«Cosas del cuerpo» (1999). Sobre José Watanabe con un poema de Eva Chinchilla

 

La presente nota sobre el poeta peruano José Watanabe (1945-2007) y el poema de Eva Chinchilla que hoy publica Vallejo & Co., fueron difundidos originalmente en la sección “Versos para el adiós”, en el número 135 (marzo-abril de 2019) de la revista Adiós Cultural.

 

 

Por Javier Gil Martín*

Crédito de la foto Félix Ingaruca /

El Comercio

 

 

Cosas del cuerpo (1999).

Sobre José Watanabe con un poema de Eva Chinchilla**

(a partir de la lectura de “cosas del cuerpo)

 

 

“Nikkei es el nombre con el que se designa a los emigrantes de origen japonés y a su descendencia”. Con estas palabras son descritos los nikkei en Wikipedia. En Perú concretamente este flujo migratorio ha sido determinante desde que comenzara a finales del siglo XIX, hasta el punto de que uno de los mandatarios del país fue durante años uno de estos el nikkei, Alberto Fujimori, que gobernó el país desde 1990 hasta 2000.

El primer desembarco de esta oleada migratoria se produjo en 1899. Sakura Maru, así se llamaba el barco que, desde el puerto de Yokohama, llegó a Perú con 790 japoneses, en su mayoría hombres. Esta fue una de las características de este flujo entre ambos países: casi todos los que llegaban del país del sol naciente eran hombres que generalmente se casaban por poderes, una vez asentados, con mujeres japonesas que viajaban a Perú después.

Originalmente, esta comunidad se dedicó a las labores del campo y al servicio doméstico, pero poco a poco fueron abriendo comercios y asentando y mejorando su posición social. Pasaron así de tener una imagen negativa (que se materializó, por ejemplo, en la fundación, en 1917, de la Alianza Antijaponesa, y se agudizó durante la Segunda Guerra Mundial, a partir de la entrada de su país en la guerra como parte del eje) a ser aceptados y respetados dentro de la sociedad peruana (hasta llegar a la elección de un nikkei como presidente del gobierno, como señalábamos antes).

De esta comunidad nikkei formaba parte el poeta José Watanabe, que nació en 1945 en Laredo, una localidad del departamento de La Libertad, al norte de Perú, que por entonces era un pequeño pueblo dedicado a la industria azucarera. Sin embargo, su padre, Harumi Watanabe, que había llegado a Perú en 1916, no siguió la tradición de buscar esposa japonesa a distancia y se casó con Paula Varas, una peruana de origen andino, con la que tuvo 11 hijos. Por ello, en sentido estricto, José Watanabe era lo que llaman un nissei, no migrante de Japón, sino descendiente de un nikkei.

 

 

El poeta de Laredo vivió desde su infancia ese cruce de culturas y tradiciones, reflejo a su vez de su propio país, Perú, donde las diferentes culturas prehispánicas autóctonas conviven entre ellas con la cultura llegada de la Península y otras como la japonesa: “El sueño [de volver a Japón] se fue diluyendo y la cultura del entorno nos fue dando a nosotros, sus hijos, una identidad que terminaría siendo irrenunciable. Hoy somos un nuevo grupo de mestizos que forma parte insoslayable del complejo tejido social del Perú”.

En su caso, su mestizaje fue doble; además de tener padre japonés, su madre era a su vez mestiza y acarreaba con muchas tradiciones andinas. Sobre ello ha investigado en profundidad Tania Favela en El lugar es el poema, aproximaciones a la poesía de José Watanabe (Asociación Peruano Japonesa, Lima, 2018), donde profundiza sobre la influencia japonesa y andina que impregna la obra del poeta: “Muchas interrelaciones se dan en el interior de la obra de Watanabe, yuxtaponiéndose en distintos planos y niveles: vivencias, mitos, leyendas, narraciones, pero también su conciencia arquitectónica y pictórica, su experiencia ante el paisaje, las múltiples lecciones de las piedras, del desierto, de los animales”, escribe Favela al principio de su estudio.

