La presente nota fue leída, originalmente, en el Coloquio Internacional Distante presencia del olvido, a propósito del homenaje al poeta César Dávila Andrade en conmemoración a los 100 años de su nacimiento (1918-2018), que se desarrolló el pasado jueves 26 y viernes 27 de julio, en el Centro Cultural Benjamín Carrión, en Quito-Ecuador.
Por María Augusta Vintimilla*
Crédito de la foto Aleyda Quevedo
“Distante presencia del olvido”
Nuevas lecturas sobre César Dávila Andrade:
Un libro y un dossier de Vallejo & Co.
1. Escribir en una lengua extranjera
César Dávila Andrade ha sido durante décadas un poeta secreto, y no sólo en la tradición poética hispanoamericana, sino inclusive dentro de las fronteras de su propio país. En un artículo reciente, el poeta mexicano David Huerta dice de él que ha permanecido oculto hasta para las inmensas minorías de los lectores latinoamericanos: “él mismo y sus escrituras – escribe Huerta– se han extraviado real y totalmente en la víscera convulsa de una cacería”. Y en el Ecuador nos queda la sospecha de que ha sido un poeta admirado pero solitario. Inclusive cuando es objeto de celebraciones y homenajes, hay una vasta zona de su poesía que permanece inaudible, y son pocos los lectores dispuestos a perderse –y reencontrarse – en esa poesía fascinante, extraña y poderosa que, aún ahora, a cien años de su nacimiento, continúa existiendo calladamente en una línea de sombra del canon ecuatoriano, como si su poesía llevara una señal de extranjería que la hace inapropiable.
Es verdad que la poesía de Dávila –extraviada, convulsa, combustible– porta una inquietante marca de ininteligibilidad que en sus momentos más extremos se juega peligrosamente en los límites de la no-significación: el poema quemado que se extravía en la cacería de un sentido imposible, un sentido que no puede ser dicho sino como convulsión y combustión del lenguaje y del poema mismo.
Y también es cierto que unos cuantos poemas –escritos entre los años treinta y los cincuenta– han escapado al mutismo de los lectores y la crítica: “Oda al arquitecto” (1946), “Catedral Salvaje” (1951), “Boletín y elegía de las mitas” (1960), y unos pocos más pertenecientes a los poemarios Espacio, me has vencido” (1947) y Arco de instantes (1959). Pero a partir de Conexiones de tierra, y sobre todo desde ese libro desconcertante titulado En un lugar no identificado (1962), seguidos por La corteza embrujada (1965) y los poemas recogidos póstumamente en el libro Poesía del Gran Todo en polvo (1967), Dávila Andrade emprende un camino sin retorno, que la crítica ha bautizado de “hermético”; y aunque sus líneas maestras ya estaban insinuadas en sus poemarios anteriores como un acorde secundario, se vuelven luego dominantes, con una escritura tensada hasta el extremo, con un universo enrarecido poblado de imágenes donde los significados se entrecruzan y colisionan en los límites mismos del sentido y por momentos parece precipitarse en el abismo del silencio y de la nada.
Quizá el impase entre Dávila y la crítica sea una concepción canónica del campo literario que lo imagina como un espacio homogéneo, sin grietas, sin disturbios ni tensiones internas. Una obra y un autor que, como Dávila, no caben en las rejillas diseñadas por la crítica, son expulsados hacia los márgenes y allí permanecen como una excrecencia indigerible.
La escasa recepción de buena parte de su obra, muestra los escollos y asperezas que presentan los poemas davilianos, tanto para los lectores como para la crítica literaria, que no pocas veces han renunciado sin más a adentrarse en su lectura aduciendo su “rareza”, relegándolo al panteón celebratorio de los poetas ilustres pero muertos.
