Roberto Echavarren nos ofrece las palabras de presentación del libro Indios del espíritu, muestra de poesía aparecida recientemente con el sello editorial La Flauta Mágica.
Por Robeto Echavarren*
Crédito de la foto (izq.) Ed. La Flauta Mágica /
(der.) www.modestorimba.com.ar
¿De qué hablan los poetas?
¿De qué hablan?
¿Hablan de algo? Un concierto global. Bordean el relato pero no caen en él —me refiero a los incluidos en esta selección—; la anécdota puede articularse en cualquiera de ellos y de hecho lo hace, aunque apenas en sus rasgos decisivos, como un verdadero suceso (no rutinario, convencional o “realista”), un fuera del relato que alucina el detalle más allá de “toda verba”, y hace guardia desde el afuera.
El tono del canto está por encima del reportaje. No quiere decir que no reporte, pero es como si lo retrasara indefinidamente. Su plétora es su opacidad. Su resistencia.
Expresa el evento en sus vectores de situación. Es un modo provisorio y sintético de establecer los rasgos decisivos de una situación. El poema recupera algo así como una experiencia cruda, una experiencia cruda de intensidad afectiva —la emoción sensible: el niño mira las estrellas y se da cuenta de que le gustan. El impacto de lo no procesado todavía, la mancha blanca, la salpicadura, una borrosidad inexacta, nebular, inmanente e inminente, que interpela.
Y al expresar, hace el fenómeno. Y acrecienta la conciencia, un relampagueo de implicaciones. La emoción sensible tiene un cariz literal y un uso alegórico, una refracción de espejos: ¿qué es esto, y qué es un esto? Revela el modo en que el material es condicionado por el medio que lo procesa, de acuerdo a impulsos, capacidades, intereses, juegos de estilo. Y sabe que sabe, o sabe que ignora; en suma, tiene la experiencia de la experiencia.
El poema es en sí una catástrofe, un sobresalto. La catástrofe donde todo se juega. ¿Este perro me morderá o no? ¿Lo sabe el perro? Nos guía la intuición para calibrar un conjunto de variables cuando debemos optar por el ataque o la huida. “¿Es púrpura nevada o nieve rosa?” (Góngora) La perplejidad, el distingo, el oxímoron, la paradoja, el “concepto” barroco despliega un problema. No afirma, sino que pregunta. El poema da pábulo a la conjetura, a partir de los impactos suaves o fuertes de una interrogación blanca.
Arroja palabras según un sistema abierto, no reglamentado; articula su propio juego y puede afilar la rima o suprimirla, alternativamente, según el ritmo del impulso que guía su despliegue. Hacer del poema un modo de pregunta. Lo que mantiene juntas las palabras es su magnetismo afectivo desde un centro clonado de la experiencia. Un impulso se abre paso hasta las débiles arañas del espíritu. Tirar las cartas, tirar los dados, tomar en cuenta la magia de las imantaciones, arbitrarias y motivadas a la vez, que deben ser desplegadas, interpretadas. Las palabras se usan de un modo particular: una tirada de cartas. El ritmo, el gesto, la entonación: el impulso sostenido por la memoria motora de cada uno muestra soltura y autenticidad, en la medida en que se libere y se realice sin trabas.
El poema puede ser un canto mudo, pero nunca sordo.
Las frases son los muebles de la puesta en escena. Actúan por sí mismas. Más allá del contenido se oye el chisguetazo. El gesto vale por sí mismo. Un ataque verbal produce momentánea lucidez. Las palabras, en su tejido, nacen del ruido ambiente, un ruido de fondo que arrastra la retahíla de las cosas. El poema habla de varias cosas a la vez, isotopías semánticas que se cruzan y recruzan según combinaciones fónicas. El montaje de encuentros y desencuentros, acogimientos, anticipaciones, equivale a los pasos improvisados de un bailarín, puede marcar un recorrido sinuoso de movimientos complicados.
