Por Maurizio Medo*
Crédito de la foto el autor
De Tren Europa (inédito),
de Maurizio Medo
I
Nací en el último vagón de un tren llamado «Europa». No ocurrió así exactamente. Me habría gustado comenzar este libro con una frase que contenga una verdad de ese calibre, cuyo estrépito resulte similar al sonido de una dambura rompiendo el silencio estepario de la noche balcánica. No la pude escribir. Jamás oí el eco de una dambura. Tampoco conozco bien la estepa balcánica. Pero el tren debió llamarse así, «Europa». Partió en el oscuro otoño de 1948 iniciando un largo periplo con el propósito de que el Bora consiga olvidarlo. Los pasajeros no compartían nada entre sí, salvo el hecho de que las ideas que pudieron rescatar de sus países volaron todas en pedazos y que, tiempo después, de un modo involuntario, serían también mis abuelos: il nonni, djed y baka. Cada uno comparecía ante mí como un paisaje sin precedentes en la historia del mundo. Ellos hablaban distintos idiomas. Se expresaban en un tono menor sin entrar nunca en contacto, ni siquiera para pensar en la remota posibilidad de un mal entendido. La historia se pudo escribir a través de estos éxodos. A mí me habría gustado decir esto en lengua ligure. Es muy semejante al élfico: chi veû vive da bon crestiàn, da-i begghìn o stagghe lontàn. Eso ahora importa muy poco, como entonces los europeos para América. Mis abuelos formaron parte de ese gueto. Aparte de ellos estaban los judíos, despojados de su acento como un recurso de legítima defensa. Mamá prefirió abdicar de tal presente. Huyó a través de una foto aparecida en «La Stampa», un día de los años 40, y no encontró más recompensa que las ruinas de todos esos años perdidos.
IV
La Remington fue mi primer juguete. Fabricaba presentes. «No, no había otros niños» —me confesó mamá. Ella se perdió en el bosque de Loano justo cuando estalló la guerra. Jamás regresó. No como era. La Remington se ensambló por esa misma época. Gracias a ella su padre pudo escribir «La Cetra». Si yo elegí la Remington fue por el estruendoso ruido que producía al funcionar, como si dentro de su mecanismo hubiera otros cientos de máquinas cuyo ímpetu era tal que parecía capaz de virar el rumbo de cualquier destino. Mientras, el azar arrojaba una y otra vez los dados contra el corazón del río. Y si en algún momento se detenía, era solo para cerciorarse que la suerte se mantuviera ahí siempre con el mismo volumen. En el presente también sucedía así. Todo era sublime y, al mismo tiempo, tan insulso que ese ruido de fondo no hacía más que interferir. Yo también pude perderme en ese bosque. Nunca me interesó la poesía, «ese montón de cosas muertas que se niegan a morir», escribí en «Manicomio». Hoy, un nuevo estudio advierte que «los humanos no podrán controlar una Inteligencia Artificial superdesarrollada», advirtió el Facebook. En Japón «fabricaron un robot capaz de oír a través de una langosta muerta». Mi mundo era otro.
V
Papá reciclaba teorías hasta convertirlas en los dogmas que, como buen hijo siempre desdeñé, antes de escribir mi nombre en el reverso de un sobre como «el remitente». Yo ignorara cuál era su código postal. Las cartas me llegaban de vuelta. Hasta hoy hablé poco de mi padre, y no por pudor, tal vez por falta de pruebas. No recuerdo ningún jersey azul, algún ataque cardíaco ni la silla donde él solía sentarse pensando en la fórmula algebraica que lo librara de aparecer como una incógnita, al menos en mi vida. También escribí poco. Pese a ello su imagen suele transformarse cada vez que el correo trae una carta de vuelta. Pienso en todo esto al ver su fotografía después de varias décadas. Pude confundirlo con el galán de una antigua nana nacida en Varsovia antes de la guerra. En la leyenda de la foto dice claramente: «Chilca». Yo nunca viajé con mi padre. Tampoco fui a Chilca. Sé que ese hombre es mi padre pues a su lado sonríe mi nonna. Aunque al pie diga «Chilca». Mi padre se quedó sin país en medio de la guerra balcánica. Él era el otro, me advirtió «el remitente». Su madre era serbia. Nunca pude comprenderla. Baka no pudo traducir el dolor que significó haber viajado en círculos demasiadas millas como para descubrir dónde había llegado. Yo nunca pude dedicarle ni un afectuoso hipocorístico. Ni mummi, ni babička. Para mí la anciana era solo la baka. Mientras, los idiomas se me confundían. Alguna vez lo escribí: «baka», eso me valió un curso de nivelación en ortografía. Si alguna vez pude estar en medio de ellos, cuando el hijo refulgía tan perfecto como un poema, fue como cierto tipo de entidad cuyas partículas evidenciaban otra forma de vida. Apenas una vez estuve en Serbia. La única palabra que comprendí bien fue: «daleko». Baka me llamaba así. Yo era el otro. Ella la Baba Yaga.
