Por Bruno Pólack
Crédito de la foto Diego Valdivia /
www.cosas.pe
Crítica a la muestra Cartografía animal
de Alberto Borea
(la muestra se exhibe en Revólver Galería, del 28 de octubre al 16 de diciembre de 2017)
Me considero una persona medianamente atenta para percibir las circunstancias y los objetos que me rodean. De manera habitual suelo acudir a las muestras de arte que se montan en Lima y, antes o después, leo con atención las críticas publicadas sobre ellas. Luego me divierte sopesarlas y compararlas (la muestra y la crítica). Confieso que estas últimas me divierten e intrigan sobremanera porque, por ejemplo, cuando se escribe alguna nota sobre algún poemario o alguna novela, muchas veces los reseñistas escriben un texto tan bien elaborado (por la buena pluma y el vuelo interpretativo que ostentan) que suele suceder que poco de lo escrito tiene que ver con el libro reseñado. Este es solo un mero punto de partida para abundar en referencias y digresiones. La diferencia con las reseñas sobre muestras de arte (más allá del menor vuelo de estilo) es que estas, me parece, tienden por todos los medios a justificarlas. No encuentro, la mayoría de las veces, cuando a reseñas sobre arte contemporáneo se trata, apreciaciones al estilo, al uso del color, el talento, la destreza en el dibujo, etc. Responden siempre a que quiso expresar el artista con determinada pieza o muestra. Es decir, una crítica a la sociedad de consumo, a la guerra, al machismo imperante, al colonialismo, etc.
Pero ¿Cuánto podemos justificar con palabras, citas, ideas, pensadores contemporáneos una obra de arte (una muestra) que debería defenderse (y/o expresar) por sí misma? La cuerda del arte conceptual hace mucho tiempo que está rota. Rota, al menos, artísticamente. En lo comercial es, en absoluto, pujante y goza de muy buena salud. Un statu quo sostenido (queriendo y sin querer) por los críticos, los curadores, los artistas y por los consumidores (léase compradores y coleccionistas). No incluyo al público porque muchas veces acudimos (y salimos) de muestras con un signo de interrogación en la cabeza (en el mejor de los casos). De los cuatro actores partícipes al único que le guardo algo de fe es al artista. Es el llamado a dar la vuelta de tuerca y el único que puede callar la boca a medio mundo. Pero no es para nada mi intención en este momento hacer una crítica a la crítica (ya me imagino la dificultad que deben tener intentando llenar una página entera sin mucha tela que cortar).
Había leído el fin de semana anterior la crítica de Max Hernández en «El Dominical» a la muestra «Cartografía animal» del artista Alberto Borea, tenía la mañana libre y fui a Revólver Galería con el primer párrafo en la mente: “En Cartografía animal Alberto Borea plantea un recorrido crítico por varios capítulos de la complicada historia reciente del Perú (décadas del ochenta y noventa) dando cuenta de su impronta en las generaciones que vivieron –y sobrevivieron- esa época”. Genial (pensé) esto me interesa sobremanera porque es justo un tema que me apasiona, décadas que me han tocado vivir, que me han marcado y que todavía e indefectiblemente rondan por mi cabeza.
Ingresé. Me tomé diez largos minutos y me detuve todo lo que pude para poder apreciar cada una de las siete piezas de la exposición (nota: el televisor en el piso que presumo reproducía el videoarte “Cosas que no entiendo ni quiero entender” estaba apagado). Entonces, ¿la muestra plantea un recorrido crítico por la reciente historia del Perú? ¿Es en serio? ¿Da cuenta de la impronta (huella, influencia) que dejó en los que vivimos esa complicada etapa? Ni por asomo. Por más que puse todo de mi parte no encontré un recorrido crítico, ni mucho menos algo parecido a la impronta que dejó en nosotros aquellas décadas de violencia, dictadura, corrupción, cambio de siglo, etc. Encontré más bien una muestra descuidada, falta de trabajo, artísticamente insuficiente, carente de ingenio e ironía (que es, después de todo, una de las mayores virtudes que se le puede dar al arte conceptual). Y me sorprendió porque todas las referencias que tenía de Borea habían sido positivas (otra de las cosas por las que me animé a ver la muestra). En fin, como en conjunto no es mucho lo que puedo decir, intentaré explayarme un poco mejor mencionando las piezas más características de la obra.