“Creo que el poeta precisa tener una libertad de cabeza, una sensibilidad sin la cual la buena poesía no es posible. Si no, sólo estás llevando a la poesía aquello que ya estaba en aquel manual de política y poesía. Eso no tiene cabida. La poesía es algo que debe obedecer sólo a tu sensibilidad e inteligencia. Los tipos con ideología tienen respuesta para todo y no aguanto más a las personas que tienen un enorme stock de certezas, es muy aburrido. Lo que quiero es la incerteza” (Paulo Leminski).
El poema atraviesa la casa cotidiana y sale por la puerta trasera a una tierra de nadie donde se abre la vía del cielo. Estamos a la intemperie. Nos deja abriendo preguntas. Su turgencia mercurial, el caracoleo, la tartamudez, alitera, balbucea (“un no sé qué quedan balbuciendo”, Juan de la Cruz).
El poema es una “razón paralela: co-razón; el corazón con razón” (Eduardo Espina): un salir de sí deviniendo otros con el corazón: “Mi corazón comenzó a bombear la sangre de ella y sentí que el aire estaba compuesto de helio” (Héctor Hernández Montecinos).
“Tal como el hombre que entra en una iglesia porque no tiene otro sitio adonde ir, entro en el lenguaje también para orar y esperar que el milagro de sentirme más cerca de mí cuando soy yo se cumpla… Redondear la síntesis del ser, la irremediable caducidad que roza lo absoluto, para que éste vuelva a realizarse otra vez de nuevo, nuevamente irreconocible” (Eduardo Espina).
Perpetua renovación del descubrimiento, continua reconfiguración de las perspectivas, escrituras sensibles, mudas conversaciones. Se puede proyectar una fuga en la lengua, en eso que parece cerrado y que no tiene un afuera. Topología dinámica, las formas se invaginan, se transforman. El poeta es un maestro de la fuga, encuentra otra lengua en la lengua, un flanco corporal de músculo. El momento está hecho de eso.
De allí el verso extrae su “definición mejor” (Lezama Lima), que puede darse a partir de las circunstancias, respetando el impulso. “Eso no se explica, eso nace” (Marina Tsvietáieva). Nos alcanzan las cosas con su bofetada de calor.
No nos sitúan “ellos”, vale decir las pautas, los prejuicios, las expectativas de los otros. El verso es un proyecto de autonomía. Tal deriva, al sostenerse, es un ejercicio de resistencia. El gusto idiosincrásico orienta el juego libre de las facultades. Las luces (Aufklärung) fomentan la autonomía, el imperativo ético, la crítica del conocimiento. Es el Viva la libertá! cantado en el Don Juan de Mozart. No servir a un amo: io non voglio piú servir, de Leporello y el Barbero. No estar subordinado, no aceptar la sumisión. Porque “no se sabe qué es más escalofriante: la violencia o la utopía” (Hannah Arendt, La promesa de la política).
El espacio poético es un espacio de resistencia puntual a unos medios que no necesitan a la poesía. Ni utopía ni distopía: engendra una verdad del tamaño de sus posibilidades. El poema nos dispensa de hablar como se espera. Esto no implica un divorcio con respecto a la lengua hablada.
Yo estaba interesado en el misterio que proponen los poemas, una aberración de la sensibilidad, que es un modo de recuperar la sensibilidad. Esta sensibilidad aguzada, esta anomalía, esta idiosincrasia, se afirma por sí misma frente al mundo; es una resistencia a la presión de la realidad; responde con una presión contraria, a fin de mantener un espacio autónomo, permeado de flujos, filtro del afecto, un cine, una visión en caverna que alimenta el clima interior y que cada uno sostiene. En cada caso, se trata de dar lugar a las emociones alegres, a las emociones amplias, que nos saquen de la órbita competitiva del ego permeado de emociones estrechas, negativas, o tediosas.