VI
A Heinrich Haltenhof y Milton Von Hesse
Estaba por escribir algo referido a mi nonna, pero en tiempo pasado, el plan de escritura me lo exigía así. Cuando, de pronto, creí oír su voz diciéndome otra vez «lasciali» con acento tal que el presente comenzó a perder el paso como si la distancia recorrida para llegar hasta ahí —este no es ese presente— se tratara de un montón de hojas marchitas que ya habían sido barridas sobre un campo minado. Por eso, decía ella, yo debía concentrar mi atención, más que en las grandes enseñanzas del pasado, en esos anónimos refranes de bajo presupuesto, como si todos ellos me pertenecieran; en la voz de la revelación y no en la de alerta. Aunque mañana la iré a ver al cementerio, ella reside aún en mi infancia, allí donde crece el ruibarbo; al fondo, a la derecha. Crecí junto a la nonna añorando el reflejo de la luz sobre la blanca flor de los cerezos en las colinas de Loano; la inocencia del río cuyo caudal parecía recordar que toda promesa representa también una amenaza; el castillo Doria, el convento de Monte Carmelo, Piazza Salgari y el esplendor azul de la Riviera di Génova, hasta que caí en cuenta de que yo nunca había estado en Loano. Era demasiado joven, un birichino, decía, para comprender las distintas dimensiones que fluctúan dentro de la palabra «magone». Más que feliz diría que crecí confundido. En el colegio jugaba con Haltenhof y Von Hesse a una guerra donde nadie nunca resultó herido. Mis amigos eran alemanes. Yo me preguntaba cuándo llegaría el furgón para transportarme al abra de algún futuro río. Mi nonno fue partisano. Creí heredar su destino. Hablar de mi infancia en español es una traducción. Tuvo el aroma de la hierba fresca.
XL
A Lolo y Santiago Vera
«Yo solo recuerdo a mi pata Elvis que vivía por allí. Antes de escribir el grueso de «Acajo mundo» en Llachón a orillas del Titicaca», dice Rodrigo Vera. Él pudo ser mi vecino. Cualquiera de los dos. Santiago es su mellizo desde hace treinta años. Entonces yo vivía en el barrio de los poetas. No es Barranco. ¿Entonces cantamos «Volver»? No podemos cantar «Volver» en esta dimensión pasado y futuro convergen y la moda vintage los vuelve contemporáneos, aunque nada asegure que lo seamos de algo. «Juégate una pichanguita de mi parte» se despide Rodrigo y, sí, el fútbol une lo que divorció a los poetas, ¿alguna vez estuvieron unidos? No por el idioma, por sus fracasos. Aunque hasta hoy ignore quién eligió este atajo evidentemente por no encontrar otro camino, aclaró entonces mi madre, y descubrir que el centro estaba en otra parte. Agrego: lejos de La Cantuta o de Santa Beatriz. Ese era el barrio de los poetas. Westphalen habría dicho «eso es ridículo». Él vivió en Emilio Fernández, lejos de La Cantuta y del barrio obrero de Zizkov. La poesía no tiene barrio. Es errante, un centro errante. Acoté la ocasión que supo recordar bien Lafferranderie. Pero en otros órdenes, en los cuales se puede descubrir al futuro oculto esperando el momento oportuno y así aparecer en escena.
L
A José María Cumbreño
(Feat Proust test)
1. Soy profundamente distraído, lo suficiente como para creer que ciertas especies, hoy en extinción, como el oso andino o los poetas se reproducen solo en experimentos genéticos. 2. La prosa es una manifestación de la poesía subordinada a ciertas maniobras de Kottler con el propósito de hacernos olvidar que, en nuestro planeta, no existe un destino que pueda adquirirse a plazos. 3. Las aves tampoco. 4. Tal vez el Fénix, por ese trastorno compulsivo de volver desde las cenizas. Ni siquiera con la idea de vengarse (otra vez) del destino en un país cuyo futuro se decide con un par de conversaciones telefónicas. 5. Las suficientes para que las aves comiencen a hacerse visibles recordándonos que siempre estuvieron aquí. Igual que el río. 6. Es decir, también como un límite. 7. Mis poetas favoritos son anónimos, y casi todos son padres de Shakespeare. 8. No se me ocurre otro héroe de ficción salvo mi pintor predilecto, pero escrito de un modo privativo: 9. alguna vez yo lo fui. 10. Mi única heroína es la poesía en la medida que elige sobrevivir de espaldas a la lógica sistémica amparándose en la orfandad de algo tan abstracto como el campo de maniobras en una partitura de Franz Liszt. 11. Era Satie. 12. Con él la música disipa los tabúes que lograron trastornar a Gustav Klimt. Pero mucho más rápido. 14. Créeme, los héroes son anónimos. 15. Detesto la prosa adulterada en los libros de autoayuda. Tanto como la posibilidad de aparecer intolerante frente a mí. 16. Por eso prefiero los libros en lugar de un hecho de armas como el sonido rojo de una Browning perforándome la sien. 17. Tal vez así. 18. Con el tiempo justo para tatuarme un lema con una frase que me libre de cualquier karma expiatorio. 19. —No hay culpa, es el devenir— oí al Buda la vez que empecé a responder este nefasto test 20. esperando el tren a Extremadura.
*(Perú, 1965). Poeta. Desde el 2003 reside en Arequipa (Perú). Ha publicado en poesía Manicomio (última edición fue con Varasek Eds, 2014), Cuando el destino dejó de ser víspera (poesía reunida 2005-2015) (2016), Y un tren lento apareció por la curva (2017) y Las interferencias (2019). En el 2017 publicó Backstage: 18 entrevistas (y algunas notas) alrededor de la poesía contemporánea y editó la colección “País imaginario. Escrituras y transtextos”, proyecto crítico del cual se han publicado los dos primeros volúmenes y que concluirá este año con la aparición de País imaginario: La península. En la actualidad dirige El Laboratorio (ver: https://www.facebook.com/delaboratorio) mientras edita Tren Europa.