Cristóbal Zapata y la botánica del cuerpo que habla [Bonus track 7 poemas]

 

Comentario crítico y selección Aleyda Quevedo Rojas

Crédito de la foto (izq.) www.casadellibro.com /

(der.) Xavier Caivinagua

 

 

Cristóbal Zapata*

y la botánica del cuerpo que habla

 

 

La poesía del Ecuador tiene en la ciudad de Cuenca tres magníficos nombres que todo lector de poesía debería devorar: César Dávila Andrade, Efraín Jara Idrovo y Sara Vanegas. Y pensando en los contemporáneos: Galo Alfredo Torres, Cristóbal Zapata y María de los Ángeles Martínez. Desde hace años, quería escribir sobre la poesía de Zapata y de nuestra devoción en común, por Eros. Luego de releer sus cinco libros de poesía afirmo que en Cristóbal Zapata y su zona de escritor, asistimos a un espiral dialéctico de amor-cuerpo-erotismo, que tiene un sonido y un sentimiento distintos, por el lugar que Zapata le otorga a las palabras… las palabras como actos exactos, pues en sus poemas breves o largos, todo cuenta y cada palabra parecería haber sido tallada desde las herramientas de la cultura, el cine, las artes visuales y cierto conocimiento de la fragilidad humana.

Las palabras deseo, carne, mujer y sexo, se mueven en la poesía de Zapata, al menos en sus cuadernos: “Baja noche” y “La miel de la higuera” hacia esa búsqueda de la energía creativa que solo la otorga la fiebre del amor y el estado único del enamoramiento. Con Zygmunt Bauman, desde su necesario e implacable ensayo: “Amor Líquido”, pienso que la belleza y crueldad del amor solo son posibles acariciar con más texturas en la poesía. Bauman señala: “La naturaleza del amor implica –tal como lo observó Lucano dos milenios atrás y lo repitió Francis Bacon muchos siglos más tarde- ser un rehén del destino. En todo amor hay por lo menos dos seres, y cada uno de ellos es la gran incógnita de la ecuación del otro”.

De esos dos seres cambiantes, de la experiencia del amor que salva y de la imaginación como un vehículo del sexo nos habla el poeta Cristóbal Zapata, en gran parte de su trabajo poético. Desde luego, también están los versos que evocan al cuerpo: femenino y masculino, a los cuerpos en plena comunión para salvarnos de las distancias, para dejar ver los pliegues del goce, del placer como búsqueda de la belleza; eso lo podrán confirmar en ésta breve selección de siete poemas que he preparado para los lectores de Vallejo & Co., y corroborarlo en la siguiente entrega, en la que aparecerá la entrevista que mantuve con el escritor Cristóbal Zapata.

Recientemente se publicó en España, bajo el sello Renacimiento que dirige el poeta Abelardo Linares, una notable Antología Personal de Zapata, bajo el sugerente y significativo título El habla del cuerpo, y ahora, me resulta indispensable reflexionar del habla del cuerpo porque considero que la poesía de Zapata es un idioma mutante tejido y unido por la imaginación y la historia del arte, por la prolongación de su zona de curador de arte y su zona de habitante de la noche, un habitante provocador y arriesgado.

Luis Antonio de Villena, anota en el prólogo de El habla del cuerpo: En Cristóbal Zapata se mezcla con lúcido y elegante hacer la pasión poética del cuerpo, tocado y gustado sin tabúes y los naturales correlatos literarios o culturales propios del poeta docto, para quien (lógicamente) la cultura, la lectura, nunca está ni puede estar separada de la vida misma. Esto resplandece en la obra de nuestro poeta. Claro que hay evolución y variantes dentro de un timbre propio como es normal en todo poeta de voz y altura. Poemas en verso o prosa, siempre buscando la elegante nitidez retórica y la dicción que alce la pasión y la letra.

Que éstos 7 poemas de Zapata los lleven a la comunión plena de Eros y que les sea leve el viaje hacia la botánica de éste escritor que enriquece con su poética la poesía ecuatoriana e hispanoamericana.