No tengo por qué aceptar una etiqueta u otra para referirme a una constelación de poetas o libros que a mi entender son lo más interesante de los últimos años. Trato de describir rasgos de esta poesía: cierto interés en la complejidad sintáctica, la falta de un sentido del fin del poema salvo por la extenuación de sus líneas de fuerza (aquí pongo como ejemplo barroco las Soledades de Góngora); la confrontación con algo que en los siglos diecisiete y dieciocho se llamaba lo sublime a partir del falso Longino; el tocar el límite de lo soportable; el conflicto de facultades (Kant); el dolor provechoso; el frisson du nouveau (Baudelaire); el sacudimiento de lo que nos aterra (Poe); la experiencia que nos sacude porque nos confronta con un esperpento de la muerte: ya sea en el naufragio kantiano, el descenso en el maelstrom de Poe, el esperpento de Valle-Inclán, o los nocturnos de Julio Herrera y Reissig (primer referente neobarroco en Hispanoamérica). En conjunto se trata de una experiencia de intensidad, de la abundancia del ánimo y de las emociones, un sacudimiento que es la salida de sí hacia lo crudo, lo visionario, lo tajante. La sobreabundancia es compatible con el doble o triple sentido, la aliteración y la deformación de los significantes, para acceder a lo que Herrera y Reissig llama “éxtasis” (Los éxtasis de la montaña es el título de uno de sus libros).
“Hay cierta tendencia a pensar la expresión poética como subjetividad, como expresión del ego. Entonces la poesía queda oscilando entre la sentimentalidad y el narcisismo. Sin embargo, pienso que lo importante de la poesía es esa posibilidad de pasar a un orden de lo alucinante. Este es el extremo de la intensidad que tiene que ver con el éxtasis. Por eso el lenguaje de la poesía se aparta del orden del discurso convencional. Remitiría, el lenguaje poético, más a un flujo que está circulando por abajo y que tiene que ver con la alucinación” (Néstor Perlongher).
A comienzos del siglo veinte, la corriente moderna en general introdujo una posición contraria al ya exhausto romanticismo, rechazando explícitamente el idealismo epistemológico y metafísico de aquél, su referencia pivotal a un “yo”, su modelo orgánico para la realización de sujeto y objeto, de palabra y significado. Puede interpretarse (apunta Enrique Mallen) que el modernismo surge en realidad como una intensificación de la ironía romántica, que lleva a una pulverización del “yo” poético y de la identidad natural o cultural, lleva a un sujeto anónimo y descentrado que manifiesta la poliglosia de la cultura popular y los distintos campos del saber, a favor de una idea móvil, estratégica y táctica, de guerrilla, de guerra de estilos. Y en este sentido, más allá de los procedimientos circunscritos de la primera vanguardia, la evolución posterior de la poesía conduce a un redescubrimiento del poema barroco, las “selvas” o “silvas” de Góngora y Juana Inés de la Cruz, para las cuales no hay separación de los campos del saber.
Si la vanguardia trae la fijeza icónica de la metáfora, la poesía neobarroca promueve el flujo, la conexión gramatical a través de una sintaxis complicada. Las poéticas neobarrocas toman mucho de las vanguardias, particularmente su vocación de experimentación, pero no son bien vanguardias. Les falta su sentido de igualización militante de los estilos y su destrucción de la sintaxis (ambos temas presentes en el concretismo brasilero, la última de las vanguardias). Se trata, antes, de una hipersintaxis, cercana a la manera de Mallarmé. El mismo Haroldo de Campos, después de la etapa del concretismo, ha escrito las Galaxias, ejercicio sintáctico de largo aliento. Los neobarrocos conciben su poesía como aventura del pensamiento más allá de los procedimientos de la vanguardia. “Las palabras terminan siendo insuficientes, o ineficientes. Se trata de una retórica que, a través del mecanismo de la acumulación, expone su propia incompletud e inaugura entonces un espacio de contraste, abierto, vacío.” (Teresa Porcekanski)
El retorcimiento no es prolijo ornato; es búsqueda, es auténtica manera: con ayuda o no de una planta sagrada, capta la voluta, la espiral, el estallido, las diversas esquirlas que salen disparadas en todas direcciones; un aparente azar, asombro, desconocimiento. Si nuestro consumo de las drogas psicoactivas es colectivo o individual, si el grupo dentro del cual se consumen es religioso o profano, son cuestiones que nos acompañan con la misma urgencia desde hace algunos años. Pueden ponernos en un planeta diferente que sin embargo es éste: mundos contenidos en uno, maneras de ver “lo mismo”: un real atravesado por un mazo de intensidades y perspectivas. Efecto que descentra, la droga suele resultar un instrumento liberador de identidades ortopédicas, suele facilitar una articulación espontánea y variada de las tendencias de cada uno. ¿Cómo extasiarse, cómo experimentar el ensanche invasor de otra fuerza a través de la química y de prácticas ascéticas o chamánicas? El consumo ecológico, recogido, “santo”, no coincide con el ciclo productor de la cocaína, su comercio, su consumo en medios urbanos. La “desacralización” incluye la ilegalidad, el crimen, el soborno, la especulación comercial con la calidad del producto y el potencial daño a los consumidores.