La obra “Onradez” tiene la virtud de haber sacado de circulación ciudadana varias varas de represión policial. Aquellos que las hemos visto en acción en alguna manifestación les hemos guardado cierto respeto y claro que son símbolo (junto a las bombas lacrimógenas) de la represión policial. Borea forma, uniéndolas, cierta red o juego geométrico. Debo decir que me hubiera gustado verlas quebradas (o dobladas) perdiendo el sentido rígido de lo que representan. Por otro lado, el juego en el nombre, me parece que capta más relevancia que la obra en sí. Onradez. Y tratándose de objetos fácilmente identificables con la policía no cuesta mucho hacer una rápida asociación. Represión y corrupción. Robo. Aquí, lo que es interesante, se pone en duda aquel lema que «una imagen vale más que mil palabras». Aquí una palabra reviste más crítica y sentido lúdico y, por lo tanto, compite directamente con la obra. Como si el nombre de un poema tuviese más relevancia que el poema mismo. (Ahora, el título de la obra lo tomo de la reseña de «El Dominical», en la muestra no figuraban los nombres, ni la cédula inicial. En la página de Revólver Galería esta obra se llama “Orden, tecnología, trabajo”, la honradez (Onradez) fue omitida. Abierta alusión fujimorista, no hay duda. Pero me quedo con el primer nombre.)
Ligada con esa pieza está la que se llama “Poesía”. Un casco policial antidisturbios con el visor pintado de colores. No hay mucho que decir, es un casco policial antidisturbios con el visor pintado de colores. ¿Poesía? No quiero ser feliz con permiso de la policía (Martín Adán, dixit).
La pieza donde encontré, o pude percibir, una pisca de crítica a la corrupción imperante en nuestro país (o corrupción en general) es la obra “Sapito”. Vemos el busto dorado de un presidente (puede ser cualquiera, aunque en lo personal vi la cara de Alan García) sobre el tablero del famoso juego del Sapo, sustituyendo al famoso anfibio dorado como premio mayor. Insertar la moneda en el sapo era lo más difícil y aquello que te daba más puntos, casi como meter preso a un presidente. Me hubiera gustado encontrar en las ranuras del juego las pesadas monedas doradas e intentar meterlas en la boca del presidente. Interactuar con el anfibio presidencial, el cual dicho sea de paso, era excesivamente grande para el juego y parecía más un busto olvidado o almacenado sobre el tablero en vez del sustituto del sapo.
La pieza “Memoria” (un refrigerador antiguo en mal estado con luces intermitentes que se pueden percibir desde sus dos puertas juntas) es un mal ejemplo de lo que debería ser el Ready-made. Cuando tomamos objetos de la vida cotidiana se les debe intentar dar otro significado, otra vida al objeto. Ya no basta traer una refrigeradora vieja y ponerla en la sala de un galería de arte. En el momento en que Duchamp le puso bigotes a una reproducción de la Mona Lisa fue irreverente, causó cierto revuelo. Tenía algún sentido en su momento. Fue en 1919. Hoy eso está superado y, o se le encuentra vertientes artísticas o creativas al Ready-made, o esto está a punto de morir.
Con una pisca (pero pisca) más de ingenio está la pieza “Liana”, donde varias corbatas amarradas entre sí forman una cuerda larga desde el suelo hasta el techo para luego caer, figurando una horca. El nudo de la corbata puede causar terror a muchas personas por ser un ícono del trabajo oficinesco, del trabajo como un suicidio neoliberal. En suma, un nudo en el cuello es una especie de suicidio diario.
En fin, abandono la galería con un extracto de una de las prosas apátridas de Ribeyro en mente, la 84: “Yo y mis gigondas, en un rincón, mirando, esperando. ¿Esperando qué? Eso, el milagro, un azar, un encuentro, un soplo de misterio o de poesía. Pero nada. A la tercera copa apago mi cigarrillo y me voy, no vencido, sino avergonzado por haber creído que aun cabe aguardar en este mundo trivial la irrupción de lo maravilloso”. Felizmente siempre es un gusto caminar por las calles semisoleadas de Lima. Sobre todo a finales de noviembre, en que uno puede buscar en ciertas calles el lila tenue de las nuevas flores del jacarandá.