 

Foto por Xavier Caivinagua
El poeta Cristóbal Zapata Foto por Xavier Caivinagua

7 poemas de Cristóbal Zapata

 

 

Oral lust

 

Ahora que tus labios se posan

en el más elevado de los cirios

ese que tus dedos miden y agitan

que tu lengua y tus dientes perfilan

 

veo tus pómulos enrojecidos,

como si la hostia iniciática

volviera a encontrarte de rodillas

ante la alianza granate del oficiante

 

como si la luna de sangre quemada

reflejara en el marfil de tu faz

su sinuosa y esquiva textura

 

como si supieras, nínfula

que cuando tu boca emerja

estará inundada de esperma.

 

 

 

Courbet

 

En una orilla del Sena

ellas aguardan ansiosas

la caravana feroz de los adolescentes.

Mientras tanto

ejercitan un cotilleo obsceno:

piensan en falos como faros

como peces, como espadas.

 

La brisa que se cuela

entre sus faldas

eriza las piernas, su vello dorado

hasta depositarse en sus oquedades

como brasa, como agua.

 

¿Llegarán los mejor dotados?

¿Vendrán erectos, cuerpos de brindis?

Vale guardar discreción en la espera, se dicen.

Pero ¿cómo esconder la voluntad,

la piel, su intención?

 

Apostadas a la sombra de la arboleda

jamás podrán ocultar

(en la fatiga y el sopor del estío)

la impaciencia que prevé

el arribo de la caravana.

Por ellas lo hará Courbet

que bamboleándose entre los árboles

no ha dejado de observarlas.

 

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Mapamundi

 

El papel, el mantel y la sábana,

ríos hondos, blancos

entre cuyas orillas corren

los placeres y los días:

la tinta, el vino y el cuerpo,

los flujos de la vida

los trazos de la muerte.

 

 

 

 

La miel de la higuera

 

Bajo el follaje de tu falda

mi mano busca el fruto oscuro y fragante

tal una promesa nocturna,

y tus muslos se abren complacientes

para que mis dedos lo hagan estallar

como a una granada vegetal.

 

Chupan mis labios la pulpa encarnada

hasta embriagarme con su miel negra,

mi licor secreto, mi jarabe eficaz.

 

 

 

Eucaliptos

 

Los eucaliptos tañen la música del campo

con los acordes de su follaje.

Acordes que son aroma y melodía,

melodía y memoria.

Olorosas, glaucas,

coriáceas, lanceoladas,

sus hojas son las notas donde vibran la infancia

como una sinfonía inconclusa.

 

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Jardín de arena

 

En este espacio desnudo

cabe la tierra y sus misterios:

el amor y la muerte

el dolor y la dicha

el deseo y su sombra.

Quince piedras parpadean sobre su piel de arena:

ojos

            aberturas pétreas

                                                signos de notación

                                                                                    e interrogación.

 

Por eso el montaje rastrilla prolijo

la suave graba de su jardín elevado

como el escriba cultiva paciente

los vastos dominios de la página en blanco:

para afinar las preguntas que se hace nuestro asombro.

 

 

 

Kyoto, primavera de 1939

(Jorge Carrera Andrade)

 

“Zen: mira mi mano flácida. Soy un hombre de Zen.

No tengo otro cuenco de arroz que la luna”

J.C.A.

 

Un camino de cerezos en flor

me ha traído hasta Ryoan-ji.

el “Templo del dragón apacible”

donde la naturaleza y la geometría

se han reunido en el jardín.

 

Extraña armonía y concisión de este paisaje:

islotes de piedras

sobre un mar de arena,

a su modo un microcosmos,

a su manera un micrograma.

 

Como los monjes rapados

me recreo en el silencio y medito:

Yo, cuyo otro nombre es “Nadie”

(Odiseo sin odisea ni epopeya),

Puedo también acceder a la Nada.

 

 

 

 

 

*(Cuenca-Ecuador, 1968). Escritor, editor y curador de arte. Obtuvo el Premio Nacional de Cuento “Joaquín Gallegos Lara” del Municipio de Quito. Actualmente, es Director ejecutivo de la Fundación Municipal Bienal de Cuenca. Ha publicado los poemarios Corona de cuerpos (1992), Te perderá la carne (1999 y 2013), Baja noche (2000), No hay naves para Lesbos (2004), Jardín de arena (2009), La miel de la higuera (2012) y El habla del cuerpo (2015); así como el libro de cuentos El pan y la carne (2007 y 2013).

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