Quienes impugnan el hermetismo daviliano coinciden en un punto: su oscuridad sería un resultado exterior, accidental, indeseado e indeseable, que deteriora el conjunto de su obra poética y la hacen inabordable. Pero este carácter enigmático ¿proviene realmente de una simbología esotérica? ¿O es más bien un constitutivo esencial de sus búsquedas poéticas? Es cierto que las exploraciones de Dávila se desvían de la tradición central: no es occidente sino oriente; no es el racionalismo moderno con el avance arrollador de la ciencia y la técnica que aniquila toda otra forma de pensamiento, sino una apelación a otras formas de saber que provienen de la intuición, del deseo, de las revelaciones que subsisten en los repliegues del mundo profano; no es el vértigo de las ciudades tumultuosas sino los largos silencios y vacíos que reposan en el fondo de cualquier pregunta por la existencia; como si allí – en ese lugar no identificado– nosotros, los andinos, pudiéramos descubrir nuestra propia imagen, nuestra propia lengua.
Pero aún más: esta extranjería ¿no es una condición propia de toda escritura poética? Baste recordar que Platón expulsó a los poetas de la República, y que hasta hoy exigimos a la poesía cumplir alguna otra función social para merecer carta de ciudadanía en el patrimonio nacional. Marcel Proust decía que “los libros hermosos están escritos en una especie de lengua extranjera”, y más contemporáneamente, el filósofo francés Gilles Deleuze anotaba que escribir es la invención de una lengua que provoca una sensación de extranjería dentro de la propia: “el poeta inventa dentro de la lengua una lengua nueva, – dice Deleuze– una lengua extranjera en cierta medida. Saca a la lengua de los caminos trillados, la hace delirar”.
2. Un libro impreso y un dossier digital
Sin embargo de lo dicho, creo que hoy hay que matizar estas afirmaciones. En estos últimos años, un importante conjunto de publicaciones ha comenzado a debilitar los cercos que coartaban un acercamiento más desprejuiciado a una vasta zona de la obra de Dávila. Además de algunos excelentes artículos aparecidos en libros y revistas de crítica literaria, hay que celebrar por ejemplo la cuidada edición de su poesía reunida bajo el título de Batallas del silencio, la más completa y precisa con que contamos hasta ahora, con un estupendo prólogo de Jesús David Curbelo; o la próxima re-edición corregida de La diminuta flecha envenenada, de César Eduardo Carrión, hasta donde yo conozco el estudio más amplio, completo e incisivo sobre la así llamada poesía hermética daviliana. Y desde luego, ahora tenemos un motivo muy especial de celebración: es esta Distante presencia del olvido, el libro que Vallejo & Co., y la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, nos presentan esta noche, un libro impreso acompañado de un dossier digital que es su gemelo, y que son un buen ejemplo de estas nuevas aperturas.
No es muy fácil reseñar un libro que contiene materiales tan diversos y tantas perspectivas de lectura. Pero en su diversidad está también su riqueza. En la primera parte tenemos 10 estudios sobre diversos aspectos de su obra poética y narrativa; un poema del mexicano José Eugenio Sánchez en homenaje a César Dávila; un comentario de Gustavo Salazar sobre la exigua correspondencia de Dávila conocida hasta hoy, a la que agrega ahora la novedad de la publicación por primera vez de tres cartas dirigidas a Carrera Andrade; y finalmente una cronología bio-bibliográfica con los hitos fundamentales de su trayectoria preparada por César Chávez Aguilar.
La segunda parte del libro es una breve selección de poemas de diversas épocas. Y cierra el volumen una serie de ilustraciones de Bettina Uzcátegui, la artista plática venezolana con quien el poeta mantuvo una estrecha relación durante su estancia en Mérida.
