«Desvelo» (2016), de Saúl Montaño, ilustrado por Jugo Gástrico

 

 

Las ediciones de La Perra Gráfica se caracterizan por llevar tapas impresas a mano en serigrafía, las cuales son diseñadas por destacados ilustradores, se trata de un proyecto que articula creadores en distintos ámbitos y que, desde 2014, trabaja una línea editorial de libros con sello artesanal. En el caso del libro de cuentos Desvelo (2016), de Saúl Montaño lo fue por Jugo Gástrico (seud. de Rocío Urtecho). Obra que se presentará en el marco de la 21° FIL, en el contexto de un conversatorio acerca de la nueva narrativa boliviana y latinoamericana en la que el autor dialogarán con los escritores peruanos Juan Manuel Robles y Víctor Ruiz Velazco.

 

 

Nota por: Luciano Lamberti

Crédito de la foto: Izq. www.specimens-mag.com

Der. La Perra Gráfica

 

 

Desvelo (2016), de Saúl Montaño*

ilustrado por Jugo Gástrico

 

 
Los cuentos de Saúl Montaño son poderosos, ácidos y despiadados. Historias de personajes sin futuro, pero con pasados tenebrosos que los empujaron al abismo, y desde esa caída hablan. Son jóvenes prematuramente envejecidos, que se dedican a ver televisión, pasear sin sentido, buscar el alivio del coito o del alcohol. Podemos leer estas narraciones como ficción pero también experimentarlas en carne propia, sentir el olor a cigarrillo y lubricante de preservativo de esos cuartos desordenados, oír esas conversaciones entre personas que nunca van a entenderse, sentir su soledad y la falta de una dirección en sus vidas como si fuera la nuestra. Su lectura es tan abrumadora, que volver a la realidad al cerrar el libro es un alivio, como despertar de una pesadilla o emerger del cine cuando acaban de dar una película de Lynch. Por eso, aunque tengan todos los elementos de lo que se conoce como realismo, aunque se inscriban en la tradición de Carver o de Denis Jhonson, en realidad no lo son: su trabajo estético es el de acentuar la realidad hasta volverla palpable y densa, un objeto peligroso como una bolsa plástica en la cabeza.

 

 Tapa montaño

 

 

Fragmento del cuento «Una vieja amiga»

parte de Desvelo (2016), de Saúl Montaño

 

 
Los tipos estaban por encima de los cuarenta, vestían camisa blanca con motivos chiquitanos. Uno estrujaba su boca en los labios de una mujer joven que se dejaba babear solo un rato. El otro tenía lentes redondos sin marco, el cabello cortado casi al rape, miraba la pantalla del televisor cantando las canciones programadas. Marcela estaba animada, hablaba de Camiri, de los amigos que teníamos en común. Lo hacía en­trecerrando los ojos, me parecía que cualquier rato caería rendida al sue­ño. Tenía una felicidad propia de aquellos que están convencidos de que no se puede hacer mejor cosa que chupar la madrugada de un sábado.

            Acabé mi cerveza. Miré la pantalla. Marcela me tocó el brazo. Dijo que yo debía comprar cerveza porque los de la mesa no iban a aflojar. Me levanté rumbo a la barra. Le pedí al barman dos chelas. Al regresar vi que los tres amigos de Marcela pasaron a mi lado en plan de ida.

            −¿Quiénes eran? −pregunté asentando la botella en la mesa.

            −No importa −dijo. Puso el cigarro en el cenicero.

            La abracé. Vi sus labios.

            Pensé que podía besarla.

            Salimos de día a la calle.

Circulaban vehículos por la avenida.

            Lloviznaba.

            −Sigamos bebiendo −dijo Marcela.

            Coincidimos en que a esa hora era difícil encontrar un boliche abierto.

 

            −Podríamos ir a un hotel −dije.

            −No −dijo.

            En las licorerías de la avenida Brasil compré media caja de Pace­ñas. Marcela detuvo un taxi. Nos subimos. Dio la dirección de un barrio. En una bolsa blanca las cervezas habían quedado acomodadas a mis pies, enfriaban mis tobillos. Saqué una, se la alcancé a Marcela, otra me la quedé yo. La destapé, di un sorbo mirando por la ventana. Reconocí algunos lugares. El parque urbano, su edificio de ladrillo visto hediondo a orín. El segundo anillo, el gran embotellamiento frente al Cine Center, los vendedores ambulantes metidos en sus impermeables de plástico, calzados de botas viejas de goma… Entramos a la larga avenida Santos Dumont. A la izquierda, el aeropuerto El Trompillo. Traté de encontrar en la pista algún avión, me fijé en los hangares. Dejé de prestar atención al paisaje. Marcela conversaba con el conductor. La abracé, apreté la carne de su cintura.

            Las gotas de lluvia engrosaron su calibre. Se estrellaban sobre el techo de la vagoneta; los limpiaparabrisas comenzaron a moverse con rapidez. Entramos a la avenida de la urbanización. Pasamos por calles pavimentadas, luego por otras de tierra.

            Bajamos.

            −Corramos –dijo Marcela.

            Las gotas mojaban rápidamente nuestras ropas.