Los indios son los que conocen mejor el territorio, porque han estado aquí desde hace más tiempo. Ellos conocen las plantas (marihuana, coca, sanpedro, hongos, peyote, ayahuasca) y han sabido utilizarlas. Nosotros, en debate entre el puritanismo heredado de Europa y la ignorancia, desprecio e incomprensión hacia las calidades autóctonas, no hemos sabido enfocar la virtud de la droga. Hay una gran distancia entre el indio que subsiste en la sierra mascando bajo un efecto integral no tóxico la hoja de coca, y el menor de una periferia urbana que no tiene más remedio que comprar crack, pasta base, recorte, o cualquiera de los venenos degradados de la cocaína que están al alcance de su bolsillo. Los pobres consumen drogas pobres, y ésta es una faceta complementaria de su pobreza. Si los pobres están condenados a arruinarse por una droga tóxica en nombre de una curiosidad primero y de una adicción después, la virtud de la planta, al contrario, promueve fuerzas de vida.
El arte barroco repudia las formas que sugieren lo inerte o lo permanente, colmo del engaño. Enfatiza el movimiento y el perpetuo juego de las diferencias, dinámica de fuerzas figurada en fenómenos. Es un arte de la abundancia del ánimo y de las emociones, que no son jamás, sin embargo, transparentes. Suele arriesgar el sinsentido siguiendo una obsesión sensorial, erótica, una persuasión fetichista, que se da ante todo en el campo de lo visual, antes que en el campo de la simbolización propiamente dicha. Esta aventura visual entronca con la tradición poética de las “vocalizaciones”: liberada del resguardo de la letra, vinculada con la oralidad, configura un acontecimiento sonoro.
En sus poemas, Selva Casal sólo atina a plantear interrogantes, terrores ante todo, sea de vida o muerte, un horror inconcebible, del que nos defendemos con olvido. El poema va de terror en terror: “la vida es terrible pero a nadie le gusta morir”, “son tantos ya los muertos que me aman”. El sujeto del terror no es el sujeto de la justicia. Hay un fondo de impulso de sobrevivencia que va más allá del impulso ético, según las circunstancias, y cuando son extremas el criterio moral varía. Tampoco se trata de una mera condena objetiva de la agresividad de los otros. Se es parte del circuito de sobrevivencia, de tendencias defensivas y ofensivas, de un odio que engendra “sexo placer y ruina” porque la furia transita, y el odio penetra el cuerpo como “cuchillos”. Ninguna puntilla cenizosa nos libra del dolor y del odio, de la agresividad y el impulso de venganza. El odio surge y el poema lo purifica en cierto modo, lo coloca en un lugar extraño. El veneno queda suspendido del verso.
En el despertar de nuestras facultades, si nos ponemos en sintonía positiva con la energía que nos recorre, tanto de piedras como de animales, la hora más terrible, la de más angustiosa lucidez, ocurre en la madrugada. Después las cosas retoman su secuela. Ocurre un riesgo inverso: que lo intensivo del goce (“el prisma de la dicha”, Silvia Guerra) rebase nuestras facultades (capacidades), lo cual tampoco arregla las cosas: “Como no estamos preparados para tanta vida sucumbimos” (Selva Casal).