El dossier digital por su parte incluye, además, otros materiales que no constan en el libro: son tres ensayos fundamentales de Dávila: “El humanismo llamado Zen”, “Magia, yoga y poesía” y “Evocación de Omar Khayyam”. Está también una breve colección fotográfica de retratos del poeta y de algunas portadas de sus obras. Y finalmente – algo que fue una novedad para mí – el enlace a un disco compacto titulado “Tarea Poética. Fonografías de César Dávila Andrade” y producido por Kevin Cuadrado; el disco contiene seis poemas de Dávila musicalizados por artistas ecuatorianos de los más diversos estilos: desde ritmos ecuatorianos como el pasillo, hasta el rock y el folk, pasando por el mambo y el rap. Me parece esta una audaz manera de acercarse la poesía daviliana, y quisiera poder imaginar cuál es su recepción en un público distinto, quizá más joven, seguramente nativo de las redes digitales, probablemente con una sensibilidad distinta al de las “inmensas minorías” de lectores de libros de poesía. A propósito de este experimento, he pensado en esas otras vías heterodoxas que brotan en los extramuros de la academia: me refiero por ejemplo a la adaptación del cuento “El cóndor ciego” publicado en formato de comic, por Álvaro Alemán y Carlos Villagrán en el 2002; o la más reciente “Faquir. El investigador místico de la conciencia”, una fotonovela de Christian y Sebastián Oquendo, una historia ficticia que evoca la figura de César Dávila, inspirada en sus cuentos y ensayos.
3. Los ensayos
Pero volvamos a los ensayos que componen el libro. Ocho de ellos examinan la producción poética Daviliana.
Hay –en casi todos– una indagación por lo que podríamos llamar el pensamiento poético de Dávila Andrade, por las ideas que sostienen su escritura: cómo entendió la experiencia de lo poético, qué es el poema, cuál fue su personal manera de asumir la escritura. Pero también por su pensamiento sobre el mundo, sobre el yo, sobre los dioses, sobre los otros, sobre el eros, la muerte, la nada. Y es que como dice Mario Pera: “La filosofía es también una forma de poesía”, que quizá podría formularse al revés: “La poesía es también una forma de filosofar”.
El ensayo de César Carrión sobre la poesía hermética daviliana impugna los argumentos que justifican la reticencia de la crítica para vérselas con este ciclo de su producción, y que han oscurecido su recepción durante décadas. Su filiación a las doctrinas herméticas orientales como fuente generadora de esas imágenes vertiginosas y erizadas, cuyo desciframiento estaría al alcance solamente de unos poquísimos iniciados. La textura dislocada de su escritura, próxima al discurso delirante y al absurdo semántico, que haría imposible su lectura. O finalmente, la explicación de ese carácter críptico e intratable de la poesía daviliana, apelando a la anécdota biografista, con alusiones más o menos veladas a su alcoholismo, a una personalidad perturbada cuyos desequilibrios emocionales quedarían probados en su decisión final de suicidarse. Todo lo cual podría inclusive tener algún asidero, puesto que no es fácil desligar una obra artística de las circunstancias existenciales de un autor ni de su biografía intelectual, pero no es legítimo saltarse la lectura atenta de sus textos con el expediente de su “singularidad” y zanjar así un problema de comprensión de lo poético.
El hilo argumental de Carrión apunta a señalar que la excentricidad de la obra daviliana no es una dimensión exterior y accidental, sino que se enraíza en sus personales búsquedas poéticas y puede rastrearse desde su producción temprana. Una “excentricidad centrífuga” dice Carrión porque se desmarca de los nudos centrales de la poesía ecuatoriana del período; y “centrípeta” porque es una fuga interior hacia un conjunto limitado de temas, que se expresan en algunos motivos recurrentes.
En “La poesía de los Césares”, Mario Pera explora las proximidades entre las poéticas de César Dávila y César Vallejo, quien está sin duda en el horizonte intertextual del ecuatoriano. La condición menesterosa de los seres humanos, la sospecha de sentirse seres en orfandad, abandonados en un universo hostil, las afinidades biográficas de sus vidas paralelas (infancia provinciana, penuria económica, presencia de la madre), un cristianismo heterodoxo y atormentado, por momentos próximo al agnosticismo, oscilando entre la oración y la blasfemia; la soledad, la muerte temprana en un país ajeno. Pera resalta el hermetismo rompedor de libros como Trilce de Vallejo, y En un lugar no identificado de Dávila, considerados inicialmente como textos inaccesibles porque tensionan el lenguaje poético hasta el extremo.
¿Qué cosa puede ser la divinidad en las ideas poéticas de Dávila? Hay una línea zigzagueante a lo largo de sus poemas: desde un dios personal cercano a lo humano, dotado de emociones y sentimientos, enraizado en la tradición judeo cristiana; pasando por un dios distante y mudo, congelado en una hierática indiferencia ante las cosas humanas, hasta una noción abstracta que a veces se identifica con el cosmos, con el Gran Todo, o finalmente con el vacío y con la Nada.