Habría que señalar que estas no fueron solamente influencias temáticas o de imaginario, lo marcaron y determinaron también en el plano ético filosófico y llegaron incluso a forjar el carácter del poeta (y con ello su obra). Así, por ejemplo, de su madre recibió un impagable acerbo de leyendas y fábulas ancestrales de la cultura andina a la que pertenecía y que aparecen en muchos de sus poemas, generalmente reformuladas. De su padre aprendió el refrenamiento como una forma de estar en el mundo, acorde con el budismo zen y la ética del samurái (el camino del guerrero o bushido), y esto alcanzó, como cabía esperar, a su poética: “Sospecho que la influencia de mi padre también está en la contención de lenguaje que me place practicar”. De ahí que publicara un volumen antológico con el nombre de “Elogio del refrenamiento (1971-2003)”, en cuyo epílogo homónimo escribió:

“Esta conducta de imperturbable serenidad ante una situación límite compuso desde muy antiguo el modo de ser de nuestros padres. Ellos crecieron escuchando historias de samuráis que luego nos repitieron. Las enseñanzas implícitas en los argumentos abundaban en la dignidad ante las situaciones extremas y, especialmente, ante la muerte”. Aunque también de su madre le llegó ese ejemplo vital: “Mi madre había heredado de sus orígenes andinos la impronta de templanza que lucía en todas sus actitudes. (…) Nunca terminaré de agradecerle su ayuda para sobrevivir con dignidad: ‘La olla de barro se hace más dura en el fuego’, sentenciaba desde su altura de jueza o matrona”.

 

El poeta José Watanabe con sus hijas.

 

Como señalaba en la cita anterior, esta forma sobria y estoica de expresarse y en última instancia de vivir que heredó de sus padres se vio reflejada también en la forma de encarar el dolor y la muerte en sus poemas. He aquí dos citas que lo ilustran. La primera procede de una entrevista: “Cuando he estado en situaciones de riesgo que me han hecho pensar en la muerte, he pensado que esta debería ser como un mimetismo. En esa medida, veo mucho a las lagartijas porque me parece admirable cómo se disuelven en su ambiente. Mi ideal de muerte es ese: disolverme en un paisaje, en algo mucho más grande”. La segunda, un fragmento de su poema “La impureza”: “Mas no patetices. Eres hijo de. No dramatices. / El japonés / se acabó «picado por el cáncer más bravo que las águilas», / sin dinero para morfina, pero con qué elegancia, escuchando / con qué elegancia / las notas / mesuradas primero y luego como mil precipitándose / del kotó / de La Hora Radial de la Colonia Japonesa”. El poeta explica así en “Elogio del refrenamiento” el origen de esta cita: “En 1986, en un hospital de Alemania, después de escuchar un diagnóstico terrible, sentí la tentación de descomponerme, de gritar mi angustia e impotencia. Vino entonces a mí un íntimo reproche y me sentí «la única impureza en ese cuarto aséptico». Años después, sobreviviente ya, convertí esa frase en un verso y la continué con otras líneas”, y las líneas que cita son ese fragmento.

La enfermedad y la muerte determinaron la escritura de dos de sus libros capitales: El huso de la palabra (1989) y Cosas del cuerpo (1999). El primero de ellos supuso la vuelta a la escritura 18 años después de la publicación de su primer libro, Álbum de familia (1971). Surgió tras la lucha a brazo partido con un cáncer de pulmón, ese “diagnóstico terrible”, tan lejos de su tierra, que vino acompañado de una profunda depresión, que lo mantuvo en la cama un largo tiempo: “Cuando abría los ojos, / ellos estaban siempre allí, alrededor de mi cama. / Ellos, mi amigo Bertram Hanssum / y mi hermana Teresa”, dice la nota a modo de dedicatoria que encabeza el libro. El huso del título vino dado por la pelea con cada palabra para que trajera la siguiente, para recuperar, en cierta manera, “el uso de la palabra”: “Nunca tuve que pelear tanto para sacar adelante un poema. Nunca tampoco viví con más intensidad la tensión y la alegría de escribir. Entonces supe como nunca que expresarse poéticamente era un acto terapéutico. Así terminé un libro que titulé ‘El huso de la palabra’. Huso está escrito con ‘h’ para aludir al verbo usar y al instrumento que sirve para hilar. Ninguno de mis libros posteriores ni anteriores tiene un título que refleje tanto y tan bien lo que quise hacer como poeta”, dijo en la conferencia “De la depresión a la creación”.

 

 

Por su parte Cosas del cuerpo, publicado diez años después, tiene una de sus claves en su acercamiento a la enfermedad y la muerte (“de alguna manera, planteo que el cuerpo es nuestra única patria, la única posesión real que tenemos”), donde la visión panteísta y estoica (“La muerte / de verdad / es como la poesía: mírala venir / como una forma / de la templanza”, dice en “La jurado”) se combina con toques de humor e iluminación ante lo pequeño: “He venido por enésima vez a fingir mi resurrección. / En este mundo pétreo / nadie se alegrará con mi despertar. Estaré yo solo / y me tocaré / y si mi cuerpo sigue siendo la parte blanda de la montaña / sabré / que aún no soy la montaña”.