En ese contexto, la acepción de vivir emerge a momentos, entre la energía de las piedras y la electricidad de los gatos: ¿qué está vivo y qué está muerto? Lo siniestro es la vida como susto. Tememos que lo quieto se mueva de repente. El fetiche en cambio nos vuelve indiferentes acerca de si está vivo o muerto. Si atrae, puede tener el sex appeal de lo inorgánico. Si al fetichista le objetaran que lo que le atrae no tiene vida, se alzaría de hombros y respondería: “Nadie, o nada, es perfecto.”
Las pelucas, los entorchados, el fetiche nómade entrelazan las décadas, las músicas, los aspectos y los comportamientos. Los avatares del estilo transportan un hilo rojo de emancipación. Encuentran cada vez, en cada punto, las claves de un desafío; ¿hasta dónde se puede llegar? ¿En qué medida se ha ensanchado la tolerancia? ¿Cuáles son los experimentos pertinentes de la sensibilidad?
De un modo más acentuado, en los países del totalitarismo, los no masculinos fueron brutalizados por la policía en nombre del “hombre nuevo”. Glam, punk, gótico, estas vertientes de los estilos callejeros, estilos de juventud, fueron tratados como virus de decadencia. Tal rigidez ha sido socavada gradualmente, en diferentes lugares, y hemos llegado al momento emo. El emo no es una recreación histriónica de la mujer. No es retro. Es una nueva síntesis, algo que no estaba allí. La vida como obra de arte. Hacer de la propia vida una obra de arte es encontrar el soporte de un nuevo estilo. Grandes cabezas sobreproducidas sobre pechos flacos y piernas entubadas, el emo es un avatar de la relación siempre variable pelo/cara, ojo/cara, labio-ojo-pelo. Recubre, oculta, envuelve el rostro en el misterio al exponer un solo ojo pintado y esconder lo demás, como si no pudiera enfrentar el mundo a cara descubierta —descubierta y maquillada. El Eros se sube a la cabeza, más que en otros estilos. Vuela alrededor de Psiqué. Dos cabezas de chicos, o dos cabezas de chicas, tapadas por sus peinados, juntan sus bocas y se enzarzan en un prolongado beso de lengua. Aprenden a relacionarse a partir de un interés erótico francamente establecido entre individuos que pertenecen al mismo sexo. El “emo kiss”, que aparece en youtube, funciona a modo de estilema. El emo de hoy no necesita reivindicar. Ha nacido en un momento más tolerante. Sólo le queda reinventar la tenaz “equivocación” llamada estilo emosexual. Altera la letra, y altera la criatura designada. Señala una nueva manera, inasimilable. La ropa del emo combina a veces el negro con el rosa, o algún otro color femenino. Horquillas para el pelo, broches de plástico en forma de moñas infantiles. Brillo para los labios. Uñas pintadas de negro, o de negro y rosado. Se apropia del maquillaje y hasta de la ropa de su hermana. Pero no es lo mismo que un travesti. Combina, para lograr un punto indecidible. El cuerpo es producido de conformidad con la tendencia erótica que aflora en el presente y el poema es el teatro de esa vida, extrapola tanto la fascinación como los problemas de insertarse en un contexto de convivencia. Las morales integradoras (la religión, el machismo) ceden el lugar a una ética individualizada, que no puede aparecer sino en condiciones históricas y culturales de individuación. Una escritura volcada no sólo a singularizar rasgos de estilo, sino también volcada a captar una estilística de la convivencia, una socialidad de lo marginal. ¡Qué pocos libros se ocupan de eso! “Sólo la gente superficial no presta atención a las superficies” (Oscar Wilde). Diego Ramírez registra los peinados y los accesorios emo como excitantes del atractivo fuera de género. Cuando un emo se relaciona con otro emo, más parece una joyería relacionándose con otra joyería: “Él también se da vuelta y se invierte con su amante como su/ fetiche/ joyería”.
“Si no hay un yo —reza el rizoma de las Mil Mesetas—, si somos todas multiplicidades, verdaderas poblaciones, masas de devenires: nutrias, osos, prostitutas paulistas en la flor de un bretel, Delias de rimel descorrido, Etheles, rosas a la caza de un Grossman perdido en Luxemburgo, la primera pregunta es: ¿quién escribe? ¿quién habla? O: ¿de parte de quién? Si somos tantos, vamos, lo simple se complica —si hablar de uno es perorar acerca de un irreductible múltiple” (Néstor Perlongher).