            Marcela y yo corrimos hacia el portón de chapa. Ingresamos a la casa, trotamos unos metros hacia la construcción. Empujé la puerta de ma­dera. Adentro encontré una sala amplia donde no se veía a nadie pero en la que convergían varias puertas cerradas. Detrás de ellas oí el rumor de los in­quilinos. Subimos por la escalera hasta un pasillo que continuamos hacia la última habitación. Marcela metió la llave. Me hizo seña para que no hiciera ruido. Adentro había un baño y un solo ambiente que daba a un balcón, donde estaba la cama, el ropero, un mueble con la televisión, el equipo de sonido, un mueble con unos cuantos libros, una mesa tocador sobre la que estaba una computadora portátil apagada, cerrada. Al lado una gran taza con la inscripción: “A mi amor Marce, la mejor novia del mundo”.

            −Acomodáte −dijo ella−. Quiero dar de comer a mis gordos.

            Me senté en la orilla de la cama. Vi que agarró una bolsa negra, luego caminó descalza al balcón, inclinó su cuerpo, echó comida sobre un plato de plástico.

            Llamó a los gatos.

            Yo me fui al baño, cerré la puerta.

            Observé un mueblecito de rejillas en el que vi platos de losa, tazas, cucharas. Me metí a la ducha, de puntillas miré por una ventanita que daba al patio de otra casa, a través de la lluvia descubrí las piernas de una mujer vestida de short sentada sobre un sillón, el resto del cuerpo lo tapaba el tejado. Me salí de ahí cuidando de no dejar barro en los mo­saicos. Abrí un poco la ducha para que el agua se llevara la tierra. Cerré la llave. Me miré en el espejo, mi cara tenía los ojos empequeñecidos, las pupilas parecieron inestables. Me eché agua a la cara, salí del baño.

            Tenía la idea de que en la habitación encontraría a Marcela mastur­bándose o desnuda, metida bajo las sábanas o en sostén, abriendo una lata de cerveza. Estaba vestida, ponía un cd en el reproductor. En el televisor leí: Clásicos. La primera canción que sonó fue Big in Japan, de Alphaville.

            Marcela comenzó a bailar.

            Me acerqué para apoyarla, dio un paso adelante. Levantó las ma­nos, abrazó su cuerpo, miré el perfil de su rostro, tenía los ojos cerrados.

            −Vos no bailes −me dijo.

            Me sentó en la cama.

            Yo me acosté, puse la almohada debajo de mi cabeza. Observé su cuerpo. Conocía las canciones porque mis padres las escuchaban, a Mar­cela le marcaban el ritmo de su cuerpo. Le miraba el culo casi de señora. Se detuvo a buscar una canción con el control remoto, dijo:

            −Este es el mejor tema. Para mí este es el número uno. No, cua­tro. Este, el diez. Ya escucharás el número uno.

            Se oyó el comienzo de The final countdown, de Europe.

            Marcela se agarró el pelo estirándoselo hacia atrás. Simuló caer en trance, se me acercó, bailó rozándome las rodillas. Envolví con mis piernas sus muslos, la derribé sobre mí. Ella abrió las piernas, me montó. Jineteó unos segundos, intenté besarle las tetas.

            −Estuvo bueno ese movimiento −dijo. Y se puso de pie.

            Más tarde se acostó a mi lado. La tenía muy cerca, podía ver algunos pelos húmedos adheridos a su frente. Estiré mi brazo e intenté acomodárselos detrás de la oreja, su piel estaba tibia. Pensé: qué puedo perder. Me puse encima de ella, con mis rodillas aparté sus piernas.

            −Bueno, ché −dijo ella−. Sos mi amigo.

            −Te deseo −dije imprimiendo seriedad a mi tono, mirando sus ojos.

            Puso la palma de su mano derecha en mi pecho, me pidió que me aparte.

            −Estás borracho y arrecho −dijo.

            Me quedé boca arriba mirando el cielo raso. Recordé que en el tacho de basura del baño había visto cintillos de toallas femeninas. La miré: a mi lado tenía estirados los brazos moviendo las muñecas al ritmo de la canción.

            La lluvia era intermitente, cesaba, regresaba cuando me daba cuenta de los golpeteos del agua −que caía del tejado- sobre el cemento. Desde la cama vi los mosaicos del balcón salpicados de agua, las hojas anchas, húmedas, de un árbol de plátano mecidas por el viento. (…)

 

 

Presentación de Desvelos (2016) en la Feria Internacional del Libro de Lima 2016

 

Fecha: Martes 19 de julio

Lugar: Sala José María Arguedas

Hora: 19.00 horas

 
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Fecha: Miércoles 20 de julio

«Diálogo autores e ilustradores»

Lugar: Sala Abraham Valdelomar

Hora: 19.00 horas

 

 

 

 

*(Camiri-Bolivia, 1985). Abogado. Vive en Santa Cruz de la Sierra. Ha publicado en narrativa Una bandada de pollos en el firmamento (2012) que ganó el VI Premio Nacional Nóveles Escritores, organizado por la Cámara Departamental del Libro de Santa Cruz, así como en las antologías: Domingos por la tarde (2014) y Voces -30: Nueva narrativa Latinoamericana (2014). Actualmente codirige el blog cultural Hay vida en Marte.

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