Es la de Watanabe “una mirada adiestrada en los paisajes del norte del Perú, en los movimientos oscuros del cuerpo, en la permanente lección de los animales”, en palabras de Eduardo Chirinos, y en su poesía confluyen variadas formas de la experiencia carnal, visiones del cuerpo que van de lo erótico a la experiencia de la enfermedad y la muerte (incluso combinándolas, como en su poema “Orgasmo”: “¿Me dejará la muerte / gritar / como ahora?”), todo ello tamizado siempre por la sabiduría de la que surgieron incontables preguntas (y algunas respuestas) que siguen resonando en los lectores que tenemos la suerte de acercarnos a su obra.

 

 

 

Cielo de hospital

 

santa

vaciada

Blanca Varela

 

Mi útero de humo

sale por la chimenea y se disuelve como nimbo

en este cielo que nunca tiene violencias.

Una violencia de cielo me hubiera consolado más.

 

Una enfermera cruza el jardín, ninguna

flor anuncia mi dolor. El dolor solo está

en los confines de la carne que aún me resta.

 

Mi útero

debió irse como un globo festivo

lleno de novios y nonatos. Él me convertía

en un animal muy bello

cuando urdía otro cuerpo.

Debió irse entonces

como un odre de dioses, ebrio y feliz, no víscera

de triste mamífero

en la bandeja de cirugía, no huevo

de la amargura.

 

La muerte se me acunó como hijo

y ahora también es humo de crematorio.

La cólera

o el ansia de belleza que impulsa a los árboles

a restituir la rama podada, está conmigo. Todo será

restablecido.

Voy a formar

una matriz nueva, un cuenco hondo como dos manos juntas,

no para frito, no importa si huera

 

pero ahí.

 

(de Cosas del cuerpo)

 

 

 

El nieto

 

Una rana

emergió del pecho desnudo y recién muerto

de mi abuelo, Don Calixto Varas.

Libre de ataduras de arterias y venas, huyó

roja y húmeda de sangre

hasta desaparecer en un estanque de regadío.

La vieron,

con los ojos, con la boca, con las orejas

y así quedó para siempre

en la palabra convencida, y junto

a otra palabra, de igual poder,

para conjurarla.

Así la noche transcurría eternamente en equilibrio

porque en Laredo

el mundo se organizaba como es debido:

en la honda boca de los mayores.

 

Ahora, cuando la verdad de la ciencia que me hurga es insoportable,

yo, descompuesto y rabioso, pido a los doctores

que me crean que

la gente no muere de un órgano enfermo

sino de un órgano que inicia una secreta metamorfosis

hasta ser animal maduro y dispuesto

a abandonarnos.

 

(de El huso de la palabra)

 

El poeta José Watanabe

 

EXTRA: Un poema de Eva Chinchilla a partir de la lectura de Cosas del cuerpo.

 

Quiero saber la hora. La hora exacta.

Quiero saber qué hacías tú, y tú y yo a esa hora

en la que José Watanabe

daba un salto en la charca,

se disolvía en la luz,

era la montaña

 

Quiero leer el poema que él escribiría si se viera

-que él escribirá cuando se vio-

y a ti y a mí

sin eso

al fin sin eso

 

cerrar este deseo que se abre

con la primera muerte del poeta

 

estar ahí

ver el no cuerpo

ya- sin eso- al fin- sin eso

 

 

no preguntar: ¿para qué otra cosa vive un poeta

si no es para morir,

no como un héroe sino como un poeta

 

bajo el almendro en flor

 

 

hay que morir?

 

 

 

 

 

*(Madrid-España, 1981). Licenciado en Filología española, se dedica al subtitulado de series y películas y la corrección de libros. Edita (junto a Víktor Gómez y Miguel Fernández) las colecciones de poesía “Instrucciones para abrir una caja fuerte” y “Señales de vida”, los pliegos “Manuales de instrucciones” y la segunda serie de los “Cuadernos Caudales”. También junto a Víktor Gómez y Enrique Cabezón coordina la colección Once de poesía y ensayo para Amargord Ediciones. Es el corrector de pruebas de la colección “Nuevos mapas del siglo XXI” para la Editorial Grupo5. Desde 2006 lleva la sección “Versos para el adiós” de la revista Adiós Cultural. Ha escrito los poemarios Motivos para después de la muerte y Propiedades del pájaro solitario (ambos inéditos), el librito artesanal Lento naufragio, en 2015 publicó Poemas de la bancarrota y, en 2018, Poemas de la bancarrota y otros poemas, una versión aumentada y reestructurada del anterior.

 

 

 

**(Madrid-España, 1971). Poeta. Filóloga (hispanista), con máster sin titulación en formación y cuestionamiento continuos. Integrante del consejo de la revista Nayagua; de los grupos de mujeres poetas Genialogías, 8que80, y coeditora de la colección diminutos salvamentos. Ha publicado en poesía años abisinios (2011) y verbo rea (2003).

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