El afecto, aquí, no cae en pozos depresivos de carencia sentimental. Habita un espacio de disfrute. Pone en escena restos de narcisismo a la vez que arena y borde, peladura, sesgadura, rayas a y en ciertos ojos. El fetiche o los fetiches se balancean en el péndulo alternativo de las olas, las olas balancean los fetiches, como si fueran basura, resaca, espuma de lo que se ve y se siente.
Experimentado-apetecido, lo visivo está condicionado por una pauta rítmica. “La pauta de contacto… es palatina” (Nakh Ab Ra). Retumba, resuena en el cloqueo de la lengua, repercute en otras membranas, los parietales por ejemplo, raptos de frases de impulso alternado, largo y corto.
El agua confiere grandeza a los contenidos, contenidos encriptados que carecían de despliegue. El agua les permite desenvolverse para que sean lo que son. “Un mar de rozagancias rabiantes, sinfines, sin azules…” (Romina Freschi). Entrar al agua, más densa que el aire, ofrece resistencia y reflejo, da nuevas posibilidades a la visión, cambia la temperatura, la capacidad de escucha: esos chapoteos, lejanos o cercanos, las voces de gente más allá sobre la playa, el rumor ahogado del agua alrededor; los elementos arrugados, cosificados, endurecidos, entran a la habitación más amplia del mar. Nos despedimos de nuestra soledad estricta y abrazamos la soledad de cada criatura, en una carrera para sobrevivir en un medio impiadoso. Al radicalizarla, paradójicamente la alivia, la absuelve. El agua de Gabriela Bejerman, de Roberto Appratto, “enseña a ver los contenidos mentales desde el cuerpo”. El baño nos aboca a la inmensidad pero tiene un efecto además de entrada en nosotros, porque “el mismo más allá estaba en uno, y el mismo carácter insondable, desconocido, abismal del mar”.
Amanda Berenguer ha investigado la topología, la generación de espacios, marinos o no. Su lugar de elección es la botella de Klein: “Depende del sitio en el que pongas al objeto, que es fundamental; y en el lugar donde te pongas tú, también. Así es que a mí se me ocurrió ponerme dentro de una botella, y sentirme que estoy dentro de una botella. La botella verde es eso, un lugar: un lugar sin lugar. Esa cosa ocurre con la cinta de Moëbius porque es una superficie que no tiene ni adentro ni afuera.”
Al generar espacios múltiples, el “bufón” sigue “el camino del dios” (Juan Salzano). Pienso en Philippe Sollers: “Lo sagrado sin humor es una impostura; el humor sin lo sagrado, una caricatura”. Sagrado y humorístico, revirtiendo todos los valores, desarticulando la impostura del dogma, el escepticismo barroco sigue alerta atendiendo al misterio, ejerce una responsabilidad sagrada con espíritu espontáneo y juguetón.
La cantilena se articula en las pautas del verso, los impulsos (“un rasguño huidizo y un graznido”, Reynaldo Jiménez) generan cada fase —cada frase, o conjunto de frases, cortas o largas—. Un látigo de repente produce un chasquido. Una manera de entonación, un aliento, antes que nada: el canto de los cedros en la taiga. Luego un sujeto, un resultado: “fui empezado” (Nakh Ab Ra). El pájaro canta, el hombre pájaro (Papageno) habla la lengua de los pájaros, sostiene el gorjeo, la modulación, colma de palabras que caen como peces todavía vivos en el cabrilleo. “Suruvu es el alma-palabra convertida en párraro” (Wilson Bueno).
He aquí la chanson, el envío. Un ser de paso sacude los huesos y remueve el serpentario. No es una hembra, es un hembroide.
“Canta la noche salvaje/ sus ventriloquias del Congo/ en un gangoso diptongo/ de guturación salvaje” (Julio Herrera y Reissig).