérdidas, ya no importa.

Ni la lluvia ni tu mano, una sola de tus manos resistiéndose al diluvio,

la negación absurda a las huellas en el cuerpo,

la palabra falta que cargamos unida a los tobillos

y que intentamos desarmar arrastrando los pies por el cemento.

 

La ciudad es inmensa, pero vista desde arriba,

exhibe breves tajos. Desde sus fisuras

emerge el sabor del té que bebimos lentamente,

como si la respiración se fuera en eso, en beberlo,

hasta dejarlo enfriar bajo la sombra de un ciruelo silencioso,

un ciruelo que dibujado a pulso perdió su forma original.

Como tu mano, la mía resistió entre la nieve,

falta del resto, resistió mutilada y certera en un paisaje blanco

que será agua alguna vez, humedad en el barro.

La ciudad es inmensa, pero vista desde atrás,

alcanzamos a negar los recorridos habituales, el regreso a la cueva negra

del día agotado en sí mismo, urdido en su propia materia.

Desde su espalda lo desgranamos, descomponiendo sus maneras,

soltamos sus puntas como diciendo nube, como diciendo merodeo en el aire,

como diciendo centro despuntado, ya no importa.

 

Esta música aletarga los extremos del cuerpo,

esta música contiene las señales. Si abrimos la carne

emergerá desde los huesos, dispuesta a enrostrar las sinuosas verdades que esconde,

sus curvas recatadas como la sombra de alguien que se cubre con los brazos,

las posibilidades de exceder su tiempo, ya no importa.

De golpe retorna la imagen de tus manos comparándose con el espacio

que ocupaban las mías en el mundo, el espejo

desde el cual descubrí lunares habitándote,

las voces exigiendo motivos que he perdido.

No importa la lluvia a la que celas,

cuando rabiosa azota y moja lo que no consigues,

el reverso del tiempo develando la fragilidad, su hechura siempre a contrapelo.

El camino pedregoso y áspero, el camino nos encostra, importa poco

cuánto anhelamos traer del viaje, el deseo importa nada, cayendo y rodando

en esta música el deseo.

 

 

 

6

 

Nuestro tiempo circular con la forma de los espirales

se entierra en el suelo, devorado por la maleza, se hunde y desciende.

Podría haber dicho o gritado imponiéndome al ruido de la lluvia, podría

haber confiado en los tejidos que parecen unir una letra con otra

o en tu palabra que intentó retenerme, podría quedarme entre el estambre

atravesada y quieta, transformada en cicatriz o cordón.

No es el nombre, es la misma frase que multiplicándose

regresa y se abre espacio para decirse a sí misma.

Tu casa ya no es tu casa, tu hogar acuario

dejó entrever el imposible jardín que alguna vez evocaste,

tragando tu té ansioso, entrampado en sus hojas que colaste lentamente.

Mi casa tampoco es mía, pero cargo con ella como si fuera un cuerpo

o el eco del pasado que retorna antiguos refugios a la memoria,

abre zanjas al unísono en la piel.

Las huellas que deja el tiempo son imborrables

aunque a veces, frente al agua o reflejadas en un pozo,

se suspendan. Los restos de tu mano imborrables también,

socavaron hondo y tapiaron desde adentro,

amurallado el cuerpo desde el interior. Ya no hay peñasco

ni siquiera té o ciruelos, solo una planicie, la apertura completa del paisaje

sugiere sus repliegues despoblados.

 

Así quedamos, empuñados por el desfase de las voces,

ya no resistiendo, mitades de lo que soy hacen huecos en el suelo,

mitades tuyas buscándose a tientas en tus objetos liberados.

Es preciso el abandono para que el cuerpo se enferme,

es preciso imaginar que cerrando los ojos detendremos el empuje de la lluvia,

es precisa la salida cuando el verde ha arrancado las cosas de su lugar

y desenraizadas se golpean entre ellas. Precisa es la caída de tu centro.

 

Surcos como largas extensiones de luz atardeciendo

con sus pequeñeces, con todas sus vigilancias ocultas, la ciudad se cierra.

Y yo, que ya no resisto, porque siempre estamos más atrás o adelante,

espectadora perpetua de lo que sucede, trazo esa ciudad en un ínfimo mapa,

mi gesto inútil por dejar un registro.

Tú adentro y afuera de ese mapa, hecho tiras en la frontera del papel,

escondido en tu calle oblicua, ya ajeno, con las raíces taladas,

dejándote arrastrar, no importa.

La indiferencia absoluta por los puentes,

por la imagen de alguien renunciando, cayendo con el rostro

calando el río, el barro que esconde el agua al final, sus olas turbias,

la suciedad radical envolviendo el anonimato del descenso.

 

(De Té de jazmín)

 

 

 

 

 

*(Santiago-Chile, 1985). Editora y estudiante del Doctorado en Filosofía con mención en Estética y Teoría del Arte. Es codirectora del sello de plaquettes Cuadro de Tiza Ediciones (www.cuadrodetiza.cl). Ha publicado en poesía Urdimbre (2009), Té de jazmín (2010) y El nacimiento de la hebra (2015). Este año publicará la plaquette Habla el oído.

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