En esta línea, los ensayos de Kevin Cuadrado y Aleyda Quevedo exploran las concepciones poéticas de Dávila en torno a la búsqueda del conocimiento absoluto y sus intrincadas relaciones con la idea de dios y del vacío, guiados por el manifiesto interés que despertó en Dávila el pensamiento oriental, particularmente el budismo zen. Cuadrado sigue el proceso de “Devenir dios” en la poesía de César Dávila, desde el alejamiento de la noción convencional de la divinidad, hacia el concepto más abstracto de una energía cósmica natural, y finalmente de un absoluto en el que se diluye el yo subjetivo; Quevedo por su parte encuentra en la poética daviliana un perpetuo contrapunto entre dos tensiones extremas: la serenidad ascética del iluminado y la angustia existencial del poeta, la totalidad armónica del cosmos carcomida por la inminencia de la nada; y propone una interpretación del suicidio de Dávila como una vía para alcanzar “los bosques del zen”, esto es, la reintegración al principio divino que, siguiendo las enseñanzas budistas, no es otra cosa que el gran vacío.
Algunos artículos pulsan el registro anecdótico, y van tras las huellas del poeta en la estrechez económica de los primeros años en la pequeña ciudad provinciana, los amores juveniles, los amigos, los trabajos y los días, su peregrinaje por las ciudades del Ecuador y Venezuela, las afinidades literarias, y especulan sobre las razones de la trágica decisión de quitarse la vida en un hotel de Caracas en 1967, cuando tenía 48 años.
En esta línea, José Gregorio Vásquez ofrece un testimonio de su personal descubrimiento de la obra daviliana de la mano quienes fueron sus amigos cercanos en Venezuela: José Manuel Briceño, Carlos César Rodríguez, Eugenio Montejo, y Juan Liscano, quienes fueron su andamiaje vital no solo para la difusión de su obra literaria sino inclusive para su supervivencia.
En “La sangre que corre entre los poetas”, Edwin Madrid dibuja también breves bocetos biográficos de César Dávila, que reaparecen de uno u otro modo en su obra literaria; su amistad con Jorge Elías Adoum, el Mago Jefa, quien le inició en las doctrinas iniciáticas; la soledad y pobreza de sus últimos años en Caracas relatada por su amigo el poeta Rafael Cadenas; y una desaforada aventura editorial nunca cumplida de una edición bilingüe en español y alemán de Boletín y elegía de las mitas. Madrid aborda también, a propósito del poema “Muchacha en bicicleta”, una veta poco explorada: el erotismo.
En el artículo “Entre la cuna y la tumba: una mirada especulativa a la poesía erótico-amorosa de César Dávila Andrade”, Jesús David Curbelo parte de una referencia anecdótica para trazar una suscitadora teoría del erotismo en la poética daviliana; es una suerte de ficción crítica, una biografía sentimental sobre Dávila forjada a partir de su relación con dos mujeres fundamentales en su vida: Isabel Córdova, la esposa-madre, y una jovencísima Bettina Uzcátegui encarnación de los desbordes pasionales. Curbelo señala esta como la gran paradoja del drama amoroso que pudo haber marcado la vida erótico-sentimental del poeta y cuyos indicios se dejan sentir en algunas imágenes recurrentes de su poesía. El erotismo tiene muchas aristas en la poética daviliana, y Curbelo apunta certeramente algunas: la suave sensualidad idealizada de los primeros poemas, que va abriendo espacio al deseo, cuando combina la imaginería devota con lo carnal, hasta traspasar los límites del recato cristiano, en poemas como “Canción a Teresita” o “Carta a la ternura distante”; o esa energía erótica que estalla en la lujuria cósmica de Catedral Salvaje.
Otra línea de convergencia en los ensayos, es la reflexión sobre los ciclos que componen su trayectoria poética. El de Jorge Dávila Vásquez sintetiza algunas reflexiones de su libro Combate poético y suicidio, y traza la evolución de las concepciones poéticas de Dávila en las diferentes etapas. La primera, heredera del modernismo y el posmodernismo, cuya refinada imaginería colorista y sensorial, apunta a configurar un universo idealmente neorromántico; le sigue un periodo de experimentación formal, próximo a una estética neovanguardista, marcado por temáticas sociales y telúricas, que culmina en Catedral Salvaje y Boletín y elegía de las mitas. El progresivo despojamiento de Arco de instantes, tan alejado ya del brillo metafórico anterior, marca el punto de quiebre hacia una nueva etapa. Y finalmente el periodo hermético, en el que la poesía es la búsqueda exasperada de un conocimiento que se le escapa.
4. Una mirada sobre la narrativa
Maritza Cino y Myriam Merchán ofrecen dos lecturas sobre la cuentística daviliana. Cino señala convergencias y paralelismos entre la obra poética y la narrativa: el predominio inicial del realismo social, seguido de un período de transición con un registro poderosamente lírico en el que se entremezclan realismo y vanguardismo, y finalmente un ciclo hermético atento a la individualidad sicológica de los personajes, que fusiona el tono poético con alusiones grotescas y siniestras, personajes extraños y atmósferas sombrías. Y explora el conflicto religioso-existencial, en relatos como “Un cuerpo extraño” o “Pacto con el hombre”. Merchán por su parte, propone una relectura del libro Trece relatos con un minucioso análisis de tres aspectos: el devenir animal, las técnicas narrativas en la construcción de la ficción, y el tema de la muerte; Merchán lo relaciona con el motivo del viaje que hace posible el conocimiento y el autoconocimiento, con la memoria en la medida en que funciona como un espejo hacia el pasado, como cumplimiento del nostos que nos devuelve al punto de partida, la disolución final en la nada.
5. Para terminar
Como puede verse, el repertorio múltiple y diverso de miradas que componen este libro, contribuye decididamente a levantar el espeso velo de silencio que ha opacado la recepción de Dávila Andrade durante tantos años. Personalmente, comparto la experiencia de lectura de quienes consideran que la extrañeza daviliana no proviene de algún oscuro simbolismo extraído de antiguas doctrinas iniciáticas, sino que es una exigencia interna de su modo de inscribirse en una línea de la poesía moderna, que niega la noción tradicional del poema: el poema ya no es una representación del mundo como reclamaba el realismo clásico; pero tampoco es la expresión subjetiva del alma del poeta como querían los románticos. La escritura poética es ante todo una experiencia de búsqueda, y el poema es la huella dejada por ese viaje, el testimonio fragmentario de una búsqueda condenada de antemano al fracaso.
El poema permanece siempre en el umbral: entre la intimidad del yo donde acontece la revelación, la sustancia enigmática de lo real que irrumpe como una presencia absoluta, y el espacio público del lenguaje. El poema es el puente y la encrucijada donde se produce su convergencia.
Dice el poeta español José Ángel Valente:
La palabra poética resuena intramuros, pero viene de un lugar exterior, viene de los límites o fronteras de lo humano, es «canto de frontera», viene del desierto, lejos de la ciudad, donde el hombre lucha solo con los dioses y los demonios.
De allí, de ese lugar no identificado, nos llega la extraordinaria poesía de César Dávila. No creo que la tarea interpretativa consista en dar con un significado estable que el poeta ha escondido en las entretelas del poema. Leer la poesía de Dávila intentando asignar significados a sus imágenes es una vía muerta que va a dar en un callejón sin salida. Leer un poema quizá solo sea explorar nuestra propia experiencia del mundo, apelar a nuestra sensibilidad, a nuestros repertorios culturales, para producir imaginativamente un contexto en el que el poema adquiera sentidos y los haga visibles. A esa actividad productora de sentidos nos convocan los poemas de Dávila: la experiencia poética solo existe y se realiza en esa delgada línea de frontera entre la intimidad del poema y la intimidad de su lectura.
Julio de 2018
Para mayor información, puede leer una entrevista a María Augusta Vintimilla por el diario El Telégrafo, haciendo click aquí.